Deepak Chopra
El mundo está en ti .
Para resolver el misterio de la vida sólo necesitamos cumplir un mandamiento: vivir como una célula. Sin embargo, no lo hacemos, y la razón resulta evidente: tenemos nuestra manera de hacer las cosas. Nuestras células se alimentan del mismo oxígeno y glucosa que nutrieron a las amibas hace dos billones de años, pero nosotros preferimos los alimentos de moda, grasosos, azucarados y frívolos. Pese a que nuestras células cooperan entre sí -con base en lineamientos establecidos por la evolución en los helechos del período cretáceo, nosotros encontramos un nuevo enemigo en el planeta cada década, cada año, cada mes. Lo mismo podemos decir de otras desviaciones de la sabiduría exacta, completa y casi perfecta de nuestros cuerpos. Estos ejemplos reflejan una situación de mayor alcance.
Para volver a la sabiduría de la célula debemos aceptar que vivimos las consecuencias de elecciones ajenas. Nos enseñaron hábitos y creencias que ignoran por completo el misterio de la vida. Estas creencias están contenidas unas en otras, como esas cajas chinas que contienen siempre otra más pequeña:
Hay un mundo material.
El mundo material está lleno de objetos, sucesos y personas.
Yo soy una de esas personas y no tengo una posición más elevada que las demás.
Para descubrir quién soy debo explorar el mundo material.
Este conjunto de creencias resulta limitante. En él no hay lugar para ningún acuerdo espiritual; ni siquiera para el alma. ¿Para qué integrar el misterio de la vida en un sistema que dice saber de antemano qué es real? Por más convincente que parezca el mundo material -y para vergüenza de la ciencia moderna-, nadie ha podido demostrar que sea real. Las personas comunes no están al tanto de los avances de la ciencia, por lo que este grave problema no es conocido. No obstante, cualquier neurólogo puede decirte que el cerebro no ofrece ninguna prueba de que el mundo exterior existe en verdad, y sí muchas de que no existe. Todo lo que el cerebro hace es recibir señales incesantes relacionadas con el equilibrio químico, el consumo de oxígeno y la temperatura del cuerpo. A lo anterior se suma una corriente discontinua de impulsos nerviosos. Esta enorme cantidad de información no procesada tiene su origen en estallidos químicos que producen cargas eléctricas. Éstas viajan en todas direcciones por una intrincada red de finísimas células nerviosas, y una vez que llegan al cerebro la corteza las combina y forma un conjunto aún más complejo de señales eléctricas y químicas. La corteza no nos dice nada sobre este procesamiento perpetuo de información, que es lo único que ocurre dentro de la materia gris. Nosotros sólo percibimos el mundo material con todas sus imágenes, sonidos, sabores, olores y texturas. El cerebro nos ha gastado una broma, un admirable juego de prestidigitació n, pues no existe conexión entre la información no procesada del cuerpo y nuestra percepción subjetiva de un mundo exterior.
En lo que a nosotros concierne, el mundo exterior podría ser un sueño. Cuando estoy dormido y sueño, veo un mundo de sucesos tan vívido como el que veo durante la vigilia (aparte de la vista, mis otros cuatro sentidos están presentes de manera irregular, pero al menos un pequeño porcentaje de personas tiene los cinco: pueden tocar, saborear, escuchar y oler durante el sueño, con tanta intensidad como cuando están despiertos). Sin embargo, cuando abro los ojos en la mañana, sé que esos sucesos tan reales fueron producto de mi mente. Nunca he tomado el sueño por realidad porque doy por hecho que los sueños no son reales.
¿Mi cerebro tiene un sistema para crear el mundo de los sueños y otro para crear el de la vigilia? No; en términos de función cerebral, el mecanismo de los sueños no se esfuma cuando despierto. La misma corteza visual localizada en la parte trasera de mi cabeza, hace que vea un objeto -un árbol, un rostro, el cielo en la memoria, en un sueño, en una foto o justo frente a mí. La ubicación de la actividad neuronal cambia ligeramente entre una situación y otra, por lo que puedo distinguir entre un sueño, una foto y el objeto; pero el proceso fundamental siempre es el mismo: estoy creando un árbol, un rostro o el cielo a partir de una maraña de nervios que lanzan estallidos químicos y cargas eléctricas por todo el cuerpo. Por más que me esfuerce, jamás encontraré un patrón de sustancias químicas y cargas eléctricas con forma de árbol, de rostro o de ninguna otra cosa. Todo lo que hay es una tormenta de actividad electroquímica.
Este embarazoso problema -la incapacidad de demostrar la existencia de un mundo exterior- socava la base del materialismo. Es así como llegamos al segundo misterio espiritual: no estás en el mundo; el mundo está en ti.
La única razón por la que las piedras son sólidas es que el cerebro interpreta una ráfaga de señales eléctricas como tacto; la única razón por la que el sol brilla es que el cerebro interpreta otra ráfaga de señales eléctricas como vista. No hay luz solar en mi cerebro, cuyo interior es tan oscuro como una caverna de piedra caliza sin importar cuan iluminado esté el mundo exterior.
En el momento en que digo que el mundo entero se crea en mí, me doy cuenta de que tú podrías decir lo mismo. ¿Estoy en tu sueño, tú estás en el mío, o estamos todos atrapados en una extraña combinación de las versiones de cada uno sobre los acontecimientos? Para mí, éste no es un problema sino la esencia de la espiritualidad. Todos somos creadores. El misterio de cómo se combinan todos estos puntos de vista individuales -de modo que tu mundo y el mío armonicen- es lo que lleva a las personas a buscar respuestas espirituales. No hay duda de que la realidad está llena de conflictos, pero también de armonía. Es liberador darse cuenta de que como creadores generamos cada aspecto, bueno o malo, de nuestra experiencia. Así, cada uno es el centro de la creación.
Antiguamente, estas ideas se aceptaban de manera espontánea. Hace siglos la doctrina de la realidad única constituía el centro de la vida espiritual. Religiones, pueblos y tradiciones discrepaban muchísimo, pero todos coincidían en que el mundo es una creación indivisa e imbuida de una inteligencia, un diseño creativo. El monoteísmo llamó a esta realidad única Dios; en India, Brahman; en China, Tao. En todos los casos, el individuo vivía dentro de esta inteligencia infinita, y sus actos constituían el diseño total de la creación. No tenía que emprender búsquedas espirituales para encontrar la realidad única: su vida estaba inmersa en ella. El creador permeaba por igual cada partícula de la creación y la misma chispa divina animaba toda forma de vida.
En la actualidad tildamos esta perspectiva como “mística” porque trata con lo invisible. Pero si nuestros ancestros hubieran conocido el microscopio, ¿no habrían encontrado en la conducta de las células la comprobación de su misticismo? La creencia en una realidad inclusiva ubica a cada individuo en el centro de la existencia. El símbolo místico de esta situación es un círculo con un punto en el centro: el individuo (punto) es en realidad infinito (círculo). Es como la pequeña célula cuyo punto de ADN la vincula con billones de años de evolución. ¿Pero podemos considerar al concepto de la realidad única como místico?
¿Cómo fue que la creencia en la realidad única se vino abajo? Había una alternativa que también colocaba a cada individuo en el centro de su propio mundo. Sin embargo, en vez de incluirlo lo hacía sentir solo y aislado, impulsado por el deseo personal y no por una fuerza vital compartida o por la comunión de las almas. Es la opción a la que llamamos ego, hedonismo, ley del karma o -para usar un lenguaje religioso- expulsión del paraíso. Ha penetrado hasta tal grado nuestra cultura que seguir al ego no parece ya una elección. Desde niños hemos sido educados en la norma del “primero yo, después yo y finalmente yo”. La competencia nos enseña que debemos luchar por lo que deseamos. La amenaza de otros egos -que se sienten tan aislados y solos como nosotros-, está siempre presente: nuestros planes podrían frustrarse si alguien se nos adelantara.
Mi intención no es censurar al ego ni responsabilizarlo de que las personas no sean felices, sufran o no encuentren su verdadero yo, a Dios o al alma. Se dice que el ego nos obnubila con sus exigencias, avaricia, egoísmo e inseguridad interminables, lo cual es un punto de vista común pero errado. Lanzarlo a la oscuridad, convertirlo en enemigo, sólo agudiza la división y la fragmentación. Si sólo existe una realidad, debe abarcar todo. Excluir al ego es tan imposible como suprimir el deseo.
La decisión de vivir en aislamiento -algo que las células jamás eligen, excepto las cancerígenas- originó un género especial de mitología. En todas las culturas se habla de una edad de oro enterrada en un oscuro pasado. Este relato de perfección degrada a los seres humanos, quienes creyeron que eran defectuosos por naturaleza, que todos portamos la marca del pecado, que Dios no mira con buenos ojos a estos hijos descarriados. El mito da a una elección la apariencia de designio. La separación cobró vida propia, pero ¿desapareció la posibilidad de la realidad única?
Para reconquistar la realidad única debemos aceptar que el mundo está en nosotros. Este secreto espiritual se basa en la naturaleza del cerebro, cuya función es crear el mundo en todo momento. Si tu mejor amigo te llama por teléfono desde Tíbet, el sonido de su voz es una sensación en tu cerebro; si se presenta en tu casa, su voz seguirá siendo una sensación en la misma parte de tu cerebro, y lo mismo ocurrirá cuando tu amigo haya muerto y su voz resuene en tu memoria. Una estrella en el cielo parece lejana aunque también es una sensación en otra zona de tu cerebro. Por tanto, la estrella está en ti. Ocurre lo mismo cuando degustas una naranja, tocas una tela aterciopelada o escuchas a Mozart: toda experiencia se origina en tu interior.
En este momento, la vida centrada en el ego resulta totalmente convincente, razón por la cual ni todo el dolor y sufrimiento que provoca nos decide a abandonarla. El dolor lastima pero no muestra la salida. El debate sobre cómo terminar la guerra, por ejemplo, ha resultado estéril porque se funda en la idea de que somos individuos aislados; como tales, nos enfrentamos a “ellos”, los innumerables individuos que quieren lo mismo que nosotros.
La violencia se basa en la oposición nosotros-ellos. “Ellos” nunca se van ni se dan por vencidos; luchan por proteger sus intereses. Mientras unos y otros tengamos intereses distintos, el ciclo de violencia perdurará. Las consecuencias funestas de esta postura pueden observarse en el organismo: en un cuerpo saludable, todas las células se reconocen en las demás. Cuando esta percepción se corrompe y ciertas células se convierten en “el otro”, el cuerpo arremete contra sí, situación conocida como trastorno inmunológico, y provoca afecciones terribles como artritis reumatoide y lupus. La agresión de un ser contra sí mismo se fundamenta en un concepto erróneo, y aunque la medicina puede proporcionar cierto alivio al cuerpo, es imposible curarlo sin corregir primero el concepto equívoco.
Una acción categórica en favor de la paz es renunciar al interés personal de una vez por todas, lo que arranca la violencia de raíz. Esta idea puede resultar desconcertante; nuestra reacción inmediata es: “¡Pero yo soy mi mayor interés personal en el mundo!” Por fortuna, esto no es exacto: el mundo está en ti, no al revés. A esto se refería Cristo cuando nos apremió a alcanzar el reino de Dios y preocuparnos por lo mundano después. Dios posee todo en virtud de haber creado todo; si tú y yo creamos las percepciones que interpretamos como realidad, nos pertenecen también.
La percepción es el mundo; el mundo es percepción.
Esta idea echa por tierra el drama de “nosotros contra ellos”. Todos formamos parte del único proyecto trascendente: la creación de la realidad. Defender otros intereses -dinero, propiedades, posición- sólo tendría sentido si fueran esenciales. Pero el mundo material es consecuencia; nada en él es esencial. El único interés personal valioso es la habilidad de crear libremente, con plena conciencia de cómo se crea la realidad.
Puedo entender a quienes encuentran tan repugnante al ego que quieren deshacerse de él. Sin embargo, el ataque al ego es sólo un disfraz sutil del ataque a uno mismo. Su destrucción no serviría de nada aun si pudiera lograrse. Es vital mantener la maquinaria creativa intacta. Cuando lo despojamos de sus sueños feos, inseguros y violentos, el ego deja de ser feo, inseguro y violento, y toma su lugar como parte del misterio.
La realidad única nos ha revelado un valioso secreto: quien crea es más importante que el mundo entero. De hecho, es el mundo. Vale la pena hacer una pausa para asimilarlo. De todas las ideas liberadoras que pueden cambiar la vida de una persona, quizá ésta sea la más poderosa. Pero para llevarla a la práctica para ser auténticos creadores, debemos liberarnos de múltiples condicionamientos. Nadie nos pidió que creyéramos en un mundo material, pero aprendimos a considerarnos seres limitados. El mundo exterior debe ser mucho más poderoso; él marca la pauta, no nosotros; él está primero y nosotros muy por detrás.
El mundo exterior no te proporcionará respuestas espirituales mientras no asumas tu papel de creador de la realidad. Esto parecerá extraño al principio, pero establecerá un nuevo conjunto de creencias:
Todo lo que experimento es un reflejo de mí.
Por tanto, no tiene sentido tratar de escapar. No hay a dónde ir, y como creador de mi realidad, no me interesaría huir aun si pudiera.
Mi vida es parte de todas las demás.
Mi conexión con todos los seres vivientes me impide tener enemigos. No siento necesidad de oponerme, resistirme, vencer o destruir.
No necesito controlar nada ni a nadie.
Puedo inducir cambios transformando lo único que está bajo mi control: yo.
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