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miércoles, 25 de noviembre de 2009

LA QUINTA DISCIPLINA: CAPITULO 2 ¿SU ORGANIZACION TIENE PROBLEMAS DE APRENDIZAJE?


Pocas empresas grandes alcanzan la mitad de la longevidad de una persona.  En 1983, una encuesta de Royal Dutch/Shell reveló que un tercio de las firmas que figuraban entre las “500” de Fortune habían desaparecido.   Shell estimaba que la longevidad promedio de las mayores empresas industriales es inferior a los cuarenta años, aproximadamente la mitad de la vida de un ser humano.  Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que los lectores de este libro presencien la desaparición de su empresa durante su carrera laboral.

En la mayoría de las compañías que fracasan, la prueba de que la compañía está en un atolladero abundan de antemano.  Sin embargo, nadie presta atención a estas señales, aunque los directivos sepan que existen.  La organización como totalidad no puede reconocer amenazas inminentes, comprender las implicaciones de dichas amenazas o presentar otras opciones.

Quizá -bajo las leyes de la “supervivencia del más apto”- la muerte continua de empresas sea saludable para la sociedad.  Aunque resulte doloroso para los empleados y propietarios, es simplemente un modo de remover el suelo económico, de redistribuir los recursos de la producción hacia nuevas compañías y hacia nuevas culturas.  ¿Pero qué sucede cuando la elevada tasa de mortalidad empresarial constituye un síntoma de problemas más hondos que afligen a todas las compañías, no sólo a las que perecen?  ¿Qué sucede si las compañías de mayor éxito tienen poca capacidad de aprendizaje, y sobreviven pero jamás desarrollan su potencial?  ¿Qué sucede si, a la luz de lo que podrían ser estas organizaciones, la “excelencia” es sólo “mediocridad”?

No es accidental que la mayoría de las organizaciones aprendan mal.  El modo en que están diseñadas y administradas, el modo en que definen las tareas de la gente y, sobre todo, el modo en que nos han enseñado a pensar e interactuar (no sólo en organizaciones sino en general) crean problemas fundamentales de aprendizaje.  Estos problemas inciden a pesar de los esfuerzos de personas brillantes y dedicadas.  A menudo, cuanto más se esfuerzan para resolverlos, peores son los resultados.  Hay algún aprendizaje a pesar de estas ineptitudes, pues éstas impregnan todas las organizaciones en cierta medida.

Los problemas de aprendizaje son trágicos en los niños, sobre todo cuando no se detectan.  Son igualmente trágicos en las organizaciones, donde suelen pasar inadvertidos.  El primer paso para remediarlos consiste en comenzar a identificar las siete barreras para el aprendizaje.

1.  “YO SOY MI PUESTO”

Nos enseñan a ser leales a nuestra tarea, al extremo de que la confundimos con nuestra identidad.  Cuando una gran acería norteamericana comenzó a cerrar plantas a principios de los años 80, ofreció reeducar a los obreros cesantes para que buscaran nuevos empleos.  Pero la reeducación no echó raíces; los obreros pasaron a ser desempleados o a realizar tareas independientes.  Los psicológos intentaron averiguar por qué, y notaron que los obreros sufrían agudas crisis de identidad.  Preguntaban:  “¿Cómo podría hacer otra cosa?  Yo soy  tornero”.

Cuando les preguntan cómo se ganan la vida, las personas describen las tareas que realizan todos los días, no el propósito de la empresa de la cual forman parte.  La mayoría se ven dentro de un “sistema” sobre el cual no ejercen ninguna influencia.  “Hacen su trabajo”, cumplen con su horario y tratan de apañárselas ante esas fuerzas que están fuera de su control.  En consecuencia, ven sus responsabilidades como limitadas por el puesto que ocupan.

Recientemente, los managers de una compañía automotriz de Detroit me contaron que habían desmantelado un coche japonés para comprender por qué los japoneses podían alcanzar extraordinaria precisión y confiabilidad a un coste más bajo en cierto proceso de ensamblaje.  Hallaron el mismo tipo estándar de perno usado tres veces en el bloque de  cilindros.  En cada ocasión unía un tipo distinto de componente.  En el coche americano, el mismo ensamblaje requería tres pernos diferentes, que requerían tres llaves diferentes y tres inventarios de pernos, con lo cual el ensamblaje resultaba más lento y más costoso.  ¿Por qué los americanos usaban tres pernos?  Porque la organización de diseño de Detroit tenía tres grupos de ingenieros, cada cual responsable de su propio componente.  El japonés tenía un solo diseñador, responsable del montaje de todo el motor, y tal vez de mucho más.  La ironía es que cada uno de los tres grupos de ingenieros norteamericanos consideraba que su trabajo era bueno porque su perno y su ensamblaje funcionaban a la perfección.

Cuando las personas de una organización se concentran únicamente en su puesto, no sienten mayor responsabilidad por los resultados que se generan cuando interactúan todas las partes.  Más aún, cuando los resultados son  decepcionantes, resulta difícil saber por qué.  Sólo se puede suponer que “alguien cometió una falla”.

2.  “EL ENEMIGO EXTERNO”

Un amigo me contó una vez la historia de un muchacho a quien entrenaba en béisbol, y que tras perder tres pelotas en el campo derecho, arrojó el guante y se fue al refugio, mascullando:  “Nadie puede manotear una pelota en ese maldito campo”.

Todos tenemos la propensión a culpar a un factor o una persona externa cuando las cosas salen mal.  Algunas organizaciones elevan esta propensión a un mandamiento:  “Siempre hallarás un agente externo a quien culpar”.  El departamento de Márketing culpa a manufacturación:  “Seguimos perdiendo ventas porque nuestra calidad no es competitiva”.  Manufacturación culpa a Ingeniería.  Ingeniería culpa a Márketing:  “Si tan sólo dejaran de estropear nuestros diseños y nos permitieran diseñar los productos de que somos capaces, seríamos un líder de la industria”.

El síndrome del “enemigo externo” es un subproducto de “Yo soy mi puesto”, y de los modos asistémicos de encarar el mundo que ello alienta.  Cuando nos concentramos sólo en nuestra posición, no vemos que nuestros actos la trascienden.  Cuando esos actos tienen consecuencias que nos perjudican, incurrimos en el error de pensar que estos nuevos problemas tienen un origen externo.  Como la persona perseguida por su propia sombra, no podemos deshacernos de ellos.

El síndrome del “enemigo externo” no consiste sólo en echar culpas dentro de la organización.  Durante sus últimos años en actividad, la otrora triunfal People Express Airlines redujo los precios, impulsó la comercialización y compró Frontier Airlines, en un frenético intento de combatir la presunta causa de su deterioro: competidores cada vez más agresivos.  Sin embargo, ninguna de estas medidas detuvo las crecientes pérdidas de la compañía ni corrigió su problema central, la calidad del servicio, que había decaído tanto que los precios bajos constituían el único atractivo para los clientes.

Para muchas compañías americanas el “enemigo” está integrado por la competencia japonesa, los sindicatos, las regulaciones gubernamentales o clientes que las “traicionaron” comprando otros productos.  La historia del “enemigo externo”, sin embargo, es siempre parcial.  El “afuera” y el “adentro” suelen formar parte de un mismo sistema.  Este problema de aprendizaje vuelve casi imposible detectar la influencia que podemos ejercer sobre cuestiones “internas” que superan la frontera entre nosotros y lo “externo”.

3.  LA ILUSION DE HACERSE CARGO

Está de moda ser “proactivo”.  Los managers a menudo proclaman la necesidad de hacerse cargo para afrontar problemas dificultosos.  Esto suele significar que debemos enfrentar estos problemas, no esperar a que alguien más haga algo, resolver los problemas antes que estalle una crisis.  La actitud proactiva se ve a menudo como un antídoto contra la actitud “reactiva”, la de esperar a que una situación se salga de madre antes de tomar medidas.  ¿Pero emprender una acción agresiva contra un enemigo externo es de veras un sinónimo de ser proactivo?

Hace poco, el equipo administrativo de una importante compañía de seguros con la cual trabajábamos sintió la picazón del bicho proactivo.  El jefe del equipo, un talentoso vicepresidente de reclamos, estaba por dar un discurso proclamando que la compañía ya no se dejaría manipular por los abogados cuando se presentara un litigio.  La empresa organizaría su propio equipo legal para resolver más casos mediante juicio por veredicto, en vez de zanjarlos fuera de los tribunales.

Nosotros y algunos miembros del equipo comenzamos a analizar sistémicamente los probables efectos de la idea: la cantidad probable de casos que se podían ganar en los tribunales, la cantidad probable de casos perdidos, los costes mensuales directos y los gastos fijos al margen de quien ganara o perdiera, y el tiempo que los casos podían permanecer en litigio.  (La herramienta que usamos se comenta en el Capítulo 17, “Micromundos”.)  El resultado era un incremento de costes totales porque, dada la calidad de la investigación realizada inicialmente en la mayoría de los reclamos, la empresa no podía ganar suficientes casos como para compensar los costes de litigios prolongados.  El presidente tiró el discursos a la basura.

A menudo, la “proactividad” es reactividad disfrazada.  Si nos volvemos más agresivos para luchar contra el “enemigo externo”, estamos reaccionando, no importa cómo lo llamemos.  La verdadera proactividad surge de ver cómo intensificamos nuestros propios problemas.  Es un producto de nuestro modo de pensar, no de nuestro estado emocional.

4.  LA FIJACION EN LOS HECHOS

Dos niños se ensarzan en una riña y procuramos separarlos.  Lucía dice:  “Le pegué porque me quitó la pelota”.  Tomás dice:  “Le quité la pelota porque ella no me presta su aeroplano”.  Lucía dice:  “El no puede jugar con mi aeroplano porque le rompió la hélice”.  Como sabios adultos que somos, decimos:  “Venga, niños, tratad de llevaros bien”.  ¿Pero somos tan distintos cuando se trata de explicar nuestros propios enredos?  Estamos condicionados para ver la vida como una serie de hechos, y creemos que para cada hecho hay una causa obvia.

La preocupación por los hechos domina las deliberaciones empresariales:  las ventas del mes pasado, los nuevos recortes de presupuesto, las ganancias del trimestre anterior, quién fue ascendido o despedido, el nuevo producto de nuestros competidores, la demora que se anunció para nuestro nuevo producto y demás.  Los medios informativos refuerzan  el énfasis en los acontecimientos inmediatos.  Si algo ocurrió hace dos días deja de ser “noticia”.  El énfasis en los hechos desemboca en explicaciones “fácticas”:  “El promedio Dow Jones bajó ayer dieciséis puntos -anuncia el periódico- porque ayer se anunciaron bajas ganancias para el cuarto trimestre”.  Estas explicaciones pueden ser ciertas en alguna medida, pero nos impiden ver los patrones más amplios que subyacen a los hechos y comprender las causas de esos patrones.

Nuestra fijación en los hechos forma parte de nuestro programa evolutivo.  En el diseño de un cavernícola destinado a la supervivencia, la aptitud para contemplar el cosmos no podía ser un criterio primordial.  Lo importante es la aptitud para ver al tigre diente de sable por encima del hombro izquierdo y reaccionar con rapidez.  La ironía es que hoy, las primordiales amenazas para nuestra supervivencia, tanto de nuestras organizaciones como de nuestras sociedades, no vienen de hechos repentinos sino de procesos lentos y graduales; la carrera armamentista, el deterioro ecológico, la erosión del sistema de educación pública de una sociedad, el capital físico cada vez más obsoleto, el deterioro en la calidad de diseños o productos (al menos en relación con la calidad de los competidores) son productos lentos y graduales.

El aprendizaje generativo no se puede sostener en una organización si el pensamiento de la gente está dominado por hechos inmediatos.  Si nos concentramos en los hechos, a lo sumo podemos predecir un hecho antes de que ocurra,  para tener una reacción óptima.  Pero no podemos aprender a crear.

5.  LA PARABOLA DE LA RANA HERVIDA

La mala adaptación a amenazas crecientes para la supervivencia aparece con tanta frecuencia en los estudios sistémicos de los fracasos empresariales que ha dado nacimiento a la parábola de la “rana hervida”.  Si ponemos una rana en una olla de agua hirviente, inmediatamente intenta salir.  Pero si ponemos la rana en agua a la temperatura ambiente, y no la asustamos, se queda tranquila.  Cuando la temperatura se eleva de 21 a 26 grados centígrados, la rana no hace nada, e incluso parece pasarlo bien.  A medida que la temperatura aumenta, la rana está cada vez más aturdida, y finalmente no está en condiciones de salir de la olla.  aunque nada se lo impide, la rana se queda allí y hierve.  ¿Por qué? Porque su aparato interno para detectar amenazas a la supervivencia está preparado para cambios repentinos en el medio ambiente, no para cambios lentos y graduales.

Algo similar sucedió con la industria automotriz norteamericana.  En los años 60, dominaba la producción en América del Norte.  Eso comenzó a cambiar muy gradualmente.  Los Tres Grandes de Detroit no veían al Japón como una amenaza en 1962, cuando la presencia japonesa en el mercado de los Estados Unidos era inferior al 4 por ciento.  Ni en 1967, cuando era inferior al 10 por ciento.  Ni en 1974, cuando era inferior al 15 por ciento.  Cuando los Tres Grandes empezaron a examinar críticamente sus prácticas y supuestos, a principios de los años 80, la participación japonesa en el mercado de los Estados Unidos se había elevado al 21.3 por ciento.  En 1989, la participación japonesa llegaba al 30 por ciento, y la industria automotriz norteamericana sólo daba cuenta del 60 por ciento de los automóviles vendidos en los Estados Unidos.   Aún no sabemos si esta rana tendrá fuerzas para salir del agua caliente.

Para aprender a ver procesos lentos y graduales tenemos que aminorar nuestro ritmo frenético y prestar atención no sólo a lo evidente sino a lo sutil.  Si nos sentamos a mirar los charcos dejados por la marea, no vemos mucho al principio, pero si nos detenemos a observar, al cabo de diez minutos el charco cobra vida.  Ese mundo de bellas criaturas está siempre allí, pero se mueve tan despacio que al principio no lo vemos.  El problema es que nuestra mente está tan sintonizada en nuestra secuencia que no podemos ver nada a 78 rpm, sólo a 33 1/3 rpm.  No eludiremos el destino de la rana a menos que aprendamos a aminorar nuestro ritmo frenético y ver esos procesos graduales que a menudo plantean para todos las mayores amenazas.

6.  LA ILUSION DE QUE “SE APRENDE CON LA EXPERIENCIA”

La experiencia directa constituye un potente medio de aprendizaje.  Aprendemos a comer, a gatear, a caminar y a comunicarnos mediante ensayo y error.  Realizamos un acto y vemos las consecuencias de ese acto; luego realizamos un acto nuevo y diferente.  ¿Pero qué ocurre cuando ya no vemos las consecuencias de nuestros actos?  ¿Qué sucede si las consecuencias primarias de nuestros actos están en el futuro distante o en una parte distante del sistema más amplio dentro del cual operamos?  Cada uno de nosotros posee un “horizonte de aprendizaje”, una anchura de visión en el tiempo y el espacio, dentro del cual evaluamos nuestra eficacia.  Cuando nuestros actos tienen consecuencias que trascienden el horizonte de aprendizaje, se vuelve imposible aprender de la experiencia directa.

He aquí un fundamental dilema de aprendizaje que afrontan las organizaciones:  se aprende mejor de la experiencia, pero nunca experimentamos directamente las consecuencias de muchas de nuestras decisiones más importantes.  Las decisiones más críticas de las organizaciones tienen consecuencias en todo el sistema, y se extienden durante años o décadas.  Las decisiones de Investigación y Desarrollo tienen consecuencias de primer orden en Márketing y Manufacturación.  La inversión en nuevas instalaciones fabriles y procesos influye en la calidad y la distribución durante una década o más.  La promoción de las personas atinadas modela el clima estratégico y organizacional durante años.  Se trata de decisiones donde hay escaso margen para el aprendizaje por ensayo y error.

Los ciclos son muy difíciles de ver, y por tanto es difícil aprender de ellos, si duran más de un año o dos.  El autor Draper Kauffman, Jr., especialista en pensamiento sistémico, señala que la mayoría de la gente tiene memoria corta:  “Cuando hay un exceso temporario de trabajadores en determinado campo, todos hablan de ese exceso y se obstaculiza el acceso de los jóvenes.  Al cabo de unos años esto crea una escasez, sobran puestos y se apremia a los jóvenes a ocuparlos... lo cual crea un exceso.  Obviamente, el mejor momento para empezar a prepararse para un empleo es cuando la gente ha hablado durante años de un exceso y hay pocos ingresos.  De ese modo, uno termina su educación justo cuando comienza la escasez”.

Tradicionalmente, las organizaciones intentan superar las dificultades de afrontar el enorme impacto de ciertas decisiones dividiéndose en componentes.  Instituyen jerarquías funcionales que permiten intervenir con mayor facilidad.  Pero las divisiones funcionales se transforman en feudos, y lo que antes era una cómoda división del trabajo se transforma en una serie de “chimeneas” que impiden el contacto entre las funciones.  Resultado:  el análisis de los problemas más importantes de una compañía, los problemas complejos que trascienden los límites funcionales, se convierte en un ejercicio peligroso o inexistente.

7.  EL MITO DEL EQUIPO ADMINISTRATIVO

Para batallar contra estos dilemas y problemas se yergue el “equipo administrativo”, un grupo escogido de managers enérgicos y experimentados que representan las diversas funciones y pericias de la organización.  Se supone que en conjunto discernirán los complejos problemas multifuncionales que son cruciales para la organización.  ¿Pero por qué hemos de confiar en que estos equipos podrán superar estos problemas de aprendizaje?

Con frecuencia, los equipos empresariales suelen pasar el tiempo luchando en defensa de su “territorio”, evitando todo aquello que pueda dejarlos mal parados y fingiendo que todos respaldan la estrategia colectiva del equipo, para mantener la apariencia de un equipo cohesivo.  Para preservar esta imagen, procuran callar sus desacuerdos, personas que tienen grandes reservas evitan manifestarlas públicamente, y las decisiones conjuntas son aguadas componendas que reflejan lo que es aceptable para todos, o bien el predominio de una persona sobre el grupo.  Si hay desavenencias, habitualmente se expresan mediante acusaciones que polarizan las opiniones y no logran revelar las diferencias de supuestos y experiencias de un modo enriquecedor para todo el equipo.

“La mayoría de los equipos administrativos ceden bajo presión -escribe Chris Argyris, profesor de Harvard y estudioso del aprendizaje en los equipos administrativos-.  El equipo puede funcionar muy bien con problemas rutinarios.  Pero cuando enfrenta problemas complejos que pueden ser embarazosos o amenazadores, el espíritu de equipo se va al traste.”

Argyris argumenta que la mayoría de los managers consideran la indagación colectiva como una amenaza inherente.  Nuestra educación no nos capacita para admitir que no conocemos la respuesta, y la mayoría de las empresas refuerzan esa lección al recompensar a las personas que saben defender sus puntos de vista pero no indagar los problemas complejos.  (¿Cuándo fue la última vez que una persona de la organización de usted fue recompensada por plantear difíciles preguntas acerca de la actual política de la compañía, en vez de resolver problemas urgentes?)  Ante la incertidumbre o la ignorancia, aprendemos a protegernos del dolor de manifestarlas.  Ese proceso bloquea nuestra comprensión de aquello que nos amenaza.  La consecuencia es lo que Argyris denomina “incompetencia calificada”: equipos llenos de gente increíblemente apta para cerrarse al aprendizaje.

PROBLEMAS Y DISCIPLINAS

Estos problemas de aprendizaje no son nuevos.  En la marcha de la locura, Barbara Tuchman estudia la historia de devastadoras políticas de gran escala “emprendidas, en última instancia, contra nuestros propios intereses”  desde la caída de Troya hasta la participación norteamericana en Vietnam.  En ninguno de esos casos los líderes pudieron prever las consecuencias de su propia política, aunque se les advirtió de antemano que su propia supervivencia estaba  en juego.  Leyendo el libro de Tuchman entre líneas, vemos que los monarcas franceses de Valois, en el siglo catorce, adolecían del síndrome de “Yo soy mi puesto”: cuando devaluaron la moneda, no comprendieron que impulsaban a la clase media francesa a la insurrección.

A principios del siglo dieciocho, Gran Bretaña actuó como la rana hervida.  Los británicos afrontaron una “década entera -escribe Tuchman- de creciente conflicto con las colonias (americanas) sin enviar ningún representante (oficial británico), mucho menos un ministro, a la otra costa del Atlántico... para averiguar por qué peligraba la relación”.   En 1976, en el comienzo de la Revolución Americana, la relación estaba irrevocablemente deteriorada.  En otra parte, Tuchman describe a los cardenales católicos de los siglos quince y dieciséis, un trágico “equipo” administrativo donde la piedad exigía que presentaran una apariencia de acuerdo.  sin embargo, las disimuladas puñaladas por la espalda (en algunos casos literales) allanaron el camino a papas oportunistas cuyos abusos de autoridad produjeron la Reforma protestante.

Hoy vivimos una época igualmente peligrosa, y los mismos problemas de aprendizaje persisten con muchas de sus consecuencias.  Las cinco disciplinas del aprendizaje pueden a mi juicio, actuar como antídotos para esos problemas.  Pero antes debemos estudiar los problemas con mayor profundidad, pues a menudo pasan inadvertidos en medio de la baraúnda de los hechos cotidianos.


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