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jueves, 28 de enero de 2010

De los cabecillas a los grandes hombres.

La reciprocidad no era la única forma de intercambio practicada por los pueblos igualitarios organizados en bandas y aldeas. Hace tiempo que nuestra especie encontró otras formas de dar y recibir. Entre ellas, la forma de intercambio conocida como  redistribución desempeñó un papel fundamental en la creación de distinciones de rango en el marco de la evolución de las jefaturas y los Estados.

Se habla de redistribución cuando las gentes entregan alimentos y otros objetos de valor a una figura de presigio como, por ejemplo, el cabecilla, para que sean juntados, divididos en porciones   y vueltos a distribuir. En su forma primordial probablemente iba emparejada con las cacerías y cosechas estacionales, cuando se disponía de más alimentos que de costumbre. Como ilustra la práctica de los aborígenes australianos, cuando maduraban las semillas silvestres y abundaba la caza, las bandas vecinas se juntaban para celebrar sus festividades nocturnas llamadas Corroborees. Eran estas ocasiones para cantar, bailar y renovar ritualmente la identidad del grupo.  Es posible que al entrar en el campamento más gente, más carne y más manjares, los cauces habituales del intercambio recíproco no bastaran para garantizar un trato  equitativo para todos. Tal vez los varones de más edad se encargaran de dividir y  repartir las porciones consumidas por la  gente. Sólo un paso muy pequeño separa a estos redistribuidores rudimentarios de los afanosos cabecillas de tipo jefe boy-scout que exhortan a sus compañeros y parientes a cazar y cosechar con mayor intensidad para que todos puedan celebrar festines mayores y mejores. Fieles a su vocación, los cabecillas-redistribuidores no sólo trabajan más duro que sus seguidores, sino que también dan con mayor generosidad y reservan para si mismos las raciones más modestas y menos deseables.
Por consiguiente, en un principio la redistribución servía estrictamente para consolidar la igualdad política asociada al intercambio recíproco. La compensación de los redistribuidores residía meramente en la admiración de sus congéneres, la cual estaba en proporción con su éxito a la hora de organizar los más grandes festines y fiestas, contribuir personalmente más que cualquier otro y pedir poco o nada a cambio de sus esfuerzos; todo ello parecía, inicialmente, una extensión inosente del principio básico de reciprocidad. ¡Poco imaginaban nuestros antepasados las consecuencias que ello iba a acarrear!

Si es buena cosa que un cabecilla ofrezca festines, ¿por qué no hacer que varios cabecillas organicen festines? O, mejor aún ¿por qué no hacer que su éxito en la organización y en la donación de festines constituya la medida de su legitimidad como  cabecillas? Muy pronto, allí donde las condiciones lo permiten o favorecen - más adelante explicaré lo que quiero decir con esto -, una serie de individuos deseosos de ser cabecillas compiten entre si para celebrar los festines más espléndidos y redistribuir la mayor cantidad de viandas y otros bienes preciados. De esta forma se desarrolló la amenaza contra la que habían advertido los informantes de Richard Lee: el joven que quiere ser un "gran hombre".

Douglas OLiver realizó un estudio antropológico clásico sobre el gran hombre entre los siuais, un pueblo de nivel de aldea que vive en la  isla  de Bourgainville, una de las islas Salomón, situadas en el Pacífico Sur. En el idioma siuai el gran hombre se denominaba mumi. La mayor aspiración de todo muchacho siuai era convertirse en mumi. Empezaba casándose, trabajando muy duramente y limitando su consumo de carne y nueces de coco. Su esposa y sus padres, impresionados por la seriedad de sus intenciones, se comprometían a ayudarle en la preparación de su primer festín. El círculo de sus partidarios se iba ampliando rápidamente, y el aspirante a mumi empezaba a construir un local donde sus seguidores de sexo masculino pudieran entretener sus ratos de ocio  y donde pudiera recibir y agasajar a los invitados. Luego daba una fiesta de inauguración del club y, si  ésta constituía un éxito, crecía el círculo de personas dispuestas a colaborar con él y se empezaba a hablar de él como de un mumi. La organización de festines cada vez más aparatosos significaba que crecían las exigencias ipuestas por el mumi a sus partidarios. Estos, aunque se quejaban de lo duro que les hacía trabajar, le seguían siendo fieles mientras continuara manteniendo o acrecentando su renombre como "gran abastecedor".

Por último, llegaba el momento en que el nuevo mumi debía desafiar a los más veteranos. Para ello organizaba un festín, el denominado muminai, en el que ambas partes llevaban un registro de los cerdos, las tortas de coco y los dulces de sagú y almendra ofrecido por cada mumi y sus seguidores al mumi invitado y a los seguidores de éste. Si en el plazo de un año los invitados no podían corresponder con un festín tan espléndido como el de sus retadores, su mumi sufría una gran humillación social y perdía de inmediato su calidad de mumi.

Al final de un festín coronado por el éxito, a los mumis más grandes aún les esperaba una vida de esfuerzo personal y dependencia de los humores e inclinaciones de sus seguidores. Ser mumi no confería la facultad de obligar a los demás a cumplir sus deseos ni situaba su nivel de vida por encima del de los demás. De hecho, puesto que desprenderse de cosas constituía la esencia misma de la condición de mumi, los grandes mumis consumían menos carne y otros manjares que los hombres comunes. H. Ian Hogbin relata que entre los kaokas habitantes de otro grupo de las islas Salomón "el hombre que ofrece el banquete se queda con los huesos y los pasteles secos; la  carne y los tocinos son para los demás.Con ocasión de un gran  festín con 1.100 invitados, el mumi anfitrión, de nombre Soni, ofreció treinta y dos cerdos y gran número de pasteles de sagú y almendra. Soni y algunos de sus seguidores más inmediatos se quedaron con hambre. "Nos alimentará la fama de Soni", dijeron.

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