«El ego es literalmente un pensamiento atemorizante»
De pequeños nos enseñaron a ser niñas y niños «buenos», lo que, por cierto, implica que todavía no lo éramos. Nos enseñaron que éramos buenos si limpiábamos nuestra habitación, o si sacábamos buenas notas. No nos enseñaron que éramos «ESENCIALMENTE» buenos.
No nos proporcionaron una sensación de aprobación incondicional, un sentimiento de que éramos valiosos por lo que éramos, no por lo que hacíamos. Y no es que fuéramos educados por monstruos. Nos educaron personas a quienes habían educado de aquella misma manera. A veces, en realidad, quienes más nos amaban sentían que era su responsabilidad que estuviéramos bien preparados para la lucha.
¿Por qué? Porque el mundo es como es, duro, y ellos querían que nos fuera bien. Teníamos que volvernos tan locos como está el mundo, porque de otra manera jamás nos adaptaríamos a él.
La meta era el logro, el título, el ingreso en Harvard. Lo raro es que no hayamos aprendido que la disciplina, desde esa perspectiva, es un extraño y antinatural desplazamiento de nuestro sentimiento de poder, que lo aparta de nosotros para proyectarlo sobre fuentes externas.
Perdimos el sentimiento de nuestro propio poder. Y lo que aprendimos fue el miedo, el miedo de que, siendo tal como éramos, no valiéramos lo suficiente.
El miedo no favorece el aprendizaje. Nos vuelve tullidos, inválidos, neuróticos. Y cuando llegamos a la adolescencia, la mayoría de nosotros estábamos gravemente «tocados».
Nuestro amor, nuestro corazón, nuestro verdadero yo, fueron constantemente invalidados tanto por la gente que no nos quería como por la que nos amaba. Y por falta de amor empezamos, lenta pero inexorablemente, a hundirnos.
Hace años me dije a mí misma que no debía preocuparme por el diablo. Recuerdo haber pensado que no hay ninguna fuerza maligna al acecho por el planeta. «No existe más que en mi cabeza», me dije. Después me di cuenta de que eso no era una buena noticia. Puesto que cada pensamiento crea experiencia, no hay peor lugar donde pudiera estar. Aunque es verdad que ahí afuera no hay ningún diablo a la caza de nuestra alma, en la mente tenemos la tendencia -que puede poseer una fuerza asombrosa- a percibir sin amor.
Como desde niños nos han enseñado que somos seres separados y finitos, nos resulta muy difícil todo lo que tiene que ver con el amor.. Lo sentimos como un vacío que amenaza con abrumarnos, y en cierto sentido, es y hace precisamente eso.. Aplasta a nuestro pequeño yo, nuestro solitario sentimiento de separación, y como eso es lo que creemos que somos, sentimos que sin él nos moriríamos. Lo que moriría en ese caso sería la mente asustada, para que el amor que hay dentro de nosotros pudiera tener ocasión de respirar.
Se llama «ego» a la totalidad de nuestra red de percepciones atemorizantes, que brotan de aquella primera falsa creencia en nuestra separación de Dios y del resto de los seres humanos. La palabra «ego», en general la utilizo en este libro de diferente manera de como se suele usar en la psicología moderna. La utilizo como los antiguos griegos, como la idea de una identidad pequeña y separada. Es una falsa creencia sobre nosotros mismos, una mentira sobre quiénes y qué somos en realidad. Por más que esa mentira sea nuestra neurosis, y que vivirla sea una angustia terrible, es sorprendente la resistencia que ofrecemos a sanar la escisión.
Cuando el pensamiento se separa del amor, da lugar a creaciones profundamente falsas. Es nuestro propio poder vuelto en contra de nosotros mismos. En el momento en el que la mente se apartó por primera vez del amor -cuando el Hijo de Dios se olvidó de reír-, cobró existencia todo un mundo ilusorio. Un curso de milagros llama a ese momento el «desvío hacia el miedo» o la «separación de Dios».
El ego tiene una pseudovida propia y, como todas las formas de vida, lucha con uñas y dientes para sobrevivir. Por más incómoda, dolorosa o incluso a veces desesperada que pueda ser nuestra vida, es la vida que conocemos, y nos aferramos a lo viejo en vez de probar algo nuevo. Estamos hartos de nosotros mismos, en un sentido u otro. Es increíble la tenacidad con que nos aferramos a cosas de las que pedimos ser liberados en nuestras oraciones. El ego es como un virus informático que ataca al centro del sistema operativo.
Nos muestra un oscuro universo paralelo, un ámbito de dolor y de miedo que en realidad no existe, aunque ciertamente parece real. Antes de la caída, Lucifer era el ángel más bello del Cielo. El ego es nuestro amor a nosotros mismos convertido en odio a nosotros mismos.
El ego es como un campo de fuerza gravitacional, construido durante eternidades de pensamiento atemorizante, cuya atracción nos aleja del amor que hay en nuestro corazón. El ego es nuestro poder mental vuelto contra nosotros mismos. Es astuto, como nosotros, y persuasivo, como nosotros, y manipulador, como nosotros. Es un diablo de «lengua de plata». El ego no se los aproxima para decirnos: «Hola, soy tu asco de ti mismo». No es estúpido, porque nosotros tampoco lo somos. Más bien nos dice cosas como: «Hola, soy tu yo adulto, racional y maduro. Te proporcionaré todo lo que necesites». Y entonces empieza a aconsejarnos que nos cuidemos a nosotros mismos a expensas de los demás. Nos enseña a ser egoístas, codiciosos, críticos y mezquinos.
Pero recuerda que no somos más que uno: lo que damos a los demás, nos lo damos a nosotros mismos. Lo que les negamos, nos lo negamos a nosotros mismos. En cualquier momento en que escogemos el miedo en lugar del amor, nos negamos la experiencia del Paraíso. En la misma medida en que abandonemos al amor, sentiremos que el amor nos ha abandonado.
De pequeños nos enseñaron a ser niñas y niños «buenos», lo que, por cierto, implica que todavía no lo éramos. Nos enseñaron que éramos buenos si limpiábamos nuestra habitación, o si sacábamos buenas notas. No nos enseñaron que éramos «ESENCIALMENTE» buenos.
No nos proporcionaron una sensación de aprobación incondicional, un sentimiento de que éramos valiosos por lo que éramos, no por lo que hacíamos. Y no es que fuéramos educados por monstruos. Nos educaron personas a quienes habían educado de aquella misma manera. A veces, en realidad, quienes más nos amaban sentían que era su responsabilidad que estuviéramos bien preparados para la lucha.
¿Por qué? Porque el mundo es como es, duro, y ellos querían que nos fuera bien. Teníamos que volvernos tan locos como está el mundo, porque de otra manera jamás nos adaptaríamos a él.
La meta era el logro, el título, el ingreso en Harvard. Lo raro es que no hayamos aprendido que la disciplina, desde esa perspectiva, es un extraño y antinatural desplazamiento de nuestro sentimiento de poder, que lo aparta de nosotros para proyectarlo sobre fuentes externas.
Perdimos el sentimiento de nuestro propio poder. Y lo que aprendimos fue el miedo, el miedo de que, siendo tal como éramos, no valiéramos lo suficiente.
El miedo no favorece el aprendizaje. Nos vuelve tullidos, inválidos, neuróticos. Y cuando llegamos a la adolescencia, la mayoría de nosotros estábamos gravemente «tocados».
Nuestro amor, nuestro corazón, nuestro verdadero yo, fueron constantemente invalidados tanto por la gente que no nos quería como por la que nos amaba. Y por falta de amor empezamos, lenta pero inexorablemente, a hundirnos.
Hace años me dije a mí misma que no debía preocuparme por el diablo. Recuerdo haber pensado que no hay ninguna fuerza maligna al acecho por el planeta. «No existe más que en mi cabeza», me dije. Después me di cuenta de que eso no era una buena noticia. Puesto que cada pensamiento crea experiencia, no hay peor lugar donde pudiera estar. Aunque es verdad que ahí afuera no hay ningún diablo a la caza de nuestra alma, en la mente tenemos la tendencia -que puede poseer una fuerza asombrosa- a percibir sin amor.
Como desde niños nos han enseñado que somos seres separados y finitos, nos resulta muy difícil todo lo que tiene que ver con el amor.. Lo sentimos como un vacío que amenaza con abrumarnos, y en cierto sentido, es y hace precisamente eso.. Aplasta a nuestro pequeño yo, nuestro solitario sentimiento de separación, y como eso es lo que creemos que somos, sentimos que sin él nos moriríamos. Lo que moriría en ese caso sería la mente asustada, para que el amor que hay dentro de nosotros pudiera tener ocasión de respirar.
Se llama «ego» a la totalidad de nuestra red de percepciones atemorizantes, que brotan de aquella primera falsa creencia en nuestra separación de Dios y del resto de los seres humanos. La palabra «ego», en general la utilizo en este libro de diferente manera de como se suele usar en la psicología moderna. La utilizo como los antiguos griegos, como la idea de una identidad pequeña y separada. Es una falsa creencia sobre nosotros mismos, una mentira sobre quiénes y qué somos en realidad. Por más que esa mentira sea nuestra neurosis, y que vivirla sea una angustia terrible, es sorprendente la resistencia que ofrecemos a sanar la escisión.
Cuando el pensamiento se separa del amor, da lugar a creaciones profundamente falsas. Es nuestro propio poder vuelto en contra de nosotros mismos. En el momento en el que la mente se apartó por primera vez del amor -cuando el Hijo de Dios se olvidó de reír-, cobró existencia todo un mundo ilusorio. Un curso de milagros llama a ese momento el «desvío hacia el miedo» o la «separación de Dios».
El ego tiene una pseudovida propia y, como todas las formas de vida, lucha con uñas y dientes para sobrevivir. Por más incómoda, dolorosa o incluso a veces desesperada que pueda ser nuestra vida, es la vida que conocemos, y nos aferramos a lo viejo en vez de probar algo nuevo. Estamos hartos de nosotros mismos, en un sentido u otro. Es increíble la tenacidad con que nos aferramos a cosas de las que pedimos ser liberados en nuestras oraciones. El ego es como un virus informático que ataca al centro del sistema operativo.
Nos muestra un oscuro universo paralelo, un ámbito de dolor y de miedo que en realidad no existe, aunque ciertamente parece real. Antes de la caída, Lucifer era el ángel más bello del Cielo. El ego es nuestro amor a nosotros mismos convertido en odio a nosotros mismos.
El ego es como un campo de fuerza gravitacional, construido durante eternidades de pensamiento atemorizante, cuya atracción nos aleja del amor que hay en nuestro corazón. El ego es nuestro poder mental vuelto contra nosotros mismos. Es astuto, como nosotros, y persuasivo, como nosotros, y manipulador, como nosotros. Es un diablo de «lengua de plata». El ego no se los aproxima para decirnos: «Hola, soy tu asco de ti mismo». No es estúpido, porque nosotros tampoco lo somos. Más bien nos dice cosas como: «Hola, soy tu yo adulto, racional y maduro. Te proporcionaré todo lo que necesites». Y entonces empieza a aconsejarnos que nos cuidemos a nosotros mismos a expensas de los demás. Nos enseña a ser egoístas, codiciosos, críticos y mezquinos.
Pero recuerda que no somos más que uno: lo que damos a los demás, nos lo damos a nosotros mismos. Lo que les negamos, nos lo negamos a nosotros mismos. En cualquier momento en que escogemos el miedo en lugar del amor, nos negamos la experiencia del Paraíso. En la misma medida en que abandonemos al amor, sentiremos que el amor nos ha abandonado.
Marianne Williamson
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