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martes, 5 de enero de 2010

LA LECTURA EN EL MUNDO OCCIDENTAL


Historia de la lectura en el mundo occidental
(resumen)


El simple acto de la lectura implica, en realidad, miles de significados que este libro –la primera gran síntesis histórica en la materia– nos revela. Leer uno o varios textos, en voz alta o en silencio, rápidamente o descifrándolos con dificultad, en un manuscrito o en un ordenador, equivale, cada vez, a recrear el sentido de lo escrito en función de nuestras propias competencias y expectativas.
Fruto del trabajo de los máximos especialistas en el tema, esta Historia pone en evidencia los cambios fundamentales que han tenido lugar en la lectura –de la lectura silenciosa en la Grecia Antigua a las novedades introducidas por la imprenta y las revoluciones electrónicas que estamos viviendo. También nos presenta historias de objetos, de los libros en sus diversas formas, así como historias de los hombres y de las mujeres, adultos o jóvenes, de sus gestos y costumbres, de los espacios y los tiempos reservados a la lectura...


INTRODUCCIÓN
Por Guglielmo Cavallo y Roger Chartier

La Grecia arcaica y clásica. La invención de la lectura silenciosa.
Por Jesper Svembro

Entre el Volumen y el Codex. La lectura en el mundo romano.
Por Guglielmo Cavallo

La Alta Edad Media. 
Por Malcolm Parkes

Leer por leer: Un porvenir par la lectura.
Por Armando Petrucci

Crisis de la lectura, crisis de la producción.
Por Armando Petrucci

El desorsen de la lectura.
Por Armando Petrucci



INTRODUCCIÓN
Por Guglielmo Cavalo y Roger Chartier
   
Una historia de largo alcance de las lecturas y los lectores ha de ser la de la historicidad de los modos de utilización, de comprensión y de apropiación de los textos. Considera al «mundo del texto» como un mundo de objetos, formas y ritos cuyas convenciones y disposiciones sirven de soporte y obligan a la construcción del sentido. Por otro lado, considera asimismo que el «mundo del lector» está constituido por «comunidades de interpretación» (según la expresión de Stanley y Fish), a las que pertenecen los lectores/as singulares. Cada una de esta comunidades comparte, en se relación con lo escrito, un mismo conjunto de competencias, usos, códigos e intereses. Por ello, en todo este libro se verá una doble atención: a la materialidad de los textos y a la practica de sus lectores.
«Los nuevos lectores contribuyen a elaborar nuevos textos, y su nuevos significados están en función de sus nuevas formas». De ese modo designa D.F. McKenzie con sobrada agudeza el doble conjunto de variaciones –las de las formas de lo escrito y las de la identidad de los públicos– que ha de tenerse en cuenta toda historia deseosa de restituir el significado movedizo y plural de los textos. En la presente obra hemos sacado provecho de la constatación de diferentes maneras: descubriendo los principales contrastes que, a la larga oponen entre sí a las diferentes maneras de leer; caracterizando en sus diferencias las prácticas de las diversas comunidades de lectores dentro de una misma sociedad; prestando atención a las transformaciones de las formas y los códigos que modifican, a la vez, el estatuto y el público de los diferentes géneros de textos.
Semejante perspectiva, si bien está claramente inscrita en la tradición de la historia del libro, tiende, sin embargo, a desplazar sus cuestiones y trayectorias. En efecto, la historia del libro se ha dado como objeto de la medida de la desigual presencia del libro en los diferentes grupos que integran una sociedad. De lo cual se infiere, en consecuencia, la construcción totalmente necesaria de indicadores aptos para revelar las distancias culturales: por ejemplo, para un lugar y un tiempo dados, la desigual posesión del libro, la jerarquía de las bibliotecas en función del número de obras que contiene o la caracterización temática de los conjuntos a tenor de la parte que en ellas ocupan las diferentes categorías bibliográficas. Desde ese enfoque, reconocer las lecturas equivale, ante todo, a constituir series, establecer umbrales y construir estadísticas. El propósito, en definitiva, consiste en localizar las traducciones culturales de las diferencias sociales.
Esa trayectoria ha acumulado un saber sin el que hubieran resultado impensables otras indagaciones, y este libro, imposible. Sin embargo, no es suficiente para escribir una historia de las prácticas de la lectura. Ante todo, postula de modo implícito que las grandes diferencias culturales están necesariamente organizadas con arreglo a un desglose social previo. Debido a ello, relaciona las diferencias en las prácticas de ciertas oposiciones sociales construidas a priori, ya sea a la escala de contrastes macroscópicos (entre las élites y el pueblo), ya sea a la escala de diferenciaciones menores (por ejemplo, entre grupos sociales jerarquizados por distinciones de condición o de oficio y por niveles económicos).
Y lo cierto es que las diferenciaciones sociales no se jerarquizan con arreglo a una rejilla única de desglose de lo social, que supuestamente gobierna tanto la desigual presencia de los objetos como la diversidad de las prácticas. Ha de invertirse la perspectiva y localizar los círculos o comunidades que comparte una misma relación con lo escrito. El partir así de la circulación de los objetos y de la identidad de las prácticas, y no de las clases o los grupos, conduce a reconocer la multiplicidad de los principios de diferenciación que pueden dar razón a las diferencias culturales: por ejemplo, la pertenencia a un género o a una generación, las adhesiones religiosas, las solidaridades comunitarias, las tradiciones educativas o corporativas, etc.
Para cada una de las «comunidades de interpretación» así identificadas, la relación con lo escrito se efectúa a través de las técnicas, los gestos y los modos de ser. La lectura no es solamente una operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en el espacio, la relación consigo mismo o con los demás. Por ello, en el presente libro, se ha prestado una atención muy particular a las maneras de leer que han desaparecido o que, por lo menos, han quedado marginalizadas en el mundo contemporáneo. Por ejemplo, la lectura en voz alta, en su doble función de comunicar lo escrito a quienes no lo saben descifrar, pero asimismo de fomentar ciertas formas de sociabilidad que son otras tantas figuras de lo privado, la intimidad familiar, la convivencia mundana, la connivencia entre cultos. Una historia de la lectura no tiene que limitarse únicamente a la genealogía de nuestra manera contemporánea de leer, en silencio y con los ojos. Implica igualmente, y quizá sobre todo, la tarea de recobrar los gestos olvidados, los hábitos desaparecidos. El reto es considerable, ya que revela no sólo la distante rareza de prácticas antiguamente comunes, sino también el estatuto primero y específico de textos que fueron compuestos para lecturas que ya no son las de sus lectores de hoy. En el mundo clásico, en la Edad Media, y hasta los siglos XVI y XVII, le lectura implícita, pero efectiva, de numerosos textos es una oralización, y sus «lectores» son los oyentes de una voz lectora. Al estar esa lectura dirigida al oído tanto como a la vista, el texto juega con formas y fórmulas aptas para someter lo escrito a las exigencias propias del «lucimiento» oral.
Contra la representación elaborada por la propia literatura y recogida por la más cuantitativa de las historias del libro, según la cual el texto existe en sí, separado de toda materialidad, cabe recordar que no hay texto alguno fuera del soporte que permite leerle (o escucharle). Los autores no escriben libros: no, escriben textos que se transforman en objetos escritos –manuscritos, grabados, impresos y, hoy, informatizados– manejados de diversa manera por unos lectores de carne y hueso cuyas maneras de leer varían con arreglo a los tiempos, los lugares y los ámbitos.
Ha sido ese proceso, olvidado con harta frecuencia, el que hemos puesto en el centro de la presente obra, que pretende localizar, dentro de cada una de las secuencias cronológicas escogidas, las mutaciones fundamentales que ha ido transformando en el mundo occidental las prácticas de lectura y, más allá, sus relaciones con lo escrito. A ello se debe la organización a la vez cronológica y temática de nuestro volumen, articulado en trece capítulos que nos llevan desde la invención de la lectura silenciosa en la Grecia clásica hasta las prácticas nuevas, permitidas y a la vez impuestas por la revolución electrónica de nuestro presente.



LA GRECIA ARCAICA Y CLÁSICA. LA INVENCIÓN DE LA LECTURA SILENCIOSA
Por Jesper Svenbro    

En su artículo «Silent Reading in Antiquity» (1968), Bernard Knox cita dos textos del siglo V a.C. que parecen demostrar que los griegos –o para ser más precisos, algunos de ellos– practicaban la lectura silenciosa, y que en la época de la guerra del Peloponeso, los poetas dramáticos podían contar con una familiaridad de su público con ella. El primero de esos textos era un pasaje del Hipólito de Eurípides, que data del 428 a.C. Teseo ve la tablilla de escritura que pendía de la mano de Fedra, y se pregunta qué era lo que le podía anunciar. Rompe el sello. El coro interviene para cantar su inquietud, hasta que le interrumpe Teseo, exclamando: «¡Ay! ¿Qué desgracia intolerable, indecible, vendrá a añadirse a la desgracia? ¡Infortunado de mí! A petición del coro, revelará después el contenido de la tablilla, no leyéndola en voz alta, sino resumiendo su contenido. La había leído claramente en silencio, durante el canto del coro.
El segundo texto de Knox es un pasaje de Los caballeros de Aristóteles, fechado en 424 a.C. Se trataba de la lectura de un oráculo escrito, que Nicias logró robarle a Paflagón: «Déjamelo para que lo lea», le dice Demóstenes a Nicias, quien le escanciaba una primera copa de vino y le pregunta: «¿Qué dice el oráculo?» A lo que Demóstenes, absorto en su lectura, le replica: «¡Lléname otra copa!» «¿De veras dice que te llene otra copa?», le pregunta entonces Nicias, creyendo que se trataba de una lectura en voz alta hecha por Demóstenes. Esa broma se repite y se amplía en los versos siguientes, hasta que Demóstenes le revela a Nicias: «Aquí dentro se dice cómo va a parecer el propio Paflagón». Le ofrece luego un resumen del oráculo. No lo lee: lo ha hecho ya, en silencio. Ese pasaje nos presenta a un lector que tenía la costumbre de leer para sus adentros (y que hasta sabía hacerlo y pedir de beber al mismo tiempo...) junto a un oyente que no parecía acostumbrado a esa práctica sino que toma las palabras pronunciadas por el lector por palabras leídas, cuando en realidad no lo eran.
La escena de Los caballeros es especialmente instructiva, por menos de entrada, porque indica que la práctica de la lectura silenciosa no era una cosa conocida por todos en 424 (Platón tenía entonces cinco años), aunque se daba por supuesto que el público de la comedia la conocía. Era una práctica reservada a un número limitado de lectores, y sin duda desconocida por buen número de griegos, sobre todo –cabe pensar– por los analfabetos, que no conocían la escritura más que «desde fuera». Además, conviene recordar que los dos documentos citados eran de procedencia ateniense; en lugares como Esparta, donde se esforzaban por limitar la enseñanza de las letras a «lo estrictamente necesario», la lectura silenciosa debió ser todavía menos susceptible de ser conocida, y menos practicada. Para el lector que leía poco y de manera esporádica era probable que el desciframiento lento y a tientas de lo escrito no engendraría la necesidad de una interiorización de la voz, ya que la voz era precisamente el instrumento mediante el cual la secuencia gráfica era reconocida como lenguaje. Ya hemos visto que la sonorización de lo escrito se programaba, negativamente, mediante la ausencia de intervalos. Y si esa sonorización era un valor en sí, ¿por qué s iba a sentir la necesidad de abandonar la scriptio continua, obstáculo técnico al desarrollo de la lectura silenciosa?
Porque la ausencia de intervalos era un obstáculo, y lo siguió siendo. Pero no fue un obstáculo insalvable, como cabría creerlo partiendo de la experiencia medieval, en la cual, según Paul Saenger, la word division fue una condición necesaria para que pudiera difundirse la lectura silenciosa, practicada por monjes que copiaban textos en silencio. Porque, como acabamos de comprobar, los griegos parecen haber sabido leer en silencio, aun conservando la scriptio continua. Como sugiere Knox, el manejo frecuente de grandes cantidades de texto abrió la posibilidad de una lectura silenciosa en la Antigüedad, silenciosa y, por tanto, rápida. En el siglo V a.C. es verosímil que Heródoto abandonase la lectura en alta voz en el transcurso de su labor de historiador; y, ya en la segunda mitad del siglo VI, quienes en Atenas bajo los pisistrátidas se ocuparon del texto homérico con miras así filológicas –como pudo hacerlos el poeta Simónides– tuvieron sin duda la ocasión de aplicar esa técnica. Técnica reservada a una minoría, claro está, pero una minoría importante en la que se hallaban desde luego los poetas dramáticos.
La introducción del intervalo no bastó para generalizar la lectura silenciosa en la Edad Media. Fue preciso algo más que esa innovación técnica llevada a cabo ya en el siglo VII de nuestra era. Fueron precisas las exigencias de la ciencia escolástica para que las ventajas de la lectura silenciosa –rapidez, inteligibilidad– fueran descubiertas y explotadas en gran escala. Efectivamente, fue en el seno de la ciencia escolástica donde pudo «cuajar» la lectura silenciosa, si bien permaneció prácticamente desconocida en el resto de la sociedad medieval. Y del mismo modo –digo yo– el manejo de grandes cantidades de textos no sería un factor suficiente para que la lectura silenciosa «cuajase» a lo largo del siglo V a.C. en determinados círculos de la Grecia antigua. La lectura extensiva parece más bien ser fruto de una innovación cualitativa en la actitud respecto de lo escrito. Fruto de todo un contexto mental, nuevo y poderoso, capaz de reestructurar las categorías de la lectura tradicional. Porque no cabe que la lectura silenciosa fuese estructurada solamente por el hecho cuantitativo: verdad es que el propio Knox no cita más que a autores postclásicos –por ejemplo, el muy erudito Dídimo de Alejandría, autor de varios millares de libros– cuando quiere evocar las dilatadas lecturas de los clásicos. Puede serlo, en cambio, mediante la experiencia del teatro.

ENTRE EL VOLUMEN Y EL CODEX. LA LECTURA EN EL MUNDO ROMANO.
Por Guglielmo Cavallo    

¿En qué momento podemos empezar a hablar de la presencia de verdaderos libros en Roma y de la aparición allí de una práctica real de la lectura? En la Roma de los primeros siglos, el uso de la escritura debe considerarse circunscrito al cuerpo sacerdotal y a los grupos gentilicios, depositarios de los saberes fundamentales de la ciudad, el sacramental y el jurídico, de la medida del tiempo, del orden analítico de los acontecimientos: conocimientos que se encontraban recogidos en libros lintei (de tela de lino, en los cuales se conservaba fundamentalmente el saber sacramental) o en tabulae lignarias. Desde el aspecto más específico de la literatura de Roma, sus formas primitivas estaban relacionadas con el restringido círculo de la clase dirigente y con exigencias concretas de la vida social: prosa oratoria de estilo sobrio, mortuorum laudationes, informes de magistratura, memorias de la ciudad escritas sin ornamento retórico alguno. Catón el Censor (234–149 a.C.) leía sus oraciones en tablillas; y él mismo compuso y escribió: «en gruesos caracteres» –con el objeto de hacerla más clara para la lectura– una «historia de Roma» para que cuando su hijo aprendiera las primeras nociones de la lectura y la escritura pudiera aprovechar la experiencia del pasado. Nos encontramos aún lejos de los verdaderos libros y prácticas de lectura, pero la época de Catón señala un momento de desarrollo.
En el 181 a.C. fueron encontrados los llamados «libros de Numa», rollos de papiro envueltos en hojas de cedro. Estos rollos –por lo que deducimos de fuentes que no dejan de ser contradictorias– en parte eran griegos y de contenido filosófico–doctrinal, fueron quemados porque eran contrarios a la religión institucional; otra parte era latina y de iure pontificum, «de derecho pontificio». Sin embargo eran falsos: «de aspecto demasiado nuevo» los describe Livio; lo cual significa que en aquella época el volumen, el libro en forma de rollo de papiro difundido desde hacía tiempo en el mundo heleno, ya era conocido en Roma, y que aquí se importaba el mismo papiro, de modo que incluso se podían fabricar libros. En ese mismo periodo de tiempo en Ennio y, algunas décadas más tarde, en Lucilo se encuentran los primeros testimonios auténticos de uso de este material escrito –y, por tanto, del rollo como soporte de textos literarios– en el mundo literario.
El fenómeno está relacionado con dos hechos de capital importancia y que connotan la cultura romana entre los últimos años del siglo III y de los inicios del siglo I a.C.: el nacimiento de una literatura latina basada en modelos griegos, y la llegada a Roma de bibliotecas completas griegas, provenientes de botines de guerra, en una época en la que cada vez eran más importantes las influencias helénicas, junto con la aparición de un maniático coleccionismo de objetos de producción griega. De este modo, los libros griegos importados representaron el modelo para el libro latino que estaba a punto de nacer. Obras como la Odisea de Livio Andrónico y el Bellum Punicum de Nevio fueron escritos en volumina de papiro, pero, según parece, originariamente no se repartieron en una serie ordenada de libros siguiendo una programación editorial concreta. Por el contrario, la subdivisión de los Annales de Ennio en dieciocho libros desde su composición, y la partición del proemio de Nevio en siete libros realizada posteriormente por el gramático Ottavio Lampadione, indican que poco a poco se abría paso –gracias a la presencia cada vez más amplia de los modelos de libros griegos– una consciencia de la relación entre texto y libro. Se trataba no sólo de realizar una transposición de las exemplaria Graeca en un contexto cultural diferente, sino también de adquirir una disciplina de conjunto de la organización librera que, inspirandose en esos modelos, pudiera ordenar y disponer el texto para la lectura de un modo cada vez más funcional.  

LAS MODALIDADES DE LA LECTURA

La lectura del libro literario requería un alto grado de dominio técnico y cognoscitivo. En otros casos era suficiente tener un cierto nivel de alfabetización: en concreto, la lectura de manifiestos, documentos o mensajes se hacía más fácil por la repetición de ciertas fórmulas. Hasta los siglos II y III d.C. «leer un libro» significaba normalmente «leer un rollo». Se tomaba el rollo en la mano derecha y se iba desenrollando con la izquierda, la cual sostenía la parte ya leída; cuando la lectura terminaba, el rollo quedaba envuelto todo él en la izquierda. Estas fases, así como algunos gestos y momentos complementarios, están ampliamente testimoniados en las representaciones figurativas, sobre todo en los monumentos funerarios. En ellos encontramos: el rollo dentro de dos cilindros mantenidos pro ambas manos que delimitan una sección más o menos amplia del texto que se estaba leyendo; el rollo abierto a modo de «lectura interrumpida» sostenido por una sola mano que, asiendo los dos cilindros por los extremos, deja libre la otra mano; el rollo por la última parte, asomando hacia la derecha, pues ya la lectura se estaba concluyendo; y por último, el pergamino completamente enrollado de nuevo, sujeto en la mano izquierda. Algunas fuentes, tanto iconográficas como literarias, demuestran también la utilización de un atril de madera que mantenía el rollo mientras se leía y que está apoyado en el regazo del lector sentado, o bien montado en un pequeño soporte. Según estas modalidades de lectura, se podía variar libremente el segmento de apertura del rollo, de tal modo que se podía leer una sola columna de la escritura, o, normalmente, más columnas, quizá hasta cinco o seis, a juzgar por la medida de la parte desenrollada que muestran algunas representaciones; en este último caso la mirada del lector se iba deteniendo sobre la columna que leía, pasando fácilmente de una a otra durante la lectura del texto. En el caso de los rollos ilustrados, los ojos del lector podían «leer» una secuencia de imágenes casi simultáneamente, completando con la mente las distancias temporales o espaciales entre las escenas representadas.
Pero las descripciones iconográficas muestran asimismo las situaciones de la lectura. Se puede observar al lector solo con su libro o mientras lee ante un auditorio que lo escucha; al maestro en plena lectura en la escuela, al orador que declama su discurso con el escrito ante sus ojos, el viajero leyendo en el carruaje, el comensal tumbado leyendo un rollo que tiene entre la manos y a la adolescente leyendo atentamente de pie o sentada en una galería. De fuentes literarias se sabe que se leía también cuando se iba de caza, mientras se esperaba que la pieza cayera en la red o durante la noche para vencer el tedio del insomnio. La lectura, en definitiva, al igual que en los tiempos actuales, parece haber sido una operación muy libre, no sólo en las situaciones sino también en la fisiología.
Las condiciones para aprender a leer resultan diferentes según las épocas, estado social y las circunstancias. En general, el aprendizaje se producía en el ámbito familiar o con maestros particulares o en la escuela pública. Las fases y los niveles de adiestramiento eran variados y probablemente se procedía con letras de cuerpo diferentes, empezando desde los más grandes. La capacidad de leer podía detenerse en los mínimos indispensables (leer las letras mayúsculas, como Hermerote, el personaje de Petronio), o alcanzar un aprendizaje completo con maestros de gramática y de retórica, llegando a niveles muy avanzados, hasta un perfecto dominio. Pero antes aún de aprender a leer se aprendía a escribir. Los niños en edad escolar (aunque debemos advertir que esta edad se muestra desigual, según las épocas, entre el centro y la periferia, y entre las diversas clases sociales, por lo que no se puede determinar fácilmente) tenían que aprender sobre todo «las figuras y los nombres de las letras» en riguroso orden alfabético, en ocasiones con ayuda de figurillas de marfil u otros objetos similares y entonces aprendían a escribir siguiendo el surco de las letras que el maestro había grabado en una tabla de madera, que después ellos mismos debían grabar con letras; las frases posteriores estaban constituidas por el trazado de sílabas, de palabras enteras y por último, frases.
El aprendizaje de la lectura, separado del de la escritura, se producía en un segundo momento, aunque existían algunos casos –que habían abandonado la escuela en los primeros grados– de personas capaces de escribir, pero no de leer. Del mismo modo, los ejercicios iniciales de lectura tenían base en primer lugar el conocimiento de las letras, después de sus asociaciones silábicas y de palabras completas; el ejercicio continuaba con una lectura realizada lentamente durante largo tiempo, hasta que no se llegaba poco a poco a una emendata velocitas, es decir, un considerable grado de rapidez sin incurrir en errores. El aprendizaje se hacía en voz alta, y mientras la voz pronunciaba las palabras ya leídas, los ojos debían mirar las palabras siguientes, hecho que Quintiliano, que es la fuente de estas noticias, considera una operación dificilísima, pues requería una dividenda intentio animi, es decir, «un desdoblamiento de la atención». Cuando la lectura era ya segura y desenvuelta, la mirada era más rápida que la voz. Se trataba de una lectura visual y vocal a la vez. La expresión elogiosa de Petronio librum ab oculo legit referida a un esclavo–lector alude a esta capacidad del ojo experto en descifrar inmediatamente la escritura, pero queda la duda de si se trataba de una lectura sólo visual (y, por tanto, silenciosa) o también era vocal.
La manera más habitual de leer era en voz alta, fuera cual fuera el nivel o el objetivo, por lo que nos cuenta el mismo Quintiliano y por distintos testimonios. La lectura podía ser directa o también realizada por un lector que se interponía entre el libro y quien lo escuchaba, bien individuo o bien auditorio. En el caso de ciertas composiciones poéticas, se alternaban varias voces lectoras, según la estructura del texto. Estas prácticas explican asimismo la interacción tan estrecha entre scrittura literaria y lectura. La primera estaba dominada por la retórica, que imponía sus categorías a las otras formas literarias: poesía, historiografía, y tratados filosóficos o científicos. Por eso aquélla requería, sobre todo en el caso de lecturas para un auditorio, una lectura expresiva, modulada por tonos y cadencias de voz adecuadas al carácter específico del texto y a sus movimientos formales. No es casual que el término que indica la lectura de la poesía es con frecuencia cantar y canora, pues es la voz la que interpreta. En suma, leer un texto literario era prácticamente ejecutar una partitura musical. Ya desde la lectura escolar en Roma se prevé que el puer, el adolescente, aprenda «dónde... contener la respiración, en qué punto dividir la línea con una pausa, dónde se concluye el sentido y dónde empieza, cuándo hay que alzar o bajar la voz, con qué inflexión se debe articular cada elemento con la voz, cuál es más lento o más rápido, o debe decirse con más ímpetu o más dulzura». Se iniciaba este tipo de ejercicio con la lectura de Homero y Virgilio; luego se pasaba a los líricos, a los trágicos y a los cómicos, pero, por ejemplo se leían de Horacio sólo unos fragmentos y se evitaban las partes más licenciosas; se leían también a los poetas y prosistas arcaicos, En definitiva, en las escuelas de retórica se leían a los oradores y a los historiadores, en silencio, siguiendo por el libro la lectura del maestro, o se turnaban para leer en voz alta, pues de este modo conseguían resaltar los posibles defectos formales del texto. El hecho de leer en profundidad a un autor complejo significaba no detenerse en la «piel», sino llegar hasta la «sangre» y la «medula» de la expresión verbal.
Del esfuerzo que a veces requería la lectura en voz alta da testimonio la terapia del ritmo, que se refiere a la lectura como uno de los ejercicios físicos beneficiosos para la salud, aún más si se piensa que aquélla se acompañaba con movimientos más o menos acentuados de la cabeza, del tórax y de los brazos. De este modo, se puede explicar el motivo iconográfico –frecuente en el caso de la lectura de rollos– de la «lectura interrumpida»: ésta se interrumpía no sólo por motivos ocasionales (explicar un fragmento, comentar algo, hacer una pausa), también para dejar libre una mano y destacar con mayor gestualidad algunos momentos. La voz y el gesto daban a la lectura el carácter de una performance.
La lectura expresiva condicionaba a su vez la escritura literaria, que, por estar destinada a ser leída habitualmente en voz alta, exigía la práctica y el estilo propios de la oralidad. Así, las fronteras entre el libro y la palabra se muestras muy difuminadas. Y, por tanto, la composición del texto acompañada por el susurro de la voz se autógrafa, o se dicta, o bien por la lectura–ensayo del texto, realizada por el autor a los amigos –también de ésta encontramos numerosos testimonios– eran medios funcionales para un escrito que sustancialmente estaba destinado al oído, y que podía resentirse de las excepciones de las rigurosas normas estilístico–retóricas. Así pues, la voz entraba a formar parte del texto escrito en cada fase de su recorrido, desde el remitente al destinatario. «Se deberá componer siempre del mismo modo en el que se deberá dar voz al escrito», teorizaba Quintiliano. De todos modos, existían diferencias de sonoridad en la lectura en voz alta, según las ocasiones y las tipologías textuales.
Dejando aparte el caso de los lectores expertos o profesionales, la lectura era una operación lenta. Una primera dificultad podía ser el tipo de escritura, a veces «librera», caligráfica, y otras veces semicursiva o cursiva y adornada con complicados lazos: no todos lo que tenían práctica en una de ellas eran capaces de leer fácilmente (o incluso solamente leer) la otra. La cadencia sonora, además, frenaba la velocidad de la vista, y cuanto más se frenaba la voz más clara era la lectura, pues se articulaba la pronunciación de los tonos. Pero había además otros factores que dificultaban la lectura rápida. Hasta el siglo I d.C. en Roma se utilizaban interpuncta, los puntos que indicaban la separación la separación entre las palabras; pero a partir de finales de siglo prevaleció incluso en los textos la scriptio continua, muy arraigada en el mundo griego. La escritura era bastante confusa, ya que como era continuada impedía a una vista no suficientemente avezada individualizar enseguida la separación de las palabras y captar el sentido. Para la comprensión del significado del texto era una ayuda segura la articulación vocálica del texto escrito, pues el oído, aún mejor que la vista, podía captar –una vez descifrada la escritura– la sucesión de las palabras, el significado de las frases, el momento de interrumpir la lectura con una pausa. Los signos ortográficos o de puntuación eran funcionales no tanto para la interpretación lógica sino más bien para la estructuración «retórica» del escrito, y tenían como objeto señalar pausas de respiración y de ritmo para la lectura en voz alta; por ello se utilizaban sistemáticamente o tenían un valor invariable.
Había además una ventaja en el uso de la scriptio continua. Ésta proponía un texto neutro al lector, el cual de este modo podía marcar las divisiones y pausas por iniciativa propia en relación con la dificultad del escrito y sobre todo según su nivel de comprensión textual, es decir, su modo de leer. De cualquier modo, a falta de sólidos dispositivos dispuestos por el autor y de la presentación editorial del texto, una buena lectura requería además de un cierto grado de conocimientos y ejercicios, una adecuada preparación material del escrito mediante intervenciones correctas para subdividir las palabras, señalar las pausas e indicar frases afirmativas o interrogativas o estructuras métricas.
«L'un des grands procédes des romains» fue también la práctica de la lectura en público. El «lanzamiento» de las obras literarias se realizaba por medio de una ceremonia colectiva, las recitationes, y en realidad recitar en lengua latina no significa cualquier recitado de memoria, sino la «doble operación de la vista y de la voz», es decir la lectura de un escrito realizada ante un auditorio. Estas recitationes tenían lugar en espacios públicos: auditoria, stationes, theatra. Su duración estaba normalmente medida por el contenido de un rollo; por eso tenían una duración variable, dentro de los límites de las convenciones técnico–libreras al que el rollo mismo estaba sujeto, aparte había casos concretos. Pero lo más importante es destacar el carácter de vínculo social, de complicidad mundana y de hábito intelectual de estas lecturas públicas, las cuales en cuanto «ritos» literarios y sociales contaban con la presencia no sólo de individuos preparados y cultos, menos dados a las cuestiones militares y por ello inclinados a escuchar más que a la lectura, también asistían individuos que no prestaban atención ni tenían interés por ella. Gracias a estos «ritos», la participación en el «lanzamiento» de los libros y en la circulación de ciertas obras comprendía un público más variado y no sólo el de los auténticos lectores.
Además del ejercicio de la lectura individual e íntima, en privado era frecuente la lectura doméstica, ejercitada por un lector, esclavo o liberto; ésta es una figura habitual en las casas de los romanos ricos, de la que poseemos numerosos testimonios. El mismo Augusto tenía lectores a su servicio. Y más en general debemos creer que este hecho normalmente lo ponían en práctica quienes eran capaces de leer por sí mismos. Igualmente, es un dato demostrado la lectura en privado realizada por un lector con ocasión de alguna reunión festiva; y se dan casos también de «ensayos de lectura» que el autor de algún escrito ofrecía a unos pocos amigos íntimos. Estas lecturas contribuían, así, a cimentar amistades, a emprender nuevas relaciones sociales, a perpetuarlas, o, en el caso de las clases emergentes, a imitar hábitos cultos.
Bastante menos frecuente era la lectura silenciosa, pero no era del todo insólita. Tal vez se practicaba fundamentalmente en el caso de cartas, documentos y mensajes, pero existen testimonios –desde Horacio a san Agustín– de que se realizaba incluso con textos literarios. Realmente, sobre todo en el mundo de la Roma imperial, las modalidades de lectura, al igual que las actitudes y las situaciones, se muestran libres. En la época contemporánea, le lectura silenciosa representa la última fase de un aprendizaje que empieza con el método de lectura en voz alta y pasa a través de una lectura en voz baja, de modo que la diferencia entre los dos modos de leer –el vocal y el visual– puede ser considerada índice de un bajo nivel sociocultural en una sociedad  determinada. Pero en la Antigüedad, la lectura silenciosa no indicaba una técnica más avanzada respecto a una experta lectura en voz alta; de los testimonios que se poseen de ello parece que se trataba de una elección en la cual influían factores o condiciones especiales, como el estado de ánimo del lector. Debemos creer que aquélla la practicaban individuos que iban siguiendo a la lectura que se hacía en voz alta. Existía además la lectura en voz baja; también ésta correspondía no tanto al nivel de lectura, como a factores de otro orden, relacionados con las situaciones de la lectura o la índole del texto.
Las lecturas especialmente «expresivas» concernían sobre todo a un cierto tipo de literatura, la que estaba dominada por la retórica y sus artificios a los que podían acceder como lectores o como auditorio los individuos más cultos, todo aquellos que conocían los instrumentos de la retórica. Pero había otras lecturas, que respondían a las exigencias de un público estratificado, como era el que se individualizó en los primeros siglos del Imperio. Cuando Apuleyo, en la introducción de su novela, dice que quería acariciar la oreja de sus lectores lepido susurro, destina sus Metamorfosis a ese público para que hagan una lectura individual, en voz baja. En efecto, en voz baja o silenciosa, debía ser la lectura no sólo de la narrativa, sino más en general de la literatura de entretenimiento, que era menos adecuada para realizar en voz alta y en público.

LA ALTA EDAD MEDIA
Por Malcolm Parkes  

La alta Edad Media heredó de la Antigüedad una tradición de lectura que abarcaba las cuatro funciones de los estudios gramaticales (grammaticae officia): lectio, emendatio, enarratio y iudicium. La lectio era el proceso por el cual el lector tenía que descifrar el texto (discretio) identificando sus elementos –letras, sílabas, palabras y oraciones– para poder leerlo en voz alta (pronuntiatio) de acuerdo con la acentuación que exigía el sentido. La emendatio –un proceso que surge como consecuencia de la transmisión de manuscritos– requería que el lector (o su maestro) corrigiera el texto sobre la copia, por lo que a veces sentía la tentación de «mejorarlo». La enarratio consistía en identificar (o comentar) las características del vocabulario, la forma retórica y literaria, y, sobre todo, en interpretar el contenido del texto (explanatio). El iudicium era el proceso consistente en valorar las cualidades estéticas o las virtudes morales o filosóficas del texto (bene dictorum conprobatio).
El lector había heredado también de la Antigüedad tardía un corpus de conocimientos gramaticales que servían más para facilitar el proceso de leer que para despertar el interés en el propio lenguaje. La rigidez de esta aproximación al lenguaje se prolongó durante mucho tiempo a causa de la creencia de que el hombre debía ocuparse de la lengua en que estaba escrita la palabra de Dios, así como por la tendencia a aceptar la existencia de diferentes sistemas lingüísticos como una consecuencia inevitable de la Torre de Babel.. Las gramáticas tradicionales consideraban la palabra como un fenómeno lingüístico aislado, utilizando criterios morfológicos para establecer un conjunto de clases de palabras llamadas «partes de la oración». Estas gramáticas presentaban y analizaban los paradigmas de formas asociadas («declinaciones y conjugaciones») y las relaciones sintácticas superficiales entre las palabras en la construcción de oraciones («concordancia»). De este modo las gramáticas eran de gran ayuda para el lector, facilitándole el análisis del texto y la identificación de los elementos de la lengua latina, que proporciona una gran cantidad de información morfológica por medio de temas y flexiones. Dicha ayuda resultó valiosísima durante los primeros años de este periodo, cuando los manuscritos se copiaban todavía en scriptio continua, es decir, sin separación de palabras ni indicación de pausas dentro de los párrafos.
Los maestros y escritores cristianos aplicaron esta tradición de la enseñanza gramatical a la interpretación de las Escrituras y, como consecuencia de ello, la educación religiosa y la literaria estuvieron íntimamente ligadas a todos los niveles. Esta situación era distinta  de la que se daba en la Antigüedad pagana, donde los círculos culturales más elevados estaban reservados a una élite social. En esta nueva situación se exhortaba a la lectura a todos los cristianos alfabetizados, pero «a aquellos que aspirasen a llamarse monjes no se les podía permitir que permaneciesen en la ignorancia de las letras». Como más tarde señalaría Dhuoda, en un tratado escrito para su hijo, leyendo libros se aprende a conocer a Dios. El estímulo para la lectura pasaba a ser entonces la salvación del alma, y este poderoso aliciente se reflejaba en los textos que se leían. El libro de lectura elemental, y el catón de los niños, pasó a ser el salterio (cuyo conocimiento sirvió durante siglos para comprobar si alguien sabía leer y escribir). Para aquellos que aprendían mejor de los ejemplos que de los preceptos había vidas de santos que caracterizaban los ideales cristianos. Para otros, un nuevo programa de textos conducía a los libros catholicos –el estudio de la divinidad–, que ayudaban al lector a formular la correcta interpretación de la palabra de Dios como alimento para su propia alma. «En los comentarios a las Escrituras aprendemos cómo habría que adquirir y conservar la virtud, y en los relatos de milagros vemos cómo se manifiesta aquello que se ha adquirido y conservado. Los estudios gramaticales y otros textos estaban subordinados a este propósito, y se utilizaban para perfeccionar el conocimiento de la latinidad. San Isidoro observó que «las enseñanzas de los gramáticos pueden incluso resultar provechosas para nuestra vida, siempre que se sepan usar para buenos fines».  

DE LA LECTURA ORAL A LA LECTURA SILENCIOSA

Otra novedad fue el cambio de actitud hacia el propio acto de leer. En la Antigüedad se insistía en la expresión oral del texto –lectura en voz alta articulando correctamente el sentido y los ritmos–, lo cual reflejaba el ideal del orador predominante en la cultura antigua. La lectura en silencio tenía por objeto estudiar el texto de antemano a fin de comprenderlo adecuadamente. El antiguo arte de leer en voz alta sobrevivió en la liturgia. En el siglo VII san Isidoro estableció los requisitos que debían cumplir quienes ocupasen el cargo de Lector en la iglesia:  
Quien vaya a ser ascendido a este rango deberá estar versado en la doctrina y los libros, y conocerá a fondo los significados y las palabras, a fin de que en el análisis de las sententiae sepa dónde se encuentran los límites gramaticales: dónde prosigue la lectura, dónde concluye la oración. De este modo dominará la técnica de la expresión oral (vim pronuntiationis) sin obstáculos, a fin de que todos comprendan con la mente y con el sentimiento (sensus), distinguiendo entre los tipos de expresión, y expresando los sentimientos (affectus) de la sententia: ora a la manera del que expone, ora a la manera del que sufre, ora a la manera del que increpa, ora a la manera del que exhorta, ora adaptándose a los tipos de expresión adecuada. 
El principiante también debía leer en voz alta a fin de que el maestro pudiese asesorarlo. Superada la etapa elemental, la fluidez en la lectura y en el uso del latín podía ser estimulada y supervisada leyendo en voz alta en grupo. Durante los siglos IX y X se copiaban con frecuencia las comedias de Terencio, y, puesto que estos textos se habían usado en la Antigüedad para que los estudiantes practicasen la pronunciación y perfeccionasen la elocuencia, era lógico que sirvieran para ese mismo fin en la Edad Media. En el siglo X Roswitha de Gandersheim escribió obras de teatro para las monjas como alternativa cristiana y feminista al pagano Terencio. El interés por esos textos más que entusiasmo por el drama como forma literaria en sí misma, era una manera de adquirir fluidez en el uso de la lengua de la vida espiritual. La lectura en voz alta, o al menos sotto voce, se practicaba asimismo durante la lectio monástica para que el lector ejercitase la memoria auditiva y muscular de las palabras como base para la meditatio. El término empleado en las diversas Reglas para este tipo de lectura era meditari literas o meditari psalmos.
Sin embargo, a partir del siglo VI observamos que se empieza a conceder más importancia a la lectura en silencio. En la Regla de San Benito encontramos referencias a la lectura individual y a la necesidad de leer para uno mismo con el fin de no molestar a los demás. Puesto que ese tipo de lectura debía ser supervisada para garantizar que el lector no se relajase ni se distrajera, de ello se deduce que la lectura en silencio no era infrecuente en esas circunstancias. Si bien san Isidoro había establecido los requisitos para la lectura en voz alta en la iglesia, también consideró la preparación para el oficio de lector como una etapa inicial de la educación eclesiástica. Él mismo prefería la lectura en silencio, que permitía una mejor comprensión del texto, porque (afirmaba) el lector aprende más cuando no escucha su voz. De este modo se podía leer sin esfuerzo físico, y al reflexionar sobre las cosas que se habían leído, éstas se caían de la memoria con menos facilidad.

LEER POR LEER: UN PORVENIR PARA LA LECTURA.
Por Armando Petrucci  

Un porvenir para la lectura, entendida como una actividad cultural o de deleite para el hombre alfabetizado, está asegurado, en la medida en que es cierto que en el futuro próximo continuará la otra actividad comunicativa fundamental, propia de las sociedades alfabetizadas: la de la escritura. Hasta que dure la actividad de producir textos a través de la escritura (en cualquiera de sus formas), seguirá existiendo la actividad de leerlos, al menos en alguna proporción (sea máxima o mínima) de la población mundial.
Por otra parte, no parece que puedan surgir serias dudas sobre la continuidad en un futuro más o menos cercano de la producción de la escritura por parte de las clases culturales de la sociedad humana. Nuestro mundo produce actualmente, con funciones muy diferentes, una cantidad de escritos mucho mayor de cuanto se producía a principios o mediados de este siglo y de cuanto se haya producido nunca en los siglos pasados; en la mayoría, sino en la totalidad de los casos, se trata de escritura destinado a cualquier actividad de lectura inmediata o distanciada en el tiempo, limitada o difundida socialmente. No vemos de qué modo o por qué esta actividad esencial para el desarrollo de importantes funciones burocráticas, informativas y productivas, podría o debería dejar de existir. En definitiva, los hombres (o algunos de ellos) continuarán leyendo mientras haya hombres (los mismos u otros) que sigan escribiendo para que cuanto escriban sea leído por alguien; y todo ello nos hace pensar que esta situación continuará existiendo al menos durante algún tiempo.
Según Robert Pattison, «La literacy de la época de los faraones en adelante no ha padecido estragos, sino solamente cambios»; y podemos presuponer que seguirá cambiando sin desaparecer.
De modo que no es ésta la cuestión que puede interesar al hitoriador–profeta o al analista de los comportamientos socioculturales de masa. La pregunta que nos interesa es más sutil: ¿cuál será en el futuro próximo la actividad de lectura de los hombres?, ¿cuánto se estenderá socialmente y sobre qué tratará?, ¿Qué importancia y qué funciones tendrá en la sociedad?, ¿la demanda de lectura crecerá o disminuirá? Y cómo se comportarán con respecto a esto las diversas áreas socioculturales del planeta? Y por último, ¿es verdad lo que se ha afirmado recientemente, es decir, que «la actividad de leer se retrae en la misma medida en que la operación de leer se universaliza?».  

LO QUE SE LEE, DÓNDE SE LEE

Los historiadores nunca han sido buenos profetas; ellos tienen, como sabemos, numerosas dificultades para investigar e interpretar el pasado y tienen aún más para adivinar el futuro; así pues, nadie puede pedirles que se transformen en videntes.
A pesar de ello, si es lícito aventurar algunas previsiones sobre los comportamiento humano en un sector complejo como el de la culturización, es posible hacerlo sólo partiendo del análisis de los datos relativos a la situación de la alfabetización, de la producción y de la demanda de textos, y de la circulación de publicaciones en el mundo en la última década.
Debemos aclarar en primer lugar que un problema como el que hemos expuesto al principio –y que es el núcleo de este trabajo– no puede afrontarse desde una óptica limitada a los países desarrollados de Europa y de América, sino con una perspectiva a nivel mundial; bien porque el porvenir de la lectura está en juego no donde ésta es una práctica habitual y consolidada, sino allí donde no lo es, bien porque las novedades de la demanda, de la oferta, de los usos y prácticas de la lectura sólo pueden proceder de las situaciones de frontera, allí donde la lectura, de la mayoría y de la élite, ahora se está formando y difundiendo, en situaciones socioculturales absolutamente nuevas respecto al pasado y respecto a los países  de antigua alfabetización. Y en el fondo, o sobre todo, también porque, como ha escrito recientemente un historiador de la literatura con resuelta sinceridad:  
De ahora en adelante a los intelectuales más rigurosos o sólo más honestos no les será suficiente dar cuenta del privilegio occidental: deberán medirse con el otro, con alguien diferente al que no siempre será posible exorcizar invocando la locura y la barbarie del atraso. 
Los datos de los que disponemos, y que provienen de las investigaciones de la UNESCO, presentan un cuadro que está modificándose rápidamente y que está muy diversificado en las diferentes áreas del globo, del cual resulta lo siguiente:
    a) El proceso de alfabetización está en lento crecimiento en términos de porcentaje, pero el número de los analfabetos es cada vez mayor en términos numéricos y ya ha superado los mil millones. En 1980 había una tasa de analfabetismo del 28,6 por ciento, correspondiente a 824 millones de individuos; en 1985 el porcentaje había descendido ligeramente al 28 por ciento, pero el número total llegó a 889 millones. Las áreas en las cuales el analfabetismo estaba más difundido están localizadas sobre todo en África (en algunos países árabes y en otros de economía fundamentalmente rural), en América Latina (Guatemala, Ecuador, Perú, Haití y Bolivia), en Asia sobre todo entre los países musulmanes (Pakistán, Afganistán y Arabia Saudí). Aparte de estos casos extremos, un problema de analfabetismo extendido está presente en casi todos los países africanos, en gran parte de los latinoamericanos y en numerosos países asiáticos. Además, también en muchos de los países llamados desarrollados, están presentes altos porcentajes de analfabetismo de regreso y de analfabetismo primario de origen exterior, situado especialmente en las grandes áreas urbanas. Aparte, tenemos el caso de Estados Unidos, donde la difusión social del analfabetismo entre negros, latinoamericanos y empleados urbanos es muy importante y ha dado lugar en la dos últimas décadas a encuestas y a campañas de alfabetización, que prácticamente no han obtenido resultados.
    b) Las causas de la permanencia del analfabetismo en grandes áreas del mundo no dependen sólo del bajo nivel económico, sino también de razones políticas e ideológicas. Existen regímenes que no han acogido de buen grado el desarrollo de la educación de masas (por ejemplo, Haití, Perú); otros países, como los musulmanes, en donde la educación de la mujer está bloqueada; efectivamente, una de las consecuencias del analfabetismo femenino, característico de los países que viven con una fuerte ideología religiosa, es un desarrollo demográfico incontrolado, que a su vez contribuye a mantener altas las tasas de analfabetismo general. Las únicas campañas logradas de alfabetización social son las de algunos países (como Cuba, Vietnam y la Nicaragua sandinista) que, con el modelo soviético, han implicado a las mujeres en el proceso educacional y han apoyado campañas de control de natalidad.
    c) La producción de libros crece vertiginosamente en todo el mundo, tanto en los dos países gigantes, EE UU  y URSS (al menos hasta 1989), como en Europa, como en los países pertenecientes a otras áreas (pero sólo a partir de la última década). En 1975 fueron producidos en el mundo 572.000 títulos; en 1980 715.000; en 1983, 772.000. A principios de los ochenta, Europa, con un 15 por ciento de la población, producía aún el 45,6 por ciento de los libros; la URSS, con el 8,1 por ciento de la población, el 14,2 por ciento y Estados Unidos, con el 7,5 por ciento de la población, el 15,4 por ciento. Este cuadro está destinado a cambiar en el futuro, pero no de un modo radical, ni excesivamente rápido.
    d) Por lo que respecta a la prensa, en 1982 se producían en todo el mundo 8.220 periódicos, de los cuales 4.56o en los países desarrollados (en USA, 1815). Era muy abundante la circulación de ejemplares en países con una antigua tradición de lectura y de información: en Gran Bretaña se contaban 690 ejemplares por cada mil habitantes; en Japón, 751; en Suecia y en Alemania del Este, 496; y en Francia, 205.
    e) Los préstamos de libros efectuados en las bibliotecas públicas proporcionan datos análogos. Según el cómputo de 1980, Estados Unidos está en cabeza con 986 millones de volúmenes, seguidos de la URSS, con 665 millones, y por Gran Bretaña, con 637; lo que quiere decir que, dado el porcentaje de población, este último es el país en el que la circulación librera por la vía del préstamo es la más alta del mundo. Le siguen Francia con 89 millones, Dinamarca con 79 y Suecia con 77; pero para estos dos últimos países valen las mismas consideraciones que hemos planteado para Gran Bretaña.
Aparte de fenómenos recientes, relacionados sobre todo con positivas evoluciones políticas de áreas o países de América Latina, en África o en Asia, es, pues, evidente que la mayor producción y la más difundida circulación de libros y de periódicos se sitúan en los países más alfabetizados y los más poderosos económicamente; y, en particular, en algunos países europeos con una tradición cultural antigua. Las áreas en las que la circulación de textos escritos es menor o ínfima con aquéllos no sólo débiles económicamente, sino también donde la presión demográfica es más fuerte y se mantiene a la mujer al margen del proceso educacional.  

CRISIS DE LA LECTURA, CRISIS DE LA PRODUCCIÓN
  
El cuadro de la producción y de la circulación de los textos en forma de libro en el ámbito de la cultura escrita de tradición occidental que hasta ahora se ha construido parece dibujar un continente armoniosamente homogéneo, fundado sobre un canon uniformemente aceptado y sobre reglas de ordenación universalmente respetadas. Y sin embargo, las apariencias están desmentidas por recurrentes síntomas de desestabilización y por continuas alarmas de crisis que conciernen tanto a la editorial como a la lectura. Y en efecto, en ambos sectores las contradicciones parecen evidentes, las incertidumbres del programa son grandes y las demandas de intervencionismo estatal resultan oprimentes. ¿Existe, en definitiva, una crisis de la lectura y del libro? ¿Y cómo se configura?
También en este  caso para entender es necesario analizar y distinguir. Extrañamente, las alarmas más fuertes vienen de las áreas en que la producción y circulación de los textos impresos son más dinámicas y están más difundidas socialmente, es decir, de los Estados Unidos y de Europa, no de África y América Latina. Japón constituye un caso aparte.
En Estados Unidos, que es el país del mundo que produce más libros y papel impreso y que posee una industria editorial muy sólida y organizada, aunque obsesionada con la idea de una crisis que amenaza con aparecer en cualquier momento, los problemas de los que más se resiente son el del analfabetismo creciente en las áreas urbanas y el del progresivo descenso del nivel de preparación académica de los estudiantes medios y universitarios de las escuelas públicas: en realidad son dos aspectos diferentes del mismo fenómeno.
Según Robert Pattison, el sistema escolástico americano tiende cada vez más a separar una enseñanza de élite, instalada e impartida en los colleges más caros y más preparados, fundado en la cultura oficial y en el absoluto respeto de los usos lingüísticos tradicionales, de una enseñanza de masas, tecnicista y de bajo nivel. «Tenemos –afirma aquél– una literacy del poder y de los negocios y otra literacy, aún en formación, de la energía popular»; y concluye que si esta contraposición se transformase en un enfrentamiento violento de clases y culturas «sería el final del experimento americano». Por otra parte, Estados Unidos es el país en el cual es más clara la diferencia entre una cultura juvenil mediática, volcada en la música rock, el cine, la televisión y los juegos electrónicos y que deja en segundo plano la lectura, limitada ésta a obras de narrativa contemporánea y sobre todo de ciencia–ficción y tebeos; y una cultura juvenil tradicionalmente cultivada, que se basa en la lectura de libros, en la asistencia al teatro y al cine de calidad, en escuchar música clásica y en el uso sólo complementario de las nuevas tecnologías mediáticas.
Una vez más, en Estados Unidos, la lucha contra el analfabetismo urbano de masas ha sido planteada sobre un programa de refuerzo y de difusión social de la lectura de libros. Ya en 1966 Robert McNamara fundó una asociación llamada «Reading is fundamental», que hoy cuenta con cien mil colaboradores repartidos por todos los estados y que se dirige sobre todo a la infancia; y más recientemente Barbara Bush ha creado una Foundation for Family Literacy que ha tenido un fuerte respaldo federal. El año 1989 ha sido proclamado «Year of the Young Reader» y 1991 «Year of the Lifetime Reader»; por último, el 6 de febrero de 1990 el Senado estadounidense ha aprobado el «National Literacy Act», que crea una estructura gubernamental para combatir el analfabetismo sobre todo el territorio nacional, unificando anteriores iniciativas privadas o locales y concediendo conspicuos fondos federales.
Por otra parte, según otras fuentes, en Estados Unidos no sólo está en crisis el alfabetismo de masas, sino también la lectura de calidad, la de los lectores preparados, que leen frecuentemente y por convicción y que crean opinión. Según el juicio, completamente informal, de un experto en la industria editorial estadounidense, en todo el país (habitado por 236 millones de personas) estos lectores experimentados no suman más de 15 ó 16.000, a los cuales habría que añadir unos 500 ó 600 lectores de poesía. Esta opinión es evidentemente paradójica y no puede responder a la realidad, aunque lo comparten otros autorizados testigos con los que he tenido ocasión de hablar sobre esta cuestión. De todos modos, el hecho mismo de que esta opinión sea expresada, divulgada (e incluso compartida) demuestra que en Estados Unidos, más allá de los problemas y de las características de la realidad productiva, la llamada crisis del mercado del libro se siente como un problema inminente.
Europa presenta otra cara del problema, la de una crisis convulsiva de las empresas editoriales grandes y pequeñas, que pasan frenéticamente de una fusión a otra, de un grupo de propietarios a otro, de un aumento de capital a otro, en espera del mítico fin de la unidad continental y siempre atento a cuanto sucede en el mercado, rico y desorientado, de los países del Este europeo y de la URSS.
En Europa el libro no está aún tratado del todo como una mercancía, y sobre todo los operadores culturales y los pequeños editores se oponen a que llegue a serlo completamente. En este sentido fue lógica la polémica que surgió en Francia en torno a la liberalización del precio del libro. La Ley se promulgó en 1979 con el objeto de adaptares a las leyes del mercado y fue anulada por una ley que aprobó Jack Lang el 1 de enero de 1982, que restablecía el precio único en todo el territorio nacional.
Por su parte, si en nuestro continente, los viejos mitos son difíciles de destruir, asimismo es cierto que las editoriales europeas, siguiendo el camino de las estadounidenses, se encuentran alteradas por un fenómeno de desculturización que agrede al proceso de producción del libro a todos los niveles, del que dan cuenta la selección, la manipulación editorial, la traducción y la presentación gráfica de los textos, y que provoca la caza del autor y el libro de éxito, la frenética creación del instant book y el anclaje pasivo en autores del pasado (vid, el «re–descubrimiento» de los clásicos en ediciones modernizadas). Este cambio radical de orientación y de procedimientos, llevado a cabo especialmente por las grandes editoriales en constante transformación y desvastadas por repentinas variaciones de los equipos de trabajo y las programaciones, no consigue conquistar nuevos espacios de mercado y nuevo público, debido también al efecto de una feroz competencia, con dimensiones nacionales y continentales. En esta situación las empresas editoriales más débiles, como es el caso de la italiana, se encuentran en mayores dificultades respecto a las más fuertes y más capacitadas, como la inglesa, la alemana y la española.
A pesar de ello, en estos últimos años las editoriales europeas (incluida la italiana) publican cada vez más, diversifican los productos, traducen abundantemente, y en conjunto se muestran más activas y dinámicas de lo que eran hace algunas décadas; pero no consigue crearse un espacio de mercado seguro y en expansión; y viven (como la estadounidense) en el miedo a una progresiva (o imprevista) reducción del ya de por sí limitado público interesado.
El caso japonés es una cuestión aparte, como ya se ha apuntado, ya que los habitantes del Imperio del Sol constituyen la más grande concentración de lectores «experimentados» que se conoce, a lo que corresponde una industria editorial moderna, altamente organizada y sofisticada, que produce casi 40.000 títulos al año con una tirada total de cerca de mil millones y medio de ejemplares y que cuenta con unas 5.000 empresas.
El lector japonés lee abundantemente porque posee un nivel cultural muy elevado y porque considera un deber estar informado y formado por la cultura escrita, en un país en el que el prestigio de la escuela y la universidad están fuera de toda discusión. Los sectores de mayor éxito son los manuales, la literatura de entretenimiento y de información y los tebeos; los precios además con muy bajos. En conjunto se trata de un fenómeno de lectura generalizada de masas, con características de consumo inducido, probablemente único por la naturaleza autoritaria y jerárquica de la sociedad japonesa y por ello no es fácilmente exportable a ningún otro lugar. 

EL DESORDEN DE LA LECTURA  

De cuanto hemos dicho hasta el momento parece evidente que en el ámbito de las áreas culturalmente más avanzadas (EE UU y Europa) se va abriendo camino un modo de lectura de masas que algunos proponen expeditivamente que se defina como «posmoderno» y que se configura como «anárquico, egoísta y egocéntrico», basado en único imperativo: «leo lo que me parece».
Como ya se ha dicho, esto se ha originado a causa de la crisis de las estructuras institucionales e ideológicas que hasta ahora habían sustentado el anterior «orden de la lectura», es decir,  la escuela como pedagogía de la lectura dentro de un determinado repertorio de textos autoritarios; la Iglesia como divulgadora de la lectura orientada hacia fines piadosos y morales; y la cultura progresista y democrática que centraba en la lectura un valor absoluto para la formación del ciudadano ideal. Pero esto es también el fruto directo de una más potente alfabetización de masas, del acceso al libro de un número mucho más elevado de lectores que el de hace treinta o cincuenta años, de la crisis de oferta de la industria editorial respecto a una demanda caóticamente nueva en términos de gusto y en términos numéricos. Todos ellos son elementos que se parecen en gran medida a la crisis que ya atravesara la lectura como hábito social y el libro como instrumento de este hábito durante el siglo XVIII europeo; cuando nuevos lectores de masas plantearon nuevas demandas y la industria editorial no consiguió responder a sus crecientes necesidades más que de un modo incierto y con retraso; cuando las tradiciones divisiones entre los libros llamados «populares» y los libros de cultura se debilitaron para numerosos lectores burgueses y para algunos de los nuevos alfabetizados urbanos.
Contrariamente a lo que sucedía en el pasado, hoy en día la lectura ya no es el principal instrumento de culturización que posee el hombre contemporáneo; ésta ha sido desbancada en la cultura de masas por la televisión, cuya difusión se ha realizado de un modo rápido y generalizado, en los últimos treinta años. En Estados Unidos, en 1955, el 78% de las familias tenían un televisor; en 1978 este porcentaje creció al 95% y en 1985 llegó al 98%. Al mismo tiempo, en la sociedad norteamericana disminuía el número de periódicos: en 1910 había más de 2.500, que descendieron a 1.750 en 1945 y a 1.676 en 1985. La situación europea y la japonesa son, desde este punto de vista, similares a la estadounidense, aunque no se presentan con las mismas características. En general, se puede afirmar con seguridad que hoy día en todo el mundo el papel de información y de formación de las masas, que durante algunos siglos fue propio de la producción editorial, y, por tanto «para leer», ha pasado a los medios audiovisuales, es decir, a los medios para escuchar y ver, como su propio nombre indica.
Por primera vez, pues, el libro y la restante producción editorial encuentran que tienen una función con un público, real y potencial, que se alimenta de otras experiencias informativas y que ha adquirido otros medios de culturización, como los audiovisuales; que está habituado a leer mensajes en movimiento; que en muchos casos escribe y lee mensajes realizados con procedimientos electrónicos (ordenador, máquina de vídeo o fax); que además, está acostumbrado a culturizarse a través de procesos e instrumentos costosos y muy sofisticados; y a dominarlos, o a usarlos, de formas completamente diferentes a los que se utilizan para llevar a cabo un proceso normal de lectura. Las nuevas prácticas de lectura de los nuevos lectores deben convivir con esta auténtica revolución de los comportamientos culturales de las masas y no pueden dejar de estar influenciados.
Como es sabido, el uso del mando a distancia del televisor ha proporcionado al espectador la posibilidad de cambiar instantáneamente de canal, pasando de una película a un debate, de un concurso a las noticias, de un anuncio publicitario de una telenovela, etc., en una vertiginosa sucesión de imágenes y episodios. De un hábito de estas características nacen en el desorden no programado del vídeo nuevos espectáculos individuales realizados con fragmentos no homogéneos que se superponen entre ellos. El telespectador es el único autor de cada uno de estos espectáculos, ninguno de los cuales se incluye en el cuadro de una cultura orgánica y coherente de la televisión, pues, efectivamente, son a la vez actos de dependencia y actos de rechazo y constituyen en ambos casos el resultado de situaciones de total desculturización, por una parte y de original creación cultural, por otra. El zapping (nombre angloamericano de esta costumbre) es un instrumento individual de consumo y de creación audiovisual absolutamente nuevo. A través del mismo, el consumidor de cultura mediática se ha habituado a recibir un mensaje construido con mensajes no homogéneos y, sobre todo, se le juzga desde una perspectiva racional y tradicional, carente de «sentido»; pero se trata de un mensaje que necesita de un mínimo de atención para que se siga y se disfrute y de un máximo de tensión y de participación lúdica para ser creado.
Esta práctica mediática, cada vez más difundida, supone exactamente lo contrario de la lectura entendida en sentido tradicional, lineal y progresiva; mientras que está muy cercana a la lectura en diagonal, interrumpida, a veces rápida y a veces lenta, como es la de los lectores desculturizados. Por otra parte, es verdad que el telespectador creativo es en general también capaz de seguir, sin perder el hilo de la historia, los grandes y largos enredos de las telenovelas, que son las nuevas compilaciones épicas de nuestro tiempo, síntesis enciclopédicas de la vida consumista, cada una de ellas puede corresponder a una novela de mil páginas o a los grandes poemas del pasado de doce o más libros cada uno.
El hábito del zapping y la larga duración de las telenovelas han forjado potenciales lectores que no sólo no tienen un «canon» ni un «orden de lectura», sino que ni siquiera han adquirido el respeto, tradicional en el lector de libros, por el orden del texto, que tiene un principio y un final y que se lee según una secuencia establecida por otros; por otra parte, estos lectores son también capaces de seguir una larguísima serie de acontecimientos, con tal de que contenga las características del hiperrealismo mítico, que son propias de la ficción narrativa de tipo «popular».  
LOS MODOS DE LEER    El orden tradicional de la lectura consistía (y consiste) no sólo en un repertorio único y jerarquizado de textos legibles y «leyendas», sino también en determinadas liturgias del comportamiento de los lectores y del uso de los libros, que necesitan ambientes convenientemente preparados e instrumentos y equipos especiales. En la milenaria historia de la lectura siempre se han contrapuesto las prácticas de utilización del libro rígidas, profesionales y organizadas con las prácticas libres, independientes y no reglamentadas. En Europa, durante los siglos XIII y XIV, por ejemplo, la lectura de los profesionales de la cultura escrita, rodeados de libros, atriles y otros instrumentos, se oponían a las libres experiencias de lectura del mundo cortés y a las que carecían de disciplina y de reglas del «pueblo» burgués de lengua vulgar.
Mientras ha durado, el orden de la lectura imperante dictaba incluso a la civilización contemporánea algunas reglas sobre los modos en que debía realizarse la operación de la lectura y los comportamientos de los lectores; esas reglas descienden directamente de las prácticas didácticas de la pedagogía moderna y han encontrado una puntual aplicación en la escuela burguesa, institucionalizada entre los siglos XIX y XX. Según tales reglas, se debe leer sentado manteniendo la espalda recta, con los brazos apoyados en la mesa, con el libro delante, etc.; además, hay que leer con la máxima concentración, sin realizar movimiento ni ruido alguno, sin molestar a los demás y sin ocupar un espacio excesivo; asimismo, se debe leer de un modo ordenado respetando la estructura de las diferentes partes del texto y pasando las páginas cuidadosamente, sin doblar el libro, deteriorarlo ni maltratarlo. Sobre la base de estos principios se proyectaron las salas de lectura de las public libraries anglosajonas, lugares sagrados para la lectura «de todos», y que en consecuencia resultan prácticamente idénticas a las salas de lectura tradicionales de las bibliotecas dedicadas al estudio, al trabajo y a la investigación.
La lectura, teniendo como base estos principios y estos modelos, es una actividad seria y disciplinada, que exige esfuerzo y atención, que se realiza con frecuencia en común, siempre en silencio, según unas rígidas normas del comportamiento: los demás modos de leer, cuando lo hacemos a solas, en algún lugar de nuestra casa, en total libertad, son conocidos y admitidos como modos secundarios, se toleran de mala gana y se consideran potencialmente subversivos, ya que comportan actitudes de escaso respeto hacia los textos que forman parte del «canon» y que, por tanto, son dignos de veneración.
Según una investigación llevada a cabo por Piero Innocenti sobre un grupo de lectores italianos completamente casual, todos ellos de cultura media–alta, los hábitos de lectura de los italianos, al menos en niveles de edad y clase social documentados, son más bien tradicionales. Sobre ochenta entrevistados, sólo algunos desean leer al aire libre; doce de ellos señalan de prefieren leer sentados ante una mesa o un escritorio; y cuatro indican también la biblioteca como lugar de lectura. De todos modos, el espacio favorito es la casa y dentro de ella su habitación (el que la tiene), mientras que la forma de leer varía entre la cama y el sillón; la mayoría considera el tren como un óptimo lugar para la lectura, prácticamente equivalente al sillón casero. Sustancialmente se trata de respuestas que remiten a un código del comportamiento que aún está vigente desde los siglos XIX y XX, vinculado a unas costumbres (con excepción del tren) que se establecieron hace algunos siglos en la Europa moderna y que básicamente carece de novedades relevantes.
El convencionalismo y el tradicionalismo de los hábitos de lectura de los entrevistados de esta investigación provienen tanto del elevado grado de cultura, como de la clase social, la edad y del hecho de que se trata de europeos culturizados. En este sentido, no es casual que la única joven del grupo de menos de veinte años de edad y que sólo tenía estudios primarios ha mostrado preferencias y hábitos claramente opuestas a los de los demás, y entre las maneras de leer ha señalado también la de extenderse en el suelo sobre una alfombra.
Ya se ha apuntado el hecho de que los jóvenes de menos de veinte años de edad representan potencialmente a un público que rechaza cualquier clase de canon y que prefiere elegir anárquicamente. En realidad, rechazan también las reglas de comportamiento que todo canon incluye. Como se ha escrito recientemente, «los jóvenes afirman que leen de todo, siempre y en cualquier lugar. El tebeo tiene esta característica, que se adapta a todos los ambientes...»
La impresión que se tiene cuando se frecuentan los lugares de estudios superiores en Estados Unidos y en especial algunas bibliotecas universitarias (si es que una experiencia personal y casual puede asumir un significado general) es que los jóvenes lectores están cambiando, como en todos los países, las reglas del comportamiento de la lectura que hasta ahora han condicionado rígidamente este hábito. Y esto se advierte en las bibliotecas, lo cual es aún más importante para el observador europeo, porque significa que el modelo tradicional ya no tiene validez ni siquiera en el lugar de su consagración, que en otros tiempos fue triunfal.
¿Cómo se configura el nuevo modus legendi que representan los jóvenes lectores?
Éste comporta, sobre todo, una disposición del cuerpo totalmente libre e individual, se puede leer estando tumbado en el suelo, apoyados en una pared, sentados debajo de las mesas de estudio, poniendo los pies encima de la mesa (éste es el estereotipo más antiguo y conocido), etc. En segundo lugar, los «nuevos lectores» rechazan casi en su totalidad o los utilizan de manera poco común o imprevista los soportes habituales de la operación de la lectura: la mesa, el asiento, y el escritorio. Pues ellos raramente apoyan en el mueble el libro abierto, sino que más bien tienden a usar estos soportes como apoyo para el cuerpo, las piernas y los brazos, con un infinito repertorio de interpretaciones diferentes de las situaciones físicas de la lectura. Así pues, el nuevo modus legendi comprende asimismo una relación física con el libro intensa y directa, mucho más que en los modos tradicionales. El libro está enormemente manipulado, lo doblan, lo retuercen, lo transportan de un lado a otro, lo hacen suyo por medio de un uso frecuente, prolongado y violento, típico de una relación con el libro que no de lectura y aprendizaje, sino de consumo.
El nuevo modo de leer influye en el papel social y en la presentación del libro en la sociedad contemporánea, contribuyendo a modificarlo con respecto al pasado más próximo, como es fácil constatar si examinamos las modalidades de conservación. Según las reglas de comportamiento tradicionales, el libro debía –y debería– ser conservado en el lugar adecuado, como la biblioteca, o dentro de ambientes privados en muebles específicos, como librerías, estanterías, armarios, etc. Sin embargo, actualmente el libro en una casa (incluso ahora también en las bibliotecas en donde los materiales de consulta yo no son sólo los libros) convive con un número de objetos diferentes de información y de formación electrónicos y con abundantes gadgets tecnológicos o puramente simbólicos que decoran los ambientes juveniles y que caracterizan su estilo de vida. Entre estos objetos el libro es el menos caro, el más manipulable (podemos escribir en él, ilustrarlo, etc.) y el que más se puede deteriorar. Las modalidades de su conservación están en estrecha relación con las de su utilización: si éstas son casuales, originales y libres, el libro carecerá de un lugar establecido y de una colocación segura. Hasta que los libros son conservados, se encontrará entre los demás objetos y con los otros elementos de un tipo de mobiliario muy variado y sigue su misma suerte que es, en gran medida, inexorablemente efímera.
Todo ello termina por tener a su vez algún reflejo en los hábitos de lectura, en el sentido de que la breve conservación y la ausencia de una colocación concreta y, por tanto, de una localización segura, hacen difícil, incluso imposible una operación que se repetía en el pasado: la de la relectura de una obra ya leída, y que derivaba estrechamente de una concepción del libro como un texto para reflexionar, aprender, respetar y recordar; muy diferente al concepto actual de libro como puro y simple objeto de uso instantáneo, para consumir, perder o inclusive tirarlo en cuanto se ha leído.
Hace ya algún tiempo Hans Magnus Enzensberger, después de haber afirmado perentoriamente que «la lectura es un acto anárquico», reivindicaba la absoluta libertad del lector, contra el autoritarismo de la tradición crítico–interpretativa:
El lector tiene siempre razón y nadie le puede arrebatar la libertad de hacer de un texto el uso que quiera; y continúa:
 
Forma parte de esta libertad hojear el libro por cualquier parte, saltarse pasajes completos, leer las frases al revés, alterarlas, reelaborarlas, continuar entrelazándolas y mejorándolas con todas las posibles asociaciones, recabar del texto conclusiones que el texto ignora, enfadarse y alegrarse con él, olvidarlo, plagiarlo, y, en un momento dado, tirar el libro en cualquier rincón.

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