Nacida en una familia sencilla del norte de Italia, Oriana Fallaci fue la mayor de tres hermanas, Neera y Paola, ellas también periodistas y escritoras. Su infancia transcurrió en la Italia fascista de Mussolini. Su padre era un activo antifascista, que sin duda influyó en las ideas de la jovencísima Oriana quien, todavía adolescente, fue partisana durante la II Guerra Mundial. Participó en la Resistencia contra la ocupación nazi en su Toscana natal. La joven Oriana se unió así al movimiento clandestino de la Resistencia "Justicia y Libertad" viviendo en primera persona los acontecimientos de la guerra: durante la ocupación de Florencia por los nazis, el padre fue hecho prisionero y torturado en Villa Triste, y luego liberado. Por su activismo durante la guerra recibió a los 14 años un reconocimiento de honor por parte del Ejército Italiano y una pequeña indemnización económica que aceptó para poder comprar zapatos a sus hermanos pequeños.
Tras la guerra, estudió Medicina en la Universidad de Florencia a base de becas, pero nunca terminó la carrera. Poco después inició una extensa carrera como periodista. Como corresponsal de guerra siguió todos los conflictos del siglo XX, desde Vietnam a Oriente Medio, desde India-Pakistán a Latinoamérica, y logró entrevistar a numerosos líderes y celebridades de su época, como Henry Kissinger, el Sha de Persia, el ayatolá Jomeini, Willy Brandt, Zulfikar Ali Bhutto, Walter Cronkite, Muammar Gaddafi, Federico Fellini, Sean Connery, Sammy Davis Jr, Nguyen Cao Ky, Yaser Arafat, Indira Gandhi, Alexandros Panagoulis, Golda Meir, Haile Selassie, Mao Tse Tung, y John y Robert Kennedy.
Siempre desde posiciones liberales y laicas, su estilo literario es apasionado, controvertido y polemista. Ha tocado todo tipo de géneros, desde la opinión, a los reportajes o la entrevista. Según la cubierta que publicó la casa editorial La Esfera, cada título de su trilogía sobre el islam "vendió un millón de ejemplares". Sus libros han sido traducidos en más de treinta países. Ha recibido numerosos galardones y reconocimientos, entre los que destaca el Doctorado del Columbia College de Chicago. Retirada a principios de los años noventa a causa de una grave enfermedad, decidió volver a escribir tras el 11 de septiembre de 2001, del que fue testigo inmediato como ciudadana neoyorkina. Desde que rompió su silencio con La rabia y el orgullo, ha dedicado sus obras «a defender la civilización occidental, no frente a la musulmana, sino frente al fundamentalismo islámico». En opinión de la escritora, existe un alarmante proceso de islamización de Occidente, al que denomina Eurabia, proceso que, en su opinión, habría contado con la complicidad de la izquierda europea. Esas polémicas tesis le han granjeado no pocos problemas (incluidos procesos judiciales por «difamación contra el Islam») y campañas en su contra, aunque cuenta también con numerosos defensores.
Los últimos años de su vida vivió en Nueva York, donde mantuvo una larga lucha contra un cáncer de mama al que elevó a categoría literaria y al que en sus últimas obras denominaba "El Otro". Ante el agravamiento de su enfermedad regresó a Italia, donde falleció en un hospital de su Florencia natal el 15 de septiembre de 2006.
CARTA A UN NIÑO QUE NUNCA NACIÓ
Tras la guerra, estudió Medicina en la Universidad de Florencia a base de becas, pero nunca terminó la carrera. Poco después inició una extensa carrera como periodista. Como corresponsal de guerra siguió todos los conflictos del siglo XX, desde Vietnam a Oriente Medio, desde India-Pakistán a Latinoamérica, y logró entrevistar a numerosos líderes y celebridades de su época, como Henry Kissinger, el Sha de Persia, el ayatolá Jomeini, Willy Brandt, Zulfikar Ali Bhutto, Walter Cronkite, Muammar Gaddafi, Federico Fellini, Sean Connery, Sammy Davis Jr, Nguyen Cao Ky, Yaser Arafat, Indira Gandhi, Alexandros Panagoulis, Golda Meir, Haile Selassie, Mao Tse Tung, y John y Robert Kennedy.
Siempre desde posiciones liberales y laicas, su estilo literario es apasionado, controvertido y polemista. Ha tocado todo tipo de géneros, desde la opinión, a los reportajes o la entrevista. Según la cubierta que publicó la casa editorial La Esfera, cada título de su trilogía sobre el islam "vendió un millón de ejemplares". Sus libros han sido traducidos en más de treinta países. Ha recibido numerosos galardones y reconocimientos, entre los que destaca el Doctorado del Columbia College de Chicago. Retirada a principios de los años noventa a causa de una grave enfermedad, decidió volver a escribir tras el 11 de septiembre de 2001, del que fue testigo inmediato como ciudadana neoyorkina. Desde que rompió su silencio con La rabia y el orgullo, ha dedicado sus obras «a defender la civilización occidental, no frente a la musulmana, sino frente al fundamentalismo islámico». En opinión de la escritora, existe un alarmante proceso de islamización de Occidente, al que denomina Eurabia, proceso que, en su opinión, habría contado con la complicidad de la izquierda europea. Esas polémicas tesis le han granjeado no pocos problemas (incluidos procesos judiciales por «difamación contra el Islam») y campañas en su contra, aunque cuenta también con numerosos defensores.
Los últimos años de su vida vivió en Nueva York, donde mantuvo una larga lucha contra un cáncer de mama al que elevó a categoría literaria y al que en sus últimas obras denominaba "El Otro". Ante el agravamiento de su enfermedad regresó a Italia, donde falleció en un hospital de su Florencia natal el 15 de septiembre de 2006.
CARTA A UN NIÑO QUE NUNCA NACIÓ
Oriana Fallaci
Titulo Original: LETTERA A UN BAMBINO MAI NATO
A quien no teme la duda
A quien se pregunta los porqué
Sin descanso y a costa
De sufrir de morir
A quien se plantea el dilema
De dar la vida o negarla
Está dedicado este libro
de una mujer
para todas las mujeres
Anoche supe que existías: una gota de vida que se escapó de la nada. Yo estaba con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad y, de pronto, en esa oscuridad, se encendió un relámpago de certeza: sí, ahí estabas. Existías. Fue como sentir en el pecho un disparo de fusil. Se me detuvo el corazón. Y cuando reanudó su latido con sordos retumbos, cañonazos de asombro, me di cuenta de que estaba cayendo en un pozo donde todo era inseguro y terrorífico. Ahora me hallo aquí, encerrada bajo llave en un miedo que me empapa el rostro, los cabellos y los pensamientos. Y en este miedo me pierdo. Trata de comprender: no es miedo a los demás, que no me preocupan. No es miedo a Dios, en quien no creo, ni al dolor, que no temo. Es miedo de ti, del azar que te ha arrancado de la nada para adherirte a mi vientre. Nunca he estado preparada para recibirte, aunque te he deseado mucho. Siempre me he planteado esta atroz pregunta: ¿y si no te gustara nacer? Y si un día tú me lo reprocharas gritando: “¿Quién te ha pedido que me trajeras al mundo, por qué me has traído, por qué?” ¡La vida es tan ardua, niño! Es una guerra que se repite cada día, y sus momentos de alegría son breves paréntesis que se pagan a elevado precio. ¿Cómo sabré que no sería más justo eliminarte; cómo sabré que no prefieres ser devuelto al silencio? Tú no puedes hablarme. Tu gota de vida es tan sólo un nudo de células apenas comenzadas. Tal vez ni siquiera es vida, sino posibilidad de vida. Y, sin embargo, no sé qué daría para que pudieras ayudarme con un gesto, un indicio. Mi madre sostiene que yo se lo di, y por eso me trajo al mundo.
Mi madre no me quería, ¿sabes? Yo empecé por error, por un instante de distracción ajena. Y, a fin de que no naciera, todas las noches mi madre diluía en el agua una medicina. Luego la bebía, llorando. La bebió hasta la noche en que me moví, dentro de su vientre, y le solté un puntapié para decirle que no me arrojase. Se estaba llevando la copa a los labios. En seguida la apartó y derramó su contenido en el suelo. Algunos meses después, yo me revolcaba al sol, victoriosa. Ignoro si eso ha sido un bien o un mal. Cuando me siento feliz pienso que ha sido un bien; cuando me siento infeliz creo que ha sido un mal. No obstante, incluso cuando soy desdichada, pienso que me disgustaría no haber nacido, porque nada es peor que la nada. Yo, te lo repito, no tengo miedo al dolor. El dolor nace y crece con nosotros, y uno se acostumbra a él como al hecho de tener dos brazos y dos piernas. En el fondo, tampoco tengo miedo de morir, porque si uno muere significa que ha nacido, que ha salido de la nada. Yo temo la nada, el no estar aquí, el tener que admitir no haber existido, aunque sólo sea por casualidad, por error, por una distracción ajena. Muchas mujeres se preguntan: ¿por qué traer un hijo al mundo? ¿Para que tenga hambre, para que pase frío, para que sufra traiciones y ofensas, para que muera avasallado por la guerra o por una enfermedad? Y niegan la esperanza de que su hambre sea aplacada, de que su frío se desvanezca al calor, de que no carezca de fidelidad y respeto, de que viva largos años para tratar de borrar las enfermedades y la guerra. Quizás esas mujeres tengan razón. Pero ¿hay que preferir la nada al sufrimiento? Yo, hasta en las pausas en que lloro sobre mis fracasos, mis desilusiones y mis dolores, llego a la conclusión de que sufrir es preferible siempre a la nada. Y si amplío esta conclusión a la vida toda, al dilema de nacer o no nacer, termino por exclamar que nacer es mejor que no nacer. Sin embargo, ¿resulta lícito imponerte a ti ese razonamiento? ¿No equivale a traerte al mundo basándome tan sólo en mi convicción? Eso no me interesa, tanto más cuanto que no te necesito para nada.
No me has dado puntapiés; no me has enviado respuestas. Pero ¿cómo hubieras podido hacerlo? ¡Eres tan poca cosa! Si yo le pidiera al doctor que confirmara tu presencia, sonreiría burlón. Sin embargo, he tomado una decisión por ti: nacerás. Lo decidí tras haberte visto fotografiado. No era precisamente tu retrato, claro está; se trataba del grabado de un embrión cualquiera de tres semanas, publicado en un periódico para ilustrar un reportaje acerca de cómo se forma la vida. Y, mientras lo miraba, se me pasó el miedo con la misma rapidez con que me había invadido. Parecías una flor misteriosa, una orquídea transparente. En la parte superior se notaba una especie de cabeza con dos protuberancias que se convertirán en cerebro. Más abajo, como una cavidad que se transformará en boca. El texto correspondiente explica que a las tres semanas eres casi invisible: mides dos milímetros y medio. Y, sin embargo, crece en ti un atisbo de ojos, y algo que se asemeja a una columna vertebral, a un sistema nervioso, a un estómago, a un hígado, a unos intestinos, a unos pulmones Tu corazón ya está formado, y es grande: comparado con el mío, proporcionalmente, nueve veces mayor. Bombea sangre y late con regularidad desde el decimoctavo día: ¿cómo podría yo suprimirte? ¿Qué me importa si has comenzado por casualidad o por error? ¿Acaso el mundo en que estamos no comenzó también por casualidad y tal vez por error? Algunos sostienen que en un principio no había nada excepto una gran calma, un absoluto silencio inmóvil. Después, se produjo una chispa, un desgarrón, y lo que no era fue. A ese desgarrón pronto le siguieron otro y otro: cada vez más inesperados, más insensatos, de más imprevisibles consecuencias. Y una de tales consecuencias fue que brotó una célula, también por azar, tal vez por error, que en seguida se multiplicó por millones, por miles de millones, hasta que nacieron los árboles, los peces y los hombres. ¿Tú crees que alguien se planteó un dilema antes del estallido o de la célula? ¿Crees que se preguntó si aquello gustaría o no? ¿Crees que se preocupó por el hambre, el frío o la infelicidad? Yo no lo creo. Incluso si ese alguien hubiese existido -por ejemplo, un Dios que podamos considerar primer principio, más allá del tiempo y del espacio-, me temo que no se habría ocupado del bien y del mal. Todo ocurrió porque podía ocurrir; por tanto, tenía que ocurrir, según una prepotencia que era la única legítima. Y el argumento vale en lo que a ti se refiere. Asumo yo la responsabilidad de la elección.
Y la asumo sin egoísmo, niño; traerte al mundo, te lo juro, no me divierte. No me veo caminando por la calle con el vientre hinchado; no me imagino amamantándote, lavándote y enseñándote a hablar. Soy una mujer que trabaja, y tengo muchos otros compromisos y curiosidades; ya te dije que no te necesito. Pero, de todos modos, llevaré adelante tu gestación, te guste o no. Te impondré esa prepotencia que nos impusieron también a mí, a mis padres, a mis abuelos, a los abuelos de mis abuelos, y así hasta el primer ser humano parido por otro, le gustara o no. Si a aquél o aquélla se le hubiese permitido elegir, probablemente habría respondido, asustado: no, no quiero nacer. Pero nadie le preguntó su opinión, y así nació, vivió y murió tras haber parido otro ser humano al que no pidió tampoco su parecer, y el ciclo prosiguió durante millones de años, hasta nosotros. Cada vez se trató de una prepotencia sin la cual no existiríamos. ¿Crees que la semilla de un árbol no necesita coraje cuando perfora la tierra y germina? Bastan una ráfaga de viento para desprendería, y la patita de un ratón para aplastarla. Sin embargo, germina, resiste y crece, derramando otras semillas, hasta convertirse en bosque. Si tú gritas un día: “¿Por qué me has traído al mundo, por qué?”; yo te habré de responder: “Hice lo que han hecho y siguen haciendo los árboles durante millones y millones de años, y creí obrar bien”.
Lo importante consiste en no cambiar de idea al recordar que los hombres no son árboles; que el sufrimiento de un ser humano supera mil veces el de un árbol porque es consciente; que a ninguno de nosotros le beneficia el convertirse en bosque; que no todas las semillas de los árboles generan nuevos árboles: en su inmensa mayoría se pierden. Semejante cambio de idea es muy posible, niño: nuestra lógica está llena de contradicciones. Apenas afirmas una cosa ya ves su contraria. Y hasta puede ocurrir que te des cuenta de que lo contrario es tan válido como lo que antes afirmabas. El razonamiento que acabo de hacer podría invertirse con un simple castañeteo de los dedos. En efecto, así es; ya me siento confundida, desorientada. Tal vez porque no puedo confiarle todo esto a nadie, salvo a ti. Soy una mujer que ha elegido vivir sola. Tu padre no vive conmigo. Y no lo lamento, aunque, de vez en cuando, mi mirada busca la puerta por la cual salió, con su paso firme, sin que yo lo detuviera, como si ya no tuviéramos nada que decirnos.
Te he llevado al médico. Más que una confirmación, yo quería algún consejo. Como respuesta, ha meneado la cabeza y me ha llamado impaciente. Ha dicho que aún no puede asegurar nada, que vuelva a pasar dentro de quince días y que me haga a la idea de que se trata de un mero producto de mi fantasía. Volveré tan sólo para demostrarle que es un ignorante. Toda su ciencia no vale lo que mi intuición, y ¿cómo podría un hombre comprender a una mujer que sostiene, antes de tiempo, que está esperando un niño? Un hombre no queda embarazado. A propósito, dime: ¿eso es una ventaja o una limitación? Hasta ayer me parecía una ventaja; más aún: un privilegio. Hoy me parece una limitación; aún más: una pobreza. Hay algo glorioso en el hecho de encerrar en el propio cuerpo otra vida, en el hecho de saberse dos y no uno. En ciertos momentos, te invade hasta una sensación de triunfo, y, en la serenidad que acompaña al triunfo, nada te preocupa: ni el dolor físico con el que habrás de enfrentarte, ni el trabajo que deberás sacrificar, ni la libertad que habrás de perder. ¿Serás un hombre o una mujer? Quisiera que fueses mujer. Quisiera que tú experimentaras algún día lo mismo que experimento yo: no estoy en absoluto de acuerdo con mi madre, que considera una desgracia el nacer mujer. Mi madre, cuando se siente muy desdichada, se lamenta:
“¡Ah, si hubiese nacido varón!”. Ya sé: nuestro mundo es un mundo fabricado por los hombres para los hombres; la dictadura de ellos es tan antigua que hasta se extiende al lenguaje. Se dice hombres para decir hombres y mujeres; se dice niño para decir niño y niña; se dice hijos para decir hijo e hija; se dice homicidio para designar el asesinato de un hombre o de una mujer. En las leyendas que los hombres han inventado para explicar la vida, la primera criatura no es una mujer, sino un hombre llamado Adán. Eva llega después, para divertirlo y armar líos. En las pinturas con que adornan sus iglesias, Dios es un viejo con barba, nunca una anciana de blanca melena. Y todos sus héroes son varones, desde aquel Prometeo que descubrió el fuego hasta ese Icaro que intentó volar, e incluso aquel Jesús que declaran hijo del Padre y del Espíritu Santo, como si la madre que lo dio a luz fuera una incubadora o una nodriza. Y, sin embargo, o tal vez justamente por esto, ser mujer es fascinante. Constituye una aventura que requiere considerable valentía; un desafío que nunca llega a aburrir. Podrás emprender muchos caminos si naces mujer. Para empezar, tendrás que batirte para sostener que si Dios existiera bien podría ser una anciana de blanca cabellera o una chica guapa. Luego, tendrás que esforzarte en explicar que el pecado no nació el día en que Eva cogió una manzana: ese día nació una espléndida virtud llamada desobediencia. Por último, tendrás que batirte para demostrar que dentro de tu cuerpo liso y redondeado hay una inteligencia pidiendo a gritos que la escuchen. La maternidad no es un oficio y tampoco un deber, sino un simple derecho entre tantos otros. Te cansaras de gritarlo. Y, a menudo, casi siempre, perderás. Pero no debes desanimarte. Batirse es mucho más hermoso que vencer; viajar, mucho más divertido que llegar: cuando has llegado o has vencido, adviertes un gran vacío. Y para superar ese vacío debes emprender viaje nuevamente, debes crearte otras metas. Sí, espero que seas mujer; no me hagas caso si te llamo niño. Y espero que tú no digas jamás lo que dice mi madre. Yo Jamás lo he dicho.
Pero si naces varón, me sentiré igualmente contenta. Y tal vez más, porque te verás libre de muchas humillaciones, de muchas servidumbres, de muchos abusos. Si naces hombre, por ejemplo, no deberás temer que te violenten en la oscuridad de una calle. No deberás valerte de un bonito rostro para que te acepten al primer vistazo, ni de un bello cuerpo para esconder tu inteligencia. No serás objeto de juicios malévolos cuando duermas con quien te guste, ni oirás decir que el pecado nació el día en que cogiste una manzana. Te cansarás mucho menos. Podrás desobedecer sin ser escarnecido, amar sin despertarte por la noche, con la sensación de estar cayendo por un pozo; podrás defenderte sin terminar insultado. Naturalmente, te corresponderán otras esclavitudes, otras injusticias; tampoco para un hombre es fácil la vida, ¿Sabes? Dado que tendrás músculos más duros, te pedirán que lleves pesos más gravosos, y te impondrán responsabilidades arbitrarias. Puesto que tendrás barba, se reirán si lloras y hasta si necesitas ternura. Como tendrás una cola delante, te ordenarán que mates o te dejes matar en la guerra, y exigirán tu complicidad para perpetuar la tiranía que instauraron en las cavernas. Y, sin embargo -o precisamente por eso-, ser hombre constituirá una aventura maravillosa, una empresa que no te decepcionará jamás. Por lo menos, así lo espero, porque si naces varón confío en que seas un hombre como siempre lo he soñado: dulce con los débiles, feroz con los prepotentes, generoso con quien te quiere, despiadado con quien te manda. Por último, enemigo de quienquiera ande contando que los Jesús son hijos del Padre y del Espíritu Santo, y no de la madre que los dio a luz.
Niño, estoy tratando de explicarte que ser un hombre no significa tener una cola delante; significa ser una persona. Y a mí, ante todo, me interesa que tú seas una persona. La palabra persona es una palabra estupenda porque no pone límites a un hombre o a una mujer, no traza fronteras entre quien tiene cola y quien no la tiene. Por otra parte, la frontera que separa a quien tiene cola de quien no la tiene ¡es tan sutil...! En la práctica, se reduce a la capacidad de madurar o no una criatura en el vientre. El corazón y el cerebro no tienen sexo, y tampoco la conducta. Si eres una persona de corazón y cerebro, ten presente que yo, desde luego, no estar entre quienes te animen a que te comportes de un modo o de otro en cuanto varón o mujer. Te pediré tan sólo que explotes bien el milagro de haber nacido, y que no cedas nunca a la cobardía, que es una bestia que está siempre al acecho. Nos muerde a todos, cada día, y son pocos los que no se dejan despedazar por ella en nombre de la prudencia, de la conveniencia y a veces en nombre de la sensatez. Cobardes hasta que los amenaza un peligro, los humanos se vuelven arrogantes apenas el riesgo ha pasado.
Jamás debes evitar el riesgo, aunque el miedo te frene. Venir al mundo implica ya un riesgo: el de arrepentirse de haber venido.
Quizá sea prematuro hablarte así. Tal vez yo debiera ocultarte, por ahora, las fealdades y las tristezas, y relatarte un mundo de inocencias y júbilos. Pero sería como empujarte al engaño, como inducirte a creer que la vida es una blanda alfombra sobre la cual se puede caminar descalzo, y no un camino pedregoso, niño. Con las piedras de ese camino uno tropieza, y al caer se hiere. De esas piedras hemos de protegernos con zapatos de hierro. Y ni siquiera eso es suficiente, porque mientras te proteges los pies, alguien recoge siempre una piedra para tirártela a la cabeza. Y por hoy he concluido, hijo mío, hija mía. ¿Te agradó la lección? Quién sabe qué dirían algunos si me escuchasen. ¿Me acusarían de loca o, simplemente, de cruel? He mirado tu última fotografía: a las cinco semanas, mides menos de un centímetro de longitud. Estás cambiando mucho. Más que una flor misteriosa, pareces ahora una larva muy agraciada; mejor dicho, un pececillo al que le están brotando velozmente las aletas. Cuatro aletas que se volverán brazos y piernas. Los ojos ya son dos minúsculos granitos negros, con un círculo alrededor, ¡y tu cuerpo se prolonga en una colita! El texto dice que durante este período es casi imposible distinguirte de cualquier otro embrión de mamífero; si fueras un gato tendrías más o menos el mismo aspecto que ahora presentas. En efecto, la cara no está, ni tampoco el cerebro. Yo te hablo, niño, y tú no lo sabes. En la tiniebla que te envuelve ignoras hasta que existes. Yo podría deshacerme de ti, y tú nunca lo sabrías. No tendrías la posibilidad de llegar a la conclusión de si te he hecho un daño o un regalo.
Ayer cedí al malhumor. Debes disculparme por aquel discurso acerca de que podría eliminarte y tú no sabrías siquiera si te hice un daño o un regalo. Eran palabras y nada más. Mi elección no ha cambiado en absoluto, incluso si suscita sorpresa a mi alrededor. Anoche hablé con tu padre. Le dije que aquí estabas. Se lo anuncié por teléfono porque está lejos; y, a juzgar por lo que he oído, no le di una buena noticia. Me llegó, ante todo, un profundo silencio, como si se hubiera cortado la comunicación. Y después oí una voz que balbuceaba, ronca: “¿Cuánto hará falta?”. Le contesté, sin comprender: “Nueve meses, supongo. Mejor dicho, menos de ocho, a estas alturas”. Y entonces la voz dejó de ser ronca para volverse estridente: “Hablo de dinero”. “¿Qué dinero?”, pregunté. “El dinero para deshacerse de él, ¿no?” Sí, lo dijo exactamente así, “deshacerse”. ¡Ni que fueras un paquete! Y cuando, lo más serenamente posible, le expliqué que yo tenía muy distintas intenciones, se perdió en un largo razonamiento en el cual se alternaban ruegos y consejos, consejos y amenazas, amenazas y lisonjas. “Piensa en tu carrera, considera las responsabilidades; algún día podrías arrepentirte. ¡Qué dirán los demás!” Debe de haber gastado un dineral en esa llamada telefónica. De vez en cuando, la operadora intervenía con voz sorprendida y preguntaba:
“¿Continúa?”. Yo sonreía, casi divertida. Pero me divertí mucho menos cuando, envalentonado por el hecho de que yo escuchaba en silencio, concluyó que el gasto lo podíamos compartir ambos a partes iguales: al fin y al cabo, éramos “culpables ambos”. Sentí náuseas. Me avergoncé por él. Y colgué el auricular pensando que en otro tiempo lo amé.
¿Lo amé? Un día, tú y yo tendremos que discutir un poco acerca de este asunto llamado amor. Porque, honradamente, todavía no he comprendido de qué se trata. Tengo la sospecha de que consiste en un gigantesco embrollo inventado para que la gente se quede tranquilita y se distraiga.
De amor hablan los curas, los carteles publicitarios, los literatos, los políticos y los que hacen el amor, y en nombre de ese mismo amor hieren, traicionan y matan el alma y el cuerpo. Yo odio esa palabra que aparece por todas partes y en todos los idiomas. Amo-caminar, amo-beber, amo-fumar, amo-la-libertad, amo-a-mi-amante, amo-a-mi-hijo. Trato de no usarla nunca, de no preguntarme siquiera si aquello que perturba mi mente y mi corazón es lo que llaman amor. Pienso en ti en términos de vida. Y en cuanto a tu padre, mira, cuanto más lo pienso más creo que no lo he amado jamás. Lo he admirado, lo he deseado, pero no lo he amado. Y lo mismo ocurrió con los que le precedieron, fantasmas decepcionantes de una búsqueda siempre frustrada. ¿Frustrada? Para algo sirvió, después de todo: para comprender que nada amenaza tanto tu libertad como el misterioso impulso que una criatura siente hacia otra. Por ejemplo, un hombre hacia una mujer o una mujer hacia un hombre. No hay ligaduras, cadenas ni barreras que te obliguen a una esclavitud más ciega, a una impotencia mas desesperada. ¡Pobre de ti si te obsequias a alguien en nombre de ese impulso! No sirve más que para olvidarte de ti mismo, de tus derechos, de tu dignidad; es decir, de tu libertad. Como un perro que se afana en el agua, tratas en vano de alcanzar una orilla que no existe, la orilla que se llama Amar y ser Amado, y terminas anulado, burlado, desilusionado. En el mejor de los casos, acabas preguntándote qué te impulsó a tirarte al agua: ¿la disconformidad contigo mismo, la esperanza de hallar en otro algo que no veías en ti? ¿El miedo a la soledad, el tedio, el silencio? ¿La necesidad de poseer y ser poseído? según dicen algunos, en esto consiste el amor. Pero temo que sea mucho menos: un hambre que, una vez saciada, deja una especie de indigestión. Un vómito. Y, sin embargo, niño, debe de haber algo capaz de revelarme el significado de esa maldita palabra. Tiene que haber algo que me permita descubrir qué es; y eso, sin duda, existe. ¡Lo necesito tanto, tengo tanta hambre! Y pienso en esa necesidad, en esa hambre; tal vez sea cierto lo que siempre sostuvo mi madre: que amor es lo que experimenta una mujer hacia su hijo cuando lo toma en brazos y lo siente solo, inerme, indefenso. Por lo menos mientras es inerme e indefenso no te insulta, no te decepciona. ¿Y si te correspondiera a ti descubrirme el sentido de esas cuatro letras absurdas? ¿Precisamente a ti, que me robas a mí misma, me chupas la sangre y me respiras el aliento?
Hay un indicio. Los enamorados que están lejos uno de otro, se consuelan con las fotografías. Y yo ando siempre con tus fotografías entre las manos. Ya se me ha convertido en una obsesión. Apenas regreso a casa cojo ese periódico, calculo tus días, tu edad, y te busco. ¡Aquí estás, a las seis semanas, tomado de espaldas! ¡Qué bonito te has vuelto! Ya no eres pececillo ni larva, ya no cosa informe; pareces ahora una criatura, con esa cabezota calva y rosada. La columna vertebral está bien definida: es una franja blanca y firme situada en medio. Tus brazos ya no son protuberancias confusas ni aletas, sino alas. ¡Te han brotado alas! Dan ganas de acariciarlas, de acariciarte. ¿Qué tal lo pasa uno allí, en el huevo? Según las fotografías, estás suspendido en el interior de un huevo transparente que recuerda esos de cristal en los cuales se pone una rosa. Tú en el lugar de la rosa.
Del huevo sale un cordón que termina en un balón blanco, lejano, veteado de rojo y manchas azules. Visto así parece la Tierra, observada desde miles y miles de kilómetros. Sí, es exactamente como si de la Tierra partiera un hilo interminable, tan largo como la idea de la vida, y desde aquella distancia remota llegara hasta ti. Todo de una manera lógica y sensata. Pero ¿cómo se atreven a decir que el ser humano es un incidente de la naturaleza?
El médico me dijo que volviera a visitarlo transcurridas seis semanas. Iré mañana. En el alma me escuecen, alternándose, agujas de inquietud y llamaradas de alegría.
En un tono que oscilaba entre solemne y alegre, ha observado una hojita de papel y ha dicho: “La felicito, señora”. Automáticamente, le he corregido: “Señorita”. Ha sido como si le hubiera dado una bofetada. Solemnidad y alegría desaparecieron, y, clavándome la mirada con voluntaria indiferencia, repuso: ,”¡Ah!”. Luego tomó la pluma, tacho “señora” y escribió “señorita”. Así, en una habitación gélida y blanca, por medio de un hombre gélidamente vestido de blanco, la Ciencia me ha dado el aviso oficial de que existes. No me impresionó en absoluto, dado que ya lo sabía yo mucho antes que ella. Pero me sorprendió que se hiciera hincapié en mi estado civil y se efectuara esa corrección en el papel. Tenía todo el aire de una advertencia, de una futura complicación. Resultó escasamente cordial incluso el modo en que la Ciencia me ordenó acto seguido que me desvistiera y me tendiera sobre la camilla. Tanto el médico como la enfermera se portaban conmigo como si les resultara antipática. No me miraban cara a cara. Para compensar, se entrecruzaban miradas como para decirse quién sabe qué. Cuando me hube tendido sobre la camilla, la enfermera se enfadó porque no había abierto las piernas y no las había apoyado en los estribos metálicos. Lo hizo ella, molesta, diciendo: “¡Aquí, aquí!”. Yo me sentía ridícula y vagamente obscena. Experimenté gratitud hacia ella cuando me cubrió el vientre con una toalla. Pero entonces ocurrió lo peor, porque el médico se puso un guante de goma y me introdujo un dedo, con rabia. Apretó por dentro, hurgó y apretó de nuevo, haciéndome daño. Tuve miedo de que te quisiera aplastar porque yo no estaba casada. Por fin sacó el dedo y sentenció: “Todo bien, todo normal”. Me dio algunos consejos: me dijo que el embarazo no es una enfermedad sino un estado natural, y que, por tanto, es oportuno que yo siga haciendo las mismas cosas que antes. Lo importante es que no fume demasiado, que no lleve a cabo esfuerzos excesivos, que no me lave con agua demasiado caliente y que no albergue propósitos criminales. “¿Criminales?”, pregunté, estupefacta. Y él: “La ley lo prohibe. ¡Recuérdelo!”.
Para reforzar la amenaza me recetó algunas píldoras de luteína y me ordenó que volviera a verlo cada quince días. Me lo ordenó sin la mínima sonrisa, antes de informarme que el pago se efectuaba en caja. En cuanto a la enfermera, ni siquiera me saludó. Y hasta me pareció que, mientras cerraba la puerta, meneaba la cabeza en señal de reprobación.
Me temo que debas acostumbrarte a cosas como estas. En el mundo en que estás a punto de entrar, y pese a los discursos acerca de los tiempos que cambian, una mujer que espera un hijo sin estar casada es vista, la mayor parte de las veces, como una irresponsable. En el mejor de los casos, como una extravagante o una provocadora. O como una heroína. Nunca como una madre igual a todas las demás. El farmacéutico que me vendió las píldoras de luteína me conoce, y sabe que no tengo marido. Cuando le di la receta arqueó las cejas y me miró asustado. Después fui al modista para encargarle un abrigo. Se acerca el invierno y quiero que estés protegido. Con la boca llena de alfileres para ir marcando la tela, el modista empezó a tomarme las medidas. Cuando le expliqué que debía tomarlas muy amplias porque estaba embarazada y durante el invierno engordaría, enrojeció violentamente. Abrió la boca y temí que se tragara los alfileres. No se los tragó, a Dios gracias, pero se le cayeron al suelo. Se le cayó también el metro, y yo sentí una especie de pena por estarle imponiendo tanta consternación. Lo mismo ocurrió con el jefe. Nos guste o no, él es la persona que compra mi trabajo y nos da el dinero para vivir: hubiera sido poco honesto no informarle de que, dentro de algún tiempo, no podré trabajar. Por tanto, entré en su despacho y le puse al corriente. Se quedó sin aliento. Después se recobró y balbuceó que respetaba mi decisión; es más, que me admiraba muchísimo por haberla asumido, que me consideraba sumamente valerosa, pero que sería oportuno no andar contándoselo a todos. “Una cosa es hablar entre nosotros, gente de mundo, y otra cosa tratar de esto con quien no puede comprender. Tanto más cuanto que usted podría cambiar de idea, ¿no?” Insistió mucho sobre este asunto del cambio de idea. Por lo menos hasta el tercer mes tenía todo el tiempo para reflexionar, dijo, y reflexionar sería prueba de buen sentido: mi carrera estaba muy bien encauzada; ¿por qué interrumpirla a causa de un sentimentalismo? Que lo pensara bien: no se trataba de interrumpirla durante pocos meses o un año, sino de cambiar íntegramente el curso de mi vida. Ya no podría disponer de mí misma, y no olvidemos que la empresa me había apoyado basándose justamente en la disponibilidad que yo ofrecía. Él me reservaba muy buenos proyectos. Si cambiaba de parecer no tenía más que decírselo, me ayudaría.
Tu padre telefoneó por segunda vez. Le temblaba la voz. Quería saber si yo había tenido la confirmación. Le contesté que sí. Me preguntó por segunda vez cuándo habría “arreglado el asunto”. Por segunda vez colgué el auricular sin escucharlo. Lo que no entiendo es por qué, cuando una mujer anuncia que está legalmente embarazada, todos se ponen a festejaría, a quitarle de las manos los paquetes y a suplicarle que no se fatigue y que se quede tranquila. ¡Qué lindo! Felicitaciones, “pase, póngase cómoda, descanse”. Conmigo se quedan quietos, callados, o sueltan consideraciones acerca del aborto. Dirías que se trata de una conjura, de una conspiración para separarnos. Y hay momentos en que me siento inquieta, en que me pregunto quién ganará: ¿nosotros o ellos? Tal vez sea por culpa de esa llamada telefónica, que ha renovado amarguras que yo creía olvidadas y ofensas que consideraba superadas. Unas y otras me fueron infligidas por fantasmas gracias a los cuales comprendí que el amor es un enredo, una estafa. Las heridas se han cerrado y las cicatrices son apenas visibles, pero basta una llamada telefónica así para que vuelvan a doler, como las viejas fracturas de huesos cuando cambia el tiempo.
u universo es el huevo dentro del cual flotas, acurrucado y casi desprovisto de peso, desde hace seis semanas y media. Lo llaman bolsa amniótica, y el líquido que lo llena es una solución salina que sirve para eximirte de luchar contra la fuerza de gravedad y para protegerte de los golpes provocados por mis movimientos, y también para alimentarte. Hasta hace cuatro días, era, incluso, tu única fuente de nutrición. Mediante un proceso complicadísimo y casi incomprensible, tú tragabas una parte, absorbías otra, expelías otra más e incluso producías nuevo líquido. Desde hace cuatro días, en cambio, tu fuente de nutrición soy yo, a través del cordón umbilical. Muchas cosas han ocurrido durante estos días: me exalto y te admiro sólo pensándolo. La placenta que envuelve tu huevo como un cálido abrigo de pieles se ha reforzado; el número de tus células sanguíneas ha aumentado, y todo avanza a una velocidad loca: la trama de tus venas ya es visible. Son perfectamente visibles también las dos arterias, y la vena del cordón umbilical que te lleva mi oxígeno y las sustancias químicas que precisas. Además, se ha desarrollado tu hígado y tienes en boceto todos los órganos internos; ¡hasta tu sexo y tus órganos de reproducción han empezado a brotar! Tú ya sabes si serás hombre o mujer. Pero lo que más me exalta, niño mío, es que hasta te has construido las manitas. Ahora se te ven bien los dedos. Y ya tienes una pequeña boca ¡con labios!, un atisbo de lengua, los alvéolos para veinte dientecillos, y un par de ojos. ¡Tan minúsculo -ni siquiera un centímetro y medio- y tan liviano -menos de tres gramos-, y tienes ojos! A mí me parece literalmente imposible que todo esto haya ocurrido en el lapso de pocas semanas. Me parece irreal.
Sin embargo, en el comienzo del mundo, cuando se formó aquella célula y todo lo que nace, respira y muere para volver a nacer, debió de ocurrir lo mismo que sucede en ti: un hormiguear, un hincharse, un multiplicarse la vida cada vez más complicada, difícil, veloz, ordenada y perfectamente. ¡Cuánto trabajas, niño! ¿Quién ha dicho que duermes tranquilo, acunado por tus aguas? Tú no duermes nunca, no reposas nunca. ¿Quién ha dicho que permaneces en santa paz, en una armonía de sonidos que llegan dulcemente embotados hasta tu membrana? Estoy segura que hay un constante chapoteo junto a ti, un constante bombear, soplar y crujir; un estallido de rumores brutales. ¿Quién ha dicho que eres materia inerte, casi un vegetal que se puede extirpar con una cuchara? Sostienen que, si quiero librarme de ti, este es el momento. Mejor aún: el momento empieza ahora. En otras palabras: yo hubiera debido aguardar hasta que te volvieras un ser humano con ojos, dedos y boca, para matarte. Antes, no. Antes eras demasiado pequeñito para ser localizado y arrancado. Están locos.
Mi amiga dice que la loca soy yo. Ella, que está casada, ha abortado cuatro veces en tres años. Ya tenía dos hijos, y un tercero hubiera sido inadmisible. Su marido gana poco, ella tiene un empleo que le interesa y del cual, por otra parte, no puede prescindir. De los niños se ocupa su suegra, que -¡pobrecita!- no podría hacerse cargo de un parvulario. Los romanticismos son hermosos, pero la realidad es distinta, dice mi amiga. Las gallinas tampoco traen al mundo todos los hijos que podrían tener: si de cada huevo fecundado tuviese que nacer un pollito, el mundo sería un gallinero. ¿Acaso no sabes que muchas gallinas se comen sus propios huevos? ¿No sabes que los incuban sólo una o dos veces al año? ¿Y los conejos? ¿No sabes que algunas conejas se comen las crías más débiles para poder amamantar a las otras? ¿No sería mejor eliminarías desde el principio, en lugar de traerlas al mundo para comerlas y hacérselas comer a otros? En mi opinión, lo mejor sería no concebir, directamente. Pero apenas arriesgo esa opinión, mi amiga se enoja. Contesta que ella tomaba la píldora, ¡claro que la tomaba! Le hacía daño y, sin embargo, la tomaba. Pero una noche se olvidó, y de allí el primer aborto. Con sonda, me dice. No he comprendido bien qué puede ser dicha sonda.
Una aguja que mata, supongo. En compensación, me he enterado de que muchas la usan, aun sabiendo que provoca sufrimientos infinitos y que, a veces, significa la cárcel.
Te preguntas, acaso, por qué, desde hace algunos días, no hago más que hablarte de esto. No lo sé. Tal vez porque los demás me hablan del tema de una manera obsesionante, y esperan que yo tome la iniciativa. Tal vez porque, en determinado momento, yo también lo he pensado sin decírmelo. Tal vez porque no quiero confiarle a nadie otra duda que me envenena el alma. La sola idea de matarte, hoy, me mata; y, sin embargo, llego a tomarla en consideración. Me confunde aquel argumento de las gallinas. Me confunde el enfado de mi amiga cuando le muestro tu fotografía y señalo tus ojos y tus manos. Ella contesta que para ver tus ojos y tus manos de veras no bastaría ni un microscopio. Grita que vivo de fantasías y que pretendo racionalizar mis sentimientos y mis sueños. Hasta llega a exclamar: “Y entonces, ¿por qué sacas de la fuente de tu jardín los renacuajos, a fin que no lleguen a ser ranas y te molesten croando por la noche?”. Ya sé: sigo informándote sin piedad sobre las infamias de este mundo en el que te preparas a entrar, acerca de los horrores cotidianos que nosotros cometemos, y te expongo conceptos demasiado complicados. Pero, poco a poco, va madurando en mí la certeza de que igualmente los comprendes porque ya lo sabes todo.
Empezó el día en el que yo misma me torturaba el cerebro para tratar de explicarte que la Tierra es redonda como tu huevo, y que el mar está compuesto de agua igual a esa en que flotas, y no lograba expresar lo que me proponía. De repente, me paralizó la intuición de que mi esfuerzo era inútil, de que tú ya lo sabías todo y mucho más que yo, y desde entonces la sospecha de haber intuido con acierto ya no me abandona. Si en tu huevo hay un universo, ¿por qué no debería haber también un pensamiento? ¿No insinúan acaso algunos que el subconsciente es el recuerdo de la existencia que hemos vivido antes de nacer? ¿Lo es? En tal caso, tú, que lo sabes todo, dime: ¿cuándo empieza la vida? Dime, te lo suplico: ¿ha comenzado realmente la tuya? ¿Desde cuándo? ¿Desde que la gota de luz que llaman espermatozoide perforó y escindió la célula? ¿Desde que germinó en ti un corazón y empezó a bombear sangre? ¿Desde que florecieron en ti un cerebro y una médula espinal, y emprendiste el camino hacia la forma humana? ¿O bien ese momento aún no ha llegado, y sólo eres un motor en proceso de fabricación? ¡No sabes qué daría, niño, por romper tu mutismo, por penetrar en la prisión que te envuelve y que yo envuelvo; qué daría por verte, por escuchar tu respuesta!
Ciertamente, tú y yo formamos una extraña pareja. Todo en ti depende de mí, y todo en mí depende de ti: si enfermas, yo enfermo y si muero, tú mueres. Pero no puedo comunicarme contigo, ni tú conmigo. En medio de la que, tal vez, es tu sabiduría infinita, no conoces siquiera mi cara, mi edad ni el idioma en que hablo. Ignoras de dónde vengo, dónde estoy, qué hago en la vida. Si tú quisieras imaginarme no tendrías siquiera un solo elemento para adivinar si soy blanca o negra, joven o vieja, alta o baja. Y yo sigo preguntándome si eres o no una persona. Nunca dos seres extraños ligados al mismo destino fueron más extraños entre sí que nosotros. Nunca dos desconocidos que compartieran el mismo cuerpo fueron recíprocamente tan desconocidos ni estuvieron tan lejos el uno del otro.
He dormido mal y me ha dolido el bajo vientre. ¿Eras tú? Me revolvía angustiada en la cama, y el sueño era una obsesión de pesadillas absurdas. En una aparecía tu padre llorando. Nunca lo he visto llorar, y no le creía capaz de hacerlo. Sus lágrimas caían con retumbos de plomo en la fuente de mi jardín, que estaba llena de cintas interminables y gelatinosas. Dentro de las cintas había huevecillos negros que se estiraban en una especie de cola: los renacuajos. Yo no hacía caso de tu padre; me preocupaba tan sólo por los renacuajos, y los mataba para que no se convirtieran en ranas y me quitaran el sueño croando de noche. El sistema era sencillo: bastaba levantar las cintas con una rama y dejarlas sobre la hierba del jardín, donde el sol sofocaría a los renacuajos y los secaría. Pero las cintas se escurrían, resbaladizas, en rápidas volutas que volvían a caer en el agua y se hundían en el limo, y yo no lograba extenderlas sobre la hierba. Luego, tu padre no lloró más, se puso a ayudarme y conseguí mi propósito sin dificultad. Con una rama sacaba del agua aquellas cintas que a él no le resbalaban, y las amontonaba sobre la hierba, metódico y sereno. A mi todo eso me hacía sufrir, porque era como ver a decenas, a centenares de niños sofocándose y secándose al sol. Alterada, le quité la rama de las manos y grité: “¡Dejados en paz! Tú has nacido, ¿no?”. En la otra pesadilla aparecía un canguro. Era una hembra de cuyo útero había brotado una cosa tierna y viva, una especie de delicadísimo gusano. Éste miró a su alrededor, estupefacto, corno si tratara de entender dónde estaba, y empezó a trepar por el cuerpo peludo de la madre. Avanzaba lenta y fatigosamente, tropezando, resbalando y equivocándose, pero al fin llegó hasta el marsupio y, con un esfuerzo final tremendo, se arrojó dentro de cabeza. Yo me daba cuenta de que no eras tú, de que era el embrión del canguro, el cual nace así porque sale prematuramente de la prisión del huevo y completa su formación en el exterior. Pero le hablaba como si de ti se tratara. Le daba las gracias por haber venido a demostrarme que no era una cosa sino una persona. Le decía que ya no éramos dos extraños, dos desconocidos, y me reía, feliz. Reía... Pero llegó la abuela. Era muy vieja y estaba muy triste. Parecía que sobre sus hombros encorvados se asentara todo el peso del mundo.
Entre sus manos estropeadas sostenía un muñequito con los ojos cerrados y la cabeza desproporcionada. “¡Estoy tan cansada! -decía- ¡Siempre pagando los abortos! He tenido ocho hijos y ocho abortos. Si hubiese sido rica habría tenido dieciséis hijos y ni un solo aborto. No es verdad que una se acostumbre; cada vez es como si fuese la primera. Pero el cura no lo entendía.” El muñequito era del tamaño de un crucifijo de bolsillo. Levantándolo precisamente como un crucifijo, la abuela entró en una iglesia, se arrodilló ante un confesionario y empezó a musitar algo ante la celosía. Desde el interior del confesionario brotó una voz cruel, la voz del cura: “¡Usted ha matado a una criatura, ha matado a una criatura!”. La abuela temblaba del miedo de que otros lo oyeran. Imploraba: “¡No grite, padre, se lo ruego! Va usted a conseguir que me detengan! ¡Se lo ruego!”. Pero como la voz del cura no bajaba de volumen, la abuela huyó. Corría por la calle, perseguida por los policías, y era desgarrador ver a una vieja correr de ese modo. Yo me sentía desfallecer por ella, y pensaba: le estallará el corazón, se morirá. Los policías la alcanzaron junto a la puerta de casa. Le arrebataron el muñequito y le ataron los brazos. Ella dijo, altiva: “Estoy arrepentida; sin embargo, reincidiré. Nunca lo hago de buena gana, pero no puedo mantener a tantos hijos, no puedo”. Me despertaron esos dolores en el bajo vientre.
No debo ver otra vez a mi amiga. Sus argumentos son la causa de mis pesadillas. Anoche me invitó a cenar: su marido no estaba, y a ella le pareció que se trataba de una buena ocasión para hablarme de ti. Fue una tortura. Parece que un físico, el doctor H. B. Munson, está de acuerdo con las opiniones de ella. Incluso el feto, según sus declaraciones, es materia casi inerte, casi un vegetal que puede extirparse con una cuchara. Todo lo más, puede ser considerado como un “sistema coherente de potencialidades no realizadas”. Según algunos biólogos, en cambio, el ser humano empieza en el momento mismo de la concepción, porque el huevo fecundado contiene ADN, el ácido desoxirribonucleico, constituido por las proteínas que forman un individuo. El doctor Munson rechaza esta tesis argumentando que también el espermatozoide y el huevo no fecundado contienen ADN: ¿se pretende acaso considerar que el espermatozoide o el huevo son seres humanos? Por otra parte, algunos médicos consideran el feto como ser humano sólo a partir de la semana vigésimo octava, es decir, desde que puede sobrevivir fuera del útero aunque la gestación no haya llegado a su término. Y hay antropólogos para quienes ni siquiera el recién nacido es un ser humano hasta tanto no ha sido modelado por influencias culturales y sociales. Casi tuvimos una pelea. Mi amiga se inclinaba hacia la opinión de los antropólogos, y yo hacia la de los biólogos. Irritada, me acusó de estar del lado de los curas: ”¡Eres católica, católica, católica!”. Me sentí ofendida. No soy católica, y ella lo sabe. Además, no acepto que los curas tengan derecho a entremeterse en este asunto, y ella también lo sabe. Pero no puedo, de ningún modo, aceptar los principios arbitrarios del doctor Munson. Me resisto a comprender a las mujeres que se dejan introducir una sonda como quien toma una purga para eliminar un alimento indigesto. A menos que...
A menos que... ¿qué? ¿Estoy traicionando mi decisión? Creía sentirme ya tan segura, creía haber superado tan gloriosamente todas las incertidumbres, todas las dudas... ¿Por qué vuelven, ahora, camufladas bajo mil pretextos? ¿Acaso por este malestar que me produce mareos, por estos dolores que me acuchillan el vientre? Debo ser fuerte, niño. Debo tener fe en mí misma y en ti. He de llevarte hasta el final para que, cuando seas mayor, no te parezcas al cura que gritaba en mi sueño, ni a mi amiga, ni a su doctor Munson, ni a los policías que ataban los brazos de la abuela. El primero considera que eres propiedad de Dios, la segunda que perteneces a la madre, y los últimos que tu dueño es el Estado. Pero tú no perteneces a Dios, ni al Estado, ni me perteneces a mí. Te perteneces a ti mismo, y basta. Después de todo, fuiste tú quien tomó la iniciativa, y yo me equivocaba al creer que te imponía una elección. Teniéndote, no hago otra cosa que plegarme a tu imposición cuando se encendió tu gota de vida. No elegí nada; sólo obedecí. Entre tú y yo, la posible víctima no eres tú, niño; soy yo. ¿Acaso no es esto lo que quieres decirme cuando te abalanzas como un vampiro contra mi cuerpo? ¿No es esto lo que quieres confirmar cuando me regalas una náusea?
Me siento mal. Desde hace una semana el trabajo me fatiga. Se me ha hinchado una pierna. Seria terrible tener que renunciar al viaje que ya he proyectado, y así parece haberlo entendido el jefe. En tono casi amenazador me ha preguntado hoy “si podré”, y añadió que espera que sí. Se trata de un proyecto importante, hecho a la medida para mí. Al jefe le importa sobremanera, y a mí también. Si no pudiera viajar... . Pero claro que iré. ¿Acaso no dijo el doctor que el embarazo no es una enfermedad sino un estado normal, y que debo seguir haciendo la vida de siempre? Tú no me traicionaras.
* * *
Ha ocurrido una cosa que no preveía: el doctor me ordenó guardar cama. Y aquí estoy, inmóvil. Debo quedarme acostada y quieta. No es fácil, ya me entiendes, dado que vivo sola. Si alguien pulsa el timbre, tengo que levantarme para abrir la puerta. Y además he de comer, he de lavarme. Para cocinar una sopa o ir al cuarto de baño me veo obligada a levantarme, ¿sí o no? De la Comida, por ahora, se ocupa mi amiga. Le di las llaves y viene dos veces al día para traérmela, la pobre. Exclamé: “¡No quisiste el tercer hijo y ahora te toca adoptar a una adulta!”. Repuso que una adulta es mejor que una recién nacida, pues no hay que amamantaría. ¿Me crees si te digo que mi amiga es buena? Lo es, y no sólo porque viene aquí, sino porque ya no habla de aquel Munson ni de sus antropólogos. Parece, repentinamente, muy preocupada por el temor de que te pierda. No te alarmes: ese peligro no existe. El médico ha vuelto a examinarme y ha llegado a la conclusión de que progresas. La inmovilidad es una precaución por aquellos dolores, que atribuye a diversas causas. Has cumplido dos meses y, según parece, éste es un momento muy delicado, porque el embrión se convierte en feto. Estás formando tus primeras células óseas, que reemplazan a los cartílagos. Estás estirando las piernas, exactamente como un árbol que extiende sus ramas, y también en tus piececillos florecen ya los dedos. Debemos ser cautelosos hasta el tercer mes, después del cual podremos reanudar nuestras costumbres: este asunto de quedarme quieta y acostada no durará más que un par de semanas. Por eso al jefe le hice creer que padezco una fuerte bronquitis. Lo aceptó y me aseguró que, después de todo, el viaje puede retrasarse: todavía hay que planear muchos detalles. Menos mal; si supiera la verdad podría sustituirme, e incluso despedirme, lo cual sería un buen quebradero de cabeza para mí y para ti: ¿de que viviríamos? Por otra parte, tu padre no ha vuelto a dar señales de vida. Supongo que no desea verse implicado en todo esto. ¿Lo lamentas? Yo no. Lo poco que sentía hacia él se ha extinguido en dos conversaciones telefónicas. Más aún: en el hecho mismo de que me haya hablado por teléfono en vez de hacerlo cara a cara. Al regresar podía haber venido a verme, ¿no te parece? Sabe muy bien que no le pediría que nos casáramos, que nunca se lo he pedido, que no quiero casarme ni lo querría jamás.
¿Qué lo detiene, entonces? ¿Se siente acaso culpable de haberme amado en una cama? Un día, la abuela fue a confesarse de verdad y el cura le dio este consejo: “¡No vaya a la cama con su marido, no lo haga!”. En el fondo, para cierta clase de gente, la verdadera culpa de un hombre y una mujer consiste en amarse en una cama. Para no tener niños, dicen ellos, bastaría, sencillamente, volverse castos. De acuerdo. Visto que es un poco difícil establecer a quién le corresponde ser casto y a quién no, volvámonos castos todos y transformémonos en un planeta de viejos. Millones y millones de viejos incapaces de generar, mientras la raza humana se extingue, como en los cuentos de anticipación ambientados en Marte, sobre el fondo de maravillosas ciudades que se resquebrajan; ciudades habitadas tan sólo por fantasmas, los fantasmas de todos aquellos que hubieran podido ser y no han sido, los fantasmas de los niños que no han llegado a nacer. O bien volvámonos todos homosexuales. Total, el resultado sería el mismo: un planeta de viejos incapaces de generar, sobre el fondo de maravillosas ciudades que se resquebrajan, habitadas tan sólo por los fantasmas de los niños que no han llegado a nacer...
¿Y si, en cambio, utilizáramos a los viejos? En alguna parte he leído que se puede realizar el trasplante de embriones. Una conquista de la biología tecnológica. Se extirpa el huevo fecundado del vientre de la madre y se transfiere al vientre de otra mujer que está dispuesta a darle albergue. Se lo hace crecer allí. ¿Ves? Si otra mujer te diera albergue -por ejemplo, una vieja para la cual quedarse inmóvil no fuera una tortura-, nacerías igualmente y no estarías aquí afligiéndome. En el fondo, hacer niños es empresa de viejos. Tienen tanta paciencia los viejos... ¿Te ofendería ser trasplantado a un vientre que no fuera el mío? ¿Un buen vientre viejo que nunca te reprocharía nada? ¿Y por qué habrías de ofenderte? Yo no te negaría la vida; tan sólo te daría otro alojamiento.
Perdóname; estoy desvariando. Lo malo es que esta inmovilidad me pone nerviosa, me vuelve malvada.
Hoy tuve una dulce sorpresa. Sonó el timbre, me levanté rezongando, y era el cartero con un paquete enviado por vía aérea. Lo remitía mi madre, junto a una carta firmada por ella y por mi padre. Hace algunos días les informé acerca de ti. Me pareció que era mi deber. Y cada mañana esperaba su respuesta, estremeciéndome ante la idea de las cosas duras o doloridas que tal vez me escribirían. Son dos personas chapadas a la antigua, ¿sabes? En cambio, esta carta dice que, aunque se sienten desorientados y sorprendidos, se alegran y te dan la bienvenida. “No somos ya más que dos árboles secos; no tenemos nada que enseñarte. Eres tú, ahora, quien tiene algo que enseñarnos. Y si esa es tu decisión, quiere decir que así debe ser. Te escribimos para decirte que aceptamos tu lección.” Tras haber leído la carta, abrí el paquete. Contenía una cajita de plástico, y dentro había un par de zapatitos blancos. Pequeñitos, livianos y blancos. Tus primeros zapatitos. Caben en la palma de mi mano; ni siquiera llegan a cubrirla del todo. Se me hace un nudo en la garganta cuando los toco; se me derrite el corazón. Mi madre te gustará. Con ella tendrás dos madres, y será para ti una auténtica riqueza. Te gustará porque opina que sin niños se acabaría el mundo. Te gustará porque es grande y tierna, con una panza grande y tierna para que tu te sientes encima, dos brazos grandes y tiernos para protegerte y una carcajada que es un concierto de campanillas. Nunca he llegado a entender cómo consigue reírse de ese modo, pero pienso que es porque ha llorado mucho. Sólo quien ha llorado mucho puede apreciar los aspectos bellos de la vida y reír a gusto. Llorar es fácil; reír, difícil. Aprenderás rápidamente esta verdad. Tu encuentro con el mundo será un llanto desesperado. En los primeros tiempos sólo conseguirás llorar. Todo te hará llorar: la luz, el hambre y la rabia. Pasarán semanas y meses antes de que tu boca se abra en una sonrisa, antes de que tu garganta borbotee en una carcajada. Pero no debes desanimarte. Y cuando llegue la sonrisa, cuando llegue la carcajada, tendrás que regalármelas a mí para demostrarme que hice bien en no valerme de la biología tecnológica, que hice bien en no regalarte al vientre de una madre mejor y más paciente que yo.
He recortado la fotografía que te retrata a los dos meses exactos: un primer plano de tu rostro agrandado cuarenta veces. La clavé en la pared y la admiro desde aquí, desde la cama. Estoy obsesionada por tus ojos, tan grandes respecto al resto del cuerpo, tan abiertos. ¿Qué ven? ¿Agua y nada más? ¿Tan sólo las paredes de la prisión? ¿O bien las cosas que veo yo también? Una sospecha deliciosa me perturba: la sospecha de que vean a través de mí. Lamento que pronto los cierres. En el borde de tus párpados se está formando una sustancia pegajosa que dentro de algunos días adherirá los dos bordes para proteger las pupilas durante la fase final de su formación. No levantarás ya los párpados hasta el séptimo mes. Durante veinte semanas vivirás en la más completa oscuridad. ¡Lástima! O tal vez no... Sin tener nada para mirar, me escucharás mejor. Tengo todavía muchas cosas para decirte, y estos días de inmovilidad me proporcionan el tiempo adecuado, ya que mi única actividad consiste en leer o mirar la televisión. Sobre todo, tengo que prepararte para que te enfrentes a algunas novedades sumamente incómodas. La esperanza de que tú lo sepas ya todo, y mucho más que yo, no me convence demasiado, pero es difícil explicarte ciertas cosas porque tu pensamiento, si es que existe, actúa sobre hechos demasiado diferentes de los que encontrarás después. Tú estás solo, magníficamente solo allá dentro. La única experiencia que tienes es la de ti mismo. Nosotros, en cambio, somos millones y miles de millones. Cada experiencia nuestra depende de los demás, y también cada alegría, cada dolor y…
Mira, empiezo por aquí. Empiezo anunciándote que ya no estarás solo, y que si quieres librarte de los demás, de su forzosa compañía, no lo conseguirás. Aquí una persona no puede bastarse a sí misma en soledad, como lo haces tú. Si lo intenta, enloquece. En el mejor de los casos, fracasa. De vez en cuando, alguien prueba y huye al bosque o al mar jurando que no necesita de los demás, que los demás no volverán a encontrarlo nunca. Pero lo encuentran. O incluso es él quien regresa. Y así, derrotado, vuelve a formar parte del hormiguero, del engranaje, para buscar en él desesperadamente su libertad.
Oirás hablar mucho de libertad. En nuestro mundo es una palabra casi tan explotada como el término amor, que, ya te lo dije, es el más explotado de todos. Encontrarás hombres que se dejan despedazar en aras de la libertad, sufriendo torturas e incluso aceptando la muerte. Y confío en que seas uno de esos hombres. Empero, en el momento mismo en que te hagas destrozar en aras de la libertad, descubrirás que ésta no existe, que, todo lo más, existía mientras la buscabas: sería como un sueño, como una idea nacida del recuerdo de tu vida prenatal, cuando eras libre porque estabas solo. Yo repito siempre que estás aprisionado ahí dentro; sigo pensando que tienes poco espacio y que desde ahora incluso estarás a oscuras, pero en esa oscuridad, en ese reducido espacio, eres libre como no lo serás jamás en este mundo inmenso y despiadado. A nadie has de pedir permiso, ahí dentro, ni ayuda, porque nadie está a tu lado e ignoras qué es la esclavitud. Aquí afuera, en cambio, tendrás mil amos. Y el primer amo seré yo, que, sin quererlo -tal vez sin siquiera darme cuenta-, te someteré a imposiciones que son justas para mí pero no para ti. Esos lindos zapatitos, por ejemplo, son lindos para mí, mas ¿para ti? Gritarás, chillarás cuando te los ponga. Te molestarán, estoy segura, pero yo te los pondré igualmente, argumentando quizá que tienes frío. Poco a poco, te acostumbrarás a ellos. Te plegarás, domado, hasta el punto de sufrir si te faltan tus zapatitos. Y así comenzará una larga cadena de esclavitudes cuyo primer eslabón estará siempre representado por mí, de quien no podrás prescindir. Seré yo quien te alimente, quien te cubra, quien te lave, quien te lleve en brazos. Luego empezarás a caminar por tus propios medios, a comer solo, a elegir dónde ir y cuándo lavarte. Aparecerán entonces otras esclavitudes: mis consejos, mis enseñanzas, mis exhortaciones y tu propio miedo de causarme dolor al obrar de manera distinta a como yo te habré enseñado. Pasará mucho tiempo, a tus ojos, hasta que yo te deje partir como los pájaros arrojados del nido por sus progenitores cuando ya saben volar solos. Por fin ese momento llegará, y yo te dejaré partir, te permitiré atravesar la calle solo, con semáforo verde o rojo. Te empujaré a ello. Pero esto no aumentará tu libertad, porque quedarás encadenado a mí por la esclavitud de los afectos y las añoranzas. Algunos la llaman esclavitud de la familia. Yo no creo en la familia. La familia es una mentira construida por quien organizó este mundo para poder controlar mejor a la gente y explotar mejor la obediencia a las normas y a las leyendas. Uno se rebela más fácilmente si está solo, y se resigna mejor si vive en compañía de otros. La familia no es más que el portavoz de un sistema que no puede permitirte desobedecer, y su santidad no es tal. Sólo existen grupos de hombres, mujeres y niños obligados a llevar el mismo nombre y a vivir bajo el mismo techo, a menudo detestándose, odiándose. Y también existen la añoranza y las ataduras, arraigadas en nosotros como árboles que no ceden ni siquiera ante un huracán, inevitables como la sed y el hambre. Nunca puedes librarte de ellas, incluso silo intentas con toda la fuerza de tu voluntad y de tu lógica. Acaso crees haber logrado superarlas cuando, un día, vuelven a aflorar irremediablemente, y más despiadadas que cualquier verdugo, te anudan al cuello una soga y te estrangulan.
Junto con esas esclavitudes conocerás las que te serán impuestas por los otros, es decir, por los miles y miles de habitantes del hormiguero: sus costumbres y sus leyes. No imaginas hasta qué punto son asfixiantes sus costumbres, que has de imitar, y sus leyes, que has de respetar: no hagas esto, no hagas lo otro, haz esto y haz lo otro... Y todo ello, tolerable cuando vives entre buenas gentes que tienen cierta idea de la libertad, se vuelve infernal cuando vives entre prepotentes que te niegan hasta el lujo de soñar esa libertad, de realizarla en tu fantasía. Las leyes de los prepotentes sólo ofrecen una ventaja: puedes reaccionar contra ellas luchando y muriendo. Las leyes de las buenas gentes, en cambio, no te dejan escapatoria porque te inducen a convencerte de que es noble aceptarías. Cualquiera que sea el sistema en que vivas, no puedes rebelarte contra una ley que otorga siempre la victoria al más fuerte, al más prepotente, al menos generoso. Menos aún puedes contravenir la ley de que hace falta dinero para comer, para dormir, para caminar dentro de un par de zapatos y para calentarte en invierno, y que para tener dinero hace falta trabajar. Te explicarán un montón de cuentos acerca de la necesidad, la alegría y la dignidad del trabajo. No les creas jamás. Se trata de otra mentira inventada para conveniencia de quien organizó este mundo. El trabajo es un chantaje que sigue siendo tal incluso si te gusta. Trabajas siempre para alguien, nunca para ti mismo. Trabajas siempre con fatiga, nunca con alegría. Y jamás en el momento que te apetece. Aunque no dependas de nadie y cultives tu trozo de tierra, debes trabajar cuando lo quieran el sol, la lluvia y las estaciones. Aunque no obedezcas a nadie y te dediques al arte, es decir, te liberes, debes plegarte a las exigencias o los avasallamientos de otros. Quizás en un pasado muy lejano, tan lejano que toda memoria de él se ha perdido, las cosas no funcionaban así, y trabajar era una fiesta, una alegría. Pero existían pocas personas, en aquel tiempo, y podían aislarse y estar solas. Tú vienes al mundo mil novecientos setenta y cinco años después del nacimiento de un hombre que llaman Cristo, quien vino al mundo centenares de miles de años después de otro hombre cuyo nombre se ignora; y en estos tiempos las cosas están como te he dicho. Una estadística reciente afirma que ya somos cuatro mil millones. ¡Y cómo añorarás tu solitario chapotear en el agua, niño!
* * *
He escrito para ti tres fábulas. Mejor dicho, no las he escrito realmente porque, estando tendida en la cama, no puedo: sencillamente, las he pensado. Te cuento una. Había una vez una niña enamorada de una magnolia. La magnolia estaba en medio de un jardín, y la niña se pasaba días enteros mirándola. Desde arriba, porque vivía en el último piso de una casa que daba a ese jardín, y desde una ventanita que era la única abertura sobre aquel lugar. La niña era muy pequeñita, y para ver la magnolia tenía que trepar a una silla donde la sorprendía su madre, que se ponía a gritar: “¡Dios mío, se cae, se cae abajo!”. La magnolia era grande, y grandes eran sus ramas, sus hojas y las flores que se abrían como pañuelos limpios y que nadie cogía porque estaban demasiado altas. En efecto, tenían todo el tiempo necesario para envejecer, marchitarse y caer al suelo produciendo un leve ruido. La niña soñaba igualmente que alguien lograba coger una flor mientras era blanca, y en esa espera se quedaba mirando desde la ventana, con los brazos apoyados en el antepecho y el mentón apoyado sobre los brazos. Enfrente y alrededor no había casas; sólo un muro que se erguía abrupto junto al jardín y terminaba en una terraza con ropas puestas a secar. Se notaba cuando estaban secas por cómo restallaban al viento, y entonces llegaba una mujer que las recogía, las colocaba dentro de una cesta y se las llevaba. Pero un día la mujer llegó y, en vez de recoger las ropas, se puso también a mirar la magnolia, como si estuviera calculando la manera de coger una flor. Se quedó allí largo rato, pensando, mientras las ropas se agitaban al viento. Después llegó un hombre y la abrazó. También ella lo abrazó, y pronto cayeron a tierra, donde, juntos, se estremecieron largamente; por fin, se quedaron dormidos. La niña estaba asombrada, pues no comprendía por qué se quedaban durmiendo en la terraza en vez de ocuparse de la magnolia, de tratar de coger alguna flor, y esperaba pacientemente que despertasen, cuando apareció otro hombre muy enfadado. No dijo nada, pero era evidente que estaba furioso, porque de inmediato se arrojó sobre los otros dos. Primero sobre el hombre, quien, empero, dio un salto y huyó; después sobre la mujer, que echó a correr entre las ropas. Él también corría, para atraparla, y por fin lo consiguió. La levantó como si no pesara y la arrojó al vacío, sobre la magnolia. La mujer empleó mucho tiempo en alcanzar el árbol, pero al fin llegó y se poso en las ramas con un rumor más sordo que el de las flores marchitas que caían al suelo. Una rama se rompió y, en el instante mismo en que se quebraba, la mujer se aferró a una flor, la arrancó y se quedó allí, quieta, con su flor en la mano. Entonces la niña llamó a su madre y le dijo:
“Mamá, han tirado a una mujer sobre la magnolia y ha cogido una flor”. La madre acudió y gritó que la mujer estaba muerta, y desde aquel día la niña creció convencida de que para coger una flor, una mujer tenía que morirse.
Aquella niña era yo, y quiera Dios que tú no tengas que aprender, como tuve que hacerlo yo, que gana siempre el más fuerte, el más prepotente, el menos generoso. Dios quiera que no lo aprendas tan pronto como yo y no te convenzas, además, de que una mujer es quien primero paga por esa realidad. Pero me equivoco al esperar lo contrario. Tengo que desearte, en cambio, que pierdas pronto esa virginidad que se llama infancia o ilusión. Debo prepararte desde ahora para que te defiendas, para que seas más rápido y más fuerte, y arrojes tú al otro de la terraza. Especialmente si eres una mujer. Esa también es una ley no escrita, pero obligatoria. O tú o yo; o me salvo yo o te salvas tú. Tales son los términos de esta ley. ¡Ay de quien la olvida! Aquí, en este mundo, todos causan daño a alguien, niño. Si no lo hace, sucumbe. Y no hagas caso a quien te dice que sucumbe el mejor. Sucumbe el más débil, que no es necesariamente el mejor. Yo nunca he pretendido que las mujeres fuesen mejores que los hombres, y que por su bondad merezcan no morir. Ser buenos o malos no viene a cuento; aquí la vida no depende de eso sino de una relación de fuerzas basada en la violencia. La supervivencia es violencia. Calzarás zapatos de cuero porque alguien ha matado una vaca y la ha desollado para utilizar su piel. Te protegerás con un abrigo de pieles porque alguien ha matado a una bestia, a cien bestias, para utilizar sus pieles. Comerás higadillos de pollo porque alguien ha matado pollos que no hacían el menor daño a nadie. Y esto tampoco es cierto, porque también los pollos hacen daño a alguien: devoran los gusanitos que mordisqueaban en paz su ensalada. Hay siempre alguien que se come a otro para sobrevivir, desde los hombres hasta los peces. También estos últimos se comen entre ellos: los más grandes se tragan a los más pequeños. Y así las aves, los insectos y todos los demás. Que yo sepa, sólo plantas y árboles no devoran a nadie; se alimentan de agua, de sol y de nada más. Pero, a veces, se roban entre ellos el sol y el agua, ahogándose y exterminándose unos a otros. ¿Es oportuno que tú te enteres de semejantes horrores, tú que vives, te alimentas y te calientas sin matar a nadie?
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Esta es también una fábula. Había una vez una niña a la que gustaba mucho el chocolate. No obstante, cuanto más le gustaba menos comía ¿Y sabes por qué? En otros tiempos le habían dado todo el chocolate que deseaba; eran los tiempos en que vivía en una casa llena de cielo que entraba por las ventanas. Pero un día se despertó en una casa sin cielo y sin chocolate. Desde sus ventanas, situadas casi junto al cielorraso y protegidas por una reja, como en las cárceles, se veían tan sólo pies que iban y venían. También se veían perros, y de momento producía satisfacción ver los perros enteros, incluida la cabeza. Pero luego levantaban la pata y hacían pis sobre la reja mientras la mamá de la niña se lamentaba: “¡Eso no, eso no!”. La mamá, por otra parte, lloraba siempre, incluso cuando se dirigía a la gran panza que le levantaba el delantal; le hablaba a alguien que estaba encerrado allí dentro, y le decía: “¡No hubieras podido elegir un momento peor!”. Tras lo cual papá empezaba a toser, en la cama, con una tos que lo dejaba como muerto. Papá se quedaba en la cama incluso de día, con el rostro amarillo y los ojos brillantes y tristes. Según los cálculos de la niña, el fin del chocolate coincidió con la enfermedad del papá y la mudanza a aquella casa sin cielo y sin alegría. En otras palabras, con la falta de dinero.
Para conseguir dinero, la mamá de la niña iba a limpiar la casa de una hermosa señora a la que tuteaba y que la tuteaba. Se trataba de una tía suya, rica, que siempre cambiaba de vestido. Hasta se murmuraba que tenía un bolso para cada vestido y un par de zapatos por cada bolso. Su casa estaba junto al río, y por las ventanas entraba todo el cielo de la ciudad. Pero aun así la bella señora estaba disconforme. Siempre se quejaba: porque un sombrero no le quedaba bien, porque su gato estornudaba o porque su criada se había ido un mes al campo y no daba señales de regreso. La mamá de la niña, por tanto, sustituía a aquella sirvienta desconsiderada: todos los días, de nueve a una. Dejaba a su marido solo, y se llevaba a la niña porque -decía- tomar el aire le iría mejor que quedarse junto a un hombre con los pulmones agujereados. La llevaba a pie, en un largo viaje, recorriendo calles que nunca se acababan. Caminando, se preguntaba siempre qué nueva desdicha expondría aquella vez la hermosa señora. Antes de pulsar el timbre, murmuraba:
“¡Ánimo!”. Al sonido del timbre respondía una voz arrastrada, luego un paso mas arrastrado todavía, y la puerta se abría ante una bata larga hasta los pies: unas veces blanca y otras rosa o azul. Entraban pisando alfombras, y la mamá depositaba a la niña en una banqueta, como si fuera un paquete. Le decía que se quedara quieta y callada y que no molestase. Luego, desaparecía en la cocina para lavar los platos. La bella señora, en cambio, se recostaba en un diván, leyendo el periódico y fumando con boquilla. Evidentemente, no tenía otra cosa que hacer. Y la niña no entendía por qué motivo no se lavaba ella misma los platos, en vez de hacérselos lavar a mamá, que tenía la panza tan hinchada.
Aquella mañana, la bella señora se quejaba por un asunto de dinero. Había empezado mientras mamá lavaba los platos y seguía mientras limpiaba la sala. “¿Te das cuenta? -repetía-. Sólo quiere darme esa cifra.” Y cuando la mamá de la niña repuso que “con esa cifra yo me sentiría una princesa”, la otra se enfadó. “A mí apenas si me alcanza para el taxi -dijo- ¡No querrás compararte conmigo, supongo!” La mamá de la niña se ruborizó, y con la excusa de quitar el polvo de la alfombra se arrodilló en el suelo e inclinó la cara sobre la alfombra. La niña sintió como un picor en la garganta. Y estaba por soltar las lágrimas que le ardían en los ojos cuando su atención fue captada por unos objetos de oro que brillaban al sol: una bombonera de cristal llena de bombones. Pero no se trataba de bombones normales, sino de bombones dos o tres veces mayores que los que acostumbraba comer en los remotos días de la casa con cielo. De pronto, el picor de la garganta desapareció y, en su lugar, se formó un líquido que tenía el sabor del chocolate. Su mamá se dio cuenta. Le clavó una mirada para advertirle: si pides algo, ¡te arrepentirás! La niña comprendió y se puso a mirar el cielorraso fijamente, con dignidad. Estaba observando el techo cuando la bella señora se levantó y, con aire aburrido, se dirigió al balcón, donde se quedó acariciándose una muñeca. El balcón se asomaba sobre otro balcón, más grande. Y en el segundo balcón había dos niños ricos. A la niña así le constaba porque los vio una vez, y comprendió que eran ricos porque eran hermosos. Poseían la misma belleza que la señora. Siempre acariciándose la muñeca, ésta los divisó. Sonrió, extasiada, y se asomó para llamarlos: “Bonjour, mes petits pigeons! Ca va, aujourd'hui?”. Y luego: “Attendez, attendez! Il y a quelque chose pour vous!”. Entró en la sala, tomó la bombonera de cristal, la destapó, la llevó hasta el balcón sosteniéndola con delicadeza, y empezó a arrojar bombones hacia abajo. Los arrojaba y decía: “¡Bombones para mis pichoncitos! ¡Bombones para mis pichoncitos!”. Arrojó más de la mitad, entre un restallar de risas; por fin dejó nuevamente la bombonera sobre la mesa y sacó otro bombón. Lo despojó lentamente de su papel de oro, lo levantó un instante pensando quién sabe qué, y se lo comió. Mientras, la niña miraba.
Desde aquel día no puedo comer chocolate. Si lo como, vomito. Pero espero que el chocolate te guste, hijo, porque quiero comprarte mucho, mucho. Quiero cubrirte de chocolate para que tú lo comas por mí, hasta la náusea, hasta el olvido de aquella injusticia que todavía llevo a cuestas con rencor. Conocerás la injusticia tan bien como la violencia: he de prepararte también para eso. Y no me refiero a la injusticia de matar un pollo para comerlo, una vaca para desollarla o a una mujer para castigarla; aludo a la injusticia que separa al que tiene del que no tiene. Es la injusticia que deja este veneno en la boca, mientras la madre embarazada limpia la alfombra ajena. Cómo se puede resolver este problema, no lo sé. Todos aquellos que lo han intentado sólo consiguieron sustituir la persona que limpia la alfombra. En cualquier sistema que nazcas, bajo cualquier ideología, siempre hay un fulano que limpia la alfombra de otro, hay siempre una niña humillada por un deseo de bombones. Nunca encontrarás un sistema, una ideología, que pueda cambiar el corazón de los hombres y borrar de él la maldad. Cuando te digan con-nosotros-es-distinto, contesta: ¡mentiroso! Luego desafíalo a que te demuestre que en su sistema no existen comidas para ricos y comidas para pobres, casas para ricos y casas para pobres, temporadas para ricos y temporadas para pobres. El invierno es una temporada para ricos. Si eres rico, el frío se vuelve un juego porque te compras un abrigo de pieles, te instalas calefacción y vas a esquiar. Si eres pobre, en cambio, el frío se convierte en una maldición y aprendes a odiar hasta la belleza de un blanco paisaje bajo la nieve. La igualdad, hijo, existe sólo donde tú estás ahora, lo mismo que la libertad. En el huevo somos todos iguales. Pero ¿es oportuno que tú hayas de conocer ahora semejantes injusticias, tú que vives allí sin ser siervo de nadie?
* * *
Esta no sé si es una fábula, pero te la cuento igual. Había una vez una chiquilla que creía en el mañana. Por cierto que todos le enseñaban a creer en el mañana, asegurándole que ese mañana es siempre mejor. Se lo aseguraba el cura cuando hacía retumbar en la iglesia sus promesas y anunciaba el Reino de los Cielos. Se lo aseguraba la escuela cuando le demostraba que la humanidad progresa y que en otros tiempos los hombres vivían en las cavernas, después en casas sin calefacción y más tarde en casas con calefacción. Se lo aseguraba su padre cuando le mostraba los ejemplos de la historia y sostenía que los prepotentes sucumben siempre. La chiquilla retiró muy pronto su confianza al cura. El mañana de él era la muerte, y a la chiquilla no le interesaba en lo más mínimo vivir después de muerta en un lujoso hotel llamado Reino de los Cielos. A la escuela le retiró su confianza un poco más tarde, durante un invierno en que sus pies y manos se cubrieron de sabañones y de llagas. Sí, era una gran cosa que los hombres hubieran pasado de las cavernas a la calefacción, pero ella no tenía calefacción. En cambio, perseveró en la ciega confianza hacia su padre, un hombre muy valiente y obstinado. Desde hacía veinte años luchaba contra unos poderosos personajes vestidos de negro, y cada vez que ellos le rompían la cabeza decía, valiente y obstinado: “Llegará el mañana”. En aquella época había guerra. Los poderosos personajes vestidos de negro parecían estar ganándola, pero él negaba con el gesto y decía, valiente y obstinado: “Llegará el mañana”.
La chiquilla le creía porque fue testigo de lo ocurrido una noche de julio. Esa noche expulsaron a los poderosos personajes, y pareció que aquella guerra -la suya- terminaba para dar paso al mañana. Pero en septiembre los poderosos personajes volvieron con otros que hablaban alemán. La guerra arreció. La chiquilla se sintió traicionada. Interrogó a su padre, que repuso: “Llegará el mañana”. Y la convenció demostrándole que el mañana no podía tardar, dado que ya no eran ellos los únicos que esperaban: estaban llegando amigos, todo un ejército de amigos, los aliados. Al día siguiente la ciudad de la chiquilla fue bombardeada por los amigos, los aliados, y una bomba cayó justamente delante de su casa. La chiquilla se quedó desconcertada. Si eran amigos, ¿por qué hacían aquello? Su padre contestó que, lamentablemente, tenían que hacerlo y que todo eso no disminuía en nada su amistad. Para convencerla mejor, llevó a su casa a dos de los que arrojaban las bombas. Hasta poco antes prisioneros de los poderosos personajes, habían huido. Era necesario ayudarlos -explicó su padre-, dado que el mañana era una causa común. La chiquilla asintió. Junto con el padre, que por ellos arriesgaba verse ante un pelotón de fusilamiento, los escondió, los alimentó y los acompañó hasta una aldea segura. Luego, se puso a esperar pacientemente el ejército que traería el mañana. Dicho ejército no llegaba nunca. Pasaban las semanas y los meses, y mientras tanto la gente moría bajo las bombas, las torturas y los fusilamientos: el famoso mañana parecía ya un sueño hecho de sueño y nada más. También el padre de la chiquilla fue detenido, golpeado y torturado. La chiquilla fue a la cárcel a verlo y no lo reconoció, de tanto que lo habían apaleado. Pero aun en la cárcel, incluso apaleado, dijo: “Llegará el mañana. Un mañana sin humillaciones”.
Y el mañana llegó, por fin. Era una madrugada de agosto, y durante la noche la ciudad se vio sacudida por tremendas explosiones. Habían volado los puentes y las carreteras, y habían muerto más inocentes. Pero después surgió esa alborada, espléndida como las campanas de Pascua, y esa alborada trajo a los amigos. Avanzaban bellos, sonrientes y alegres, como ángeles de uniforme, y la gente les salía al paso arrojándoles flores, gritándoles palabras de gratitud. El padre de la chiquilla, liberado, recibía de todos un saludo deferente, y en sus ojos brillaba la luz de quien ha conocido la fe. Después se acerco alguien y le dijo que fuera de prisa al comando aliado: algo muy grave sucedía. El padre de la chiquilla corrió, preguntándose qué podía ser ese algo tan grave. Y el algo tan grave era un hombre que sollozaba en un prado con la cara hundida en la hierba. Tendría unos treinta años. Vestía un traje azul, evidentemente elegido para recibir a los amigos, y en el ojal de su chaqueta florecía una gran rosa roja de papel. Delante de él -mejor dicho, sobre él- un ángel de uniforme le apuntaba con su metralleta. El padre de la chiquilla se inclinó sobre el hombre: “¿Qué ha hecho?”. El otro redobló los sollozos y se limitó a maullar: “¡Madre mía, madre mía, madre mía!”. El padre de la chiquilla pidió hablar con el comandante aliado. Este lo recibió levantando una cara afilada, adornada de bigotitos color zanahoria y agitando una fusta: “¿Usted es uno de los llamados representantes del pueblo?”. El padre de la chiquilla contestó que sí. “Entonces, sepa que su pueblo nos ha dado la bienvenida robando. Aquel hombre ha robado.”
El padre de la chiquilla preguntó qué había robado. “Un bolso lleno de comida y documentos”, silbó la fusta. El padre de la chiquilla preguntó qué documentos. “La libreta de baja del sargento propietario del bolso”, volvió a silbar la fusta. El padre de la chiquilla preguntó si se había hallado la libreta. “Sí, pero rota!”, silbó una vez más la fusta. El padre de la chiquilla observó que tal vez se pudiera pegar. ¿Y la comida? ¿También la comida había sido encontrada? “¡La comida se la comió ése! ¡Toda la ración de un día!”, gritó la fusta, enloquecida. El padre de la chiquilla contuvo una sonrisa. Repuso que, sin duda, todo eso era muy lamentable. Como representante del pueblo se haría cargo del ladrón para su custodia y tramitaría el reembolso al perjudicado, más la indemnización correspondiente. Entonces, la fusta dibujó una gran voluta en el aire y replicó que en el Ejército inglés a los ladrones se les fusila. En cuanto al representante del pueblo, ¡que se largara! Afuera, el ladrón seguía llorando con la cara hundida en la hierba: “¡Madre mía, madre mía, madre mía!”. El ángel de uniforme seguía sobre él con las piernas abiertas y la metralleta. Las piernas eran toscas y peludas, y la metralleta apuntaba a la nuca. Al pasar, la chiquilla oyó un chasquido metálico. El chasquido que produce el seguro cuando lo quitan.
La chiquilla nunca supo si el ladrón fue ajusticiado, pero desde entonces desconfió para siempre de la palabra mañana. Y dado que su mente había asociado las palabras mañana y amigos, en lo sucesivo desconfió también de los amigos. Tras el Ejército inglés llegó el norteamericano. Todos decían que los norteamericanos serian mejores y más cordiales, y la chiquilla confió en que fuera verdad, puesto que muchos de ellos reían a grandes carcajadas llenas de humanidad. Pronto, empero, se dio cuenta de que con sus grandes carcajadas llenas de humanidad ellos también violentaban, corrompían y se comportaban como amos: el mañana era un miedo nuevo. El hambre, en cambio, seguía siendo la misma. Para aplacarla, algunas mujeres se prostituían y otras lavaban la ropa de los nuevos amos. Cada terraza, cada patio era todo un balancearse de uniformes, calcetines y camisetas; un desafío a quién lavaba más. Seis pares de calcetines, un pan. Tres camisetas, una latita de carne y judías. Un uniforme, dos latitas de carne. El padre de la chiquilla no permitía que su mujer y su hija tocasen aquella ropa sucia. Decía que, bien o mal, el mañana había empezado y era menester defenderlo con dignidad. Para demostrarlo, invitaba a comer a los “amigos” y les daba su propia ración de comida fresca. Una noche les dio hasta su reloj de oro, tras pronunciar un hermoso discurso en el que recordó a los prisioneros a quienes había ayudado por el mañana, que era una causa común y seguía siéndolo. Los amigos cogieron el reloj de oro y, como respuesta, ofrecieron ropa que lavar. La chiquilla se ofendió, pero el hambre es una bestia llena de tentaciones: pocos días después, a escondidas de su padre, lo pensó mejor y pidió ropa sucia para lavar. Llegaron dos sacos: uno contenía la ropa y el otro, comida. El de la comida fue abierto inmediatamente y vaciado de su contenido: dos latitas de judías en salsa, dos panes, un frasquito de cacahuetes y un botecito entero de helado de fresa. El de la ropa sucia fue abierto más tarde. En cuanto la chiquilla lo vació en la pila, enrojeció de rabia. Todas las prendas eran calzoncillos sucios.
Lavando los calzoncillos sucios de los demás me di cuenta de que nuestro mañana no había llegado, y tal vez no llegaría nunca. Seguirían siempre estafándonos con promesas, en medio de un rosario de decepciones aliviadas mediante falsos alivios, míseros regalos y lastimosas comodidades para mantenernos quietos. ¿Llegará para ti, alguna vez, mi mañana? Lo dudo. Hace siglos, hace miles de años que la gente trae hijos al mundo confiando en el mañana, esperando que esos hijos vivan mejor que ellos. Y ese mejor se concreta al máximo en la conquista de un miserable calefactor. De acuerdo; un calefactor es una gran cosa cuando se tiene frío. Pero no te da felicidad, ciertamente, ni defiende para nada tu dignidad. Con calefactor sigues sufriendo prepotencias, disgustos y chantajes, y el mañana sigue siendo mentira. Al principio yo te decía que nada es peor que la nada y que el dolor no debe inducir al miedo, como tampoco la muerte, pues si uno muere quiere decir que ha nacido. Te decía que nacer siempre vale la pena, ya que la alternativa es el vacío y el silencio. Pero ¿era justo decir eso, niño? ¿Es justo que tú nazcas para morir bajo una bomba o ante el fusil de un sargento porque, de puro hambriento, robaste una ración de rancho? Cuanto más creces, más me asusto. Ha desaparecido casi totalmente el entusiasmo que al principio me exaltaba, la gloriosa certeza de haber captado la verdad de la verdad. Y en la duda me agoto cada vez más; en esta duda subrepticia que sube y baja como la marea, ora cubriendo en oleadas la playa de tu existencia, ora retirándose para dejarla cubierta de detritos. Créeme, no quiero desanimarte e inducirte a no nacer; sólo quiero compartir contigo mi responsabilidad, y adorarte a ti la tuya. Todavía tienes tiempo para pensarlo, niño; es más: para volver a pensarlo. Por lo que a mí respecta, aunque sea a través de altas y bajas mareas, estoy preparada. Pero ¿y tú? Ya te he preguntado si estás dispuesto a ver cómo arrojan a una mujer sobre una magnolia, a ver cómo llueve chocolate sobre quien no lo necesita. Ahora te pregunto si estás dispuesto a correr el riesgo de tener que lavar los calzoncillos de los demás y descubrir que el mañana es un ayer. Y tú te encuentras en un sitio donde ayer es un mañana, y donde cada mañana constituye una conquista. Aún no conoces la peor de las realidades: que el mundo cambia y sigue siendo como antes.
* * *
Diez semanas. Estás creciendo con rapidez impresionante. Hace dos semanas medías menos de tres centímetros y no pesabas ni cuatro gramos. Ahora mides seis centímetros y pesas ocho gramos. Estás completo. Del antiguo pececillo sólo perdura el hecho de que inspiras y espiras agua por los pulmones. Tu esqueleto de ser humano está formado, con huesos que reemplazan a los cartílagos. Tus costillas se están pegando entre sí por los extremos, tal como si tu cuerpo se abotonase por delante, igual que un abrigo. Tu huevo, aún levitando, se vuelve cada vez mas estrecho para ti; pronto lo encontrarás incómodo. Te agitarás, te estirarás, y tus brazos y piernas llevarán a cabo los primeros movimientos. Un codazo por aquí, un rodillazo por allá. Es lo que estoy esperando. El primer golpe será una señal, un asentimiento. Yo hice lo mismo -¿recuerdas ?- para decirle a mi madre que no volviera a tomar aquella medicina. Y entonces ella la tiró. Ciertamente, esta es una espera inversamente proporcional a tu crecimiento: más lenta a medida que éste es más veloz. Me recuerda el ejército que no llegaba nunca. La culpa es de la inmovilidad. Dos semanas de inmovilidad en la cama es demasiado. ¿Qué harán las mujeres que permanecen así incluso siete u ocho meses? ¿Son mujeres o larvas? Sólo estoy de acuerdo en que hace bien. Han desaparecido los espasmos, las cuchilladas en el bajo vientre. Se esfumó la náusea y ya no está hinchada la pierna. Pero ha aparecido una especie de nerviosismo, una ansiedad que se asemeja a la angustia. ¿A qué se debe? Tal vez al ocio, al aburrimiento. Yo no conocía el ocio, y el aburrimiento ni siquiera me había rozado. No veo la hora de que transcurran los últimos dos días, y me preparo a enfrentarlos como si fueran dos años. Esta mañana he reñido contigo. ¿Te ofendiste? Me dio una especie de histeria. Te dije que yo también tengo mis derechos, que nadie está autorizado a ignorarlos y, por tanto, tampoco tú. Te grité que ya me habías exasperado, que no aguantaba más. ¿Me estás escuchando? Desde que sé que has cerrado los ojos me parece que ya no prestas atención a las cosas que te digo; me parece que te columpias en una especie de inconsciencia. ¡Espabílate, vamos! ¿No quieres? Entonces ven aquí, a mi lado. Apoya la cabecita en esta almohada, así. Durmamos juntos, abrazados. Yo y tú, tú y yo... En nuestra cama nunca entrara nadie más.
* * *
Ha venido. No creía que jamás lo hiciera. Anochecía. La llave giró en la cerradura, y creí que se trataba de mi amiga. Habitualmente ella viene a verme antes de la cena. Le grité hola, segura de que la vería entrar con su paquetito, jadeando: perdona-tengo-prisa-te-traigo-un-poco-de-carne-fría-y-un-poco-de-fruta-vuelvo-mañana-por-la-mañana. Pero era él. Debió de entrar de puntillas. Me di la vuelta y allí estaba, con el rostro tenso y un ramo de flores en una mano. Lo primero que sentí fue un mordisco en el vientre. No la cuchillada de siempre, sino un mordisco, como si tú te hubieras asustado al verlo y me hubieses cogido con los puños para guarecerte detrás de mis vísceras, escondiéndote. Luego me quedé sin aliento y una onda helada me entumeció. ¿Tú también la sentiste? ¿Te hizo daño? Él se quedaba quieto y callado, con su rostro tenso y su ramo de flores. He odiado su rostro y sus flores. ¿Por qué aparecer de golpe así, como un ladrón? ¿Acaso no sabe que a las mujeres embarazadas hay que ahorrarles toda clase de traumas? Le pregunté: “¿Qué quieres?”. En silencio dejó las flores sobre la cama. Las aparté al instante diciendo que las flores sobre la cama traen desgracia, que a los muertos les ponían flores en la cama. Entonces las colocó sobre la mesita. Eran flores amarillas. Apuesto a que las compró en el último momento, sin elegir y sin convicción. Se quedó callado y quieto; una sombra alta y oscura contra la blancura de la pared. Pero no me miraba. Miraba tu fotografía clavada con chinchetas, la que te retrata a los dos meses, con cuarenta aumentos. Hubieras dicho que no lograba separar sus ojos de los tuyos, y cuanto más miraba, más se le hundía la cabeza entre los hombros. Por fin, se cubrió la cara con las manos y estalló en llanto. Al principio levemente, sin hacer ruido. Después, más fuerte. Se sentó incluso en la cama para llorar mejor, y a cada uno de sus sollozos la cama se movía. Pensé que eso te podía molestar. Le dije: “Estás agitando la cama. Las vibraciones lo molestan”. Él apartó las manos de la cara, se secó con un pañuelo y fue a sentarse en una silla. Esa que está debajo de tu fotografía. Era extraño veros juntos. Tú con tus pupilas quietas, misteriosas; él con sus pupilas trémulas, sin secretos. Luego dijo: “También es mío”.
La ira me arrebató. Me senté de golpe en la cama y le grité que no eras mío ni suyo: eras tuyo. Le grité que detestaba esa retórica de melodrama, esa tontería de cuplé, y que debía permanecer tranquilamente, según había ordenado el doctor. ¿Y a qué había venido, a matarte acaso sin necesidad de aborto, para ahorrarme el gasto? También sacudí contra la mesita el ramo de flores, tres, cuatro veces, hasta que las corolas se desprendieron volado por los aires como confeti. Cuando volví a caer sobre las almohadas estaba tan sudada que el pijama se me adhería a la piel, y el dolor del vientre era tan violento que no lo soportaba. Él, en cambio, no se movió. Inclinó la cabeza susurrando: “¡Qué dura eres; hasta qué punto puedes llegar a ser mala!”. Luego se entregó a una especie de inacabable perorata acerca de que yo me equivocaba, de que eras mío y suyo, de que había reflexionado mucho y sufrido mucho, de que desde hacía más de dos meses se desgarraba por ti, de que por fin había comprendido hasta qué punto mi elección era noble y justa, y de que nunca un hijo debería ser suprimido porque un-hijo-es-un-hijo-y-no-una-cosa. Después dijo otras trivialidades. Lo interrumpí para exclamar: “¡Total, no lo tienes dentro de tu cuerpo, no eres tú quien debe llevarlo dentro del cuerpo durante nueve meses!”. Y él abrió la boca, sorprendido: “Creía que tú lo querías, que lo hacías de buena gana”.
Entonces ocurrió una cosa que no entiendo: me puse a llorar. Nunca había llorado, lo sabes, y no quería llorar porque me humillaba y me afeaba. Pero cuanto más rechazaba las lágrimas, tanto más brotaban, como si se hubiera roto algo. Intenté encender un cigarrillo, pero las lágrimas lo mojaron. Y así, tu padre dejó la silla, vino hacia mí y me acarició la cabeza tímidamente. Luego murmuró “te hago un café”, y se fue a la cocina para preparar el café. Cuando volvió yo ya había recobrado mi autocontrol. Él, no. Sostenía la tacita como si fuera una joya y exageraba su atención. Bebí el café. Me puse a aguardar que se fuera. No se iba. Me preguntó qué quería comer. De este modo recordé que mi amiga no había venido, y comprendí que ella lo había enviado. Mi ira se transfirió entonces a ella, a todos aquellos que creen ayudarte mediante las leyes del hormiguero, con su arbitrario concepto acerca de lo justo y lo injusto. María, Jesús, José. ¿Por qué José? ¡Queda tan bien María con su niño y nadie más! Lo único aceptable, en esa leyenda, es justamente esa relación de dos: la maravillosa mentira de un óvulo que se fecunda por partenogénesis. ¿Qué tiene que ver, de pronto, José? ¿Para qué sirve? ¿Empuja el burro que no quiere caminar? Yo lo miraba recoger las corolas de las flores, inclinado sobre el piso, y no sentía hacia él ni siquiera un poco de amistad. Con su aparición, se había roto un equilibrio, una simetría; se había perturbado la complicidad entre tú y yo. Llegó un extraño, ¿entiendes? Se metió entre nosotros y era como si nos hubieran impuesto la presencia de un mueble que no hace falta; es más, que estorba en la habitación quitando luz, robando aire y obstruyendo el paso. Tal vez, si hubiera estado con nosotros desde el comienzo... su presencia de ahora nos hubiera parecido normal y hasta necesaria. No hubiéramos podido entender otra forma de esperar tu llegada. Pero era casi una ofensa verlo aparecer así, de golpe, con la inoportunidad del intruso que entra en el restaurante donde comes en compañía de alguien con quien quieres estar a solas, y se sienta a tu mesa, indiscreto, aunque tú no lo hayas invitado ni tan siquiera se lo hayas insinuado. Hubiera querido decirle:
“Márchate, por favor. No tenemos la menor necesidad de ti, ni de José, ni de Dios Todopoderoso. No nos hace falta un padre, no nos hace falta un marido; estás de más”. Pero fui incapaz. Quizá me contenía la misma timidez que nos impide echar a quien se sienta a nuestra mesa sin pedir permiso. Quizá me frenaba una piedad que, poco a poco, se iba convirtiendo en compasión y añoranza. Más allá de sus debilidades, de sus cobardías, ¡quién sabe cuánto se había atormentado también él! ¡Quién sabe cuánto le había costado callar, imponerse a sí mismo aquella visita con un feo ramo de flores! No se nace por partenogénesis. La gota de luz que había perforado el huevo era suya, y la mitad del núcleo que había dado comienzo a tu cuerpo era suya. El hecho de que yo lo olvidara era el precio que pagábamos por la única ley que nadie admite: un hombre y una mujer se encuentran, se gustan, se desean, tal vez se aman, y tras algún tiempo ya no se aman, no se desean, no se gustan; incluso es posible que quisieran no haberse encontrado nunca. He hallado lo que buscaba, niño: entre un hombre y una mujer, eso que llaman amor es una estación. Y si el germinar de esa estación es toda una fiesta de verdor, al marchitarse no queda más que un montón de hojarasca.
Le dejé preparar la cena. Dejé que descorchara aquella absurda botella de champaña (pero ¿dónde la había escondido, al entrar?). Lo dejé que se diera un baño. (Silbaba, bañándose, como si todo estuviera ya en su sitio. Y lo dejé, dormir aquí, en nuestra cama. Pero apenas se marchó, esta mañana, experimenté una especie de vergüenza. Y ahora tengo la sensación de haber faltado a mi palabra, de haberte traicionado. Esperemos que no vuelva más.
* * *
¡Caminar por las calles, tras tantos días en una cama! ¡Sentir el viento en la cara, el sol en los ojos, ver andar a la gente, presenciar la vida! Si el consultorio del médico no hubiese estado lejos, hubiera ido hasta allí a pie. Y cantando. Llamé un taxi de mala gana. El conductor era un bruto. Fumaba un grueso cigarro que me daba náuseas, y conducía bombardeándome de frenazos bruscos e inútiles. Tras algunos metros sentí un espasmo, y mi alegría se ahogó en el habitual nerviosismo. En el consultorio había una cola de mujeres con la panza hinchada. Cuando la secretaria me pidió que esperara, me irrité. No me gustaba ponerme en fila con las mujeres de la panza hinchada; yo no tenía nada en común con ellas, ni siquiera la panza. La mía es escasa; apenas se nota. Por fin entré, me desvestí y me acosté en la camilla. El médico me atormentó con el dedo, apretando y hurgando, luego se quitó el guante de goma y con voz glacial me preguntó: “Pero ¿usted quiere realmente tener este hijo?”. Yo no daba crédito a mis propios oídos. “Naturalmente. ¿Por qué?”, repuse. “Porque muchas dicen que lo quieren y, en realidad, subconscientemente, no lo quieren en absoluto. Tal vez sin llegar a darse cuenta, ponen todos los medios para que no nazca.” Me indigné. Yo no estaba allí para soportar procesos a mi buena fe y tampoco para discutir de psicoanálisis, le dije; estaba allí para enterarme de como estabas tú. Cambió de tono, y se explicó con buenos modales. Había cosas que no entendía en mi embarazo. Consideraba que el huevo estaba bien asentado y en su sitio, y que el crecimiento del feto se estaba desarrollando bien, con regularidad. Sin embargo, algo no funcionaba. Por ejemplo, el útero era demasiado sensible y se contraía con excesiva facilidad, lo cual le llevaba a sospechar que acaso la sangre no fluyera perfectamente hacia la placenta. ¿Me había quedado inmóvil, según ordenó? Contesté que sí. ¿Había evitado las bebidas alcohólicas, había fumado menos, tal como me aconsejó? Respondí afirmativamente. ¿No había llevado a cabo esfuerzos, no me había agitado y fatigado? Tampoco. ¿Había mantenido relaciones sexuales? De nuevo contesté que no, y era verdad, como sabes, pues la otra noche no le permití que se acercara, si bien él repetía que eso era una crueldad. El médico se mostró perplejo. “¿Tiene preocupaciones?”, indagó. Admití que las tenía. Me miro fijamente sin preguntar de qué trauma o disgusto se trataba, y después me expuso su hipótesis. A veces las preocupaciones, las ansiedades, los shocks son más peligrosos que las fatigas físicas porque provocan espasmos y contracciones uterinas, hasta el punto de amenazar seriamente la vida del embrión o del feto. Yo no debía olvidar que el útero está relacionado con la hipófisis, y que cualquier estímulo de ésta se transmite en seguida a los órganos genitales. Una sorpresa violenta, un dolor o un enfado puede provocar el desprendimiento parcial del huevo. Incluso puede provocar ese accidente un nerviosismo constante, un perpetuo estado de angustia. En casos extremos -y muy lejos estaba él de querer pisar el terreno de la ficción científica o psicológica-, se podía hablar de un pensamiento que mata. En niveles inconscientes, desde luego, y por ello yo tenía que imponerme de forma absoluta la obligación de permanecer tranquila. Debía evitar a toda costa cualquier emoción y todo pensamiento preocupante. Serenidad y placidez eran las consignas. “Doctor -contesté-, eso es lo mismo que pedirme que cambie el color de mis ojos. ¿Cómo quiere que me mantenga serena si mi naturaleza no lo es?” Me observo nuevamente con frialdad: “Eso es asunto suyo. Ingéniese. Engorde”. Luego me recetó unos antiespasmódicos y otros medicamentos. Y me recomendó que acudiera a él si, por azar, aparecía alguna gota de sangre.
Estoy asustada, y también enfadada contigo. ¿Qué te crees que soy: un recipiente, un frasco donde se pone un objeto para custodiarlo? ¡Soy una mujer, diantre, una persona! No puedo destornillarme el cerebro y prohibirle que piense. No puedo anular mis sentimientos o impedirles que se manifiesten. No puedo ignorar un enojo, una alegría, un dolor. Tengo mis reacciones y experimento mis estupores y mis desalientos. ¡Aunque pudiese, no querría deshacerme de ellos para reducirme a la condición de un vegetal o de una máquina fisiológica que sólo sirve para procrear! ¡Qué exigente eres, niño! Primero pretendes controlar mi cuerpo y privarlo de su más elemental derecho: moverse. Después, aspiras nada menos que a controlar mi mente y mi corazón atrofiándolos, neutralizándolos, robándoles su capacidad de sentir, pensar y vivir. Incluso haces objeto de sospechas a mi inconsciente. Esto es excesivo e inaceptable. Si queremos seguir juntos, niño, hemos de pactar. Y este es el pacto: te hago una concesión. Engordaré; te regalo mi cuerpo. Pero no mi mente. Ni tampoco mis reacciones. Me las quedo. Y junto con ellas pretendo una propina: mis placeres menudos. Ya ves, ahora bebo un abundantísimo whisky, y me fumo un paquete de cigarrillos, uno tras otro, y reanudo mi trabajo, y vuelvo a existir como persona y no como frasco, y lloro, lloro, lloro sin preguntarte si te hace daño. ¡Porque estoy harta de ti!
* * *
Perdóname. Debía de estar ebria, enloquecida. Mira cuántas colillas, y mira este pañuelo: todavía está mojado. ¡Qué crisis de furor imbécil, qué escena tan desagradable! Soy una egoísta. ¿Cómo estás, niño? Espero que mejor que yo. Me siento agotada. Tan cansada, que quisiera resistir seis meses más, el tiempo de darte a luz, y luego morirme. Tú ocuparías mi sitio en el mundo y yo descansaría. Ni siquiera sería demasiado prematuro: creo haber visto ya cuanto hay que ver, y comprendido cuanto se debe comprender. De todos modos, una vez hayas salido de mi cuerpo ya no me necesitarás. Cualquier mujer capaz de amarte será una excelente madre para ti. La voz de la sangre no existe; es un invento. Madre no es la que te lleva en el vientre, sino la que te cría. O el que te cría. Podría regalarte a tu padre. Tu padre volvió, hace poco, y me regaló una rosa azul. Dijo que el azul es el color del varón. Ahora se ocupa también del color. Obviamente, desea que tú seas varón: nacer varón es, para él, un mérito mayor, un signo de superioridad. ¡Pobrecillo! No tiene la culpa; a él también le han contado que Dios es un viejo de barba blanca, que María sin José ni siquiera habría encontrado el pesebre y que Prometeo encendió el fuego. Yo no lo desprecio por eso. No obstante, afirmo que no tengo -que no tenemos- necesidad de él ni de su rosa azul. Le ordené que se marchara, que nos dejase en paz. Se tambaleó como si hubiera recibido un garrotazo, se dirigió a la puerta y se fue sin contestar. Dentro de poco nos marcharemos también nosotros a trabajar. El jefe me ha recordado una vez más que es comprensivo, pero añadió que se deben respetar los compromisos: una mujer embarazada no puede abandonar su puesto de trabajo antes del sexto mes. También me recordó el viaje, amenazándome, pérfida y elegantemente, con la posible transferencia del encargo a algún hombre, porque a-un-hombre-no-le-ocurren-ciertos-percances. A duras penas contuve la tentación de agredirlo, y opté por contemporizar. Los próximos diez días serán duros. Tengo que recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, te confesaré que la idea de volver a mis actividades me saca de esta laxitud, de esta resignación que me lleva a soñar con la muerte. Menos mal que ya empezó el invierno: bajo el abrigo, el vientre hinchado no se notará. Y, por cierto, de aquí en adelante crecerá mucho. Esta mañana, por ejemplo, ya está más hinchado. El vestido me aprieta. A tus catorce semanas, ¿cómo eres de largo? Por lo menos mides diez centímetros. Hasta la placenta, demasiado pequeña ahora para envolver el saco amniótico, se está echando a un lado. Y tú me estás invadiendo sin compasión.
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No soy persona que se asuste a la vista de la sangre. La condición de mujer es una escuela de sangre: todos los meses nos ofrecemos a nosotras mismas su odioso espectáculo. Pero cuando vi esa minúscula mancha en la almohada, se me nubló la vista y se me aflojaron las piernas. Me invadió el pánico y luego la desesperación, y me maldije a mí misma. Me acusé de toda clase de culpas hacia ti, que no podías protegerte ni rebelarte, tan pequeñito e indefenso, a merced de todos mis caprichos e irresponsabilidades. La mancha no era ni siquiera roja, sino rosada, de un rosa pálido. Y, sin embargo, era mas que suficiente para comunicarme el mensaje, para anunciarme que tal vez estabas concluyendo tu existencia. Cogí la almohada y salí corriendo. El médico fue insólitamente amable. Me recibió aunque ya era de noche y me aconsejó que me serenase: no te estabas muriendo, no te habías desprendido; habías sufrido y eso era todo. El reposo absoluto lo devolvería todo a su lugar, siempre que fuese absoluto, siempre que no me levantara de la cama ni para ir al aseo. Por tanto, lo mejor era que ingresara en el hospital. Estamos en el hospital. Una habitación triste. Hace una semana que estamos aquí, una semana que he pasado casi siempre durmiendo, aturdida por los sedantes. Ahora los han suspendido, pero es peor; no sé cómo emplear el tiempo que gotea vacío. He pedido periódicos y me los han traído. He pedido un televisor y me lo han negado. He solicitado un teléfono y no funciona. Mi amiga no viene. Tu padre tampoco. El silencio me embrutece y me aplasta. Prisionera de una fiera vestida de blanco que llega de vez en cuando con una inyección de luteína y me perfora con soma, ni siquiera consigo intentar transmitirte un poco de ternura. Pero ciertas reflexiones largo tiempo adormecidas, en vano sofocadas, ascienden a la superficie de mi conciencia y gritan cosas que yo ignoraba que sabía. Helas aquí. ¿Por qué he de soportar semejante agonía? ¿En nombre de qué? ¿De un delito cometido al abrazar a un hombre? ¿De una célula que se escindió en dos, luego en cuatro, luego en ocho células y así indefinidamente, sin que yo lo quisiera, sin que yo lo mandara? ¿O bien en nombre de la vida? Muy bien; por la vida. Pero ¿qué es esa vida para la cual tú, que existes aún inacabado, importas más que yo, que existo ya completa? ¿Qué significa ese respeto hacia ti, que disminuye el respeto hacia mí? ¿Por qué tu derecho a existir no tiene en cuenta mi propio derecho a existir? No hay humanidad en ti. ¡Humanidad! Pero ¿tú eres acaso un ser humano? ¿Bastan realmente una burbuja de huevo y un espermatozoide de cinco micrones para constituir un ser humano? Humano soy yo, que pienso, hablo, río, lloro y actúo en un mundo que a su vez actúa para construir cosas e ideas. Tu no eres más que un muñequito de carne que no piensa, no habla, no ríe, no llora, y sólo actúa para construirse a sí mismo. ¡Lo que yo veo en ti no eres tú, sino yo! Te he atribuido una conciencia, he dialogado contigo, pero tu conciencia era la mía y nuestro diálogo, un monólogo conmigo misma. Basta de esta comedia, de este delirio. Uno no es un ser humano por derecho natural, antes de nacer. Humano se vuelve uno después, cuando ha nacido, porque está con los demás, porque los demás lo ayudan, porque una madre, una mujer, un hombre o no importa quién, le enseña a uno a comer, a caminar, a hablar, a pensar, a comportarse como ser humano. Lo único que nos une, querido mío, es un cordón umbilical. Y no constituimos una pareja, sino un perseguidor y un perseguido. Tú desempeñas el primer papel, y yo el segundo. Te insinuaste en mi interior como un ladrón y me robaste el vientre, la sangre, el aliento. Ahora quisieras robarme la existencia entera. No te lo permitiré. Y, puesto que he llegado a decirte estas sacrosantas verdades, ¿sabes a qué conclusión llego? Que no veo por qué habría de tener un niño. Nunca me he sentido del todo cómoda con los niños. Jamás logré un buen trato con ellos. Cuando me les acerco con una sonrisa, chillan como si les pegara.
El oficio de mamá no me sienta. Me reclama otra clase de obligaciones para con la vida. Tengo un trabajo que me gusta, y me propongo llevarlo a cabo. Un futuro que me espera, y no pienso renunciar a él. Quien absuelve a una mujer pobre que no quiere más hijos o una muchacha violentada que no desea ser madre, tiene que absolverme también a mí. Ser pobre y verse violentada no constituyen las únicas justificaciones. Dejo este hospital y emprendo mi viaje. Después, que sea lo que quiera. Si logras nacer, nacerás. Si no, morirás. Yo no te mato, quede esto bien claro: sencillamente, me niego a ayudarte a que ejercites hasta el final tu tiranía y...
No era este nuestro pacto, me doy cuenta. Pero un pacto es un acuerdo en el que cada uno da para recibir, y cuando lo firmamos yo ignoraba que tú lo pretenderías todo sin darme nada a cambio. Por otra parte, tú no lo firmaste, ni mucho menos; lo firmé yo sola. Esto impugna su validez. No lo firmaste, y además no me llegó confirmación alguna de tu parte: tu único mensaje ha sido una gota de sangre rosada. ¡Maldita sea yo, de verdad, y para siempre! Que mi vida se convierta en un arrepentimiento perpetuo, más allá de la muerte, si cambio esta vez mi decisión.
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Me llamó asesina. Encerrado en su bata blanca, ya no médico sino juez, tronó que yo falto a mis deberes más fundamentales de madre, de mujer y de ciudadana. Gritó que dejar el hospital equivaldría ya a un delito, y levantarse de la cama a un crimen, pero que emprender un viaje iba a constituir un homicidio premeditado y que la ley debería castigarme como a cualquier asesino. Después se puso suplicante, y trató de convencerme mostrándome tu fotografía. Que te mirase bien si tenía una pizca de corazón: tú eras ya un niño en todo el sentido de la palabra. Tu boca ya no era el boceto de una boca, sino una boca. Y lo mismo podría decirse de tu nariz, tu cara, tu cuerpo, tus manos y tus pies, en los que las uñas resultaban ya evidentes. Y no menos evidente era un principio de cabellos en tu cabecita bien formada. Que me diera cuenta, al mismo tiempo, de tu fragilidad. Que observara tu piel, tan delicada, tan diáfana que transparentaba cada vena, cada capilar, cada nervio. Tampoco eras ya tan diminuto: medías por lo menos dieciséis centímetros y pesabas doscientos gramos. Si hubiese querido abortar no hubiera podido; ya era demasiado tarde. Y, sin embargo, me aprestaba a llevar a cabo algo aún peor que un aborto. Lo escuché sin pestañear. Después firmé un documento eximiéndolo a él de toda responsabilidad por tu vida y por la mía, responsabilidades que yo asumía en su lugar. Lo vi salir de la habitación, presa de un furor que lo ponía morado. Y tú, casi en el mismo momento, te moviste. Hiciste lo que yo había esperado, anhelado, durante meses. Te estiraste, tal vez bostezaste, y me soltaste un golpecito. Un pequeño puntapié. Tu primer puntapié... Como el que le di a mi madre para decirle que no me suprimiera. Las piernas se me pusieron como de mármol. Durante algunos segundos me quedé sin aliento, con las sienes latiéndome. Sentí también un ardor en la garganta y una lágrima que me cegaba. Y después, esa lágrima rodó y cayó sobre la sábana haciendo ¡paf! De todos modos, me levanté de la cama y preparé mi maleta. Mañana, ¡a partir se ha dicho! En avión.
* * *
¿Valía la pena tomarse las cosas tan a pechos? Estamos perfectamente bien en este país al que hemos venido. Hemos tenido un viaje magnífico, y todo ha seguido bien al llegar, y después. Ni un espasmo, dolor o náusea. No ocurrió nada de lo que el médico había vaticinado. Además, cuento con la confirmación de la simpática doctora que me examinó ayer. Después de palparte, llegó a la conclusión de que no ve motivos para alarmarse; su colega exageraba en cuanto a pesimismo y prudencia. ¿Qué es una gota de sangre? Hay mujeres que pierden sangre a lo largo de todo el embarazo y luego traen al mundo hijos sanísimos. Según ella, quedarse en cama es antinatural, como también las precauciones excesivas. Una paciente suya, por ejemplo, bailarina profesional, se había estado exhibiendo en el pas a deux hasta cumplido el quinto mes. De mí sólo la sorprendía el escaso desarrollo del vientre, aunque la bailarina también tuvo un vientre casi plano. Que siguiera tomando los medicamentos que me recetó su colega, si así lo deseaba, pero, sobre todo, que dejara obrar a la naturaleza. Único consejo: que no condujera mucho el automóvil. Le expliqué la precisión que tenía de realizar en coche un viaje de diez días por lo menos. Arqueó las cejas, titubeando un poco, y me preguntó si era realmente necesario. Le contesté que sí. Se quedó callada un minuto y luego me aconsejó paciencia, pues las carreteras de este país son cómodas y lisas, y los coches tienen buena suspensión. Lo importante es no fatigarse más de la cuenta y descansar cada dos o tres horas. ¿Me estás escuchando? Estoy diciéndote que he hecho las paces contigo. ¡Por fin volvemos a ser amigos! Lamento haberte maltratado y desafiado, y todavía más sentiría que estuvieras ofendido y no me dieras golpecitos. No me los volviste a dar desde el hospital. A veces, pensando en eso, me preocupo.
Pero en seguida se me pasa. Pronto recupero la serenidad. ¿Intuyes cuánto he cambiado? Desde que he vuelto a mi vida de siempre me siento otra: una gaviota que vuela. ¿Realmente hubo un momento en que llegué a desear la muerte? ¡Loca! ¡Es tan bella la vida, la luz...; son tan bellos los árboles, y la tierra, y el mar! Hay mucho mar aquí: ¿percibes su aroma, su fragor? También es bello el trabajo si en tu interior palpita una alegría. He mentido cuando decía que el trabajo es siempre fatiga y humillación. Tienes que perdonarme; la cólera y la ansiedad me hacían verlo todo negro. Y a propósito de la oscuridad: ha vuelto a surgir en mí la impaciencia por sacarte de ella. Al mismo tiempo, ha renacido el temor de haberte desanimado con todas esas chácharas respecto a la libertad que no existe y la soledad como única condición posible. Olvida esas tonterías; permanecer codo a codo resulta útil. La vida es una comunidad para que nos demos las manos, nos consolemos y nos ayudemos. Incluso las plantas florecen mejor una junto a otra, las aves emigran en bandadas y los peces nadan formando cardúmenes. ¿Qué haríamos solos? Nos sentiríamos como astronautas en la Luna, ahogados por el miedo y por la prisa de regresar. Espabílate, transcurre velozmente los meses que te faltan, asómate sin miedo de ver el sol. En el primer momento te encandilará, te asustará, pero pronto se convertirá en una alegría de la que no podrás prescindir. Me arrepiento de haberte brindado siempre los ejemplos más feos, de no haberte narrado nunca el esplendor de una aurora, la dulzura de un beso, el aroma de una comida. Me arrepiento de no haberte hecho reír nunca. Si tú me juzgases por las fábulas que te contaba, estarías autorizado a concluir que soy una especie de Electra siempre de luto. De ahora en adelante, has de imaginarme como un Peter Pan siempre vestido de amarillo, de verde, de rojo, y ocupado siempre en extender cintas de flores sobre los tejados, los campanarios, las nubes que no se vuelven lluvia. Juntos seremos felices porque, en el fondo, yo también soy un niño. ¿Sabías que me gusta jugar? Anoche, al regresar al hotel, cambié de sitio todos los zapatos dejados a la puerta de las habitaciones, y los encargos de desayunos. Por la mañana se produjo una conmoción. Una señora encontró un par de mocasines de hombre y reclamaba sus sandalias de tacón; un hombre halló unas zapatillas de tenis y reclamaba sus botas; otro protestaba porque sólo le habían traído café y buscaba los huevos con jamón que había encargado; otro más se quejaba porque no había pedido un almuerzo de Navidad, sino un té con limón. Con el oído contra la puerta, yo escuchaba y me reía tan divertida que me parecía haber vuelto a la infancia, cuando era feliz porque cada gesto era un juego.
* * *
Te he comprado una cuna. Después de comprarla recordé que, según dicen algunos, poseer una cuna antes de que nazca el niño trae mala suerte, como las flores sobre la cama. Pero las supersticiones ya no me afectan. Es una cuna india, de esas que se llevan a la espalda a manera de mochila. Es amarilla, verde y roja como Peter Pan. Me echaré a los hombros tu carga, te llevaré así por todas partes y la gente sonreirá diciendo: “¡Mira aquellos dos niños chiflados!”. También te compré un ajuar: camisitas, batitas y un lindo carillón que desgrana un vals festivo. Cuando se lo conté a mi amiga por teléfono, dijo que me falta por completo el sentido del equilibrio. Pero el tono de su voz revelaba contento; estaba limpio de la inquietud que la oprimía el día que partimos: ¿y-si-lo-pierdes-en-el-avión? ¡Ella, que al principio me aconsejaba que te eliminase! Es verdaderamente una buena mujer. Por eso nunca logré reprocharle que me hubiera enviado a tu padre. Y por lo que a él atañe, ¿sabes qué te digo? Un hombre que acepta dejarse echar como lo eché yo no es un hombre cualquiera. Después me escribió una carta que me conmovió. Admite su cobardía, producto de su condición de hombre, pero por lo mismo reclama ser absuelto. Supongo que, a estas alturas, un instinto atávico lo induce a desearte. A ver qué hacemos con él: a veces un mueble que no necesitamos termina resultando útil, y lo cierto es que ya no me quedan ganas de mostrarle enemistad. En este armisticio con el hormiguero todos tienen su parte: él, los médicos y el jefe. Tenías que haber visto al jefe cuando le anuncié nuestro viaje! “Esta sí que es una buena noticia. ¡La felicito; no se arrepentirá!”, repetía.
No me arrepentiré. Sólo cuando uno se respeta a sí mismo puede exigir el respeto de los demás, y sólo cuando uno cree en sí mismo los demás pueden creerle. Buenas noches, niño. Mañana empieza el viaje en coche. Quisiera escribirte una poesía que relatara mi alivio, mi confianza recuperada, estas ganas de tender cintas de flores sobre los tejados, los campanarios y las nubes; esa sensación de volar como una gaviota en el azul, lejos de las suciedades y las melancolías, sobre un mar que, desde lo alto, parece siempre limpio. En el fondo, la valentía es optimismo. Yo no era optimista porque no era valiente.
* * *
Las carreteras de este país son cómodas y lisas, y los coches están provistos de buena suspensión. Doctora, usted también miente. Y yo no soy una gaviota. ¿Qué hago, niño? ¿Sigo avanzando o vuelvo atrás? Si opto por retroceder será peor, pues deberé recorrer nuevamente ese trecho imposible. Si continúo, en cambio, tengo la esperanza de que mejore. Si tuviera ánimos para ponerme retórica podría decir que estoy conduciendo a lo largo de un camino que es como mi vida: todo baches, piedras y dificultades. Un escritor a quien conocí sostenía que cada uno tiene la vida que se merece. Lo cual es tanto como sostener que un pobre merece su pobreza y un ciego su ceguera. Se trataba de un hombre estúpido, aunque era un escritor inteligente. También el hilo que divide la inteligencia de la estupidez es muy fino, ya te darás cuenta. Cuando se rompe, ambas cosas se funden, como el amor y el odio, la vida y la muerte, el ser hombre o mujer. He vuelto a preguntarme si eres varón o hembra, y ahora preferiría que fueses varón. Así no pasarías por la escuela mensual de la sangre, ni tendrías que considerarte culpable si alguna vez conduces por una carretera deshecha, entre baches y piedras. No te sentirías mal como yo en este momento y podrías zambullirte en el azul mucho mas seriamente que yo. Mis esfuerzos por volar nunca superan el torpe salto de un pavo. Las mujeres que prenden fuego al sostén tienen razón. ¿La tienen, realmente? Ninguna de ellas ha descubierto un sistema para que el mundo no se acabe si se deja de hacer niños, y éstos nacen de las mujeres. Conozco un cuento de anticipación que transcurre en un planeta donde para procrear hace falta el concurso de siete individuos. Pero es muy difícil que los siete se reúnan, y más difícil aún que se pongan de acuerdo, porque la gravidez, y no sólo la concepción, les atañe a los siete. Por lo tanto, la raza se extingue y el planeta se queda vacío. Conozco otro cuento a cuyo protagonista le basta una solución alcalina o un vaso de agua salada. Salta dentro y ¡paf!, se convierte en dos. Se trata de una normalísima escisión celular, y, en el instante en que el protagonista se escinde, deja ya de ser él mismo: lleva a cabo una especie de suicidio de su yo. Pero ni se muere ni padece nueve meses de infierno. ¿De infierno? Para algunas, son nueve meses de gloria. La mejor solución sigue siendo la que te dije al principio. Se extrae el embrión del vientre de la madre y se injerta en el de una mujer dispuesta a albergarlo; una mujer más paciente y generosa que yo... Creo que tengo fiebre. Han vuelto a darme los espasmos. No debo hacerles caso. Pero ¿cómo? Supongo que pensando en cualquier otra cosa. Podría contarte una fábula. Hace mucho que no te cuento ninguna. Ahí va. Había una vez una mujer que soñaba con un pedacito de Luna. Más aún: ni siquiera un pedacito; con un poco de polvo se hubiera conformado. No era un sueño inalcanzable ni extravagante. Ella conocía a hombres que iban a la Luna; ese viaje estaba de moda en aquella época. Los hombres partían de un punto de la Tierra no lejos de aquí, en pequeñas naves de hierro enganchadas en la punta de un cohete altísimo, y cada vez que el cohete brincaba hacia el cielo, con un trueno, sembrando flores de fuego como un cometa, la mujer se sentía muy feliz. Le gritaba al cohete: “¡Ve, ve, ve!”. Después, ansiosa y celosa, seguía el viaje de los hombres que volaban tres días y tres noches en las tinieblas.
Los hombres que viajaban a la Luna eran necios. Tenían necias caras de piedra y no sabían reír ni llorar. La Luna era para ellos una empresa científica y nada más, una conquista de la tecnología. Durante el viaje nunca decían nada hermoso. Se limitaban a los números, fórmulas e informaciones aburridas. Si introducían relámpagos de humanidad era para pedir noticias acerca de algún equipo de fútbol. Una vez en la Luna, sabían decir menos aún. Todo lo más pronunciaban dos o tres frases hechas, después plantaban una bandera de lata y, con movimientos de autómatas, se entregaban a un ceremonial de gestos trillados. Volvían a partir tras haber ensuciado la Luna con sus excrementos, que quedaban allí cual testimonios del paso del Hombre. Los excrementos estaban encerrados en cajitas que se quedaban con la bandera, y si tú sabías todo eso no lograbas mirar la Luna sin decirte: “Allá están sus excrementos también”. Por fin regresaban cargados de piedras y de polvo. Piedras de Luna, polvo de Luna. El polvo con que la mujer soñaba. Y cuando los volvía a ver, ella mendigaba (yo mendigaba): “¿Me das un poco de Luna? ¡Tú tienes tanta!”. Pero ellos siempre contestaban: no-se-puede-está-prohibido. Toda la Luna terminaba en los laboratorios, en los despachos de los personajes para quienes ir allá era una empresa científica y nada más, una conquista de la tecnología. Eran hombres necios porque carecían de alma. Sin embargo, uno me parecía mejor que los demás. En efecto: sabía reír y llorar. Era un hombrecito feo, con dientes ralos y un gran miedo a cuestas. Para esconder ese miedo se reía. Tenía unos pelos ridículos que daban algo de humanidad. Yo me sentía amiga suya por esa razón y porque a él le constaba que no se merecía la Luna. Al verme, rezongaba: “¿Qué diré, allá arriba? Yo no soy un poeta; no sé decir cosas hermosas y profundas”. Pocos días antes de viajar a la Luna vino a verme para saludarme y para preguntarme qué debería decir en la Luna. Le contesté que algo verdadero, algo honrado; por ejemplo, que era un hombrecito lleno de miedo precisamente porque era un hombrecito. Eso le gustó, y me juró:
“Si regreso, te traigo un poco de Luna. Polvo de Luna”. Partió y regresó, pero cambiado. Si yo le telefoneaba para recordarle su promesa me contestaba con evasivas. Por fin, una noche, me invitó a cenar a su casa y yo fui como un rayo, pensando que por fin accedería a darme la Luna. Estaba inquieta en la mesa, y la cena no se acababa nunca. Cuando acabó, él dijo: “Ahora te muestro la Luna”. No dijo “ahora te doy la Luna”, sino “ahora te muestro la Luna”. Pero yo no percibí la diferencia. Seguía teniendo aquellos cabellos cómicos, se reía con carcajadas cómicas, y yo no sospechaba que en el cielo había perdido hasta la gota de alma que yo le atribuía.
Me acompañó a su estudio con un guiño. Jugueteando, abrió un armario cerrado con llave. Dentro del armario había algunos objetos: una especie de pala, como una azada, y un tubo. Todos cubiertos de un extraño polvo color gris plata: el polvo de Luna. Con el corazón latiéndome fuertemente, extendí una mano y cogí con delicadeza la pala. Era una pala liviana, casi sin peso, y el polvo era como los polvos de arroz; una veladura de plata que quedaba sobre la piel como una segunda piel plateada, y no sabría expresar lo que sentí al ver la Luna sobre mi piel. Tal vez la sensación de expandirme en el tiempo y en el espacio o de alcanzar lo inalcanzable, la idea misma del infinito. Pero son cosas que pienso ahora. En aquel momento no podía pensar. Incluso ahora, al buscar, hurgando, en el recuerdo de la conciencia, sólo consigo decirte que me quedaba ahí boquiabierta, con la pala en la mano, y que no me percataba de que él estaba impacientándose, como si temiera ver que le robaban un tesoro del cual no estaba dispuesto a ceder ni siquiera el recuerdo. Cuando me di cuenta, se lo devolví y murmuré: “Gracias. Ahora dame el paquetito de Luna”. En seguida se puso duro: “¿Qué Luna?”. “El polvo de Luna que me prometiste”. “Acabas de recibirlo. Te lo he dejado tocar”. Yo creí que bromeaba. Tardé unos minutos, más largos que años, en darme cuenta de que no bromeaba, de que su promesa había sido satisfecha en el acto de dejarme tocar la pala. Exactamente lo que se hace con los pobres cuando se les permite admirar una joya en un escaparate o contemplar, desde lejos, una fiesta en la cual no deben participar. En medio de mi sorpresa y mi dolor, ni siquiera lograba echarle en cara su estafa, reprocharle tanta mezquindad. Sólo me decía a mí misma: “¡Si lograra convencerlo de que esto es demasiado malvado!”. Y con tan loca esperanza empecé a suplicarle, explicándole que no le pedía un pedacito de Luna, sino tan sólo el polvo de Luna que me había prometido; apenas un poco. ¡Tenía tanto en el armario! Cada objeto estaba cubierto de aquel polvo; bastaba que me permitiera recoger un poco en un papel, en algo que no fuera mi piel, para contemplarlo de nuevo en el futuro. Eso había constituido siempre un anhelo para mí -él lo sabía-; no se trataba de un capricho. Pero cuanto más me humillaba yo, más duro se ponía él. Me miraba fijamente con ojos helados, y callaba. Por fin, en silencio, volvió a cerrar el armario y salió de la habitación. Desde la sala, su mujer preguntaba si queríamos café. Estaba sirviéndolo.
No contesté. Me quedé quieta mirando mi mano cubierta de Luna. Tenía la Luna en la mano y no sabía dónde ponerla, cómo conservarla. Al menor contacto desaparecía. Mi cerebro buscaba en vano una solución, una estratagema que me diera la posibilidad de salvar lo salvable, pero encontraba tan sólo una niebla, y dentro de la niebla una frase: “Sería como quitarse los polvos de arroz. Dondequiera que los pongas, se desvanecen”. Y esa era mi tortura mayor, el suplicio que Tántalo no había conocido jamás. Tántalo veía desvanecerse las frutas en el instante en que las estaba cogiendo, no después de haberlas cogido. Eché una mirada a mi mano de plata, abierta en un gesto de absurda súplica, me tragué un deseo de lagrimas y sonreí con amargura. Desde lejanías infinitas la Luna había llegado junto a mí, se había pesado en mi piel, y yo me aprestaba a desprenderme de ella para siempre. Aun queriéndolo no hubiera podido quedarme así, con los dedos tiesos y sin tocar nada. Antes o después los apoyaría en algún sitio, ¿me entiendes?, y todo se desvanecería como el humo: por la mofa cruel de un imbécil cruel. Cerré la mano con rabia. La abrí nuevamente. Ahora se veía sobre la palma un arabesco de líneas sucias y retorcidas. Daba asco mirarlas. ¿Para llegar a este asco había soñado y aguardado tanto? Restregué la palma contra el armario. Quedó una huella untuosa, como una baba de caracol, como el largo rastro de una lágrima.
Cuando me fui, la Luna estaba muy blanca e iluminaba de blancura la noche. La mirabas con ojos empañados y llegabas a esta conclusión: apenas existe una cosa blanca y limpia, aparece siempre alguien que la ensucia con sus excrementos. Después te preguntabas: ¿por qué? Pero ¿por qué? En el hotel, abrí el grifo y puse la mano bajo el chorro de agua. Corrió un líquido negro que pronto desapareció en un remolino negro, ¿y sabes qué te digo, niño? Tú eres como mi Luna, como mi polvo de Luna. Los espasmos han redoblado; ya no logro conducir. Si encontrase un motel, si pudiera parar y descansar... Con el cerebro más lúcido, quizá descubriría una solución para salvar lo salvable, para no arrojar mi Luna. No quiero perder la Luna otra vez, verla desaparecer en el fondo de un lavabo. Pero es inútil. Con certeza, con la misma certeza que me paralizó la noche en que supe que existías, ahora sé que estás dejando de existir.
* * *
He interrumpido el viaje. He vuelto a la ciudad y he telefoneado a la doctora, que no podía creerme. Repetía: “Quédese tranquila. Hace quince días todo iba bien; seguramente esto es cosa de su imaginación”. Le contesté que la sangre no es producto de la imaginación, que durante una semana estuve quieta en un motel con el único resultado de contemplar una chorrera de sangre. Me ordenó que fuera a verla inmediatamente. En la puerta sonreía, con su optimismo habitual. Me desvestí a toda prisa, antes de que me invitase a hacerlo. Me tendí en la camilla y ella me apoyó una mano sobre el corazón. Exclamó: “¡Cómo late! Hace tanto ruido como un tambor”. No respondí ni a su dulzura ni a su sonrisa. La comprensión amena ya no me servía, y tenía la certeza de estar participando en una ceremonia superflua, secretamente esperada, en el fondo, y tal vez deseada. Estaba preparada, resignada, convencida de que no iba a reaccionar porque todo cuanto tenía que decir ya lo había dicho; todo cuanto tenía que sufrir ya lo había sufrido. Pero cuando empezó la ceremonia comprendí que nunca estaría preparada, nunca. Me hacía daño hasta escuchar sus preguntas y contestarlas. “¿No lo ha sentido moverse recientemente?” “No.” “¿Se sintió más pesada, más torpe?” “No.” “¿Y cuándo se le metió en la cabeza la idea de que…?” “Por el camino accidentado, antes de llegar al motel.” “Pocos datos para extraer ahora un juicio. Y me corresponde expresarle un juicio, ¿no?” Después me destapó el vientre y notó que, en realidad, parecía más plano que antes. Me palpó los senos y observó que, en realidad, parecían menos turgentes que antes. Se puso el guante de goma y te buscó. Su frente se arrugó, sus ojos se oscurecieron mientras decía: “El útero ha perdido tono. Se muestra fláccido. Es lícito sospechar que el niño no crece bien, que no crece en absoluto. Tendremos que hacer unos análisis biológicos, esperar algún día más”. Luego se quitó el guante y lo tiró a un lado. Se apoyó con ambas manos en la camilla. Me miró con tristeza: “Es mejor que se lo diga en seguida. Tiene usted razón. Ya no crece. desde hace por lo menos dos semanas, quizá tres. Animo, no hay más remedio Ha muerto”.
No contesté. No hice el menor gesto. No parpadeé siquiera. Me quedé allí como un cuerpo que era piedra y silencio. También mi cerebro era piedra y silencio: no anidaba en él ni un pensamiento, ni una palabra. La única sensación era un peso insoportable en el estómago, un plomo invisible que me aplastaba como si el cielo se me hubiese caído encima sin ruido. En la inmovilidad absoluta, en la falta absoluta de sonidos, sus palabras estallaron con el fragor de un disparo: “Ánimo, levántese. Vístase”. Me levanté y sentí las piernas como de piedra dentro de otra piedra. Tuve que llevar a cabo un esfuerzo sobrehumano para que me obedecieran. Me vestí y escuché mi propia voz preguntando qué debía hacer. Otra voz contestó: “Nada. Él se quedará allí todavía algún tiempo. Después se irá espontáneamente”. Asentí. Entonces, la otra voz amontonó frase sobre frase; un zumbido incesante que me instaba a no desanimarme. Muchos niños se van así porque no son perfectos, porque no están bien formados. ¿Quién quiere traer al mundo niños imperfectos, niños que no estén bien formados? Yo no debía juzgarme y condenarme, no debía reprocharme por culpas que no había cometido. El embarazo propiamente dicho ha de llevarse a término con naturalidad. Ella no estaba de acuerdo con los que obligan a una mujer a quedarse en cama durante meses y meses e impiden que la naturaleza siga su curso. Pagué y la saludé con un gesto de la cabeza. Salí entre dos hileras de panzas hinchadas que se ofrecían provocadoras a mi vientre plano, que encerraba un muerto. Por fin, mi cerebro logró pensar algo: “Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Por lo tanto, hay que ser coherentes”. Y la palabra “coherentes” me acompañó hasta el hotel, martilleante, obsesiva: coherentes, coherentes, coherentes. Pero cuando entré en mi habitación y vi la cuna, el carillón y las camisitas de tu ajuar, vomité un prolongado gemido y caí sobre la cama mientras otro gemido se sumaba a aquél, y luego otro, y otro más, hasta que desde las profundidades del cuerpo en que yaces ahora, como un pedacito de carne que ya no importa nada, subió un gran llanto y destrozó la piedra, rompiéndola en mil pedacitos, desmenuzándola, pulverizándola. Lancé un grito y me desmayé.
* * *
Quizá sucedió durante el sueño al que me entregué tras haber recobrado el conocimiento, o tal vez durante el delirio. Como quiera que fuese, ocurrió; lo recuerdo con lucidez. Había un salón muy blanco, con siete escaños y una jaula. Yo estaba dentro de esa jaula y ellos en los escaños, remotos e inalcanzables. En el escaño central estaba el médico que me atendía antes del viaje. A su derecha, la doctora, y a su izquierda, el jefe. Junto a este último se sentaban mi amiga y tu padre. Al lado de la doctora, mis padres. Nadie más. Y ningún objeto alrededor, en las paredes o en el suelo. Pero en seguida comprendí que se estaba celebrando un juicio en el que yo era la acusada, y que ellos constituían el jurado. No sentí pánico ni desconcierto. Con infinita resignación me puse a observarlos, uno por uno. Tu padre sollozaba quedamente, cubriéndose la cara como el día que se sentó en mi cama. Mis padres tenían las cabezas gachas, como si se sintieran oprimidos por una mortal fatiga o por un mortal dolor. Mi amiga parecía triste. Los otros tres, impenetrables.
Se levantó el médico y empezó a leer un papel: “En presencia de la acusada, este jurado se reúne para juzgarla por el delito de homicidio premeditado, por haber querido y provocado la muerte de su hijo por desidia, egoísmo y falta del más elemental respeto hacia su derecho a la vida”. Luego dejó el papel y explicó de qué forma se desarrollaría el juicio. Cada uno había de hablar como testigo y juez, y luego emitiría en voz alta su voto: culpable o no culpable. La mayoría de votos determinaría el veredicto, y tras de éste, en caso de condena, se elegiría la pena. Ahora había de comenzar el proceso. A él le tocaba tomar la palabra. La primera frase se elevó como un viento helado.
“Un hijo no es una muela cariada. No se puede extirpar como una muela y arrojarlo al cubo de la basura, entre el algodón sucio y las gasas. Un hijo es una persona, y la vida de una persona es una continuidad desde el instante en que es concebida hasta el de la muerte. Algunos de ustedes discutirán el concepto mismo de continuidad. Dirán que en el instante en que somos concebidos no existimos como personas. Existimos sólo como célula que se multiplica y que no representa la vida. O no en mayor medida que un árbol, cuya tala no es un delito, o un mosquito al que no es delito aplastar. Como hombre de ciencia, contesto inmediatamente que un árbol no se convierte en hombre, y tampoco un mosquito. Todos los elementos que componen a un hombre, desde su cuerpo hasta su personalidad, todos los factores que constituyen un individuo, desde su sangre hasta su mente, están concentrados en aquella célula. Representan mucho más que un proyecto o una promesa: si pudiéramos examinarlos con un microscopio capaz de penetrar más allá de lo visible, caeríamos de hinojos y creeríamos todos en Dios. Por tanto, desde el principio, y aunque tal vez resulte paradójico, yo me siento autorizado a utilizar la palabra asesinato. Y añado: si la humanidad dependiese del volumen y el asesinato de la cantidad, deberíamos deducir que matar a un hombre que pesa cien kilogramos es más grave que matar a uno de cincuenta. Mi colega aquí presente que no sonría. Sobre sus tesis me reservo mis Juicios, pero acerca de cómo ejercitar la profesión médica no ahorraré comentarios: en aquella jaula deberían estar dos mujeres, y no sólo una.” Después miró a la doctora con despreciativa severidad. Ella sostuvo tranquilamente la mirada, fumando, y esto me consoló como una tibieza. Pero en seguida se reanudó el viento helado: “Sin embargo, no estamos aquí para juzgar la muerte de una célula, sino para juzgar la muerte de un niño que había alcanzado por lo menos los tres meses de existencia prenatal. ¿Quién provocó su muerte? ¿Circunstancias que ignoramos, mas en definitiva naturales? ¿Alguien que escapó a la acción de la justicia? ¿La mujer a quien ven en esa jaula? Yo puedo aportar pruebas que me permiten afirmar lo siguiente: quien provocó su muerte fue la mujer que ven ustedes en la jaula. No por casualidad suscitó en mí sospechas desde el primer encuentro. La experiencia me permite reconocer a una infanticida incluso tras su máscara. Y en este caso la máscara consistía en declarar que deseaba tener ese niño. Era una mentira frente a sí misma antes aún que frente a los demás. A mí, por ejemplo, me llamó la atención su férrea dureza. El día que la felicité porque el análisis había dado resultado positivo, contestó secamente que ya lo sabía. Me llamó la atención también la hostilidad con que reaccionó ante la orden de guardar cama, apenas experimentó espasmos debidos a contracciones uterinas. No podía permitirse semejantes lujos -replicó-, y quince días era el máximo plazo que estaba dispuesta a aceptar. Tuve que insistir, encolerizarme y molestarme ofreciéndole mil consejos. Y ello me convenció de que no le agradaba aceptar los deberes de madre, de que no era la suya una maternidad responsable. Por otra parte, me telefoneaba constantemente afirmando que estaba bien y que no había motivo para obligarla a guardar cama, y protestando que tenía un empleo y debía levantarse. La mañana en que la volví a ver era el retrato de la infelicidad. Y, justamente durante aquel examen, maduraron mis sospechas de que ella estaba planeando un delito. En efecto: anatómica y fisiológicamente no se explicaba el porqué de una gravidez tan dolorosa. Los espasmos sólo podían tener un origen psicológico; es decir, voluntario. La interrogué. Admitió, lacónica, que se sentía angustiada por muchas preocupaciones. También hizo alusión a un disgusto que no traté de aclarar porque me pareció obvio que se trataba del disgusto de encontrarse encinta. Por último, le pregunté si verdaderamente quería tener aquel niño, y le expliqué que a veces el pensamiento mata. Era necesario que trocara su nerviosismo por serenidad. Con un relámpago de ira repuso que hubiera sido como pedirle que cambiase el color de sus ojos. Pocos días más tarde volvió a aparecer. Había reanudado su vida normal, y su estado había empeorado. La ingresé en una clínica. Allí, durante ocho días, la inmovilicé y obtuve el control de su psiquis mediante tratamiento farmacológico.
“Y llegamos al delito, señores. Pero, antes de ilustrarlo, les digo: supongamos que uno de ustedes se halla gravemente enfermo y necesita una medicina. La medicina está al alcance de la mano; la salvación consiste en el sencillo gesto de la persona que la ofrece. ¿Qué nombre darían a quien, en vez de suministrar la medicina, la tira y la sustituye por un veneno? ¿Loco, inhumano, culpable por negar un auxilio? No, eso es poco. Yo lo llamo asesino. Señores jurados: no cabe duda de que el niño estaba enfermo y de que el medicamento al alcance de la mano era la inmovilidad. Pero esta mujer no sólo se lo negó: le suministró el veneno de un viaje que hubiera perjudicado incluso al embarazo más fácil. Horas y horas en avión, en coche por carreteras en mal estado, por lugares de topografía accidentada y en soledad. Yo le rogué que no lo hiciera. Le demostré que por entonces su hijo ya no era un multiplicarse de células, sino un niño de verdad. Le advertí que lo habría matado. Me opuso su dureza despiadada, y firmó un documento mediante el cual asumía todas las responsabilidades. Partió. Lo mató. De acuerdo: si nos halláramos ante un tribunal de leyes escritas, arduo sería para mí sostener su culpabilidad. No hubo sondas, fármacos ni intervenciones quirúrgicas: según las leyes escritas, esta mujer debería marcharse, absuelta, porque el delito no existe. Pero nosotros somos un jurado de la vida, señores, y en nombre de la vida yo les digo que la conducta de la acusada fue peor que las sondas, los fármacos y las intervenciones quirúrgicas. Porque fue hipócrita, vil, y no corrió riesgos legales.
“Daría mucho por admitir en ella circunstancias atenuantes, por absolverla aunque fuera parcialmente. Pero no veo dónde ni cómo. ¿Acaso era pobre, se ahogaba en estrecheces económicas que le impedían mantener un hijo? Absolutamente no. Ella misma lo reconoce. ¿Tenía que defender su honor en cuanto miembro de una sociedad que la hubiera perseguido por traer al mundo un hijo ilegítimo? Tampoco. Pertenece al establishment cultural que, en vez de rechazarla, hubiera hecho de ella una heroína. En cualquier caso, se trata de un establishmen que no cree en las leyes de la sociedad y rechaza a Dios, la patria, la familia, el matrimonio y los principios mismos de la convivencia. Su delito carece de atenuantes porque lo cometió en nombre de una libertad: la libertad personal, egoísta, que no tiene en cuenta a los demás ni los derechos de éstos. He pronunciado la palabra derechos. Lo hice para anticiparme a la palabra eutanasia, para que no me contesten que ella, al dejar morir a ese hijo, hizo uso de un derecho, el de ahorrarle a la comunidad el peso de un individuo enfermo y, por tanto, malogrado. No nos corresponde establecer a priori quién se malogrará y quién no. Homero era ciego y Leopardi, jorobado. Si por espartanos los hubiesen arrojado desde la roca Tarpeya, si sus madres se hubiesen cansado de llevarlos en el seno, hoy la humanidad seria más pobre. Niego que un campeón olímpico valga más que un poeta contrahecho. En cuanto al sacrificio de custodiar en el vientre el feto de un campeón olímpico o de un poeta contrahecho, les recuerdo que así es como se propaga la especie humana, nos guste o no. Mi conclusión es: ¡culpable!”
Me encogí ante aquel grito. Cerré los ojos y, de ese modo, no vi a la doctora, que se levantaba para hablar. Cuando volví a abrirlos ella ya había empezado, y decía: “Mi colega se olvidó de admitir que por cada Homero nace un Hitler; que cada concepción es un desafío cargado de espléndidas y horrendas posibilidades. Yo no sé si este niño hubiera sido una Juana de Arco o un Hitler. Cuando murió, no pasaba de una mera posibilidad desconocida. Pero sé quién es esta mujer: una realidad que no debe ser destruida. Entre una posibilidad desconocida y una realidad que no debe ser destruida, yo elijo la última. Mi colega parece obsesionado por el culto a la vida. Pero reserva ese culto a quienes podrían ser, no lo extiende hasta abarcar a los que ya son. El culto de la vida es un bonito discurso y nada más. También la frase de que un-hijo-no-es-una-muela-cariada constituye una bonita frase y nada más. Apuesto a que mi colega estuvo en la guerra y disparó y mató olvidando que tampoco a los veinte años un hijo es una muela cariada. No conozco infanticidio peor que la guerra; la guerra es un infanticidio masivo postergado veinte años. Sin embargo, él la acepta en nombre de quién sabe qué otros cultos, y no le aplica su tesis acerca de la continuidad. Incluso como científica, no puedo tomarme en serio tal continuidad; si lo hiciese, debería llevar luto cada vez que muere un óvulo no fecundado, cada vez que los doscientos millones de espermatozoides fracasan en su intento de perforar la membrana del óvulo. Peor aún: debería vestir luto también cuando la fecundación se produce, pensando en los ciento noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve espermatozoides que mueren derrotados por el único espermatozoide que perforó la membrana. Ellos también son criaturas de Dios. También ellos están vivos y contienen los elementos que componen un individuo. ¿Acaso mi colega nunca los ha observado en el microscopio? ¿No los ha visto acaso correr agitando la cola como un cardumen de renacuajos, no los ha visto trabajar y luchar contra la zona diáfana, golpeando desesperadamente la cabeza contra ella, sabiendo que fracasar equivale a morir? Se trata de un espectáculo desgarrador: al pasarlo por alto, mi colega se muestra poco generoso hacia su propio sexo. No quisiera caer en las ifonías fáciles, pero, visto que él cree tanto en la vida, ¿cómo puede dejar que miles y miles de millones de espermatozoides mueran, sin que él haga nada por ellos? ¿Negación de auxilios o asesinato? Asesinato, como es obvio. Así pues, dentro de aquella jaula debería hallarse también él. Si no se mete en ella en seguida quiere decir que nos ha mentido, que su rectitud se ve turbada por quien afirma que el problema no consiste en hacer que nazca un gran número de individuos, sino lograr que sea lo menos desgraciada posible la existencia de quienes ya han nacido.
“Siempre a propósito de mi colega, evito tomar en serio su insinuación de corresponsabilidad. Todo lo más, se me podría acusar de error de juicio, y ni siquiera un jurado de la vida puede condenar el error de juicio. Además, no hubo tal error: fue, sencillamente, un juicio del cual no me arrepiento. El embarazo no es un castigo infligido por la naturaleza para hacer pagar el éxtasis de un momento. Es un milagro que debe desarrollarse con la misma espontaneidad que los árboles y los peces. Si no avanza en forma normal, no puedes pedirle a una mujer que se quede meses y meses tendida en una cama como una paralítica. Dicho de otro modo: no puedes exigirle que renuncie a su actividad, a su personalidad, a su libertad. ¿Acaso se lo exiges al hombre que con aquel éxtasis goza mucho más? Evidentemente, mi colega no reconoce a las mujeres el derecho que, en cambio, les reconoce a los hombres: el de disponer del propio cuerpo. Está claro que considera al hombre una abeja a la que se permite revolotear de flor en flor, mientras que la mujer no es sino un sistema genital que sólo sirve para la procreación. Les ocurre a muchos en nuestra profesión: las pacientes predilectas de los ginecólogos son las reproductoras plácidas, gordas, sin problemas de libertad. De todos modos, no estamos aquí para juzgar a los médicos, sino a una mujer acusada de homicidio premeditado, y llevado a cabo con el pensamiento en vez del acero. Rechazo la acusación basándome en elementos precisos. El día que diagnostiqué completa normalidad advertí en ella un gran alivio. El día que reconocí la muerte del feto comprendí que eso le causaba un gran dolor. He dicho feto y no niño: la ciencia me permite hacer esta distinción. Todos sabemos que un feto se convierte en niño sólo en el momento de la completa madurez, y que ese momento llega en el noveno mes. En casos excepcionales, en el séptimo. Pero aun admitiendo que ya no fuese un feto, sino un niño, tampoco habría crimen. Querido colega, esta mujer no quiso la muerte de su niño; quiso su propia vida. Lamentablemente, nuestra vida es, en ciertos casos, la muerte de otro, y la vida de otro es nuestra muerte. Al que dispara se le dispara. Las leyes escritas llaman a esto legítima defensa. Si alguna vez esta mujer deseo inconscientemente la muerte de su hijo, lo hizo en legítima defensa. Por lo tanto, no es culpable.”
Después se levantó tu padre, que ya no lloraba. Pero apenas movió los labios para decir algo, su mentón empezó a temblar y las lágrimas brotaron nuevamente. Se llevó de nuevo las manos a los ojos y se abandonó otra vez sobre el escaño. “¿Renuncia, pues, a tomar la palabra?”, interrogó el médico, irritado. Tu padre inclinó imperceptiblemente la cabeza, como asintiendo. “Pero no puede renunciar al voto”, insistió el otro. Tu padre redobló los sollozos. “¡El voto, por favor!” Tu padre se limpió la nariz sin decir nada. “Culpable, ¿sí o no?” Tu padre soltó un largo suspiro y murmuró: “Culpable”. Entonces ocurrió una cosa tremenda: mi amiga se volvió y le escupió encima. Y mientras él se limpiaba, pálido, mi amiga gritó: “¡Cobarde! ¡Hipócrita cobarde! ¡Tú, que sólo le telefoneabas para que se lo quitase de encima! ¡Tú, que durante dos meses te escondiste como un desertor! ¡Tú, que fuiste a verla sólo porque yo te lo imploré! Vosotros sois siempre así, ¿verdad? Os asustáis y nos dejáis solas, y todo lo más regresáis invocando la paternidad. ¿Acaso os cuesta tanto la paternidad? ¿Un vientre reventado por un engrosamiento ridículo? ¿Las penas del parto, la tortura de la lactancia? El fruto de la paternidad os lo sirven como una sopa recocida, como una camisa planchada sobre la cama. No tenéis más que darle el nombre si estáis casados, y ni tan siquiera eso si os largáis. Toda responsabilidad es para la mujer, como cada sufrimiento y cada insulto. La llamáis puta si ha hecho el amor con vosotros. La palabra prostituto, en cambio, no está en el diccionario; usarla es un error lingüístico. Hace milenios que nos imponéis vuestros vocablos, vuestros preceptos, vuestros abusos. Hace milenios que usáis nuestro cuerpo sin perder nada en ello. Hace milenios que nos imponéis el silencio y nos relegáis al papel de madres. En cualquier mujer buscáis una madre. A cualquier mujer le pedís que os haga de madre, incluso a vuestra propia hija. Decís que no tenemos vuestros músculos, y luego explotáis nuestro esfuerzo incluso para que os lustremos los zapatos. Afirmáis que no tenemos vuestro cerebro y luego explotáis nuestra inteligencia incluso para administraros el sueldo. Eternos niños, seguís siendo hasta la vejez niños a los que hay que dar de comer a la boca, limpiar, servir, aconsejar, consolar y proteger de vuestras debilidades y de vuestra indolencia. Yo os desprecio. Y me desprecio a mí misma por no saber prescindir de vosotros, por no gritaros más a menudo que estamos hartas de ser vuestras madres. Estamos hartas de esta palabra, que habéis santificado para vuestro interés y egoísmo. Debería escupir también sobre usted, doctor. Sobre usted que en una mujer ve tan sólo un útero y dos ovarios, nunca un cerebro. Ante una mujer encinta, usted piensa: "Primero se divirtió, y ahora viene a verme".
¿No se divirtió nunca usted, señor doctor? ¿Nunca olvidó el culto a la vida? Lo defiende tan bien al nivel celular que, se diría, envidia lo que su colega llama el milagro de la maternidad. Pero no; excluyo esa posibilidad. Para usted, semejante milagro es un sacrificio. En cuanto hombre, no sabría enfrentarlo. Aquí no se está juzgando a una mujer, doctor; se está juzgando a todas las mujeres. Por tanto, tengo el derecho de revertir este juicio sobre usted. Y métase bien en la cabeza, doctor, que la maternidad no es un deber moral. Ni siquiera es un hecho biológico. Es una elección consciente. Esta mujer había llevado a cabo una elección consciente y no quería matar a nadie. Usted es quien quería matarla a ella, señor doctor, negándole hasta el uso de su intelecto. Por eso, dentro de la jaula debería estar usted, y no por negación de auxilio a miles de millones de estúpidos espermatozoides, sino por intento de homicidio en la persona de esta mujer. Después de lo cual, desde luego, es superfluo añadir que la acusada no es culpable”.
Luego se puso de pie el jefe, que fingió una expresión turbada. Empezó diciendo que no sabia como manifestarse, porque en aquel jurado se sentía un extraño. Los demás estaban relacionados con la acusada por lazos profesionales o afectivos vinculados al niño: él, en cambio, no era más que el patrón. Como tal, no podía por menos de alegrarse del curso de los acontecimientos, pues aun haciendo una concesión a la magnanimidad, él siempre había considerado aquel embarazo como un obstáculo. Peor: una catástrofe que le costaría un montón de dinero. Era suficiente pensar en el sueldo que hubiera tenido que pagar, según una absurda y reprobable ley, durante los meses en que yo no trabajase. El niño había sido sensato, más sensato que la madre. Además, al morir, había defendido el buen nombre de la empresa. ¿Qué hubiera pensado el público si hubiera visto a su empleada, soltera por añadidura, con un recién nacido en brazos? No tenía inconveniente en confesar que, si la mujer lo hubiese aceptado, la habría ayudado a deshacerse del intruso. Pero él no era tan sólo un industrial: era un hombre. Y los jurados que lo habían precedido -los dos jurados varones, se entiende- habían provocado en su conciencia una nueva reflexión sobre el caso. El doctor, por medio de la lógica y la moral; el padre del niño, por medio del dolor. Reflexionando, no podía dejar de asociarse a los razonamientos del primero y al llanto del segundo. Un hijo pertenece en igual medida al padre y a la madre: si se había cometido el delito, se trataba de un doble delito, puesto que, además de eliminar la vida de un infante, había truncado la existencia de un adulto. De acuerdo: era preciso decidir si tal delito se había cometido o no. Pero ¿cabían dudas al respecto? ¿Hacía falta una prueba más aplastante que el testimonio del médico? Éste había sido indulgente al referirse a un vago egoísmo. Él, el jefe, podía revelar el motivos y el móvil. La acusada temía que el famoso viaje fuera encomendado a un colega rival. Por eso había saltado de la cama y había emprendido el viaje, sin consideración alguna hacia la vida que llevaba en su seno. Sin ninguna misericordia. Que su aliada escupiese, que insultase a placer. La acusada era culpable.
Entonces busqué con la mirada a mi padre y a mi madre. Y les imploré en silencio, porque eran mi última posibilidad de salvación. Me contestaron con una mirada de desaliento. Parecían exhaustos, mucho más viejos que al comenzar el juicio. La cabeza les colgaba hacia delante como si no pudieran sostener su peso, sus cuerpos temblaban como de frío y todo en ellos cedía, derrumbado en un triste abandono que los aislaba de los demás, uniéndolos en una misma desesperación. Se cogían de la mano para ayudarse. Con las manos enlazadas, pidieron permiso para permanecer sentados. Se les concedió el permiso, y los vi entonces deliberar entre ellos, supongo que para decidir quién hablaría primero. Fue él. “Yo he sentido dos dolores -dijo- El primero, al saber que ese niño existía, y el segundo al saber que ya no existía. Espero que se me libre del tercer dolor: ver condenar a mi hija. No sé cómo se ha desarrollado todo esto. Ninguno de ustedes puede saberlo porque nadie es capaz de penetrar en el alma de otra persona. Pero esta es mi hija, y para un padre los hijos no son culpables nunca.” Acto seguido habló mi madre. “Es mi niña, siempre será mi niña -explicó-. Y mi niña no puede hacer el mal. Cuando me escribió que esperaba un hijo, le contesté: “Si esta es tu decisión, quiere decir que así debe ser”. En caso de que me hubiese escrito que no lo quería, le hubiera contestado con las mismas palabras. No nos corresponde juzgar, y a ustedes tampoco. No tienen derecho a acusarla ni a defenderla porque no están ustedes dentro de su mente ni de su corazón. Ninguno de sus testimonios tiene valor. Hay sólo un testimonio, aquí, que podría explicarnos cómo ha sucedido todo. Y ese testigo es el niño, que, sin embargo, no puede...” Entonces, los demás la interrumpieron exclamando a coro: “¡El niño, el niño!”. Y yo me aferré a los barrotes de la jaula y grité: “¡El niño no! ¡El niño no!”. Y mientras gritaba así...
* * *
Sí, mientras gritaba así escuché tu voz: “¡Mamá!”. Y me sentí como vacía porque era la primera vez que alguien me llamaba mamá, y porque era también la primera vez que oía tu voz, que no era la de un niño. Era una voz de adulto, de un hombre. Y pensé: “¡Era varón!”. Y luego: “Era varón; me condenará”. Y por último: “¡Quiero verlo!”. Mis pupilas hurgaron en todas partes: dentro de la jaula, fuera, entre los escaños, más allá de los escaños, por el suelo y por las paredes. Pero no te hallaron. No estabas. Sólo se percibía un silencio sepulcral. Y en medio de él tu voz se elevó nuevamente:
“¡Mamá! Déjame hablar, mamá. No tengas miedo. No hay que tener miedo de la verdad. Por otra parte, la verdad ya se ha dicho. Cada uno de ellos ha dicho una verdad, y tú lo sabes: tú me enseñaste que la verdad está hecha de muchas verdades diferentes entre sí. Tienen tanta razón los que te han acusado como los que te han defendido, los que te han absuelto como los que te han condenado. Pero esos juicios no cuentan para nada. Tus padres tienen razón cuando dicen que no se puede penetrar en el alma ajena, y que el único testigo válido soy yo. Sólo yo, mamá, puedo afirmar que me has matado sin matarme. Sólo yo puedo explicar cómo lo hiciste y por qué. Yo no había pedido nacer, mamá. Nadie lo pide. Allá, en la nada, no hay voluntad. No hay elección. Sólo la nada. Cuando se produce el desgarrón y nos damos cuenta de que empezamos, ni siquiera nos preguntamos quién lo ha querido, y si es un bien o un mal. Sencillamente, aceptamos, y luego aguardamos a descubrir si nos agrada haber aceptado. Descubrí demasiado pronto que me agradaba. Aun a través de tus temores, de tus titubeos, ¡habías logrado convencerme tan bien de que nacer es hermoso y huir de la nada constituye una alegría! Cuando hayas nacido no deberás desanimarte, decías, ni ante el sufrimiento ni ante la muerte. Si uno se muere quiere decir que ha nacido, que salió de la nada, y nada es peor que la nada. Lo malo es tener que decir que uno nunca existió. Me seducía tu fe, tu prepotencia. Parecía verdaderamente la prepotencia de los tiempos remotos, de cuando estalló la vida en el mundo, tal como me contaste. Yo te creí, mamá. Junto con el agua en que estaba sumergido, yo bebía cada pensamiento tuyo. Y cada uno de tus pensamientos tenía el sabor de una revelación. ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera? Mi cuerpo era sólo un proyecto que se desarrollaba en ti y gracias a ti; mi mente era sólo una promesa que se realizaba en ti y gracias a ti. Aprendía exclusivamente lo que me dabas e ignoraba lo que no me dabas: mis bocanadas de luz y conciencia eras tú. Si desafiabas a todo y a todos para llevarme a la vida -pensaba yo- significa que verdaderamente la vida es un don sublime.
“Pero después crecieron tus incertidumbres, tus dudas, y empezaste a alternar halagos y amenazas, ternura y rencor, miedo y coraje. Para lavarte del miedo, un día me atribuiste a mí la decisión de existir, mamá. Afirmaste que habías obedecido a una orden mía, no a tu elección. Hasta me acusaste de ser tu amo: tú mi víctima, y no yo víctima tuya. Después empezaste a reprocharme, a censurarme porque te hacía sufrir. Incluso llegaste a desafiarme explicándome qué era la vida entre vosotros: una trampa carente de libertad, de felicidad, de amor. Un pozo de esclavitudes y violencias a las cuales no podría yo sustraerme. Nunca te cansabas de demostrarme que no hay salvación en el hormiguero, que no es posible escapar a sus siniestras leyes. Las magnolias sirven para arrojar sobre ellas mujeres, el chocolate lo comen quienes no lo necesitan, el mañana es un hombre fusilado por un mendrugo y después un saco de calzoncillos sucios. Todas tus tristes fábulas terminaban siempre en una pregunta: ¿es verdaderamente oportuno que tú salgas de tu nido de paz para venir aquí? Nunca me contaste que una magnolia puede cogerse sin morir, que un bombón puede comerse sin necesidad de humillarse uno, que el mañana puede ser mejor que el ayer. Y cuando te diste cuenta, era demasiado tarde: yo ya me estaba suicidando. No llores, mamá; me doy cuenta de que obrabas así también por amor, a fin de prepararme a no ceder el día que me abrumara el horror de existir. No es cierto que tú no creas en el amor, mamá. Tú estás hecha de amor. Pero ¿es suficiente creer en el amor si uno no cree en la vida? Apenas comprendí que no creías en la vida, que realizabas un esfuerzo para habitar en ella y para llevarme a mí a habitarla, me permití la primera y última elección: rehusar nacer, negarte la Luna por segunda vez. Ya podía hacerlo, mamá. Mi pensamiento ya no era tu pensamiento; yo poseía el mío. Pequeño, tal vez, bosquejado, pero capaz de obtener esta conclusión: si la vida es un tormento, ¿para qué ir hacia ella? No me habías dicho nunca por qué nace uno. Y fuiste lo bastante honrada para no estafarme con las leyendas que habéis inventado como consuelos: el Dios omnipotente que crea a su Imagen y semejanza, la búsqueda del bien, la carrera hacia el paraíso. Tu única explicación fue que tú también habías nacido, y tu madre antes que tú, y antes de tu madre la madre de tu madre, y así hacia un ayer cuyo rastro se perdía. En resumen: uno nace porque otros nacieron y para que otros nazcan, en una proliferación que es una finalidad en sí misma. Si así no fuese -me dijiste una noche-, la especie humana se extinguiría. Es mas: no existiría. Pero ¿por qué habría de existir, por qué debe existir, mamá? ¿Cuál es la finalidad? Te lo digo yo, mama: una espera de la muerte, de la nada. En mi universo, que tú llamabas huevo, la finalidad existía: nacer. Pero en tu mundo la finalidad es tan sólo morir; la vida es una condena a muerte. Y yo no veo por qué hubiera tenido que salir de la nada para regresar a la nada.”
Entonces comprendí hasta qué punto era hondo e irremediable el mal que yo te había infligido y que me había infligido a mí misma y a las cosas en las cuales me obligo a creer: nacer para ser felices, libres, buenos, para batirse en nombre de la felicidad, de la libertad, de la bondad; nacer para intentar, saber, descubrir, inventar. Para no morir. Presa del pánico, confié en que todo hubiese sido un sueño, una pesadilla de la que saldría para volver a encontrarte vivo, niño, dentro de mí, y volver a comenzar sin asustarme, sin mostrarme impaciente, sin renunciar a esa fe que se llama esperanza, y sacudí la jaula diciéndome que ésta no existía. La jaula no cedió. Era una jaula de verdad, ante mí tenía realmente un tribunal, y acababa de celebrarse un auténtico juicio en el que tú me habías juzgado culpable porque yo misma me tenía por tal; me habías condenado porque yo me condenaba. Sólo quedaba por decidir la pena, y ésta era obvia: renunciar a la vida y volver a la nada contigo. Te tendí los brazos. Te supliqué que me llevases contigo cuanto antes, y tú te pusiste a mi lado y me dijiste: “Pero yo te perdono, mamá. No llores. Naceré otra vez”.
Espléndidas palabras, niño, pero palabras y nada más. Todos los espermatozoides y todos los óvulos del mundo, reunidos en todas las combinaciones posibles, jamás podrían crearte nuevamente a ti, al que eras y hubieras podido llegar a ser. Tú no renacerás, no volverás nunca más. Y sigo hablándote por pura desesperación.
* * *
Hace días que permaneces ahí encerrado, sin vivir y sin marcharte. La doctora está asombrada y preocupada. Puedo morirme -dice- si no te quito. Lo comprendo perfectamente, y añado que no tengo la menor intención de castigarme hasta ese extremo, de valerme de ti para aplicar la autocondena de aquel absurdo proceso. La dureza de la añoranza me basta. Al mismo tiempo, empero, no tengo prisa alguna por quitarte de en medio, y sería difícil precisar por qué causa. ¿Quizá por la costumbre de estar juntos, de dormimos juntos, de despertarnos juntos, de saberme sola sin estar sola? ¿Quizá por la absurda sospecha de que se trate de un error y convenga esperar todavía? ¿O tal vez porque ya no me interesa volver a ser la que era antes de ti? ¡Había suspirado tanto por volver a ser dueña y señora de mi propia suerte Ahora que lo soy, ya no me importa. Aquí tienes una enésima realidad que por no nacer pierdes la ocasión de descubrir: uno se agota para obtener una riqueza, un amor o una libertad; uno se fatiga para conquistar un derecho que le corresponde y, cuando lo ha obtenido, no se alegra. O lo malgasta o lo ignora, pensando incluso que le gustaría volver atrás, comenzar nuevamente las batallas y los sufrimientos. Ver realizado su sueño lo hace sentirse perdido. Bendito el que puede decir: “Yo quiero caminar, no quiero llegar”. Maldito aquel que se impone: “Quiero llegar hasta allá”. Llegar es morir. Durante el camino sólo puedes concederte paradas. Si por lo menos lograse convencerme de que tú has sido una parada y nada más, que una muerte no detiene la vida toda, que la vida no te necesitaba, que este dolor le ha servido de algo a alguien... Pero ¿a quién le sirven un niño que se muere y una madre que renuncia a ser madre? ¿A los moralistas, a los juristas, a los teólogos, a los reformadores? En tal caso, hay que preguntarse a quién le servirá esta historia y cuál será el veredicto de su tribunal. ¿Es mérito la solidaridad o el vituperio de la mayoría? ¿He llevado a cabo un buen servicio para moralistas, juristas, teólogos o reformadores? ¿He pecado instigándote al suicidio y matándote, o bien he pecado al atribuirte un alma que no poseías? Escucha cómo discuten, cómo gritan:
¡ha ofendido a Dios; no, ha ofendido a las mujeres; ha escarnecido un problema; no, contribuyó a aclararlo; ha comprendido que la vida es sagrada; no, ha comprendido que es una befa! Como si el dilema de existir o no existir se pudiese resolver con una sentencia u otra, con una u otra ley, y no le correspondiera a cada criatura, en cambio, resolverlo de por sí y para sí. Como si intuir una verdad no abriese interrogantes acerca de otra verdad opuesta, permaneciendo ambas válidas. ¿Cuál es la finalidad de todos sus procesos, de sus litigios? ¿Establecer qué es lícito y qué no lo es? ¿Decidir dónde está la justicia? Tenias razón, niño: estaba en todos. También la conciencia está hecha de muchas conciencias: yo soy ese medico y esa doctora, mi amiga y mi jefe, mi madre y mi padre, tu padre y tú. Y soy aquello que cada uno de vosotros me ha dicho que era. Y valles de tristeza se extienden ante mí, en vano floridos de orgullo.
* * *
Tu padre ha vuelto a escribirme. Esta vez se trata de una carta que me lleva a reflexionar. Dice: “Te conozco lo bastante para saber que debo abstenerme de consolarte, afirmando que hiciste bien sacrificando el niño a ti misma, en vez de sacrificarte tú por él. Sabes mejor que
yo (tú me lo gritaste al echarme) que una mujer no es una gallina, que no todas las gallinas incuban huevos, que muchas los abandonan y que otras se los comen. Y no las condenamos por eso; si acaso no más de lo que condenamos a la naturaleza que mata con enfermedades y terremotos. También te conozco lo bastante como para considerar obvio el recordarte que la crueldad de la naturaleza y de ciertas gallinas encierra una sabiduría: si cada posibilidad de existencia se convirtiese en existencia, moriríamos por falta de espacio. Sabes mejor que yo que nadie es imprescindible, que el mundo se las hubiera arreglado igualmente si Homero, Icaro, Leonardo da Vinci y Jesucristo no hubieran nacido. El hijo que acabas de perder no deja vacíos. Su desaparición no perjudica a la sociedad ni compromete el futuro. Sólo te hiere a ti, y en forma desmedida, porque tu pensamiento ha agigantado un drama, que, tal vez, ni siquiera lo es. (¡Pobre! Has descubierto, querida, que pensar significa sufrir, que ser inteligentes implica ser desdichados. Lástima que se te haya escapado un tercer punto fundamental: el dolor es la sal de la vida, y sin él no seríamos humanos.) No te escribo, por lo tanto, para compadecerte, sino para felicitarte, para reconocer que has vencido. Pero no por haberte sacudido la esclavitud de un embarazo y de una maternidad, sino porque lograste no ceder a la necesidad de los demás, incluida la necesidad de Dios. Justamente lo contrario de lo que me ha ocurrido a mí. En efecto, la envidia hacia quienes creen en Dios me asaltó hasta tal punto durante estos últimos meses, que se convirtió en una tentación. Lo reconozco al tiempo que admito mi fatiga. Dios es un signo de exclamación con el cual se encolan todos los añicos: si uno cree en él quiere decir que está cansado, que ya no logra componérselas por su cuenta. Tú no estás cansada porque eres la apoteosis de la duda. Para ti Dios es un signo de interrogación; mejor dicho, el primero de una infinita serie de interrogantes. Y sólo quien se destroza en las preguntas para obtener respuestas logra avanzar; sólo quien no cree en la comodidad de creer en Dios para aferrarse a una balsa y descansar, puede comenzar nuevamente para volver a contradecirse, a desmentirse, a producirse más dolor. Nuestra amiga me informa de que el niño está aún dentro de ti y te niegas a librarte de él, como si quisieras utilizarlo para castigar tu incoherencia y prohibirte la vida. Supongo que me ha informado para que yo te ruegue que no insistas en esa locura. En vez de rogarte, te anuncio que no perseverarás mucho en ella. Amas demasiado la vida para no percibir su llamada. Cuando ésta llegue, le obedecerás como ese perro de London que, aullando, sigue a los lobos y se vuelve lobo a su vez”.
En efecto, mañana volvemos a casa. Y si bien la palabra mañana me parece ofensiva para ti y amenazadora para mí, no puedo dejar de mirar a mí alrededor y darme cuenta de que mañana es un día lleno de oportunidades.
* * *
Me recibieron saludándome con gran entusiasmo, como si hubiera estado enferma de un pie o de una oreja, y me preparase ahora para una convalecencia. Me felicitaron por el trabajo que logré llevar a término a-pesar-de-las-dificultades. Me ofrecieron comida. Ni una palabra acerca de ti. Cuando intenté referirme al tema, adoptaron un aire entre evasivo y turbado, como si aludiera a un asunto desagradable y quisieran decirme no-pensemos-más-en-eso-lo-pasado-pasado. Más tarde mi amiga me llevó aparte y, con el tono de quien recuerda una cita importante, dijo que había consultado a un médico que sostiene la inoportunidad de contar con que te marches espontáneamente: si no te hago extirpar, me muero de septicemia. Será necesario que me decida: resultaría paradójico que, para restablecer el equilibrio, tú me mataras a mí. Todavía tengo muchas cosas por hacer. Tú no las comenzaste nunca; yo, en cambio, sí. Debo proseguir mi carrera, por ejemplo, y demostrar que soy tan eficaz como un hombre. He de batirme contra la comodidad de los signos de exclamación, por ejemplo, y tengo que convencer a la gente para que se plantee más porqués. Debo apagar la compasión hacia mí misma, y convencerme de que el dolor no es la sal de la vida. La sal de la vida es la felicidad, y la felicidad existe: consiste en darle caza. Por último, todavía he de aclarar el misterio que llaman amor. No el que se devora en una cama, tocándonos, sino el que me preparaba a conocer contigo. Siento tu ausencia, niño. Siento tu ausencia como sentiría la de un brazo, un ojo o la voz. Pero te echo en falta menos que ayer, menos que esta mañana. Es extraño. Se diría que, de hora en hora, el suplicio se atenúa para encerrarse en un paréntesis. Los lobos ya empezaron a llamarme y no importa si todavía están lejos: apenas se acerquen, bien me doy cuenta de que los seguiré. ¿Es verdad que he sufrido tan hondamente y tanto tiempo? Me lo pregunto, incrédula. Una vez leí en un libro que la dureza de una pena que hemos soportado sólo se siente cuando nos hemos librado de ella y, asombrados, exclamamos: ¿cómo hice para soportar semejante infierno? Verdaderamente, así debe ser, y la vida resulta extraordinaria, pues cicatriza las heridas a loca velocidad. Si no quedasen las cicatrices no recordaríamos siquiera que de allí manó sangre. Además, incluso las cicatrices desaparecen. Palidecen y acaban borrándose. También a mí me ocurrirá. ¿Me ocurrirá, en efecto? Tengo que lograrlo. Porque lo pretendo, lo exijo. Tanto es así, que ahora desprendo de la pared tu retrato, y dejo de impresionarme con tus ojos abiertos. Y escondo las demás fotografías tuyas; mejor dicho, las rompo. Y destrozo esta cuna que me he traído a cuestas como un féretro, la arrojo al incinerador. Y escondo tu ajuar para regalárselo a alguien o, mejor aún, lo rompo todo. Y le pido ahora al médico, le digo que estoy de acuerdo, que un día de estos habrá que arrancarte de mí. Y tal vez incluso llame a tu padre o no importa a quién, para irme con él a la cama esta noche, pues ya estoy hasta la coronilla de esta castidad. Tú estás muerto pero yo estoy viva. Tan viva que no me arrepiento, y no acepto procesos ni acepto veredictos, y ni siquiera tu perdón. Los lobos están ya cerca, y yo tengo fuerzas para parirte cien veces aún sin implorar socorro a Dios ni a nadie... ¡Dios, qué dolor! Me siento mal, de pronto. ¿Qué pasa? De nuevo esas cuchilladas. Se alargan hasta el cerebro para perforarlo como entonces. Estoy sudando. Me sube la fiebre. Ha llegado nuestra hora, niño; la hora de separarnos. Y no lo deseo. No quiero que te arranquen con una cuchara para arrojarte al cubo de la basura entre el algodón sucio y las gasas. No me agradaría eso. Pero no puedo elegir. Si no corro al hospital para que te separen de estas vísceras a las que sigues aferrado, me matas. Y esto no lo puedo permitir. No debo. Te equivocabas al sostener que no creo en la vida, niño. ¡Pues claro que creo en ella! Me gusta, incluso con sus infamias, y me propongo vivirla a cualquier precio. Me marcho volando, niño. Y, de una vez por todas, te digo adiós.
* * *
Sobre mí se extiende un cielorraso blanco, y a mi lado, dentro de un frasco, estás tú. No querían que te viera, pero los he convencido, afirmando que era mi derecho, y te pusieron allí con una mueca de desaprobación. Te miro, por fin. Y me siento burlada porque, verdaderamente, no tienes nada en común con el niño de la fotografía. No eres un niño, sino un huevo. Un huevo gris que flota en un alcohol rosado, dentro del cual no se percibe nada. Terminaste mucho antes de que se dieran cuenta: nunca llegaste a tener las uñas, la piel y las infinitas riquezas que yo te regalaba. Criatura de mi fantasía, apenas lograste realizar el deseo de dos manos y dos pies, de algo que se parecía a un cuerpo, del boceto de un rostro con una naricita y dos ojos microscópicos. En el fondo, amé a un pececillo. Y por amor hacia un pececillo me inventé un calvario como consecuencia del cual corro el riesgo de morir yo también. ¡Inaceptable! ¿Por qué no te habré hecho quitar antes? ¿Por qué perdí tanto tiempo precioso dejando que me envenenaras? Estoy mal; todos parecen alarmados. Me han clavado agujas en el brazo derecho y en la muñeca izquierda. De esas agujas salen tubos delgados que suben como serpientes hasta los frascos. La enfermera merodea con pasos afelpados. De vez en cuando, entra el doctor con otro colega suyo y entrecruzan frases que no comprendo, pero que suenan a amenazas. No sé qué daría por que llegasen mi amiga o tu padre, y mejor aún mis padres, cuyas voces me pareció escuchar. Pero no viene nadie excepto esos dos de bata blanca: uno de ellos ¿es el mismo que me condenó? Hace un rato se enfadó. Dijo: “¡Doblen la dosis!”. La dosis ¿de qué? ¿De pena? Ya la desconté. ¿Debo empezar de nuevo? Luego dijo: “¡Aprisa! ¿No veis que se está yendo?”. ¿Quién se está yendo? ¿Una aguja, una persona, la vida? La vida no puede irse si uno se niega a ello: aquí no se muere nadie. Ni siquiera tú, porque ya estás muerto, muerto sin saber qué significa estar vivo, sin saber qué son los colores, los sabores, los olores, los sonidos, los sentimientos, el pensamiento. Lo lamento por ti y por mí. Me humilla. Pues ¿de qué sirve volar como una gaviota dentro del azul si uno no genera a otros y a otros, para volar dentro del azul? ¿De qué sirve jugar como niños si uno no genera otros niños, quienes generarán a otros aún, y aún, para jugar y divertirse? Debías haber resistido. Debías haber luchado y vencido. Cediste demasiado pronto, te resignaste demasiado de prisa; no estabas hecho para la vida. ¿Quién se asusta por un par de fábulas, por dos o tres advertencias? Te parecías a tu padre: él halla cómodo descansar en Dios, y tú hallaste cómodo descansar no naciendo. ¿Quién de nosotros dos ha traicionado? Yo no. Estoy muy fatigada. Ya no siento las piernas, a ratos se me nubla la vista, y el silencio me envuelve como un zumbido de avispas. Sin embargo, no cedo, ¿ves? Aguanto. ¡Qué diferentes somos! No debo dormirme. Debo permanecer despierta y pensar. Si pienso, tal vez resista. ¿Desde cuándo estás en ese frasco? Es preciso que te acomode en un sitio más decoroso, pero ¿cuál? Tal vez a los pies de la magnolia. Pero resulta que la magnolia está lejos; está en el tiempo en que yo era pequeña. El presente no tiene magnolias. Mi casa, tampoco. Debería llevarte a casa. Pero por la mañana. Ahora es de noche: el cielorraso blanco se está volviendo negro. Y hace frío. Mejor que me ponga el abrigo para salir. ¡Ale, vamos, te llevo! Quisiera tenerte entre mis brazos, niño, pero ¡eres tan minúsculo! No te puedo abrazar. Puedo sostenerte en la palma de la mano, y eso es todo, siempre que no se te lleve una ráfaga de viento. Esto es algo que no comprendo: una ráfaga de viento puede robarte, y, sin embargo, eres tan pesado que me tambaleo. ¡Dame la mano, te lo ruego! ¡Así! Muy bien. Ahora eres tú el que conduce, el que me guía. Pero, entonces, ¡no eres un huevo, no eres un pececillo! ¡Eres un niño! Ya llegas hasta mis rodillas. No, hasta mi corazón. No, hasta el hombro. No eres un niño, ¡eres un hombre! Un hombre de dedos fuertes y amables. ¡Buena falta me hacen, ahora que soy vieja! Ni siquiera consigo bajar los escalones si no me sostienes. ¿Recuerdas cuando subíamos y bajábamos por esta escalera, teniendo cuidado de no caer, apretados el uno al otro en un abrazo de complicidad? ¿Recuerdas cuando te enseñaba a hacerlo tú solo, cuando hacía poco que caminabas, y contábamos los escalones riendo? ¿Recuerdas cómo aprendías, aferrándote a cada saliente, jadeando, mientras yo te seguía con los brazos tendidos? ¿Y el día que reñimos porque no atendías mis consejos? Después lo lamenté. Quise pedirte perdón, pero no lo conseguí. Te buscaba, desde bajo mis párpados, y tú también me buscabas desde bajo los tuyos, hasta que en tus labios floreció una sonrisa y comprendí que habías entendido. ¿Qué ocurrió después? Mi pensamiento se empaña, mis párpados parecen de plomo. ¿Es el sueño o es el fin? No debo ceder al sueño, al fin. Ayúdame a quedarme despierta. Contéstame: ¿fue difícil usar las alas? ¿Dispararon muchos sobre ti? ¿Les disparaste tú? ¿Te oprimieron en el hormiguero? ¿Cediste ante las decepciones y las iras, o bien te mantuviste recto como un árbol fuerte? ¿Descubriste si existen la felicidad, la libertad, la bondad, el amor? Espero que mis consejos te hayan sido útiles. Espero que tú nunca hayas gritado la atroz blasfemia “¿por qué habré nacido?”. Espero que hayas llegado a la conclusión de que nacer valía la pena: a costa de sufrir, a costa de morir. Estoy tan orgullosa de haberte arrancado a la nada, a costa de sufrir y de morir... Hace frío de veras, y el cielorraso blanco ahora es realmente negro. Pero ya hemos llegado, ahí está la magnolia. Coge una flor. Yo nunca lo conseguí; tú sí lo conseguirás. Ponte de puntillas, levanta un brazo. Así. ¿Dónde estás? Estabas aquí, me sostenías, eras mayor, eras un hombre. Y ahora ya no estás. Sólo hay un frasco de alcohol dentro del cual flota algo que no quiso convertirse en hombre o en mujer, que yo no ayudé a convertirse en hombre o en mujer. ¿Por qué hubiera debido hacerlo, me preguntas, por qué hubieras tú debido? ¡Pues porque la vida existe, niño! Se me pasa el frío al decir que la vida existe, se me pasa el sueño; me siento vida yo misma. ¡Mira, se enciende una luz! Se oyen voces. Alguien corre, grita, se desespera. Pero en algún otro sitio nacen mil, cien mil niños, y madres de futuros niños. La vida no te necesita a ti ni a mí. Tu estás muerto. Tal vez muera yo también. Pero no importa. Porque la vida no muere.
Titulo Original: LETTERA A UN BAMBINO MAI NATO
A quien no teme la duda
A quien se pregunta los porqué
Sin descanso y a costa
De sufrir de morir
A quien se plantea el dilema
De dar la vida o negarla
Está dedicado este libro
de una mujer
para todas las mujeres
Anoche supe que existías: una gota de vida que se escapó de la nada. Yo estaba con los ojos abiertos de par en par en la oscuridad y, de pronto, en esa oscuridad, se encendió un relámpago de certeza: sí, ahí estabas. Existías. Fue como sentir en el pecho un disparo de fusil. Se me detuvo el corazón. Y cuando reanudó su latido con sordos retumbos, cañonazos de asombro, me di cuenta de que estaba cayendo en un pozo donde todo era inseguro y terrorífico. Ahora me hallo aquí, encerrada bajo llave en un miedo que me empapa el rostro, los cabellos y los pensamientos. Y en este miedo me pierdo. Trata de comprender: no es miedo a los demás, que no me preocupan. No es miedo a Dios, en quien no creo, ni al dolor, que no temo. Es miedo de ti, del azar que te ha arrancado de la nada para adherirte a mi vientre. Nunca he estado preparada para recibirte, aunque te he deseado mucho. Siempre me he planteado esta atroz pregunta: ¿y si no te gustara nacer? Y si un día tú me lo reprocharas gritando: “¿Quién te ha pedido que me trajeras al mundo, por qué me has traído, por qué?” ¡La vida es tan ardua, niño! Es una guerra que se repite cada día, y sus momentos de alegría son breves paréntesis que se pagan a elevado precio. ¿Cómo sabré que no sería más justo eliminarte; cómo sabré que no prefieres ser devuelto al silencio? Tú no puedes hablarme. Tu gota de vida es tan sólo un nudo de células apenas comenzadas. Tal vez ni siquiera es vida, sino posibilidad de vida. Y, sin embargo, no sé qué daría para que pudieras ayudarme con un gesto, un indicio. Mi madre sostiene que yo se lo di, y por eso me trajo al mundo.
Mi madre no me quería, ¿sabes? Yo empecé por error, por un instante de distracción ajena. Y, a fin de que no naciera, todas las noches mi madre diluía en el agua una medicina. Luego la bebía, llorando. La bebió hasta la noche en que me moví, dentro de su vientre, y le solté un puntapié para decirle que no me arrojase. Se estaba llevando la copa a los labios. En seguida la apartó y derramó su contenido en el suelo. Algunos meses después, yo me revolcaba al sol, victoriosa. Ignoro si eso ha sido un bien o un mal. Cuando me siento feliz pienso que ha sido un bien; cuando me siento infeliz creo que ha sido un mal. No obstante, incluso cuando soy desdichada, pienso que me disgustaría no haber nacido, porque nada es peor que la nada. Yo, te lo repito, no tengo miedo al dolor. El dolor nace y crece con nosotros, y uno se acostumbra a él como al hecho de tener dos brazos y dos piernas. En el fondo, tampoco tengo miedo de morir, porque si uno muere significa que ha nacido, que ha salido de la nada. Yo temo la nada, el no estar aquí, el tener que admitir no haber existido, aunque sólo sea por casualidad, por error, por una distracción ajena. Muchas mujeres se preguntan: ¿por qué traer un hijo al mundo? ¿Para que tenga hambre, para que pase frío, para que sufra traiciones y ofensas, para que muera avasallado por la guerra o por una enfermedad? Y niegan la esperanza de que su hambre sea aplacada, de que su frío se desvanezca al calor, de que no carezca de fidelidad y respeto, de que viva largos años para tratar de borrar las enfermedades y la guerra. Quizás esas mujeres tengan razón. Pero ¿hay que preferir la nada al sufrimiento? Yo, hasta en las pausas en que lloro sobre mis fracasos, mis desilusiones y mis dolores, llego a la conclusión de que sufrir es preferible siempre a la nada. Y si amplío esta conclusión a la vida toda, al dilema de nacer o no nacer, termino por exclamar que nacer es mejor que no nacer. Sin embargo, ¿resulta lícito imponerte a ti ese razonamiento? ¿No equivale a traerte al mundo basándome tan sólo en mi convicción? Eso no me interesa, tanto más cuanto que no te necesito para nada.
No me has dado puntapiés; no me has enviado respuestas. Pero ¿cómo hubieras podido hacerlo? ¡Eres tan poca cosa! Si yo le pidiera al doctor que confirmara tu presencia, sonreiría burlón. Sin embargo, he tomado una decisión por ti: nacerás. Lo decidí tras haberte visto fotografiado. No era precisamente tu retrato, claro está; se trataba del grabado de un embrión cualquiera de tres semanas, publicado en un periódico para ilustrar un reportaje acerca de cómo se forma la vida. Y, mientras lo miraba, se me pasó el miedo con la misma rapidez con que me había invadido. Parecías una flor misteriosa, una orquídea transparente. En la parte superior se notaba una especie de cabeza con dos protuberancias que se convertirán en cerebro. Más abajo, como una cavidad que se transformará en boca. El texto correspondiente explica que a las tres semanas eres casi invisible: mides dos milímetros y medio. Y, sin embargo, crece en ti un atisbo de ojos, y algo que se asemeja a una columna vertebral, a un sistema nervioso, a un estómago, a un hígado, a unos intestinos, a unos pulmones Tu corazón ya está formado, y es grande: comparado con el mío, proporcionalmente, nueve veces mayor. Bombea sangre y late con regularidad desde el decimoctavo día: ¿cómo podría yo suprimirte? ¿Qué me importa si has comenzado por casualidad o por error? ¿Acaso el mundo en que estamos no comenzó también por casualidad y tal vez por error? Algunos sostienen que en un principio no había nada excepto una gran calma, un absoluto silencio inmóvil. Después, se produjo una chispa, un desgarrón, y lo que no era fue. A ese desgarrón pronto le siguieron otro y otro: cada vez más inesperados, más insensatos, de más imprevisibles consecuencias. Y una de tales consecuencias fue que brotó una célula, también por azar, tal vez por error, que en seguida se multiplicó por millones, por miles de millones, hasta que nacieron los árboles, los peces y los hombres. ¿Tú crees que alguien se planteó un dilema antes del estallido o de la célula? ¿Crees que se preguntó si aquello gustaría o no? ¿Crees que se preocupó por el hambre, el frío o la infelicidad? Yo no lo creo. Incluso si ese alguien hubiese existido -por ejemplo, un Dios que podamos considerar primer principio, más allá del tiempo y del espacio-, me temo que no se habría ocupado del bien y del mal. Todo ocurrió porque podía ocurrir; por tanto, tenía que ocurrir, según una prepotencia que era la única legítima. Y el argumento vale en lo que a ti se refiere. Asumo yo la responsabilidad de la elección.
Y la asumo sin egoísmo, niño; traerte al mundo, te lo juro, no me divierte. No me veo caminando por la calle con el vientre hinchado; no me imagino amamantándote, lavándote y enseñándote a hablar. Soy una mujer que trabaja, y tengo muchos otros compromisos y curiosidades; ya te dije que no te necesito. Pero, de todos modos, llevaré adelante tu gestación, te guste o no. Te impondré esa prepotencia que nos impusieron también a mí, a mis padres, a mis abuelos, a los abuelos de mis abuelos, y así hasta el primer ser humano parido por otro, le gustara o no. Si a aquél o aquélla se le hubiese permitido elegir, probablemente habría respondido, asustado: no, no quiero nacer. Pero nadie le preguntó su opinión, y así nació, vivió y murió tras haber parido otro ser humano al que no pidió tampoco su parecer, y el ciclo prosiguió durante millones de años, hasta nosotros. Cada vez se trató de una prepotencia sin la cual no existiríamos. ¿Crees que la semilla de un árbol no necesita coraje cuando perfora la tierra y germina? Bastan una ráfaga de viento para desprendería, y la patita de un ratón para aplastarla. Sin embargo, germina, resiste y crece, derramando otras semillas, hasta convertirse en bosque. Si tú gritas un día: “¿Por qué me has traído al mundo, por qué?”; yo te habré de responder: “Hice lo que han hecho y siguen haciendo los árboles durante millones y millones de años, y creí obrar bien”.
Lo importante consiste en no cambiar de idea al recordar que los hombres no son árboles; que el sufrimiento de un ser humano supera mil veces el de un árbol porque es consciente; que a ninguno de nosotros le beneficia el convertirse en bosque; que no todas las semillas de los árboles generan nuevos árboles: en su inmensa mayoría se pierden. Semejante cambio de idea es muy posible, niño: nuestra lógica está llena de contradicciones. Apenas afirmas una cosa ya ves su contraria. Y hasta puede ocurrir que te des cuenta de que lo contrario es tan válido como lo que antes afirmabas. El razonamiento que acabo de hacer podría invertirse con un simple castañeteo de los dedos. En efecto, así es; ya me siento confundida, desorientada. Tal vez porque no puedo confiarle todo esto a nadie, salvo a ti. Soy una mujer que ha elegido vivir sola. Tu padre no vive conmigo. Y no lo lamento, aunque, de vez en cuando, mi mirada busca la puerta por la cual salió, con su paso firme, sin que yo lo detuviera, como si ya no tuviéramos nada que decirnos.
Te he llevado al médico. Más que una confirmación, yo quería algún consejo. Como respuesta, ha meneado la cabeza y me ha llamado impaciente. Ha dicho que aún no puede asegurar nada, que vuelva a pasar dentro de quince días y que me haga a la idea de que se trata de un mero producto de mi fantasía. Volveré tan sólo para demostrarle que es un ignorante. Toda su ciencia no vale lo que mi intuición, y ¿cómo podría un hombre comprender a una mujer que sostiene, antes de tiempo, que está esperando un niño? Un hombre no queda embarazado. A propósito, dime: ¿eso es una ventaja o una limitación? Hasta ayer me parecía una ventaja; más aún: un privilegio. Hoy me parece una limitación; aún más: una pobreza. Hay algo glorioso en el hecho de encerrar en el propio cuerpo otra vida, en el hecho de saberse dos y no uno. En ciertos momentos, te invade hasta una sensación de triunfo, y, en la serenidad que acompaña al triunfo, nada te preocupa: ni el dolor físico con el que habrás de enfrentarte, ni el trabajo que deberás sacrificar, ni la libertad que habrás de perder. ¿Serás un hombre o una mujer? Quisiera que fueses mujer. Quisiera que tú experimentaras algún día lo mismo que experimento yo: no estoy en absoluto de acuerdo con mi madre, que considera una desgracia el nacer mujer. Mi madre, cuando se siente muy desdichada, se lamenta:
“¡Ah, si hubiese nacido varón!”. Ya sé: nuestro mundo es un mundo fabricado por los hombres para los hombres; la dictadura de ellos es tan antigua que hasta se extiende al lenguaje. Se dice hombres para decir hombres y mujeres; se dice niño para decir niño y niña; se dice hijos para decir hijo e hija; se dice homicidio para designar el asesinato de un hombre o de una mujer. En las leyendas que los hombres han inventado para explicar la vida, la primera criatura no es una mujer, sino un hombre llamado Adán. Eva llega después, para divertirlo y armar líos. En las pinturas con que adornan sus iglesias, Dios es un viejo con barba, nunca una anciana de blanca melena. Y todos sus héroes son varones, desde aquel Prometeo que descubrió el fuego hasta ese Icaro que intentó volar, e incluso aquel Jesús que declaran hijo del Padre y del Espíritu Santo, como si la madre que lo dio a luz fuera una incubadora o una nodriza. Y, sin embargo, o tal vez justamente por esto, ser mujer es fascinante. Constituye una aventura que requiere considerable valentía; un desafío que nunca llega a aburrir. Podrás emprender muchos caminos si naces mujer. Para empezar, tendrás que batirte para sostener que si Dios existiera bien podría ser una anciana de blanca cabellera o una chica guapa. Luego, tendrás que esforzarte en explicar que el pecado no nació el día en que Eva cogió una manzana: ese día nació una espléndida virtud llamada desobediencia. Por último, tendrás que batirte para demostrar que dentro de tu cuerpo liso y redondeado hay una inteligencia pidiendo a gritos que la escuchen. La maternidad no es un oficio y tampoco un deber, sino un simple derecho entre tantos otros. Te cansaras de gritarlo. Y, a menudo, casi siempre, perderás. Pero no debes desanimarte. Batirse es mucho más hermoso que vencer; viajar, mucho más divertido que llegar: cuando has llegado o has vencido, adviertes un gran vacío. Y para superar ese vacío debes emprender viaje nuevamente, debes crearte otras metas. Sí, espero que seas mujer; no me hagas caso si te llamo niño. Y espero que tú no digas jamás lo que dice mi madre. Yo Jamás lo he dicho.
Pero si naces varón, me sentiré igualmente contenta. Y tal vez más, porque te verás libre de muchas humillaciones, de muchas servidumbres, de muchos abusos. Si naces hombre, por ejemplo, no deberás temer que te violenten en la oscuridad de una calle. No deberás valerte de un bonito rostro para que te acepten al primer vistazo, ni de un bello cuerpo para esconder tu inteligencia. No serás objeto de juicios malévolos cuando duermas con quien te guste, ni oirás decir que el pecado nació el día en que cogiste una manzana. Te cansarás mucho menos. Podrás desobedecer sin ser escarnecido, amar sin despertarte por la noche, con la sensación de estar cayendo por un pozo; podrás defenderte sin terminar insultado. Naturalmente, te corresponderán otras esclavitudes, otras injusticias; tampoco para un hombre es fácil la vida, ¿Sabes? Dado que tendrás músculos más duros, te pedirán que lleves pesos más gravosos, y te impondrán responsabilidades arbitrarias. Puesto que tendrás barba, se reirán si lloras y hasta si necesitas ternura. Como tendrás una cola delante, te ordenarán que mates o te dejes matar en la guerra, y exigirán tu complicidad para perpetuar la tiranía que instauraron en las cavernas. Y, sin embargo -o precisamente por eso-, ser hombre constituirá una aventura maravillosa, una empresa que no te decepcionará jamás. Por lo menos, así lo espero, porque si naces varón confío en que seas un hombre como siempre lo he soñado: dulce con los débiles, feroz con los prepotentes, generoso con quien te quiere, despiadado con quien te manda. Por último, enemigo de quienquiera ande contando que los Jesús son hijos del Padre y del Espíritu Santo, y no de la madre que los dio a luz.
Niño, estoy tratando de explicarte que ser un hombre no significa tener una cola delante; significa ser una persona. Y a mí, ante todo, me interesa que tú seas una persona. La palabra persona es una palabra estupenda porque no pone límites a un hombre o a una mujer, no traza fronteras entre quien tiene cola y quien no la tiene. Por otra parte, la frontera que separa a quien tiene cola de quien no la tiene ¡es tan sutil...! En la práctica, se reduce a la capacidad de madurar o no una criatura en el vientre. El corazón y el cerebro no tienen sexo, y tampoco la conducta. Si eres una persona de corazón y cerebro, ten presente que yo, desde luego, no estar entre quienes te animen a que te comportes de un modo o de otro en cuanto varón o mujer. Te pediré tan sólo que explotes bien el milagro de haber nacido, y que no cedas nunca a la cobardía, que es una bestia que está siempre al acecho. Nos muerde a todos, cada día, y son pocos los que no se dejan despedazar por ella en nombre de la prudencia, de la conveniencia y a veces en nombre de la sensatez. Cobardes hasta que los amenaza un peligro, los humanos se vuelven arrogantes apenas el riesgo ha pasado.
Jamás debes evitar el riesgo, aunque el miedo te frene. Venir al mundo implica ya un riesgo: el de arrepentirse de haber venido.
Quizá sea prematuro hablarte así. Tal vez yo debiera ocultarte, por ahora, las fealdades y las tristezas, y relatarte un mundo de inocencias y júbilos. Pero sería como empujarte al engaño, como inducirte a creer que la vida es una blanda alfombra sobre la cual se puede caminar descalzo, y no un camino pedregoso, niño. Con las piedras de ese camino uno tropieza, y al caer se hiere. De esas piedras hemos de protegernos con zapatos de hierro. Y ni siquiera eso es suficiente, porque mientras te proteges los pies, alguien recoge siempre una piedra para tirártela a la cabeza. Y por hoy he concluido, hijo mío, hija mía. ¿Te agradó la lección? Quién sabe qué dirían algunos si me escuchasen. ¿Me acusarían de loca o, simplemente, de cruel? He mirado tu última fotografía: a las cinco semanas, mides menos de un centímetro de longitud. Estás cambiando mucho. Más que una flor misteriosa, pareces ahora una larva muy agraciada; mejor dicho, un pececillo al que le están brotando velozmente las aletas. Cuatro aletas que se volverán brazos y piernas. Los ojos ya son dos minúsculos granitos negros, con un círculo alrededor, ¡y tu cuerpo se prolonga en una colita! El texto dice que durante este período es casi imposible distinguirte de cualquier otro embrión de mamífero; si fueras un gato tendrías más o menos el mismo aspecto que ahora presentas. En efecto, la cara no está, ni tampoco el cerebro. Yo te hablo, niño, y tú no lo sabes. En la tiniebla que te envuelve ignoras hasta que existes. Yo podría deshacerme de ti, y tú nunca lo sabrías. No tendrías la posibilidad de llegar a la conclusión de si te he hecho un daño o un regalo.
Ayer cedí al malhumor. Debes disculparme por aquel discurso acerca de que podría eliminarte y tú no sabrías siquiera si te hice un daño o un regalo. Eran palabras y nada más. Mi elección no ha cambiado en absoluto, incluso si suscita sorpresa a mi alrededor. Anoche hablé con tu padre. Le dije que aquí estabas. Se lo anuncié por teléfono porque está lejos; y, a juzgar por lo que he oído, no le di una buena noticia. Me llegó, ante todo, un profundo silencio, como si se hubiera cortado la comunicación. Y después oí una voz que balbuceaba, ronca: “¿Cuánto hará falta?”. Le contesté, sin comprender: “Nueve meses, supongo. Mejor dicho, menos de ocho, a estas alturas”. Y entonces la voz dejó de ser ronca para volverse estridente: “Hablo de dinero”. “¿Qué dinero?”, pregunté. “El dinero para deshacerse de él, ¿no?” Sí, lo dijo exactamente así, “deshacerse”. ¡Ni que fueras un paquete! Y cuando, lo más serenamente posible, le expliqué que yo tenía muy distintas intenciones, se perdió en un largo razonamiento en el cual se alternaban ruegos y consejos, consejos y amenazas, amenazas y lisonjas. “Piensa en tu carrera, considera las responsabilidades; algún día podrías arrepentirte. ¡Qué dirán los demás!” Debe de haber gastado un dineral en esa llamada telefónica. De vez en cuando, la operadora intervenía con voz sorprendida y preguntaba:
“¿Continúa?”. Yo sonreía, casi divertida. Pero me divertí mucho menos cuando, envalentonado por el hecho de que yo escuchaba en silencio, concluyó que el gasto lo podíamos compartir ambos a partes iguales: al fin y al cabo, éramos “culpables ambos”. Sentí náuseas. Me avergoncé por él. Y colgué el auricular pensando que en otro tiempo lo amé.
¿Lo amé? Un día, tú y yo tendremos que discutir un poco acerca de este asunto llamado amor. Porque, honradamente, todavía no he comprendido de qué se trata. Tengo la sospecha de que consiste en un gigantesco embrollo inventado para que la gente se quede tranquilita y se distraiga.
De amor hablan los curas, los carteles publicitarios, los literatos, los políticos y los que hacen el amor, y en nombre de ese mismo amor hieren, traicionan y matan el alma y el cuerpo. Yo odio esa palabra que aparece por todas partes y en todos los idiomas. Amo-caminar, amo-beber, amo-fumar, amo-la-libertad, amo-a-mi-amante, amo-a-mi-hijo. Trato de no usarla nunca, de no preguntarme siquiera si aquello que perturba mi mente y mi corazón es lo que llaman amor. Pienso en ti en términos de vida. Y en cuanto a tu padre, mira, cuanto más lo pienso más creo que no lo he amado jamás. Lo he admirado, lo he deseado, pero no lo he amado. Y lo mismo ocurrió con los que le precedieron, fantasmas decepcionantes de una búsqueda siempre frustrada. ¿Frustrada? Para algo sirvió, después de todo: para comprender que nada amenaza tanto tu libertad como el misterioso impulso que una criatura siente hacia otra. Por ejemplo, un hombre hacia una mujer o una mujer hacia un hombre. No hay ligaduras, cadenas ni barreras que te obliguen a una esclavitud más ciega, a una impotencia mas desesperada. ¡Pobre de ti si te obsequias a alguien en nombre de ese impulso! No sirve más que para olvidarte de ti mismo, de tus derechos, de tu dignidad; es decir, de tu libertad. Como un perro que se afana en el agua, tratas en vano de alcanzar una orilla que no existe, la orilla que se llama Amar y ser Amado, y terminas anulado, burlado, desilusionado. En el mejor de los casos, acabas preguntándote qué te impulsó a tirarte al agua: ¿la disconformidad contigo mismo, la esperanza de hallar en otro algo que no veías en ti? ¿El miedo a la soledad, el tedio, el silencio? ¿La necesidad de poseer y ser poseído? según dicen algunos, en esto consiste el amor. Pero temo que sea mucho menos: un hambre que, una vez saciada, deja una especie de indigestión. Un vómito. Y, sin embargo, niño, debe de haber algo capaz de revelarme el significado de esa maldita palabra. Tiene que haber algo que me permita descubrir qué es; y eso, sin duda, existe. ¡Lo necesito tanto, tengo tanta hambre! Y pienso en esa necesidad, en esa hambre; tal vez sea cierto lo que siempre sostuvo mi madre: que amor es lo que experimenta una mujer hacia su hijo cuando lo toma en brazos y lo siente solo, inerme, indefenso. Por lo menos mientras es inerme e indefenso no te insulta, no te decepciona. ¿Y si te correspondiera a ti descubrirme el sentido de esas cuatro letras absurdas? ¿Precisamente a ti, que me robas a mí misma, me chupas la sangre y me respiras el aliento?
Hay un indicio. Los enamorados que están lejos uno de otro, se consuelan con las fotografías. Y yo ando siempre con tus fotografías entre las manos. Ya se me ha convertido en una obsesión. Apenas regreso a casa cojo ese periódico, calculo tus días, tu edad, y te busco. ¡Aquí estás, a las seis semanas, tomado de espaldas! ¡Qué bonito te has vuelto! Ya no eres pececillo ni larva, ya no cosa informe; pareces ahora una criatura, con esa cabezota calva y rosada. La columna vertebral está bien definida: es una franja blanca y firme situada en medio. Tus brazos ya no son protuberancias confusas ni aletas, sino alas. ¡Te han brotado alas! Dan ganas de acariciarlas, de acariciarte. ¿Qué tal lo pasa uno allí, en el huevo? Según las fotografías, estás suspendido en el interior de un huevo transparente que recuerda esos de cristal en los cuales se pone una rosa. Tú en el lugar de la rosa.
Del huevo sale un cordón que termina en un balón blanco, lejano, veteado de rojo y manchas azules. Visto así parece la Tierra, observada desde miles y miles de kilómetros. Sí, es exactamente como si de la Tierra partiera un hilo interminable, tan largo como la idea de la vida, y desde aquella distancia remota llegara hasta ti. Todo de una manera lógica y sensata. Pero ¿cómo se atreven a decir que el ser humano es un incidente de la naturaleza?
El médico me dijo que volviera a visitarlo transcurridas seis semanas. Iré mañana. En el alma me escuecen, alternándose, agujas de inquietud y llamaradas de alegría.
En un tono que oscilaba entre solemne y alegre, ha observado una hojita de papel y ha dicho: “La felicito, señora”. Automáticamente, le he corregido: “Señorita”. Ha sido como si le hubiera dado una bofetada. Solemnidad y alegría desaparecieron, y, clavándome la mirada con voluntaria indiferencia, repuso: ,”¡Ah!”. Luego tomó la pluma, tacho “señora” y escribió “señorita”. Así, en una habitación gélida y blanca, por medio de un hombre gélidamente vestido de blanco, la Ciencia me ha dado el aviso oficial de que existes. No me impresionó en absoluto, dado que ya lo sabía yo mucho antes que ella. Pero me sorprendió que se hiciera hincapié en mi estado civil y se efectuara esa corrección en el papel. Tenía todo el aire de una advertencia, de una futura complicación. Resultó escasamente cordial incluso el modo en que la Ciencia me ordenó acto seguido que me desvistiera y me tendiera sobre la camilla. Tanto el médico como la enfermera se portaban conmigo como si les resultara antipática. No me miraban cara a cara. Para compensar, se entrecruzaban miradas como para decirse quién sabe qué. Cuando me hube tendido sobre la camilla, la enfermera se enfadó porque no había abierto las piernas y no las había apoyado en los estribos metálicos. Lo hizo ella, molesta, diciendo: “¡Aquí, aquí!”. Yo me sentía ridícula y vagamente obscena. Experimenté gratitud hacia ella cuando me cubrió el vientre con una toalla. Pero entonces ocurrió lo peor, porque el médico se puso un guante de goma y me introdujo un dedo, con rabia. Apretó por dentro, hurgó y apretó de nuevo, haciéndome daño. Tuve miedo de que te quisiera aplastar porque yo no estaba casada. Por fin sacó el dedo y sentenció: “Todo bien, todo normal”. Me dio algunos consejos: me dijo que el embarazo no es una enfermedad sino un estado natural, y que, por tanto, es oportuno que yo siga haciendo las mismas cosas que antes. Lo importante es que no fume demasiado, que no lleve a cabo esfuerzos excesivos, que no me lave con agua demasiado caliente y que no albergue propósitos criminales. “¿Criminales?”, pregunté, estupefacta. Y él: “La ley lo prohibe. ¡Recuérdelo!”.
Para reforzar la amenaza me recetó algunas píldoras de luteína y me ordenó que volviera a verlo cada quince días. Me lo ordenó sin la mínima sonrisa, antes de informarme que el pago se efectuaba en caja. En cuanto a la enfermera, ni siquiera me saludó. Y hasta me pareció que, mientras cerraba la puerta, meneaba la cabeza en señal de reprobación.
Me temo que debas acostumbrarte a cosas como estas. En el mundo en que estás a punto de entrar, y pese a los discursos acerca de los tiempos que cambian, una mujer que espera un hijo sin estar casada es vista, la mayor parte de las veces, como una irresponsable. En el mejor de los casos, como una extravagante o una provocadora. O como una heroína. Nunca como una madre igual a todas las demás. El farmacéutico que me vendió las píldoras de luteína me conoce, y sabe que no tengo marido. Cuando le di la receta arqueó las cejas y me miró asustado. Después fui al modista para encargarle un abrigo. Se acerca el invierno y quiero que estés protegido. Con la boca llena de alfileres para ir marcando la tela, el modista empezó a tomarme las medidas. Cuando le expliqué que debía tomarlas muy amplias porque estaba embarazada y durante el invierno engordaría, enrojeció violentamente. Abrió la boca y temí que se tragara los alfileres. No se los tragó, a Dios gracias, pero se le cayeron al suelo. Se le cayó también el metro, y yo sentí una especie de pena por estarle imponiendo tanta consternación. Lo mismo ocurrió con el jefe. Nos guste o no, él es la persona que compra mi trabajo y nos da el dinero para vivir: hubiera sido poco honesto no informarle de que, dentro de algún tiempo, no podré trabajar. Por tanto, entré en su despacho y le puse al corriente. Se quedó sin aliento. Después se recobró y balbuceó que respetaba mi decisión; es más, que me admiraba muchísimo por haberla asumido, que me consideraba sumamente valerosa, pero que sería oportuno no andar contándoselo a todos. “Una cosa es hablar entre nosotros, gente de mundo, y otra cosa tratar de esto con quien no puede comprender. Tanto más cuanto que usted podría cambiar de idea, ¿no?” Insistió mucho sobre este asunto del cambio de idea. Por lo menos hasta el tercer mes tenía todo el tiempo para reflexionar, dijo, y reflexionar sería prueba de buen sentido: mi carrera estaba muy bien encauzada; ¿por qué interrumpirla a causa de un sentimentalismo? Que lo pensara bien: no se trataba de interrumpirla durante pocos meses o un año, sino de cambiar íntegramente el curso de mi vida. Ya no podría disponer de mí misma, y no olvidemos que la empresa me había apoyado basándose justamente en la disponibilidad que yo ofrecía. Él me reservaba muy buenos proyectos. Si cambiaba de parecer no tenía más que decírselo, me ayudaría.
Tu padre telefoneó por segunda vez. Le temblaba la voz. Quería saber si yo había tenido la confirmación. Le contesté que sí. Me preguntó por segunda vez cuándo habría “arreglado el asunto”. Por segunda vez colgué el auricular sin escucharlo. Lo que no entiendo es por qué, cuando una mujer anuncia que está legalmente embarazada, todos se ponen a festejaría, a quitarle de las manos los paquetes y a suplicarle que no se fatigue y que se quede tranquila. ¡Qué lindo! Felicitaciones, “pase, póngase cómoda, descanse”. Conmigo se quedan quietos, callados, o sueltan consideraciones acerca del aborto. Dirías que se trata de una conjura, de una conspiración para separarnos. Y hay momentos en que me siento inquieta, en que me pregunto quién ganará: ¿nosotros o ellos? Tal vez sea por culpa de esa llamada telefónica, que ha renovado amarguras que yo creía olvidadas y ofensas que consideraba superadas. Unas y otras me fueron infligidas por fantasmas gracias a los cuales comprendí que el amor es un enredo, una estafa. Las heridas se han cerrado y las cicatrices son apenas visibles, pero basta una llamada telefónica así para que vuelvan a doler, como las viejas fracturas de huesos cuando cambia el tiempo.
u universo es el huevo dentro del cual flotas, acurrucado y casi desprovisto de peso, desde hace seis semanas y media. Lo llaman bolsa amniótica, y el líquido que lo llena es una solución salina que sirve para eximirte de luchar contra la fuerza de gravedad y para protegerte de los golpes provocados por mis movimientos, y también para alimentarte. Hasta hace cuatro días, era, incluso, tu única fuente de nutrición. Mediante un proceso complicadísimo y casi incomprensible, tú tragabas una parte, absorbías otra, expelías otra más e incluso producías nuevo líquido. Desde hace cuatro días, en cambio, tu fuente de nutrición soy yo, a través del cordón umbilical. Muchas cosas han ocurrido durante estos días: me exalto y te admiro sólo pensándolo. La placenta que envuelve tu huevo como un cálido abrigo de pieles se ha reforzado; el número de tus células sanguíneas ha aumentado, y todo avanza a una velocidad loca: la trama de tus venas ya es visible. Son perfectamente visibles también las dos arterias, y la vena del cordón umbilical que te lleva mi oxígeno y las sustancias químicas que precisas. Además, se ha desarrollado tu hígado y tienes en boceto todos los órganos internos; ¡hasta tu sexo y tus órganos de reproducción han empezado a brotar! Tú ya sabes si serás hombre o mujer. Pero lo que más me exalta, niño mío, es que hasta te has construido las manitas. Ahora se te ven bien los dedos. Y ya tienes una pequeña boca ¡con labios!, un atisbo de lengua, los alvéolos para veinte dientecillos, y un par de ojos. ¡Tan minúsculo -ni siquiera un centímetro y medio- y tan liviano -menos de tres gramos-, y tienes ojos! A mí me parece literalmente imposible que todo esto haya ocurrido en el lapso de pocas semanas. Me parece irreal.
Sin embargo, en el comienzo del mundo, cuando se formó aquella célula y todo lo que nace, respira y muere para volver a nacer, debió de ocurrir lo mismo que sucede en ti: un hormiguear, un hincharse, un multiplicarse la vida cada vez más complicada, difícil, veloz, ordenada y perfectamente. ¡Cuánto trabajas, niño! ¿Quién ha dicho que duermes tranquilo, acunado por tus aguas? Tú no duermes nunca, no reposas nunca. ¿Quién ha dicho que permaneces en santa paz, en una armonía de sonidos que llegan dulcemente embotados hasta tu membrana? Estoy segura que hay un constante chapoteo junto a ti, un constante bombear, soplar y crujir; un estallido de rumores brutales. ¿Quién ha dicho que eres materia inerte, casi un vegetal que se puede extirpar con una cuchara? Sostienen que, si quiero librarme de ti, este es el momento. Mejor aún: el momento empieza ahora. En otras palabras: yo hubiera debido aguardar hasta que te volvieras un ser humano con ojos, dedos y boca, para matarte. Antes, no. Antes eras demasiado pequeñito para ser localizado y arrancado. Están locos.
Mi amiga dice que la loca soy yo. Ella, que está casada, ha abortado cuatro veces en tres años. Ya tenía dos hijos, y un tercero hubiera sido inadmisible. Su marido gana poco, ella tiene un empleo que le interesa y del cual, por otra parte, no puede prescindir. De los niños se ocupa su suegra, que -¡pobrecita!- no podría hacerse cargo de un parvulario. Los romanticismos son hermosos, pero la realidad es distinta, dice mi amiga. Las gallinas tampoco traen al mundo todos los hijos que podrían tener: si de cada huevo fecundado tuviese que nacer un pollito, el mundo sería un gallinero. ¿Acaso no sabes que muchas gallinas se comen sus propios huevos? ¿No sabes que los incuban sólo una o dos veces al año? ¿Y los conejos? ¿No sabes que algunas conejas se comen las crías más débiles para poder amamantar a las otras? ¿No sería mejor eliminarías desde el principio, en lugar de traerlas al mundo para comerlas y hacérselas comer a otros? En mi opinión, lo mejor sería no concebir, directamente. Pero apenas arriesgo esa opinión, mi amiga se enoja. Contesta que ella tomaba la píldora, ¡claro que la tomaba! Le hacía daño y, sin embargo, la tomaba. Pero una noche se olvidó, y de allí el primer aborto. Con sonda, me dice. No he comprendido bien qué puede ser dicha sonda.
Una aguja que mata, supongo. En compensación, me he enterado de que muchas la usan, aun sabiendo que provoca sufrimientos infinitos y que, a veces, significa la cárcel.
Te preguntas, acaso, por qué, desde hace algunos días, no hago más que hablarte de esto. No lo sé. Tal vez porque los demás me hablan del tema de una manera obsesionante, y esperan que yo tome la iniciativa. Tal vez porque, en determinado momento, yo también lo he pensado sin decírmelo. Tal vez porque no quiero confiarle a nadie otra duda que me envenena el alma. La sola idea de matarte, hoy, me mata; y, sin embargo, llego a tomarla en consideración. Me confunde aquel argumento de las gallinas. Me confunde el enfado de mi amiga cuando le muestro tu fotografía y señalo tus ojos y tus manos. Ella contesta que para ver tus ojos y tus manos de veras no bastaría ni un microscopio. Grita que vivo de fantasías y que pretendo racionalizar mis sentimientos y mis sueños. Hasta llega a exclamar: “Y entonces, ¿por qué sacas de la fuente de tu jardín los renacuajos, a fin que no lleguen a ser ranas y te molesten croando por la noche?”. Ya sé: sigo informándote sin piedad sobre las infamias de este mundo en el que te preparas a entrar, acerca de los horrores cotidianos que nosotros cometemos, y te expongo conceptos demasiado complicados. Pero, poco a poco, va madurando en mí la certeza de que igualmente los comprendes porque ya lo sabes todo.
Empezó el día en el que yo misma me torturaba el cerebro para tratar de explicarte que la Tierra es redonda como tu huevo, y que el mar está compuesto de agua igual a esa en que flotas, y no lograba expresar lo que me proponía. De repente, me paralizó la intuición de que mi esfuerzo era inútil, de que tú ya lo sabías todo y mucho más que yo, y desde entonces la sospecha de haber intuido con acierto ya no me abandona. Si en tu huevo hay un universo, ¿por qué no debería haber también un pensamiento? ¿No insinúan acaso algunos que el subconsciente es el recuerdo de la existencia que hemos vivido antes de nacer? ¿Lo es? En tal caso, tú, que lo sabes todo, dime: ¿cuándo empieza la vida? Dime, te lo suplico: ¿ha comenzado realmente la tuya? ¿Desde cuándo? ¿Desde que la gota de luz que llaman espermatozoide perforó y escindió la célula? ¿Desde que germinó en ti un corazón y empezó a bombear sangre? ¿Desde que florecieron en ti un cerebro y una médula espinal, y emprendiste el camino hacia la forma humana? ¿O bien ese momento aún no ha llegado, y sólo eres un motor en proceso de fabricación? ¡No sabes qué daría, niño, por romper tu mutismo, por penetrar en la prisión que te envuelve y que yo envuelvo; qué daría por verte, por escuchar tu respuesta!
Ciertamente, tú y yo formamos una extraña pareja. Todo en ti depende de mí, y todo en mí depende de ti: si enfermas, yo enfermo y si muero, tú mueres. Pero no puedo comunicarme contigo, ni tú conmigo. En medio de la que, tal vez, es tu sabiduría infinita, no conoces siquiera mi cara, mi edad ni el idioma en que hablo. Ignoras de dónde vengo, dónde estoy, qué hago en la vida. Si tú quisieras imaginarme no tendrías siquiera un solo elemento para adivinar si soy blanca o negra, joven o vieja, alta o baja. Y yo sigo preguntándome si eres o no una persona. Nunca dos seres extraños ligados al mismo destino fueron más extraños entre sí que nosotros. Nunca dos desconocidos que compartieran el mismo cuerpo fueron recíprocamente tan desconocidos ni estuvieron tan lejos el uno del otro.
He dormido mal y me ha dolido el bajo vientre. ¿Eras tú? Me revolvía angustiada en la cama, y el sueño era una obsesión de pesadillas absurdas. En una aparecía tu padre llorando. Nunca lo he visto llorar, y no le creía capaz de hacerlo. Sus lágrimas caían con retumbos de plomo en la fuente de mi jardín, que estaba llena de cintas interminables y gelatinosas. Dentro de las cintas había huevecillos negros que se estiraban en una especie de cola: los renacuajos. Yo no hacía caso de tu padre; me preocupaba tan sólo por los renacuajos, y los mataba para que no se convirtieran en ranas y me quitaran el sueño croando de noche. El sistema era sencillo: bastaba levantar las cintas con una rama y dejarlas sobre la hierba del jardín, donde el sol sofocaría a los renacuajos y los secaría. Pero las cintas se escurrían, resbaladizas, en rápidas volutas que volvían a caer en el agua y se hundían en el limo, y yo no lograba extenderlas sobre la hierba. Luego, tu padre no lloró más, se puso a ayudarme y conseguí mi propósito sin dificultad. Con una rama sacaba del agua aquellas cintas que a él no le resbalaban, y las amontonaba sobre la hierba, metódico y sereno. A mi todo eso me hacía sufrir, porque era como ver a decenas, a centenares de niños sofocándose y secándose al sol. Alterada, le quité la rama de las manos y grité: “¡Dejados en paz! Tú has nacido, ¿no?”. En la otra pesadilla aparecía un canguro. Era una hembra de cuyo útero había brotado una cosa tierna y viva, una especie de delicadísimo gusano. Éste miró a su alrededor, estupefacto, corno si tratara de entender dónde estaba, y empezó a trepar por el cuerpo peludo de la madre. Avanzaba lenta y fatigosamente, tropezando, resbalando y equivocándose, pero al fin llegó hasta el marsupio y, con un esfuerzo final tremendo, se arrojó dentro de cabeza. Yo me daba cuenta de que no eras tú, de que era el embrión del canguro, el cual nace así porque sale prematuramente de la prisión del huevo y completa su formación en el exterior. Pero le hablaba como si de ti se tratara. Le daba las gracias por haber venido a demostrarme que no era una cosa sino una persona. Le decía que ya no éramos dos extraños, dos desconocidos, y me reía, feliz. Reía... Pero llegó la abuela. Era muy vieja y estaba muy triste. Parecía que sobre sus hombros encorvados se asentara todo el peso del mundo.
Entre sus manos estropeadas sostenía un muñequito con los ojos cerrados y la cabeza desproporcionada. “¡Estoy tan cansada! -decía- ¡Siempre pagando los abortos! He tenido ocho hijos y ocho abortos. Si hubiese sido rica habría tenido dieciséis hijos y ni un solo aborto. No es verdad que una se acostumbre; cada vez es como si fuese la primera. Pero el cura no lo entendía.” El muñequito era del tamaño de un crucifijo de bolsillo. Levantándolo precisamente como un crucifijo, la abuela entró en una iglesia, se arrodilló ante un confesionario y empezó a musitar algo ante la celosía. Desde el interior del confesionario brotó una voz cruel, la voz del cura: “¡Usted ha matado a una criatura, ha matado a una criatura!”. La abuela temblaba del miedo de que otros lo oyeran. Imploraba: “¡No grite, padre, se lo ruego! Va usted a conseguir que me detengan! ¡Se lo ruego!”. Pero como la voz del cura no bajaba de volumen, la abuela huyó. Corría por la calle, perseguida por los policías, y era desgarrador ver a una vieja correr de ese modo. Yo me sentía desfallecer por ella, y pensaba: le estallará el corazón, se morirá. Los policías la alcanzaron junto a la puerta de casa. Le arrebataron el muñequito y le ataron los brazos. Ella dijo, altiva: “Estoy arrepentida; sin embargo, reincidiré. Nunca lo hago de buena gana, pero no puedo mantener a tantos hijos, no puedo”. Me despertaron esos dolores en el bajo vientre.
No debo ver otra vez a mi amiga. Sus argumentos son la causa de mis pesadillas. Anoche me invitó a cenar: su marido no estaba, y a ella le pareció que se trataba de una buena ocasión para hablarme de ti. Fue una tortura. Parece que un físico, el doctor H. B. Munson, está de acuerdo con las opiniones de ella. Incluso el feto, según sus declaraciones, es materia casi inerte, casi un vegetal que puede extirparse con una cuchara. Todo lo más, puede ser considerado como un “sistema coherente de potencialidades no realizadas”. Según algunos biólogos, en cambio, el ser humano empieza en el momento mismo de la concepción, porque el huevo fecundado contiene ADN, el ácido desoxirribonucleico, constituido por las proteínas que forman un individuo. El doctor Munson rechaza esta tesis argumentando que también el espermatozoide y el huevo no fecundado contienen ADN: ¿se pretende acaso considerar que el espermatozoide o el huevo son seres humanos? Por otra parte, algunos médicos consideran el feto como ser humano sólo a partir de la semana vigésimo octava, es decir, desde que puede sobrevivir fuera del útero aunque la gestación no haya llegado a su término. Y hay antropólogos para quienes ni siquiera el recién nacido es un ser humano hasta tanto no ha sido modelado por influencias culturales y sociales. Casi tuvimos una pelea. Mi amiga se inclinaba hacia la opinión de los antropólogos, y yo hacia la de los biólogos. Irritada, me acusó de estar del lado de los curas: ”¡Eres católica, católica, católica!”. Me sentí ofendida. No soy católica, y ella lo sabe. Además, no acepto que los curas tengan derecho a entremeterse en este asunto, y ella también lo sabe. Pero no puedo, de ningún modo, aceptar los principios arbitrarios del doctor Munson. Me resisto a comprender a las mujeres que se dejan introducir una sonda como quien toma una purga para eliminar un alimento indigesto. A menos que...
A menos que... ¿qué? ¿Estoy traicionando mi decisión? Creía sentirme ya tan segura, creía haber superado tan gloriosamente todas las incertidumbres, todas las dudas... ¿Por qué vuelven, ahora, camufladas bajo mil pretextos? ¿Acaso por este malestar que me produce mareos, por estos dolores que me acuchillan el vientre? Debo ser fuerte, niño. Debo tener fe en mí misma y en ti. He de llevarte hasta el final para que, cuando seas mayor, no te parezcas al cura que gritaba en mi sueño, ni a mi amiga, ni a su doctor Munson, ni a los policías que ataban los brazos de la abuela. El primero considera que eres propiedad de Dios, la segunda que perteneces a la madre, y los últimos que tu dueño es el Estado. Pero tú no perteneces a Dios, ni al Estado, ni me perteneces a mí. Te perteneces a ti mismo, y basta. Después de todo, fuiste tú quien tomó la iniciativa, y yo me equivocaba al creer que te imponía una elección. Teniéndote, no hago otra cosa que plegarme a tu imposición cuando se encendió tu gota de vida. No elegí nada; sólo obedecí. Entre tú y yo, la posible víctima no eres tú, niño; soy yo. ¿Acaso no es esto lo que quieres decirme cuando te abalanzas como un vampiro contra mi cuerpo? ¿No es esto lo que quieres confirmar cuando me regalas una náusea?
Me siento mal. Desde hace una semana el trabajo me fatiga. Se me ha hinchado una pierna. Seria terrible tener que renunciar al viaje que ya he proyectado, y así parece haberlo entendido el jefe. En tono casi amenazador me ha preguntado hoy “si podré”, y añadió que espera que sí. Se trata de un proyecto importante, hecho a la medida para mí. Al jefe le importa sobremanera, y a mí también. Si no pudiera viajar... . Pero claro que iré. ¿Acaso no dijo el doctor que el embarazo no es una enfermedad sino un estado normal, y que debo seguir haciendo la vida de siempre? Tú no me traicionaras.
* * *
Ha ocurrido una cosa que no preveía: el doctor me ordenó guardar cama. Y aquí estoy, inmóvil. Debo quedarme acostada y quieta. No es fácil, ya me entiendes, dado que vivo sola. Si alguien pulsa el timbre, tengo que levantarme para abrir la puerta. Y además he de comer, he de lavarme. Para cocinar una sopa o ir al cuarto de baño me veo obligada a levantarme, ¿sí o no? De la Comida, por ahora, se ocupa mi amiga. Le di las llaves y viene dos veces al día para traérmela, la pobre. Exclamé: “¡No quisiste el tercer hijo y ahora te toca adoptar a una adulta!”. Repuso que una adulta es mejor que una recién nacida, pues no hay que amamantaría. ¿Me crees si te digo que mi amiga es buena? Lo es, y no sólo porque viene aquí, sino porque ya no habla de aquel Munson ni de sus antropólogos. Parece, repentinamente, muy preocupada por el temor de que te pierda. No te alarmes: ese peligro no existe. El médico ha vuelto a examinarme y ha llegado a la conclusión de que progresas. La inmovilidad es una precaución por aquellos dolores, que atribuye a diversas causas. Has cumplido dos meses y, según parece, éste es un momento muy delicado, porque el embrión se convierte en feto. Estás formando tus primeras células óseas, que reemplazan a los cartílagos. Estás estirando las piernas, exactamente como un árbol que extiende sus ramas, y también en tus piececillos florecen ya los dedos. Debemos ser cautelosos hasta el tercer mes, después del cual podremos reanudar nuestras costumbres: este asunto de quedarme quieta y acostada no durará más que un par de semanas. Por eso al jefe le hice creer que padezco una fuerte bronquitis. Lo aceptó y me aseguró que, después de todo, el viaje puede retrasarse: todavía hay que planear muchos detalles. Menos mal; si supiera la verdad podría sustituirme, e incluso despedirme, lo cual sería un buen quebradero de cabeza para mí y para ti: ¿de que viviríamos? Por otra parte, tu padre no ha vuelto a dar señales de vida. Supongo que no desea verse implicado en todo esto. ¿Lo lamentas? Yo no. Lo poco que sentía hacia él se ha extinguido en dos conversaciones telefónicas. Más aún: en el hecho mismo de que me haya hablado por teléfono en vez de hacerlo cara a cara. Al regresar podía haber venido a verme, ¿no te parece? Sabe muy bien que no le pediría que nos casáramos, que nunca se lo he pedido, que no quiero casarme ni lo querría jamás.
¿Qué lo detiene, entonces? ¿Se siente acaso culpable de haberme amado en una cama? Un día, la abuela fue a confesarse de verdad y el cura le dio este consejo: “¡No vaya a la cama con su marido, no lo haga!”. En el fondo, para cierta clase de gente, la verdadera culpa de un hombre y una mujer consiste en amarse en una cama. Para no tener niños, dicen ellos, bastaría, sencillamente, volverse castos. De acuerdo. Visto que es un poco difícil establecer a quién le corresponde ser casto y a quién no, volvámonos castos todos y transformémonos en un planeta de viejos. Millones y millones de viejos incapaces de generar, mientras la raza humana se extingue, como en los cuentos de anticipación ambientados en Marte, sobre el fondo de maravillosas ciudades que se resquebrajan; ciudades habitadas tan sólo por fantasmas, los fantasmas de todos aquellos que hubieran podido ser y no han sido, los fantasmas de los niños que no han llegado a nacer. O bien volvámonos todos homosexuales. Total, el resultado sería el mismo: un planeta de viejos incapaces de generar, sobre el fondo de maravillosas ciudades que se resquebrajan, habitadas tan sólo por los fantasmas de los niños que no han llegado a nacer...
¿Y si, en cambio, utilizáramos a los viejos? En alguna parte he leído que se puede realizar el trasplante de embriones. Una conquista de la biología tecnológica. Se extirpa el huevo fecundado del vientre de la madre y se transfiere al vientre de otra mujer que está dispuesta a darle albergue. Se lo hace crecer allí. ¿Ves? Si otra mujer te diera albergue -por ejemplo, una vieja para la cual quedarse inmóvil no fuera una tortura-, nacerías igualmente y no estarías aquí afligiéndome. En el fondo, hacer niños es empresa de viejos. Tienen tanta paciencia los viejos... ¿Te ofendería ser trasplantado a un vientre que no fuera el mío? ¿Un buen vientre viejo que nunca te reprocharía nada? ¿Y por qué habrías de ofenderte? Yo no te negaría la vida; tan sólo te daría otro alojamiento.
Perdóname; estoy desvariando. Lo malo es que esta inmovilidad me pone nerviosa, me vuelve malvada.
Hoy tuve una dulce sorpresa. Sonó el timbre, me levanté rezongando, y era el cartero con un paquete enviado por vía aérea. Lo remitía mi madre, junto a una carta firmada por ella y por mi padre. Hace algunos días les informé acerca de ti. Me pareció que era mi deber. Y cada mañana esperaba su respuesta, estremeciéndome ante la idea de las cosas duras o doloridas que tal vez me escribirían. Son dos personas chapadas a la antigua, ¿sabes? En cambio, esta carta dice que, aunque se sienten desorientados y sorprendidos, se alegran y te dan la bienvenida. “No somos ya más que dos árboles secos; no tenemos nada que enseñarte. Eres tú, ahora, quien tiene algo que enseñarnos. Y si esa es tu decisión, quiere decir que así debe ser. Te escribimos para decirte que aceptamos tu lección.” Tras haber leído la carta, abrí el paquete. Contenía una cajita de plástico, y dentro había un par de zapatitos blancos. Pequeñitos, livianos y blancos. Tus primeros zapatitos. Caben en la palma de mi mano; ni siquiera llegan a cubrirla del todo. Se me hace un nudo en la garganta cuando los toco; se me derrite el corazón. Mi madre te gustará. Con ella tendrás dos madres, y será para ti una auténtica riqueza. Te gustará porque opina que sin niños se acabaría el mundo. Te gustará porque es grande y tierna, con una panza grande y tierna para que tu te sientes encima, dos brazos grandes y tiernos para protegerte y una carcajada que es un concierto de campanillas. Nunca he llegado a entender cómo consigue reírse de ese modo, pero pienso que es porque ha llorado mucho. Sólo quien ha llorado mucho puede apreciar los aspectos bellos de la vida y reír a gusto. Llorar es fácil; reír, difícil. Aprenderás rápidamente esta verdad. Tu encuentro con el mundo será un llanto desesperado. En los primeros tiempos sólo conseguirás llorar. Todo te hará llorar: la luz, el hambre y la rabia. Pasarán semanas y meses antes de que tu boca se abra en una sonrisa, antes de que tu garganta borbotee en una carcajada. Pero no debes desanimarte. Y cuando llegue la sonrisa, cuando llegue la carcajada, tendrás que regalármelas a mí para demostrarme que hice bien en no valerme de la biología tecnológica, que hice bien en no regalarte al vientre de una madre mejor y más paciente que yo.
He recortado la fotografía que te retrata a los dos meses exactos: un primer plano de tu rostro agrandado cuarenta veces. La clavé en la pared y la admiro desde aquí, desde la cama. Estoy obsesionada por tus ojos, tan grandes respecto al resto del cuerpo, tan abiertos. ¿Qué ven? ¿Agua y nada más? ¿Tan sólo las paredes de la prisión? ¿O bien las cosas que veo yo también? Una sospecha deliciosa me perturba: la sospecha de que vean a través de mí. Lamento que pronto los cierres. En el borde de tus párpados se está formando una sustancia pegajosa que dentro de algunos días adherirá los dos bordes para proteger las pupilas durante la fase final de su formación. No levantarás ya los párpados hasta el séptimo mes. Durante veinte semanas vivirás en la más completa oscuridad. ¡Lástima! O tal vez no... Sin tener nada para mirar, me escucharás mejor. Tengo todavía muchas cosas para decirte, y estos días de inmovilidad me proporcionan el tiempo adecuado, ya que mi única actividad consiste en leer o mirar la televisión. Sobre todo, tengo que prepararte para que te enfrentes a algunas novedades sumamente incómodas. La esperanza de que tú lo sepas ya todo, y mucho más que yo, no me convence demasiado, pero es difícil explicarte ciertas cosas porque tu pensamiento, si es que existe, actúa sobre hechos demasiado diferentes de los que encontrarás después. Tú estás solo, magníficamente solo allá dentro. La única experiencia que tienes es la de ti mismo. Nosotros, en cambio, somos millones y miles de millones. Cada experiencia nuestra depende de los demás, y también cada alegría, cada dolor y…
Mira, empiezo por aquí. Empiezo anunciándote que ya no estarás solo, y que si quieres librarte de los demás, de su forzosa compañía, no lo conseguirás. Aquí una persona no puede bastarse a sí misma en soledad, como lo haces tú. Si lo intenta, enloquece. En el mejor de los casos, fracasa. De vez en cuando, alguien prueba y huye al bosque o al mar jurando que no necesita de los demás, que los demás no volverán a encontrarlo nunca. Pero lo encuentran. O incluso es él quien regresa. Y así, derrotado, vuelve a formar parte del hormiguero, del engranaje, para buscar en él desesperadamente su libertad.
Oirás hablar mucho de libertad. En nuestro mundo es una palabra casi tan explotada como el término amor, que, ya te lo dije, es el más explotado de todos. Encontrarás hombres que se dejan despedazar en aras de la libertad, sufriendo torturas e incluso aceptando la muerte. Y confío en que seas uno de esos hombres. Empero, en el momento mismo en que te hagas destrozar en aras de la libertad, descubrirás que ésta no existe, que, todo lo más, existía mientras la buscabas: sería como un sueño, como una idea nacida del recuerdo de tu vida prenatal, cuando eras libre porque estabas solo. Yo repito siempre que estás aprisionado ahí dentro; sigo pensando que tienes poco espacio y que desde ahora incluso estarás a oscuras, pero en esa oscuridad, en ese reducido espacio, eres libre como no lo serás jamás en este mundo inmenso y despiadado. A nadie has de pedir permiso, ahí dentro, ni ayuda, porque nadie está a tu lado e ignoras qué es la esclavitud. Aquí afuera, en cambio, tendrás mil amos. Y el primer amo seré yo, que, sin quererlo -tal vez sin siquiera darme cuenta-, te someteré a imposiciones que son justas para mí pero no para ti. Esos lindos zapatitos, por ejemplo, son lindos para mí, mas ¿para ti? Gritarás, chillarás cuando te los ponga. Te molestarán, estoy segura, pero yo te los pondré igualmente, argumentando quizá que tienes frío. Poco a poco, te acostumbrarás a ellos. Te plegarás, domado, hasta el punto de sufrir si te faltan tus zapatitos. Y así comenzará una larga cadena de esclavitudes cuyo primer eslabón estará siempre representado por mí, de quien no podrás prescindir. Seré yo quien te alimente, quien te cubra, quien te lave, quien te lleve en brazos. Luego empezarás a caminar por tus propios medios, a comer solo, a elegir dónde ir y cuándo lavarte. Aparecerán entonces otras esclavitudes: mis consejos, mis enseñanzas, mis exhortaciones y tu propio miedo de causarme dolor al obrar de manera distinta a como yo te habré enseñado. Pasará mucho tiempo, a tus ojos, hasta que yo te deje partir como los pájaros arrojados del nido por sus progenitores cuando ya saben volar solos. Por fin ese momento llegará, y yo te dejaré partir, te permitiré atravesar la calle solo, con semáforo verde o rojo. Te empujaré a ello. Pero esto no aumentará tu libertad, porque quedarás encadenado a mí por la esclavitud de los afectos y las añoranzas. Algunos la llaman esclavitud de la familia. Yo no creo en la familia. La familia es una mentira construida por quien organizó este mundo para poder controlar mejor a la gente y explotar mejor la obediencia a las normas y a las leyendas. Uno se rebela más fácilmente si está solo, y se resigna mejor si vive en compañía de otros. La familia no es más que el portavoz de un sistema que no puede permitirte desobedecer, y su santidad no es tal. Sólo existen grupos de hombres, mujeres y niños obligados a llevar el mismo nombre y a vivir bajo el mismo techo, a menudo detestándose, odiándose. Y también existen la añoranza y las ataduras, arraigadas en nosotros como árboles que no ceden ni siquiera ante un huracán, inevitables como la sed y el hambre. Nunca puedes librarte de ellas, incluso silo intentas con toda la fuerza de tu voluntad y de tu lógica. Acaso crees haber logrado superarlas cuando, un día, vuelven a aflorar irremediablemente, y más despiadadas que cualquier verdugo, te anudan al cuello una soga y te estrangulan.
Junto con esas esclavitudes conocerás las que te serán impuestas por los otros, es decir, por los miles y miles de habitantes del hormiguero: sus costumbres y sus leyes. No imaginas hasta qué punto son asfixiantes sus costumbres, que has de imitar, y sus leyes, que has de respetar: no hagas esto, no hagas lo otro, haz esto y haz lo otro... Y todo ello, tolerable cuando vives entre buenas gentes que tienen cierta idea de la libertad, se vuelve infernal cuando vives entre prepotentes que te niegan hasta el lujo de soñar esa libertad, de realizarla en tu fantasía. Las leyes de los prepotentes sólo ofrecen una ventaja: puedes reaccionar contra ellas luchando y muriendo. Las leyes de las buenas gentes, en cambio, no te dejan escapatoria porque te inducen a convencerte de que es noble aceptarías. Cualquiera que sea el sistema en que vivas, no puedes rebelarte contra una ley que otorga siempre la victoria al más fuerte, al más prepotente, al menos generoso. Menos aún puedes contravenir la ley de que hace falta dinero para comer, para dormir, para caminar dentro de un par de zapatos y para calentarte en invierno, y que para tener dinero hace falta trabajar. Te explicarán un montón de cuentos acerca de la necesidad, la alegría y la dignidad del trabajo. No les creas jamás. Se trata de otra mentira inventada para conveniencia de quien organizó este mundo. El trabajo es un chantaje que sigue siendo tal incluso si te gusta. Trabajas siempre para alguien, nunca para ti mismo. Trabajas siempre con fatiga, nunca con alegría. Y jamás en el momento que te apetece. Aunque no dependas de nadie y cultives tu trozo de tierra, debes trabajar cuando lo quieran el sol, la lluvia y las estaciones. Aunque no obedezcas a nadie y te dediques al arte, es decir, te liberes, debes plegarte a las exigencias o los avasallamientos de otros. Quizás en un pasado muy lejano, tan lejano que toda memoria de él se ha perdido, las cosas no funcionaban así, y trabajar era una fiesta, una alegría. Pero existían pocas personas, en aquel tiempo, y podían aislarse y estar solas. Tú vienes al mundo mil novecientos setenta y cinco años después del nacimiento de un hombre que llaman Cristo, quien vino al mundo centenares de miles de años después de otro hombre cuyo nombre se ignora; y en estos tiempos las cosas están como te he dicho. Una estadística reciente afirma que ya somos cuatro mil millones. ¡Y cómo añorarás tu solitario chapotear en el agua, niño!
* * *
He escrito para ti tres fábulas. Mejor dicho, no las he escrito realmente porque, estando tendida en la cama, no puedo: sencillamente, las he pensado. Te cuento una. Había una vez una niña enamorada de una magnolia. La magnolia estaba en medio de un jardín, y la niña se pasaba días enteros mirándola. Desde arriba, porque vivía en el último piso de una casa que daba a ese jardín, y desde una ventanita que era la única abertura sobre aquel lugar. La niña era muy pequeñita, y para ver la magnolia tenía que trepar a una silla donde la sorprendía su madre, que se ponía a gritar: “¡Dios mío, se cae, se cae abajo!”. La magnolia era grande, y grandes eran sus ramas, sus hojas y las flores que se abrían como pañuelos limpios y que nadie cogía porque estaban demasiado altas. En efecto, tenían todo el tiempo necesario para envejecer, marchitarse y caer al suelo produciendo un leve ruido. La niña soñaba igualmente que alguien lograba coger una flor mientras era blanca, y en esa espera se quedaba mirando desde la ventana, con los brazos apoyados en el antepecho y el mentón apoyado sobre los brazos. Enfrente y alrededor no había casas; sólo un muro que se erguía abrupto junto al jardín y terminaba en una terraza con ropas puestas a secar. Se notaba cuando estaban secas por cómo restallaban al viento, y entonces llegaba una mujer que las recogía, las colocaba dentro de una cesta y se las llevaba. Pero un día la mujer llegó y, en vez de recoger las ropas, se puso también a mirar la magnolia, como si estuviera calculando la manera de coger una flor. Se quedó allí largo rato, pensando, mientras las ropas se agitaban al viento. Después llegó un hombre y la abrazó. También ella lo abrazó, y pronto cayeron a tierra, donde, juntos, se estremecieron largamente; por fin, se quedaron dormidos. La niña estaba asombrada, pues no comprendía por qué se quedaban durmiendo en la terraza en vez de ocuparse de la magnolia, de tratar de coger alguna flor, y esperaba pacientemente que despertasen, cuando apareció otro hombre muy enfadado. No dijo nada, pero era evidente que estaba furioso, porque de inmediato se arrojó sobre los otros dos. Primero sobre el hombre, quien, empero, dio un salto y huyó; después sobre la mujer, que echó a correr entre las ropas. Él también corría, para atraparla, y por fin lo consiguió. La levantó como si no pesara y la arrojó al vacío, sobre la magnolia. La mujer empleó mucho tiempo en alcanzar el árbol, pero al fin llegó y se poso en las ramas con un rumor más sordo que el de las flores marchitas que caían al suelo. Una rama se rompió y, en el instante mismo en que se quebraba, la mujer se aferró a una flor, la arrancó y se quedó allí, quieta, con su flor en la mano. Entonces la niña llamó a su madre y le dijo:
“Mamá, han tirado a una mujer sobre la magnolia y ha cogido una flor”. La madre acudió y gritó que la mujer estaba muerta, y desde aquel día la niña creció convencida de que para coger una flor, una mujer tenía que morirse.
Aquella niña era yo, y quiera Dios que tú no tengas que aprender, como tuve que hacerlo yo, que gana siempre el más fuerte, el más prepotente, el menos generoso. Dios quiera que no lo aprendas tan pronto como yo y no te convenzas, además, de que una mujer es quien primero paga por esa realidad. Pero me equivoco al esperar lo contrario. Tengo que desearte, en cambio, que pierdas pronto esa virginidad que se llama infancia o ilusión. Debo prepararte desde ahora para que te defiendas, para que seas más rápido y más fuerte, y arrojes tú al otro de la terraza. Especialmente si eres una mujer. Esa también es una ley no escrita, pero obligatoria. O tú o yo; o me salvo yo o te salvas tú. Tales son los términos de esta ley. ¡Ay de quien la olvida! Aquí, en este mundo, todos causan daño a alguien, niño. Si no lo hace, sucumbe. Y no hagas caso a quien te dice que sucumbe el mejor. Sucumbe el más débil, que no es necesariamente el mejor. Yo nunca he pretendido que las mujeres fuesen mejores que los hombres, y que por su bondad merezcan no morir. Ser buenos o malos no viene a cuento; aquí la vida no depende de eso sino de una relación de fuerzas basada en la violencia. La supervivencia es violencia. Calzarás zapatos de cuero porque alguien ha matado una vaca y la ha desollado para utilizar su piel. Te protegerás con un abrigo de pieles porque alguien ha matado a una bestia, a cien bestias, para utilizar sus pieles. Comerás higadillos de pollo porque alguien ha matado pollos que no hacían el menor daño a nadie. Y esto tampoco es cierto, porque también los pollos hacen daño a alguien: devoran los gusanitos que mordisqueaban en paz su ensalada. Hay siempre alguien que se come a otro para sobrevivir, desde los hombres hasta los peces. También estos últimos se comen entre ellos: los más grandes se tragan a los más pequeños. Y así las aves, los insectos y todos los demás. Que yo sepa, sólo plantas y árboles no devoran a nadie; se alimentan de agua, de sol y de nada más. Pero, a veces, se roban entre ellos el sol y el agua, ahogándose y exterminándose unos a otros. ¿Es oportuno que tú te enteres de semejantes horrores, tú que vives, te alimentas y te calientas sin matar a nadie?
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Esta es también una fábula. Había una vez una niña a la que gustaba mucho el chocolate. No obstante, cuanto más le gustaba menos comía ¿Y sabes por qué? En otros tiempos le habían dado todo el chocolate que deseaba; eran los tiempos en que vivía en una casa llena de cielo que entraba por las ventanas. Pero un día se despertó en una casa sin cielo y sin chocolate. Desde sus ventanas, situadas casi junto al cielorraso y protegidas por una reja, como en las cárceles, se veían tan sólo pies que iban y venían. También se veían perros, y de momento producía satisfacción ver los perros enteros, incluida la cabeza. Pero luego levantaban la pata y hacían pis sobre la reja mientras la mamá de la niña se lamentaba: “¡Eso no, eso no!”. La mamá, por otra parte, lloraba siempre, incluso cuando se dirigía a la gran panza que le levantaba el delantal; le hablaba a alguien que estaba encerrado allí dentro, y le decía: “¡No hubieras podido elegir un momento peor!”. Tras lo cual papá empezaba a toser, en la cama, con una tos que lo dejaba como muerto. Papá se quedaba en la cama incluso de día, con el rostro amarillo y los ojos brillantes y tristes. Según los cálculos de la niña, el fin del chocolate coincidió con la enfermedad del papá y la mudanza a aquella casa sin cielo y sin alegría. En otras palabras, con la falta de dinero.
Para conseguir dinero, la mamá de la niña iba a limpiar la casa de una hermosa señora a la que tuteaba y que la tuteaba. Se trataba de una tía suya, rica, que siempre cambiaba de vestido. Hasta se murmuraba que tenía un bolso para cada vestido y un par de zapatos por cada bolso. Su casa estaba junto al río, y por las ventanas entraba todo el cielo de la ciudad. Pero aun así la bella señora estaba disconforme. Siempre se quejaba: porque un sombrero no le quedaba bien, porque su gato estornudaba o porque su criada se había ido un mes al campo y no daba señales de regreso. La mamá de la niña, por tanto, sustituía a aquella sirvienta desconsiderada: todos los días, de nueve a una. Dejaba a su marido solo, y se llevaba a la niña porque -decía- tomar el aire le iría mejor que quedarse junto a un hombre con los pulmones agujereados. La llevaba a pie, en un largo viaje, recorriendo calles que nunca se acababan. Caminando, se preguntaba siempre qué nueva desdicha expondría aquella vez la hermosa señora. Antes de pulsar el timbre, murmuraba:
“¡Ánimo!”. Al sonido del timbre respondía una voz arrastrada, luego un paso mas arrastrado todavía, y la puerta se abría ante una bata larga hasta los pies: unas veces blanca y otras rosa o azul. Entraban pisando alfombras, y la mamá depositaba a la niña en una banqueta, como si fuera un paquete. Le decía que se quedara quieta y callada y que no molestase. Luego, desaparecía en la cocina para lavar los platos. La bella señora, en cambio, se recostaba en un diván, leyendo el periódico y fumando con boquilla. Evidentemente, no tenía otra cosa que hacer. Y la niña no entendía por qué motivo no se lavaba ella misma los platos, en vez de hacérselos lavar a mamá, que tenía la panza tan hinchada.
Aquella mañana, la bella señora se quejaba por un asunto de dinero. Había empezado mientras mamá lavaba los platos y seguía mientras limpiaba la sala. “¿Te das cuenta? -repetía-. Sólo quiere darme esa cifra.” Y cuando la mamá de la niña repuso que “con esa cifra yo me sentiría una princesa”, la otra se enfadó. “A mí apenas si me alcanza para el taxi -dijo- ¡No querrás compararte conmigo, supongo!” La mamá de la niña se ruborizó, y con la excusa de quitar el polvo de la alfombra se arrodilló en el suelo e inclinó la cara sobre la alfombra. La niña sintió como un picor en la garganta. Y estaba por soltar las lágrimas que le ardían en los ojos cuando su atención fue captada por unos objetos de oro que brillaban al sol: una bombonera de cristal llena de bombones. Pero no se trataba de bombones normales, sino de bombones dos o tres veces mayores que los que acostumbraba comer en los remotos días de la casa con cielo. De pronto, el picor de la garganta desapareció y, en su lugar, se formó un líquido que tenía el sabor del chocolate. Su mamá se dio cuenta. Le clavó una mirada para advertirle: si pides algo, ¡te arrepentirás! La niña comprendió y se puso a mirar el cielorraso fijamente, con dignidad. Estaba observando el techo cuando la bella señora se levantó y, con aire aburrido, se dirigió al balcón, donde se quedó acariciándose una muñeca. El balcón se asomaba sobre otro balcón, más grande. Y en el segundo balcón había dos niños ricos. A la niña así le constaba porque los vio una vez, y comprendió que eran ricos porque eran hermosos. Poseían la misma belleza que la señora. Siempre acariciándose la muñeca, ésta los divisó. Sonrió, extasiada, y se asomó para llamarlos: “Bonjour, mes petits pigeons! Ca va, aujourd'hui?”. Y luego: “Attendez, attendez! Il y a quelque chose pour vous!”. Entró en la sala, tomó la bombonera de cristal, la destapó, la llevó hasta el balcón sosteniéndola con delicadeza, y empezó a arrojar bombones hacia abajo. Los arrojaba y decía: “¡Bombones para mis pichoncitos! ¡Bombones para mis pichoncitos!”. Arrojó más de la mitad, entre un restallar de risas; por fin dejó nuevamente la bombonera sobre la mesa y sacó otro bombón. Lo despojó lentamente de su papel de oro, lo levantó un instante pensando quién sabe qué, y se lo comió. Mientras, la niña miraba.
Desde aquel día no puedo comer chocolate. Si lo como, vomito. Pero espero que el chocolate te guste, hijo, porque quiero comprarte mucho, mucho. Quiero cubrirte de chocolate para que tú lo comas por mí, hasta la náusea, hasta el olvido de aquella injusticia que todavía llevo a cuestas con rencor. Conocerás la injusticia tan bien como la violencia: he de prepararte también para eso. Y no me refiero a la injusticia de matar un pollo para comerlo, una vaca para desollarla o a una mujer para castigarla; aludo a la injusticia que separa al que tiene del que no tiene. Es la injusticia que deja este veneno en la boca, mientras la madre embarazada limpia la alfombra ajena. Cómo se puede resolver este problema, no lo sé. Todos aquellos que lo han intentado sólo consiguieron sustituir la persona que limpia la alfombra. En cualquier sistema que nazcas, bajo cualquier ideología, siempre hay un fulano que limpia la alfombra de otro, hay siempre una niña humillada por un deseo de bombones. Nunca encontrarás un sistema, una ideología, que pueda cambiar el corazón de los hombres y borrar de él la maldad. Cuando te digan con-nosotros-es-distinto, contesta: ¡mentiroso! Luego desafíalo a que te demuestre que en su sistema no existen comidas para ricos y comidas para pobres, casas para ricos y casas para pobres, temporadas para ricos y temporadas para pobres. El invierno es una temporada para ricos. Si eres rico, el frío se vuelve un juego porque te compras un abrigo de pieles, te instalas calefacción y vas a esquiar. Si eres pobre, en cambio, el frío se convierte en una maldición y aprendes a odiar hasta la belleza de un blanco paisaje bajo la nieve. La igualdad, hijo, existe sólo donde tú estás ahora, lo mismo que la libertad. En el huevo somos todos iguales. Pero ¿es oportuno que tú hayas de conocer ahora semejantes injusticias, tú que vives allí sin ser siervo de nadie?
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Esta no sé si es una fábula, pero te la cuento igual. Había una vez una chiquilla que creía en el mañana. Por cierto que todos le enseñaban a creer en el mañana, asegurándole que ese mañana es siempre mejor. Se lo aseguraba el cura cuando hacía retumbar en la iglesia sus promesas y anunciaba el Reino de los Cielos. Se lo aseguraba la escuela cuando le demostraba que la humanidad progresa y que en otros tiempos los hombres vivían en las cavernas, después en casas sin calefacción y más tarde en casas con calefacción. Se lo aseguraba su padre cuando le mostraba los ejemplos de la historia y sostenía que los prepotentes sucumben siempre. La chiquilla retiró muy pronto su confianza al cura. El mañana de él era la muerte, y a la chiquilla no le interesaba en lo más mínimo vivir después de muerta en un lujoso hotel llamado Reino de los Cielos. A la escuela le retiró su confianza un poco más tarde, durante un invierno en que sus pies y manos se cubrieron de sabañones y de llagas. Sí, era una gran cosa que los hombres hubieran pasado de las cavernas a la calefacción, pero ella no tenía calefacción. En cambio, perseveró en la ciega confianza hacia su padre, un hombre muy valiente y obstinado. Desde hacía veinte años luchaba contra unos poderosos personajes vestidos de negro, y cada vez que ellos le rompían la cabeza decía, valiente y obstinado: “Llegará el mañana”. En aquella época había guerra. Los poderosos personajes vestidos de negro parecían estar ganándola, pero él negaba con el gesto y decía, valiente y obstinado: “Llegará el mañana”.
La chiquilla le creía porque fue testigo de lo ocurrido una noche de julio. Esa noche expulsaron a los poderosos personajes, y pareció que aquella guerra -la suya- terminaba para dar paso al mañana. Pero en septiembre los poderosos personajes volvieron con otros que hablaban alemán. La guerra arreció. La chiquilla se sintió traicionada. Interrogó a su padre, que repuso: “Llegará el mañana”. Y la convenció demostrándole que el mañana no podía tardar, dado que ya no eran ellos los únicos que esperaban: estaban llegando amigos, todo un ejército de amigos, los aliados. Al día siguiente la ciudad de la chiquilla fue bombardeada por los amigos, los aliados, y una bomba cayó justamente delante de su casa. La chiquilla se quedó desconcertada. Si eran amigos, ¿por qué hacían aquello? Su padre contestó que, lamentablemente, tenían que hacerlo y que todo eso no disminuía en nada su amistad. Para convencerla mejor, llevó a su casa a dos de los que arrojaban las bombas. Hasta poco antes prisioneros de los poderosos personajes, habían huido. Era necesario ayudarlos -explicó su padre-, dado que el mañana era una causa común. La chiquilla asintió. Junto con el padre, que por ellos arriesgaba verse ante un pelotón de fusilamiento, los escondió, los alimentó y los acompañó hasta una aldea segura. Luego, se puso a esperar pacientemente el ejército que traería el mañana. Dicho ejército no llegaba nunca. Pasaban las semanas y los meses, y mientras tanto la gente moría bajo las bombas, las torturas y los fusilamientos: el famoso mañana parecía ya un sueño hecho de sueño y nada más. También el padre de la chiquilla fue detenido, golpeado y torturado. La chiquilla fue a la cárcel a verlo y no lo reconoció, de tanto que lo habían apaleado. Pero aun en la cárcel, incluso apaleado, dijo: “Llegará el mañana. Un mañana sin humillaciones”.
Y el mañana llegó, por fin. Era una madrugada de agosto, y durante la noche la ciudad se vio sacudida por tremendas explosiones. Habían volado los puentes y las carreteras, y habían muerto más inocentes. Pero después surgió esa alborada, espléndida como las campanas de Pascua, y esa alborada trajo a los amigos. Avanzaban bellos, sonrientes y alegres, como ángeles de uniforme, y la gente les salía al paso arrojándoles flores, gritándoles palabras de gratitud. El padre de la chiquilla, liberado, recibía de todos un saludo deferente, y en sus ojos brillaba la luz de quien ha conocido la fe. Después se acerco alguien y le dijo que fuera de prisa al comando aliado: algo muy grave sucedía. El padre de la chiquilla corrió, preguntándose qué podía ser ese algo tan grave. Y el algo tan grave era un hombre que sollozaba en un prado con la cara hundida en la hierba. Tendría unos treinta años. Vestía un traje azul, evidentemente elegido para recibir a los amigos, y en el ojal de su chaqueta florecía una gran rosa roja de papel. Delante de él -mejor dicho, sobre él- un ángel de uniforme le apuntaba con su metralleta. El padre de la chiquilla se inclinó sobre el hombre: “¿Qué ha hecho?”. El otro redobló los sollozos y se limitó a maullar: “¡Madre mía, madre mía, madre mía!”. El padre de la chiquilla pidió hablar con el comandante aliado. Este lo recibió levantando una cara afilada, adornada de bigotitos color zanahoria y agitando una fusta: “¿Usted es uno de los llamados representantes del pueblo?”. El padre de la chiquilla contestó que sí. “Entonces, sepa que su pueblo nos ha dado la bienvenida robando. Aquel hombre ha robado.”
El padre de la chiquilla preguntó qué había robado. “Un bolso lleno de comida y documentos”, silbó la fusta. El padre de la chiquilla preguntó qué documentos. “La libreta de baja del sargento propietario del bolso”, volvió a silbar la fusta. El padre de la chiquilla preguntó si se había hallado la libreta. “Sí, pero rota!”, silbó una vez más la fusta. El padre de la chiquilla observó que tal vez se pudiera pegar. ¿Y la comida? ¿También la comida había sido encontrada? “¡La comida se la comió ése! ¡Toda la ración de un día!”, gritó la fusta, enloquecida. El padre de la chiquilla contuvo una sonrisa. Repuso que, sin duda, todo eso era muy lamentable. Como representante del pueblo se haría cargo del ladrón para su custodia y tramitaría el reembolso al perjudicado, más la indemnización correspondiente. Entonces, la fusta dibujó una gran voluta en el aire y replicó que en el Ejército inglés a los ladrones se les fusila. En cuanto al representante del pueblo, ¡que se largara! Afuera, el ladrón seguía llorando con la cara hundida en la hierba: “¡Madre mía, madre mía, madre mía!”. El ángel de uniforme seguía sobre él con las piernas abiertas y la metralleta. Las piernas eran toscas y peludas, y la metralleta apuntaba a la nuca. Al pasar, la chiquilla oyó un chasquido metálico. El chasquido que produce el seguro cuando lo quitan.
La chiquilla nunca supo si el ladrón fue ajusticiado, pero desde entonces desconfió para siempre de la palabra mañana. Y dado que su mente había asociado las palabras mañana y amigos, en lo sucesivo desconfió también de los amigos. Tras el Ejército inglés llegó el norteamericano. Todos decían que los norteamericanos serian mejores y más cordiales, y la chiquilla confió en que fuera verdad, puesto que muchos de ellos reían a grandes carcajadas llenas de humanidad. Pronto, empero, se dio cuenta de que con sus grandes carcajadas llenas de humanidad ellos también violentaban, corrompían y se comportaban como amos: el mañana era un miedo nuevo. El hambre, en cambio, seguía siendo la misma. Para aplacarla, algunas mujeres se prostituían y otras lavaban la ropa de los nuevos amos. Cada terraza, cada patio era todo un balancearse de uniformes, calcetines y camisetas; un desafío a quién lavaba más. Seis pares de calcetines, un pan. Tres camisetas, una latita de carne y judías. Un uniforme, dos latitas de carne. El padre de la chiquilla no permitía que su mujer y su hija tocasen aquella ropa sucia. Decía que, bien o mal, el mañana había empezado y era menester defenderlo con dignidad. Para demostrarlo, invitaba a comer a los “amigos” y les daba su propia ración de comida fresca. Una noche les dio hasta su reloj de oro, tras pronunciar un hermoso discurso en el que recordó a los prisioneros a quienes había ayudado por el mañana, que era una causa común y seguía siéndolo. Los amigos cogieron el reloj de oro y, como respuesta, ofrecieron ropa que lavar. La chiquilla se ofendió, pero el hambre es una bestia llena de tentaciones: pocos días después, a escondidas de su padre, lo pensó mejor y pidió ropa sucia para lavar. Llegaron dos sacos: uno contenía la ropa y el otro, comida. El de la comida fue abierto inmediatamente y vaciado de su contenido: dos latitas de judías en salsa, dos panes, un frasquito de cacahuetes y un botecito entero de helado de fresa. El de la ropa sucia fue abierto más tarde. En cuanto la chiquilla lo vació en la pila, enrojeció de rabia. Todas las prendas eran calzoncillos sucios.
Lavando los calzoncillos sucios de los demás me di cuenta de que nuestro mañana no había llegado, y tal vez no llegaría nunca. Seguirían siempre estafándonos con promesas, en medio de un rosario de decepciones aliviadas mediante falsos alivios, míseros regalos y lastimosas comodidades para mantenernos quietos. ¿Llegará para ti, alguna vez, mi mañana? Lo dudo. Hace siglos, hace miles de años que la gente trae hijos al mundo confiando en el mañana, esperando que esos hijos vivan mejor que ellos. Y ese mejor se concreta al máximo en la conquista de un miserable calefactor. De acuerdo; un calefactor es una gran cosa cuando se tiene frío. Pero no te da felicidad, ciertamente, ni defiende para nada tu dignidad. Con calefactor sigues sufriendo prepotencias, disgustos y chantajes, y el mañana sigue siendo mentira. Al principio yo te decía que nada es peor que la nada y que el dolor no debe inducir al miedo, como tampoco la muerte, pues si uno muere quiere decir que ha nacido. Te decía que nacer siempre vale la pena, ya que la alternativa es el vacío y el silencio. Pero ¿era justo decir eso, niño? ¿Es justo que tú nazcas para morir bajo una bomba o ante el fusil de un sargento porque, de puro hambriento, robaste una ración de rancho? Cuanto más creces, más me asusto. Ha desaparecido casi totalmente el entusiasmo que al principio me exaltaba, la gloriosa certeza de haber captado la verdad de la verdad. Y en la duda me agoto cada vez más; en esta duda subrepticia que sube y baja como la marea, ora cubriendo en oleadas la playa de tu existencia, ora retirándose para dejarla cubierta de detritos. Créeme, no quiero desanimarte e inducirte a no nacer; sólo quiero compartir contigo mi responsabilidad, y adorarte a ti la tuya. Todavía tienes tiempo para pensarlo, niño; es más: para volver a pensarlo. Por lo que a mí respecta, aunque sea a través de altas y bajas mareas, estoy preparada. Pero ¿y tú? Ya te he preguntado si estás dispuesto a ver cómo arrojan a una mujer sobre una magnolia, a ver cómo llueve chocolate sobre quien no lo necesita. Ahora te pregunto si estás dispuesto a correr el riesgo de tener que lavar los calzoncillos de los demás y descubrir que el mañana es un ayer. Y tú te encuentras en un sitio donde ayer es un mañana, y donde cada mañana constituye una conquista. Aún no conoces la peor de las realidades: que el mundo cambia y sigue siendo como antes.
* * *
Diez semanas. Estás creciendo con rapidez impresionante. Hace dos semanas medías menos de tres centímetros y no pesabas ni cuatro gramos. Ahora mides seis centímetros y pesas ocho gramos. Estás completo. Del antiguo pececillo sólo perdura el hecho de que inspiras y espiras agua por los pulmones. Tu esqueleto de ser humano está formado, con huesos que reemplazan a los cartílagos. Tus costillas se están pegando entre sí por los extremos, tal como si tu cuerpo se abotonase por delante, igual que un abrigo. Tu huevo, aún levitando, se vuelve cada vez mas estrecho para ti; pronto lo encontrarás incómodo. Te agitarás, te estirarás, y tus brazos y piernas llevarán a cabo los primeros movimientos. Un codazo por aquí, un rodillazo por allá. Es lo que estoy esperando. El primer golpe será una señal, un asentimiento. Yo hice lo mismo -¿recuerdas ?- para decirle a mi madre que no volviera a tomar aquella medicina. Y entonces ella la tiró. Ciertamente, esta es una espera inversamente proporcional a tu crecimiento: más lenta a medida que éste es más veloz. Me recuerda el ejército que no llegaba nunca. La culpa es de la inmovilidad. Dos semanas de inmovilidad en la cama es demasiado. ¿Qué harán las mujeres que permanecen así incluso siete u ocho meses? ¿Son mujeres o larvas? Sólo estoy de acuerdo en que hace bien. Han desaparecido los espasmos, las cuchilladas en el bajo vientre. Se esfumó la náusea y ya no está hinchada la pierna. Pero ha aparecido una especie de nerviosismo, una ansiedad que se asemeja a la angustia. ¿A qué se debe? Tal vez al ocio, al aburrimiento. Yo no conocía el ocio, y el aburrimiento ni siquiera me había rozado. No veo la hora de que transcurran los últimos dos días, y me preparo a enfrentarlos como si fueran dos años. Esta mañana he reñido contigo. ¿Te ofendiste? Me dio una especie de histeria. Te dije que yo también tengo mis derechos, que nadie está autorizado a ignorarlos y, por tanto, tampoco tú. Te grité que ya me habías exasperado, que no aguantaba más. ¿Me estás escuchando? Desde que sé que has cerrado los ojos me parece que ya no prestas atención a las cosas que te digo; me parece que te columpias en una especie de inconsciencia. ¡Espabílate, vamos! ¿No quieres? Entonces ven aquí, a mi lado. Apoya la cabecita en esta almohada, así. Durmamos juntos, abrazados. Yo y tú, tú y yo... En nuestra cama nunca entrara nadie más.
* * *
Ha venido. No creía que jamás lo hiciera. Anochecía. La llave giró en la cerradura, y creí que se trataba de mi amiga. Habitualmente ella viene a verme antes de la cena. Le grité hola, segura de que la vería entrar con su paquetito, jadeando: perdona-tengo-prisa-te-traigo-un-poco-de-carne-fría-y-un-poco-de-fruta-vuelvo-mañana-por-la-mañana. Pero era él. Debió de entrar de puntillas. Me di la vuelta y allí estaba, con el rostro tenso y un ramo de flores en una mano. Lo primero que sentí fue un mordisco en el vientre. No la cuchillada de siempre, sino un mordisco, como si tú te hubieras asustado al verlo y me hubieses cogido con los puños para guarecerte detrás de mis vísceras, escondiéndote. Luego me quedé sin aliento y una onda helada me entumeció. ¿Tú también la sentiste? ¿Te hizo daño? Él se quedaba quieto y callado, con su rostro tenso y su ramo de flores. He odiado su rostro y sus flores. ¿Por qué aparecer de golpe así, como un ladrón? ¿Acaso no sabe que a las mujeres embarazadas hay que ahorrarles toda clase de traumas? Le pregunté: “¿Qué quieres?”. En silencio dejó las flores sobre la cama. Las aparté al instante diciendo que las flores sobre la cama traen desgracia, que a los muertos les ponían flores en la cama. Entonces las colocó sobre la mesita. Eran flores amarillas. Apuesto a que las compró en el último momento, sin elegir y sin convicción. Se quedó callado y quieto; una sombra alta y oscura contra la blancura de la pared. Pero no me miraba. Miraba tu fotografía clavada con chinchetas, la que te retrata a los dos meses, con cuarenta aumentos. Hubieras dicho que no lograba separar sus ojos de los tuyos, y cuanto más miraba, más se le hundía la cabeza entre los hombros. Por fin, se cubrió la cara con las manos y estalló en llanto. Al principio levemente, sin hacer ruido. Después, más fuerte. Se sentó incluso en la cama para llorar mejor, y a cada uno de sus sollozos la cama se movía. Pensé que eso te podía molestar. Le dije: “Estás agitando la cama. Las vibraciones lo molestan”. Él apartó las manos de la cara, se secó con un pañuelo y fue a sentarse en una silla. Esa que está debajo de tu fotografía. Era extraño veros juntos. Tú con tus pupilas quietas, misteriosas; él con sus pupilas trémulas, sin secretos. Luego dijo: “También es mío”.
La ira me arrebató. Me senté de golpe en la cama y le grité que no eras mío ni suyo: eras tuyo. Le grité que detestaba esa retórica de melodrama, esa tontería de cuplé, y que debía permanecer tranquilamente, según había ordenado el doctor. ¿Y a qué había venido, a matarte acaso sin necesidad de aborto, para ahorrarme el gasto? También sacudí contra la mesita el ramo de flores, tres, cuatro veces, hasta que las corolas se desprendieron volado por los aires como confeti. Cuando volví a caer sobre las almohadas estaba tan sudada que el pijama se me adhería a la piel, y el dolor del vientre era tan violento que no lo soportaba. Él, en cambio, no se movió. Inclinó la cabeza susurrando: “¡Qué dura eres; hasta qué punto puedes llegar a ser mala!”. Luego se entregó a una especie de inacabable perorata acerca de que yo me equivocaba, de que eras mío y suyo, de que había reflexionado mucho y sufrido mucho, de que desde hacía más de dos meses se desgarraba por ti, de que por fin había comprendido hasta qué punto mi elección era noble y justa, y de que nunca un hijo debería ser suprimido porque un-hijo-es-un-hijo-y-no-una-cosa. Después dijo otras trivialidades. Lo interrumpí para exclamar: “¡Total, no lo tienes dentro de tu cuerpo, no eres tú quien debe llevarlo dentro del cuerpo durante nueve meses!”. Y él abrió la boca, sorprendido: “Creía que tú lo querías, que lo hacías de buena gana”.
Entonces ocurrió una cosa que no entiendo: me puse a llorar. Nunca había llorado, lo sabes, y no quería llorar porque me humillaba y me afeaba. Pero cuanto más rechazaba las lágrimas, tanto más brotaban, como si se hubiera roto algo. Intenté encender un cigarrillo, pero las lágrimas lo mojaron. Y así, tu padre dejó la silla, vino hacia mí y me acarició la cabeza tímidamente. Luego murmuró “te hago un café”, y se fue a la cocina para preparar el café. Cuando volvió yo ya había recobrado mi autocontrol. Él, no. Sostenía la tacita como si fuera una joya y exageraba su atención. Bebí el café. Me puse a aguardar que se fuera. No se iba. Me preguntó qué quería comer. De este modo recordé que mi amiga no había venido, y comprendí que ella lo había enviado. Mi ira se transfirió entonces a ella, a todos aquellos que creen ayudarte mediante las leyes del hormiguero, con su arbitrario concepto acerca de lo justo y lo injusto. María, Jesús, José. ¿Por qué José? ¡Queda tan bien María con su niño y nadie más! Lo único aceptable, en esa leyenda, es justamente esa relación de dos: la maravillosa mentira de un óvulo que se fecunda por partenogénesis. ¿Qué tiene que ver, de pronto, José? ¿Para qué sirve? ¿Empuja el burro que no quiere caminar? Yo lo miraba recoger las corolas de las flores, inclinado sobre el piso, y no sentía hacia él ni siquiera un poco de amistad. Con su aparición, se había roto un equilibrio, una simetría; se había perturbado la complicidad entre tú y yo. Llegó un extraño, ¿entiendes? Se metió entre nosotros y era como si nos hubieran impuesto la presencia de un mueble que no hace falta; es más, que estorba en la habitación quitando luz, robando aire y obstruyendo el paso. Tal vez, si hubiera estado con nosotros desde el comienzo... su presencia de ahora nos hubiera parecido normal y hasta necesaria. No hubiéramos podido entender otra forma de esperar tu llegada. Pero era casi una ofensa verlo aparecer así, de golpe, con la inoportunidad del intruso que entra en el restaurante donde comes en compañía de alguien con quien quieres estar a solas, y se sienta a tu mesa, indiscreto, aunque tú no lo hayas invitado ni tan siquiera se lo hayas insinuado. Hubiera querido decirle:
“Márchate, por favor. No tenemos la menor necesidad de ti, ni de José, ni de Dios Todopoderoso. No nos hace falta un padre, no nos hace falta un marido; estás de más”. Pero fui incapaz. Quizá me contenía la misma timidez que nos impide echar a quien se sienta a nuestra mesa sin pedir permiso. Quizá me frenaba una piedad que, poco a poco, se iba convirtiendo en compasión y añoranza. Más allá de sus debilidades, de sus cobardías, ¡quién sabe cuánto se había atormentado también él! ¡Quién sabe cuánto le había costado callar, imponerse a sí mismo aquella visita con un feo ramo de flores! No se nace por partenogénesis. La gota de luz que había perforado el huevo era suya, y la mitad del núcleo que había dado comienzo a tu cuerpo era suya. El hecho de que yo lo olvidara era el precio que pagábamos por la única ley que nadie admite: un hombre y una mujer se encuentran, se gustan, se desean, tal vez se aman, y tras algún tiempo ya no se aman, no se desean, no se gustan; incluso es posible que quisieran no haberse encontrado nunca. He hallado lo que buscaba, niño: entre un hombre y una mujer, eso que llaman amor es una estación. Y si el germinar de esa estación es toda una fiesta de verdor, al marchitarse no queda más que un montón de hojarasca.
Le dejé preparar la cena. Dejé que descorchara aquella absurda botella de champaña (pero ¿dónde la había escondido, al entrar?). Lo dejé que se diera un baño. (Silbaba, bañándose, como si todo estuviera ya en su sitio. Y lo dejé, dormir aquí, en nuestra cama. Pero apenas se marchó, esta mañana, experimenté una especie de vergüenza. Y ahora tengo la sensación de haber faltado a mi palabra, de haberte traicionado. Esperemos que no vuelva más.
* * *
¡Caminar por las calles, tras tantos días en una cama! ¡Sentir el viento en la cara, el sol en los ojos, ver andar a la gente, presenciar la vida! Si el consultorio del médico no hubiese estado lejos, hubiera ido hasta allí a pie. Y cantando. Llamé un taxi de mala gana. El conductor era un bruto. Fumaba un grueso cigarro que me daba náuseas, y conducía bombardeándome de frenazos bruscos e inútiles. Tras algunos metros sentí un espasmo, y mi alegría se ahogó en el habitual nerviosismo. En el consultorio había una cola de mujeres con la panza hinchada. Cuando la secretaria me pidió que esperara, me irrité. No me gustaba ponerme en fila con las mujeres de la panza hinchada; yo no tenía nada en común con ellas, ni siquiera la panza. La mía es escasa; apenas se nota. Por fin entré, me desvestí y me acosté en la camilla. El médico me atormentó con el dedo, apretando y hurgando, luego se quitó el guante de goma y con voz glacial me preguntó: “Pero ¿usted quiere realmente tener este hijo?”. Yo no daba crédito a mis propios oídos. “Naturalmente. ¿Por qué?”, repuse. “Porque muchas dicen que lo quieren y, en realidad, subconscientemente, no lo quieren en absoluto. Tal vez sin llegar a darse cuenta, ponen todos los medios para que no nazca.” Me indigné. Yo no estaba allí para soportar procesos a mi buena fe y tampoco para discutir de psicoanálisis, le dije; estaba allí para enterarme de como estabas tú. Cambió de tono, y se explicó con buenos modales. Había cosas que no entendía en mi embarazo. Consideraba que el huevo estaba bien asentado y en su sitio, y que el crecimiento del feto se estaba desarrollando bien, con regularidad. Sin embargo, algo no funcionaba. Por ejemplo, el útero era demasiado sensible y se contraía con excesiva facilidad, lo cual le llevaba a sospechar que acaso la sangre no fluyera perfectamente hacia la placenta. ¿Me había quedado inmóvil, según ordenó? Contesté que sí. ¿Había evitado las bebidas alcohólicas, había fumado menos, tal como me aconsejó? Respondí afirmativamente. ¿No había llevado a cabo esfuerzos, no me había agitado y fatigado? Tampoco. ¿Había mantenido relaciones sexuales? De nuevo contesté que no, y era verdad, como sabes, pues la otra noche no le permití que se acercara, si bien él repetía que eso era una crueldad. El médico se mostró perplejo. “¿Tiene preocupaciones?”, indagó. Admití que las tenía. Me miro fijamente sin preguntar de qué trauma o disgusto se trataba, y después me expuso su hipótesis. A veces las preocupaciones, las ansiedades, los shocks son más peligrosos que las fatigas físicas porque provocan espasmos y contracciones uterinas, hasta el punto de amenazar seriamente la vida del embrión o del feto. Yo no debía olvidar que el útero está relacionado con la hipófisis, y que cualquier estímulo de ésta se transmite en seguida a los órganos genitales. Una sorpresa violenta, un dolor o un enfado puede provocar el desprendimiento parcial del huevo. Incluso puede provocar ese accidente un nerviosismo constante, un perpetuo estado de angustia. En casos extremos -y muy lejos estaba él de querer pisar el terreno de la ficción científica o psicológica-, se podía hablar de un pensamiento que mata. En niveles inconscientes, desde luego, y por ello yo tenía que imponerme de forma absoluta la obligación de permanecer tranquila. Debía evitar a toda costa cualquier emoción y todo pensamiento preocupante. Serenidad y placidez eran las consignas. “Doctor -contesté-, eso es lo mismo que pedirme que cambie el color de mis ojos. ¿Cómo quiere que me mantenga serena si mi naturaleza no lo es?” Me observo nuevamente con frialdad: “Eso es asunto suyo. Ingéniese. Engorde”. Luego me recetó unos antiespasmódicos y otros medicamentos. Y me recomendó que acudiera a él si, por azar, aparecía alguna gota de sangre.
Estoy asustada, y también enfadada contigo. ¿Qué te crees que soy: un recipiente, un frasco donde se pone un objeto para custodiarlo? ¡Soy una mujer, diantre, una persona! No puedo destornillarme el cerebro y prohibirle que piense. No puedo anular mis sentimientos o impedirles que se manifiesten. No puedo ignorar un enojo, una alegría, un dolor. Tengo mis reacciones y experimento mis estupores y mis desalientos. ¡Aunque pudiese, no querría deshacerme de ellos para reducirme a la condición de un vegetal o de una máquina fisiológica que sólo sirve para procrear! ¡Qué exigente eres, niño! Primero pretendes controlar mi cuerpo y privarlo de su más elemental derecho: moverse. Después, aspiras nada menos que a controlar mi mente y mi corazón atrofiándolos, neutralizándolos, robándoles su capacidad de sentir, pensar y vivir. Incluso haces objeto de sospechas a mi inconsciente. Esto es excesivo e inaceptable. Si queremos seguir juntos, niño, hemos de pactar. Y este es el pacto: te hago una concesión. Engordaré; te regalo mi cuerpo. Pero no mi mente. Ni tampoco mis reacciones. Me las quedo. Y junto con ellas pretendo una propina: mis placeres menudos. Ya ves, ahora bebo un abundantísimo whisky, y me fumo un paquete de cigarrillos, uno tras otro, y reanudo mi trabajo, y vuelvo a existir como persona y no como frasco, y lloro, lloro, lloro sin preguntarte si te hace daño. ¡Porque estoy harta de ti!
* * *
Perdóname. Debía de estar ebria, enloquecida. Mira cuántas colillas, y mira este pañuelo: todavía está mojado. ¡Qué crisis de furor imbécil, qué escena tan desagradable! Soy una egoísta. ¿Cómo estás, niño? Espero que mejor que yo. Me siento agotada. Tan cansada, que quisiera resistir seis meses más, el tiempo de darte a luz, y luego morirme. Tú ocuparías mi sitio en el mundo y yo descansaría. Ni siquiera sería demasiado prematuro: creo haber visto ya cuanto hay que ver, y comprendido cuanto se debe comprender. De todos modos, una vez hayas salido de mi cuerpo ya no me necesitarás. Cualquier mujer capaz de amarte será una excelente madre para ti. La voz de la sangre no existe; es un invento. Madre no es la que te lleva en el vientre, sino la que te cría. O el que te cría. Podría regalarte a tu padre. Tu padre volvió, hace poco, y me regaló una rosa azul. Dijo que el azul es el color del varón. Ahora se ocupa también del color. Obviamente, desea que tú seas varón: nacer varón es, para él, un mérito mayor, un signo de superioridad. ¡Pobrecillo! No tiene la culpa; a él también le han contado que Dios es un viejo de barba blanca, que María sin José ni siquiera habría encontrado el pesebre y que Prometeo encendió el fuego. Yo no lo desprecio por eso. No obstante, afirmo que no tengo -que no tenemos- necesidad de él ni de su rosa azul. Le ordené que se marchara, que nos dejase en paz. Se tambaleó como si hubiera recibido un garrotazo, se dirigió a la puerta y se fue sin contestar. Dentro de poco nos marcharemos también nosotros a trabajar. El jefe me ha recordado una vez más que es comprensivo, pero añadió que se deben respetar los compromisos: una mujer embarazada no puede abandonar su puesto de trabajo antes del sexto mes. También me recordó el viaje, amenazándome, pérfida y elegantemente, con la posible transferencia del encargo a algún hombre, porque a-un-hombre-no-le-ocurren-ciertos-percances. A duras penas contuve la tentación de agredirlo, y opté por contemporizar. Los próximos diez días serán duros. Tengo que recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, te confesaré que la idea de volver a mis actividades me saca de esta laxitud, de esta resignación que me lleva a soñar con la muerte. Menos mal que ya empezó el invierno: bajo el abrigo, el vientre hinchado no se notará. Y, por cierto, de aquí en adelante crecerá mucho. Esta mañana, por ejemplo, ya está más hinchado. El vestido me aprieta. A tus catorce semanas, ¿cómo eres de largo? Por lo menos mides diez centímetros. Hasta la placenta, demasiado pequeña ahora para envolver el saco amniótico, se está echando a un lado. Y tú me estás invadiendo sin compasión.
* * *
No soy persona que se asuste a la vista de la sangre. La condición de mujer es una escuela de sangre: todos los meses nos ofrecemos a nosotras mismas su odioso espectáculo. Pero cuando vi esa minúscula mancha en la almohada, se me nubló la vista y se me aflojaron las piernas. Me invadió el pánico y luego la desesperación, y me maldije a mí misma. Me acusé de toda clase de culpas hacia ti, que no podías protegerte ni rebelarte, tan pequeñito e indefenso, a merced de todos mis caprichos e irresponsabilidades. La mancha no era ni siquiera roja, sino rosada, de un rosa pálido. Y, sin embargo, era mas que suficiente para comunicarme el mensaje, para anunciarme que tal vez estabas concluyendo tu existencia. Cogí la almohada y salí corriendo. El médico fue insólitamente amable. Me recibió aunque ya era de noche y me aconsejó que me serenase: no te estabas muriendo, no te habías desprendido; habías sufrido y eso era todo. El reposo absoluto lo devolvería todo a su lugar, siempre que fuese absoluto, siempre que no me levantara de la cama ni para ir al aseo. Por tanto, lo mejor era que ingresara en el hospital. Estamos en el hospital. Una habitación triste. Hace una semana que estamos aquí, una semana que he pasado casi siempre durmiendo, aturdida por los sedantes. Ahora los han suspendido, pero es peor; no sé cómo emplear el tiempo que gotea vacío. He pedido periódicos y me los han traído. He pedido un televisor y me lo han negado. He solicitado un teléfono y no funciona. Mi amiga no viene. Tu padre tampoco. El silencio me embrutece y me aplasta. Prisionera de una fiera vestida de blanco que llega de vez en cuando con una inyección de luteína y me perfora con soma, ni siquiera consigo intentar transmitirte un poco de ternura. Pero ciertas reflexiones largo tiempo adormecidas, en vano sofocadas, ascienden a la superficie de mi conciencia y gritan cosas que yo ignoraba que sabía. Helas aquí. ¿Por qué he de soportar semejante agonía? ¿En nombre de qué? ¿De un delito cometido al abrazar a un hombre? ¿De una célula que se escindió en dos, luego en cuatro, luego en ocho células y así indefinidamente, sin que yo lo quisiera, sin que yo lo mandara? ¿O bien en nombre de la vida? Muy bien; por la vida. Pero ¿qué es esa vida para la cual tú, que existes aún inacabado, importas más que yo, que existo ya completa? ¿Qué significa ese respeto hacia ti, que disminuye el respeto hacia mí? ¿Por qué tu derecho a existir no tiene en cuenta mi propio derecho a existir? No hay humanidad en ti. ¡Humanidad! Pero ¿tú eres acaso un ser humano? ¿Bastan realmente una burbuja de huevo y un espermatozoide de cinco micrones para constituir un ser humano? Humano soy yo, que pienso, hablo, río, lloro y actúo en un mundo que a su vez actúa para construir cosas e ideas. Tu no eres más que un muñequito de carne que no piensa, no habla, no ríe, no llora, y sólo actúa para construirse a sí mismo. ¡Lo que yo veo en ti no eres tú, sino yo! Te he atribuido una conciencia, he dialogado contigo, pero tu conciencia era la mía y nuestro diálogo, un monólogo conmigo misma. Basta de esta comedia, de este delirio. Uno no es un ser humano por derecho natural, antes de nacer. Humano se vuelve uno después, cuando ha nacido, porque está con los demás, porque los demás lo ayudan, porque una madre, una mujer, un hombre o no importa quién, le enseña a uno a comer, a caminar, a hablar, a pensar, a comportarse como ser humano. Lo único que nos une, querido mío, es un cordón umbilical. Y no constituimos una pareja, sino un perseguidor y un perseguido. Tú desempeñas el primer papel, y yo el segundo. Te insinuaste en mi interior como un ladrón y me robaste el vientre, la sangre, el aliento. Ahora quisieras robarme la existencia entera. No te lo permitiré. Y, puesto que he llegado a decirte estas sacrosantas verdades, ¿sabes a qué conclusión llego? Que no veo por qué habría de tener un niño. Nunca me he sentido del todo cómoda con los niños. Jamás logré un buen trato con ellos. Cuando me les acerco con una sonrisa, chillan como si les pegara.
El oficio de mamá no me sienta. Me reclama otra clase de obligaciones para con la vida. Tengo un trabajo que me gusta, y me propongo llevarlo a cabo. Un futuro que me espera, y no pienso renunciar a él. Quien absuelve a una mujer pobre que no quiere más hijos o una muchacha violentada que no desea ser madre, tiene que absolverme también a mí. Ser pobre y verse violentada no constituyen las únicas justificaciones. Dejo este hospital y emprendo mi viaje. Después, que sea lo que quiera. Si logras nacer, nacerás. Si no, morirás. Yo no te mato, quede esto bien claro: sencillamente, me niego a ayudarte a que ejercites hasta el final tu tiranía y...
No era este nuestro pacto, me doy cuenta. Pero un pacto es un acuerdo en el que cada uno da para recibir, y cuando lo firmamos yo ignoraba que tú lo pretenderías todo sin darme nada a cambio. Por otra parte, tú no lo firmaste, ni mucho menos; lo firmé yo sola. Esto impugna su validez. No lo firmaste, y además no me llegó confirmación alguna de tu parte: tu único mensaje ha sido una gota de sangre rosada. ¡Maldita sea yo, de verdad, y para siempre! Que mi vida se convierta en un arrepentimiento perpetuo, más allá de la muerte, si cambio esta vez mi decisión.
* * *
Me llamó asesina. Encerrado en su bata blanca, ya no médico sino juez, tronó que yo falto a mis deberes más fundamentales de madre, de mujer y de ciudadana. Gritó que dejar el hospital equivaldría ya a un delito, y levantarse de la cama a un crimen, pero que emprender un viaje iba a constituir un homicidio premeditado y que la ley debería castigarme como a cualquier asesino. Después se puso suplicante, y trató de convencerme mostrándome tu fotografía. Que te mirase bien si tenía una pizca de corazón: tú eras ya un niño en todo el sentido de la palabra. Tu boca ya no era el boceto de una boca, sino una boca. Y lo mismo podría decirse de tu nariz, tu cara, tu cuerpo, tus manos y tus pies, en los que las uñas resultaban ya evidentes. Y no menos evidente era un principio de cabellos en tu cabecita bien formada. Que me diera cuenta, al mismo tiempo, de tu fragilidad. Que observara tu piel, tan delicada, tan diáfana que transparentaba cada vena, cada capilar, cada nervio. Tampoco eras ya tan diminuto: medías por lo menos dieciséis centímetros y pesabas doscientos gramos. Si hubiese querido abortar no hubiera podido; ya era demasiado tarde. Y, sin embargo, me aprestaba a llevar a cabo algo aún peor que un aborto. Lo escuché sin pestañear. Después firmé un documento eximiéndolo a él de toda responsabilidad por tu vida y por la mía, responsabilidades que yo asumía en su lugar. Lo vi salir de la habitación, presa de un furor que lo ponía morado. Y tú, casi en el mismo momento, te moviste. Hiciste lo que yo había esperado, anhelado, durante meses. Te estiraste, tal vez bostezaste, y me soltaste un golpecito. Un pequeño puntapié. Tu primer puntapié... Como el que le di a mi madre para decirle que no me suprimiera. Las piernas se me pusieron como de mármol. Durante algunos segundos me quedé sin aliento, con las sienes latiéndome. Sentí también un ardor en la garganta y una lágrima que me cegaba. Y después, esa lágrima rodó y cayó sobre la sábana haciendo ¡paf! De todos modos, me levanté de la cama y preparé mi maleta. Mañana, ¡a partir se ha dicho! En avión.
* * *
¿Valía la pena tomarse las cosas tan a pechos? Estamos perfectamente bien en este país al que hemos venido. Hemos tenido un viaje magnífico, y todo ha seguido bien al llegar, y después. Ni un espasmo, dolor o náusea. No ocurrió nada de lo que el médico había vaticinado. Además, cuento con la confirmación de la simpática doctora que me examinó ayer. Después de palparte, llegó a la conclusión de que no ve motivos para alarmarse; su colega exageraba en cuanto a pesimismo y prudencia. ¿Qué es una gota de sangre? Hay mujeres que pierden sangre a lo largo de todo el embarazo y luego traen al mundo hijos sanísimos. Según ella, quedarse en cama es antinatural, como también las precauciones excesivas. Una paciente suya, por ejemplo, bailarina profesional, se había estado exhibiendo en el pas a deux hasta cumplido el quinto mes. De mí sólo la sorprendía el escaso desarrollo del vientre, aunque la bailarina también tuvo un vientre casi plano. Que siguiera tomando los medicamentos que me recetó su colega, si así lo deseaba, pero, sobre todo, que dejara obrar a la naturaleza. Único consejo: que no condujera mucho el automóvil. Le expliqué la precisión que tenía de realizar en coche un viaje de diez días por lo menos. Arqueó las cejas, titubeando un poco, y me preguntó si era realmente necesario. Le contesté que sí. Se quedó callada un minuto y luego me aconsejó paciencia, pues las carreteras de este país son cómodas y lisas, y los coches tienen buena suspensión. Lo importante es no fatigarse más de la cuenta y descansar cada dos o tres horas. ¿Me estás escuchando? Estoy diciéndote que he hecho las paces contigo. ¡Por fin volvemos a ser amigos! Lamento haberte maltratado y desafiado, y todavía más sentiría que estuvieras ofendido y no me dieras golpecitos. No me los volviste a dar desde el hospital. A veces, pensando en eso, me preocupo.
Pero en seguida se me pasa. Pronto recupero la serenidad. ¿Intuyes cuánto he cambiado? Desde que he vuelto a mi vida de siempre me siento otra: una gaviota que vuela. ¿Realmente hubo un momento en que llegué a desear la muerte? ¡Loca! ¡Es tan bella la vida, la luz...; son tan bellos los árboles, y la tierra, y el mar! Hay mucho mar aquí: ¿percibes su aroma, su fragor? También es bello el trabajo si en tu interior palpita una alegría. He mentido cuando decía que el trabajo es siempre fatiga y humillación. Tienes que perdonarme; la cólera y la ansiedad me hacían verlo todo negro. Y a propósito de la oscuridad: ha vuelto a surgir en mí la impaciencia por sacarte de ella. Al mismo tiempo, ha renacido el temor de haberte desanimado con todas esas chácharas respecto a la libertad que no existe y la soledad como única condición posible. Olvida esas tonterías; permanecer codo a codo resulta útil. La vida es una comunidad para que nos demos las manos, nos consolemos y nos ayudemos. Incluso las plantas florecen mejor una junto a otra, las aves emigran en bandadas y los peces nadan formando cardúmenes. ¿Qué haríamos solos? Nos sentiríamos como astronautas en la Luna, ahogados por el miedo y por la prisa de regresar. Espabílate, transcurre velozmente los meses que te faltan, asómate sin miedo de ver el sol. En el primer momento te encandilará, te asustará, pero pronto se convertirá en una alegría de la que no podrás prescindir. Me arrepiento de haberte brindado siempre los ejemplos más feos, de no haberte narrado nunca el esplendor de una aurora, la dulzura de un beso, el aroma de una comida. Me arrepiento de no haberte hecho reír nunca. Si tú me juzgases por las fábulas que te contaba, estarías autorizado a concluir que soy una especie de Electra siempre de luto. De ahora en adelante, has de imaginarme como un Peter Pan siempre vestido de amarillo, de verde, de rojo, y ocupado siempre en extender cintas de flores sobre los tejados, los campanarios, las nubes que no se vuelven lluvia. Juntos seremos felices porque, en el fondo, yo también soy un niño. ¿Sabías que me gusta jugar? Anoche, al regresar al hotel, cambié de sitio todos los zapatos dejados a la puerta de las habitaciones, y los encargos de desayunos. Por la mañana se produjo una conmoción. Una señora encontró un par de mocasines de hombre y reclamaba sus sandalias de tacón; un hombre halló unas zapatillas de tenis y reclamaba sus botas; otro protestaba porque sólo le habían traído café y buscaba los huevos con jamón que había encargado; otro más se quejaba porque no había pedido un almuerzo de Navidad, sino un té con limón. Con el oído contra la puerta, yo escuchaba y me reía tan divertida que me parecía haber vuelto a la infancia, cuando era feliz porque cada gesto era un juego.
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Te he comprado una cuna. Después de comprarla recordé que, según dicen algunos, poseer una cuna antes de que nazca el niño trae mala suerte, como las flores sobre la cama. Pero las supersticiones ya no me afectan. Es una cuna india, de esas que se llevan a la espalda a manera de mochila. Es amarilla, verde y roja como Peter Pan. Me echaré a los hombros tu carga, te llevaré así por todas partes y la gente sonreirá diciendo: “¡Mira aquellos dos niños chiflados!”. También te compré un ajuar: camisitas, batitas y un lindo carillón que desgrana un vals festivo. Cuando se lo conté a mi amiga por teléfono, dijo que me falta por completo el sentido del equilibrio. Pero el tono de su voz revelaba contento; estaba limpio de la inquietud que la oprimía el día que partimos: ¿y-si-lo-pierdes-en-el-avión? ¡Ella, que al principio me aconsejaba que te eliminase! Es verdaderamente una buena mujer. Por eso nunca logré reprocharle que me hubiera enviado a tu padre. Y por lo que a él atañe, ¿sabes qué te digo? Un hombre que acepta dejarse echar como lo eché yo no es un hombre cualquiera. Después me escribió una carta que me conmovió. Admite su cobardía, producto de su condición de hombre, pero por lo mismo reclama ser absuelto. Supongo que, a estas alturas, un instinto atávico lo induce a desearte. A ver qué hacemos con él: a veces un mueble que no necesitamos termina resultando útil, y lo cierto es que ya no me quedan ganas de mostrarle enemistad. En este armisticio con el hormiguero todos tienen su parte: él, los médicos y el jefe. Tenías que haber visto al jefe cuando le anuncié nuestro viaje! “Esta sí que es una buena noticia. ¡La felicito; no se arrepentirá!”, repetía.
No me arrepentiré. Sólo cuando uno se respeta a sí mismo puede exigir el respeto de los demás, y sólo cuando uno cree en sí mismo los demás pueden creerle. Buenas noches, niño. Mañana empieza el viaje en coche. Quisiera escribirte una poesía que relatara mi alivio, mi confianza recuperada, estas ganas de tender cintas de flores sobre los tejados, los campanarios y las nubes; esa sensación de volar como una gaviota en el azul, lejos de las suciedades y las melancolías, sobre un mar que, desde lo alto, parece siempre limpio. En el fondo, la valentía es optimismo. Yo no era optimista porque no era valiente.
* * *
Las carreteras de este país son cómodas y lisas, y los coches están provistos de buena suspensión. Doctora, usted también miente. Y yo no soy una gaviota. ¿Qué hago, niño? ¿Sigo avanzando o vuelvo atrás? Si opto por retroceder será peor, pues deberé recorrer nuevamente ese trecho imposible. Si continúo, en cambio, tengo la esperanza de que mejore. Si tuviera ánimos para ponerme retórica podría decir que estoy conduciendo a lo largo de un camino que es como mi vida: todo baches, piedras y dificultades. Un escritor a quien conocí sostenía que cada uno tiene la vida que se merece. Lo cual es tanto como sostener que un pobre merece su pobreza y un ciego su ceguera. Se trataba de un hombre estúpido, aunque era un escritor inteligente. También el hilo que divide la inteligencia de la estupidez es muy fino, ya te darás cuenta. Cuando se rompe, ambas cosas se funden, como el amor y el odio, la vida y la muerte, el ser hombre o mujer. He vuelto a preguntarme si eres varón o hembra, y ahora preferiría que fueses varón. Así no pasarías por la escuela mensual de la sangre, ni tendrías que considerarte culpable si alguna vez conduces por una carretera deshecha, entre baches y piedras. No te sentirías mal como yo en este momento y podrías zambullirte en el azul mucho mas seriamente que yo. Mis esfuerzos por volar nunca superan el torpe salto de un pavo. Las mujeres que prenden fuego al sostén tienen razón. ¿La tienen, realmente? Ninguna de ellas ha descubierto un sistema para que el mundo no se acabe si se deja de hacer niños, y éstos nacen de las mujeres. Conozco un cuento de anticipación que transcurre en un planeta donde para procrear hace falta el concurso de siete individuos. Pero es muy difícil que los siete se reúnan, y más difícil aún que se pongan de acuerdo, porque la gravidez, y no sólo la concepción, les atañe a los siete. Por lo tanto, la raza se extingue y el planeta se queda vacío. Conozco otro cuento a cuyo protagonista le basta una solución alcalina o un vaso de agua salada. Salta dentro y ¡paf!, se convierte en dos. Se trata de una normalísima escisión celular, y, en el instante en que el protagonista se escinde, deja ya de ser él mismo: lleva a cabo una especie de suicidio de su yo. Pero ni se muere ni padece nueve meses de infierno. ¿De infierno? Para algunas, son nueve meses de gloria. La mejor solución sigue siendo la que te dije al principio. Se extrae el embrión del vientre de la madre y se injerta en el de una mujer dispuesta a albergarlo; una mujer más paciente y generosa que yo... Creo que tengo fiebre. Han vuelto a darme los espasmos. No debo hacerles caso. Pero ¿cómo? Supongo que pensando en cualquier otra cosa. Podría contarte una fábula. Hace mucho que no te cuento ninguna. Ahí va. Había una vez una mujer que soñaba con un pedacito de Luna. Más aún: ni siquiera un pedacito; con un poco de polvo se hubiera conformado. No era un sueño inalcanzable ni extravagante. Ella conocía a hombres que iban a la Luna; ese viaje estaba de moda en aquella época. Los hombres partían de un punto de la Tierra no lejos de aquí, en pequeñas naves de hierro enganchadas en la punta de un cohete altísimo, y cada vez que el cohete brincaba hacia el cielo, con un trueno, sembrando flores de fuego como un cometa, la mujer se sentía muy feliz. Le gritaba al cohete: “¡Ve, ve, ve!”. Después, ansiosa y celosa, seguía el viaje de los hombres que volaban tres días y tres noches en las tinieblas.
Los hombres que viajaban a la Luna eran necios. Tenían necias caras de piedra y no sabían reír ni llorar. La Luna era para ellos una empresa científica y nada más, una conquista de la tecnología. Durante el viaje nunca decían nada hermoso. Se limitaban a los números, fórmulas e informaciones aburridas. Si introducían relámpagos de humanidad era para pedir noticias acerca de algún equipo de fútbol. Una vez en la Luna, sabían decir menos aún. Todo lo más pronunciaban dos o tres frases hechas, después plantaban una bandera de lata y, con movimientos de autómatas, se entregaban a un ceremonial de gestos trillados. Volvían a partir tras haber ensuciado la Luna con sus excrementos, que quedaban allí cual testimonios del paso del Hombre. Los excrementos estaban encerrados en cajitas que se quedaban con la bandera, y si tú sabías todo eso no lograbas mirar la Luna sin decirte: “Allá están sus excrementos también”. Por fin regresaban cargados de piedras y de polvo. Piedras de Luna, polvo de Luna. El polvo con que la mujer soñaba. Y cuando los volvía a ver, ella mendigaba (yo mendigaba): “¿Me das un poco de Luna? ¡Tú tienes tanta!”. Pero ellos siempre contestaban: no-se-puede-está-prohibido. Toda la Luna terminaba en los laboratorios, en los despachos de los personajes para quienes ir allá era una empresa científica y nada más, una conquista de la tecnología. Eran hombres necios porque carecían de alma. Sin embargo, uno me parecía mejor que los demás. En efecto: sabía reír y llorar. Era un hombrecito feo, con dientes ralos y un gran miedo a cuestas. Para esconder ese miedo se reía. Tenía unos pelos ridículos que daban algo de humanidad. Yo me sentía amiga suya por esa razón y porque a él le constaba que no se merecía la Luna. Al verme, rezongaba: “¿Qué diré, allá arriba? Yo no soy un poeta; no sé decir cosas hermosas y profundas”. Pocos días antes de viajar a la Luna vino a verme para saludarme y para preguntarme qué debería decir en la Luna. Le contesté que algo verdadero, algo honrado; por ejemplo, que era un hombrecito lleno de miedo precisamente porque era un hombrecito. Eso le gustó, y me juró:
“Si regreso, te traigo un poco de Luna. Polvo de Luna”. Partió y regresó, pero cambiado. Si yo le telefoneaba para recordarle su promesa me contestaba con evasivas. Por fin, una noche, me invitó a cenar a su casa y yo fui como un rayo, pensando que por fin accedería a darme la Luna. Estaba inquieta en la mesa, y la cena no se acababa nunca. Cuando acabó, él dijo: “Ahora te muestro la Luna”. No dijo “ahora te doy la Luna”, sino “ahora te muestro la Luna”. Pero yo no percibí la diferencia. Seguía teniendo aquellos cabellos cómicos, se reía con carcajadas cómicas, y yo no sospechaba que en el cielo había perdido hasta la gota de alma que yo le atribuía.
Me acompañó a su estudio con un guiño. Jugueteando, abrió un armario cerrado con llave. Dentro del armario había algunos objetos: una especie de pala, como una azada, y un tubo. Todos cubiertos de un extraño polvo color gris plata: el polvo de Luna. Con el corazón latiéndome fuertemente, extendí una mano y cogí con delicadeza la pala. Era una pala liviana, casi sin peso, y el polvo era como los polvos de arroz; una veladura de plata que quedaba sobre la piel como una segunda piel plateada, y no sabría expresar lo que sentí al ver la Luna sobre mi piel. Tal vez la sensación de expandirme en el tiempo y en el espacio o de alcanzar lo inalcanzable, la idea misma del infinito. Pero son cosas que pienso ahora. En aquel momento no podía pensar. Incluso ahora, al buscar, hurgando, en el recuerdo de la conciencia, sólo consigo decirte que me quedaba ahí boquiabierta, con la pala en la mano, y que no me percataba de que él estaba impacientándose, como si temiera ver que le robaban un tesoro del cual no estaba dispuesto a ceder ni siquiera el recuerdo. Cuando me di cuenta, se lo devolví y murmuré: “Gracias. Ahora dame el paquetito de Luna”. En seguida se puso duro: “¿Qué Luna?”. “El polvo de Luna que me prometiste”. “Acabas de recibirlo. Te lo he dejado tocar”. Yo creí que bromeaba. Tardé unos minutos, más largos que años, en darme cuenta de que no bromeaba, de que su promesa había sido satisfecha en el acto de dejarme tocar la pala. Exactamente lo que se hace con los pobres cuando se les permite admirar una joya en un escaparate o contemplar, desde lejos, una fiesta en la cual no deben participar. En medio de mi sorpresa y mi dolor, ni siquiera lograba echarle en cara su estafa, reprocharle tanta mezquindad. Sólo me decía a mí misma: “¡Si lograra convencerlo de que esto es demasiado malvado!”. Y con tan loca esperanza empecé a suplicarle, explicándole que no le pedía un pedacito de Luna, sino tan sólo el polvo de Luna que me había prometido; apenas un poco. ¡Tenía tanto en el armario! Cada objeto estaba cubierto de aquel polvo; bastaba que me permitiera recoger un poco en un papel, en algo que no fuera mi piel, para contemplarlo de nuevo en el futuro. Eso había constituido siempre un anhelo para mí -él lo sabía-; no se trataba de un capricho. Pero cuanto más me humillaba yo, más duro se ponía él. Me miraba fijamente con ojos helados, y callaba. Por fin, en silencio, volvió a cerrar el armario y salió de la habitación. Desde la sala, su mujer preguntaba si queríamos café. Estaba sirviéndolo.
No contesté. Me quedé quieta mirando mi mano cubierta de Luna. Tenía la Luna en la mano y no sabía dónde ponerla, cómo conservarla. Al menor contacto desaparecía. Mi cerebro buscaba en vano una solución, una estratagema que me diera la posibilidad de salvar lo salvable, pero encontraba tan sólo una niebla, y dentro de la niebla una frase: “Sería como quitarse los polvos de arroz. Dondequiera que los pongas, se desvanecen”. Y esa era mi tortura mayor, el suplicio que Tántalo no había conocido jamás. Tántalo veía desvanecerse las frutas en el instante en que las estaba cogiendo, no después de haberlas cogido. Eché una mirada a mi mano de plata, abierta en un gesto de absurda súplica, me tragué un deseo de lagrimas y sonreí con amargura. Desde lejanías infinitas la Luna había llegado junto a mí, se había pesado en mi piel, y yo me aprestaba a desprenderme de ella para siempre. Aun queriéndolo no hubiera podido quedarme así, con los dedos tiesos y sin tocar nada. Antes o después los apoyaría en algún sitio, ¿me entiendes?, y todo se desvanecería como el humo: por la mofa cruel de un imbécil cruel. Cerré la mano con rabia. La abrí nuevamente. Ahora se veía sobre la palma un arabesco de líneas sucias y retorcidas. Daba asco mirarlas. ¿Para llegar a este asco había soñado y aguardado tanto? Restregué la palma contra el armario. Quedó una huella untuosa, como una baba de caracol, como el largo rastro de una lágrima.
Cuando me fui, la Luna estaba muy blanca e iluminaba de blancura la noche. La mirabas con ojos empañados y llegabas a esta conclusión: apenas existe una cosa blanca y limpia, aparece siempre alguien que la ensucia con sus excrementos. Después te preguntabas: ¿por qué? Pero ¿por qué? En el hotel, abrí el grifo y puse la mano bajo el chorro de agua. Corrió un líquido negro que pronto desapareció en un remolino negro, ¿y sabes qué te digo, niño? Tú eres como mi Luna, como mi polvo de Luna. Los espasmos han redoblado; ya no logro conducir. Si encontrase un motel, si pudiera parar y descansar... Con el cerebro más lúcido, quizá descubriría una solución para salvar lo salvable, para no arrojar mi Luna. No quiero perder la Luna otra vez, verla desaparecer en el fondo de un lavabo. Pero es inútil. Con certeza, con la misma certeza que me paralizó la noche en que supe que existías, ahora sé que estás dejando de existir.
* * *
He interrumpido el viaje. He vuelto a la ciudad y he telefoneado a la doctora, que no podía creerme. Repetía: “Quédese tranquila. Hace quince días todo iba bien; seguramente esto es cosa de su imaginación”. Le contesté que la sangre no es producto de la imaginación, que durante una semana estuve quieta en un motel con el único resultado de contemplar una chorrera de sangre. Me ordenó que fuera a verla inmediatamente. En la puerta sonreía, con su optimismo habitual. Me desvestí a toda prisa, antes de que me invitase a hacerlo. Me tendí en la camilla y ella me apoyó una mano sobre el corazón. Exclamó: “¡Cómo late! Hace tanto ruido como un tambor”. No respondí ni a su dulzura ni a su sonrisa. La comprensión amena ya no me servía, y tenía la certeza de estar participando en una ceremonia superflua, secretamente esperada, en el fondo, y tal vez deseada. Estaba preparada, resignada, convencida de que no iba a reaccionar porque todo cuanto tenía que decir ya lo había dicho; todo cuanto tenía que sufrir ya lo había sufrido. Pero cuando empezó la ceremonia comprendí que nunca estaría preparada, nunca. Me hacía daño hasta escuchar sus preguntas y contestarlas. “¿No lo ha sentido moverse recientemente?” “No.” “¿Se sintió más pesada, más torpe?” “No.” “¿Y cuándo se le metió en la cabeza la idea de que…?” “Por el camino accidentado, antes de llegar al motel.” “Pocos datos para extraer ahora un juicio. Y me corresponde expresarle un juicio, ¿no?” Después me destapó el vientre y notó que, en realidad, parecía más plano que antes. Me palpó los senos y observó que, en realidad, parecían menos turgentes que antes. Se puso el guante de goma y te buscó. Su frente se arrugó, sus ojos se oscurecieron mientras decía: “El útero ha perdido tono. Se muestra fláccido. Es lícito sospechar que el niño no crece bien, que no crece en absoluto. Tendremos que hacer unos análisis biológicos, esperar algún día más”. Luego se quitó el guante y lo tiró a un lado. Se apoyó con ambas manos en la camilla. Me miró con tristeza: “Es mejor que se lo diga en seguida. Tiene usted razón. Ya no crece. desde hace por lo menos dos semanas, quizá tres. Animo, no hay más remedio Ha muerto”.
No contesté. No hice el menor gesto. No parpadeé siquiera. Me quedé allí como un cuerpo que era piedra y silencio. También mi cerebro era piedra y silencio: no anidaba en él ni un pensamiento, ni una palabra. La única sensación era un peso insoportable en el estómago, un plomo invisible que me aplastaba como si el cielo se me hubiese caído encima sin ruido. En la inmovilidad absoluta, en la falta absoluta de sonidos, sus palabras estallaron con el fragor de un disparo: “Ánimo, levántese. Vístase”. Me levanté y sentí las piernas como de piedra dentro de otra piedra. Tuve que llevar a cabo un esfuerzo sobrehumano para que me obedecieran. Me vestí y escuché mi propia voz preguntando qué debía hacer. Otra voz contestó: “Nada. Él se quedará allí todavía algún tiempo. Después se irá espontáneamente”. Asentí. Entonces, la otra voz amontonó frase sobre frase; un zumbido incesante que me instaba a no desanimarme. Muchos niños se van así porque no son perfectos, porque no están bien formados. ¿Quién quiere traer al mundo niños imperfectos, niños que no estén bien formados? Yo no debía juzgarme y condenarme, no debía reprocharme por culpas que no había cometido. El embarazo propiamente dicho ha de llevarse a término con naturalidad. Ella no estaba de acuerdo con los que obligan a una mujer a quedarse en cama durante meses y meses e impiden que la naturaleza siga su curso. Pagué y la saludé con un gesto de la cabeza. Salí entre dos hileras de panzas hinchadas que se ofrecían provocadoras a mi vientre plano, que encerraba un muerto. Por fin, mi cerebro logró pensar algo: “Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Por lo tanto, hay que ser coherentes”. Y la palabra “coherentes” me acompañó hasta el hotel, martilleante, obsesiva: coherentes, coherentes, coherentes. Pero cuando entré en mi habitación y vi la cuna, el carillón y las camisitas de tu ajuar, vomité un prolongado gemido y caí sobre la cama mientras otro gemido se sumaba a aquél, y luego otro, y otro más, hasta que desde las profundidades del cuerpo en que yaces ahora, como un pedacito de carne que ya no importa nada, subió un gran llanto y destrozó la piedra, rompiéndola en mil pedacitos, desmenuzándola, pulverizándola. Lancé un grito y me desmayé.
* * *
Quizá sucedió durante el sueño al que me entregué tras haber recobrado el conocimiento, o tal vez durante el delirio. Como quiera que fuese, ocurrió; lo recuerdo con lucidez. Había un salón muy blanco, con siete escaños y una jaula. Yo estaba dentro de esa jaula y ellos en los escaños, remotos e inalcanzables. En el escaño central estaba el médico que me atendía antes del viaje. A su derecha, la doctora, y a su izquierda, el jefe. Junto a este último se sentaban mi amiga y tu padre. Al lado de la doctora, mis padres. Nadie más. Y ningún objeto alrededor, en las paredes o en el suelo. Pero en seguida comprendí que se estaba celebrando un juicio en el que yo era la acusada, y que ellos constituían el jurado. No sentí pánico ni desconcierto. Con infinita resignación me puse a observarlos, uno por uno. Tu padre sollozaba quedamente, cubriéndose la cara como el día que se sentó en mi cama. Mis padres tenían las cabezas gachas, como si se sintieran oprimidos por una mortal fatiga o por un mortal dolor. Mi amiga parecía triste. Los otros tres, impenetrables.
Se levantó el médico y empezó a leer un papel: “En presencia de la acusada, este jurado se reúne para juzgarla por el delito de homicidio premeditado, por haber querido y provocado la muerte de su hijo por desidia, egoísmo y falta del más elemental respeto hacia su derecho a la vida”. Luego dejó el papel y explicó de qué forma se desarrollaría el juicio. Cada uno había de hablar como testigo y juez, y luego emitiría en voz alta su voto: culpable o no culpable. La mayoría de votos determinaría el veredicto, y tras de éste, en caso de condena, se elegiría la pena. Ahora había de comenzar el proceso. A él le tocaba tomar la palabra. La primera frase se elevó como un viento helado.
“Un hijo no es una muela cariada. No se puede extirpar como una muela y arrojarlo al cubo de la basura, entre el algodón sucio y las gasas. Un hijo es una persona, y la vida de una persona es una continuidad desde el instante en que es concebida hasta el de la muerte. Algunos de ustedes discutirán el concepto mismo de continuidad. Dirán que en el instante en que somos concebidos no existimos como personas. Existimos sólo como célula que se multiplica y que no representa la vida. O no en mayor medida que un árbol, cuya tala no es un delito, o un mosquito al que no es delito aplastar. Como hombre de ciencia, contesto inmediatamente que un árbol no se convierte en hombre, y tampoco un mosquito. Todos los elementos que componen a un hombre, desde su cuerpo hasta su personalidad, todos los factores que constituyen un individuo, desde su sangre hasta su mente, están concentrados en aquella célula. Representan mucho más que un proyecto o una promesa: si pudiéramos examinarlos con un microscopio capaz de penetrar más allá de lo visible, caeríamos de hinojos y creeríamos todos en Dios. Por tanto, desde el principio, y aunque tal vez resulte paradójico, yo me siento autorizado a utilizar la palabra asesinato. Y añado: si la humanidad dependiese del volumen y el asesinato de la cantidad, deberíamos deducir que matar a un hombre que pesa cien kilogramos es más grave que matar a uno de cincuenta. Mi colega aquí presente que no sonría. Sobre sus tesis me reservo mis Juicios, pero acerca de cómo ejercitar la profesión médica no ahorraré comentarios: en aquella jaula deberían estar dos mujeres, y no sólo una.” Después miró a la doctora con despreciativa severidad. Ella sostuvo tranquilamente la mirada, fumando, y esto me consoló como una tibieza. Pero en seguida se reanudó el viento helado: “Sin embargo, no estamos aquí para juzgar la muerte de una célula, sino para juzgar la muerte de un niño que había alcanzado por lo menos los tres meses de existencia prenatal. ¿Quién provocó su muerte? ¿Circunstancias que ignoramos, mas en definitiva naturales? ¿Alguien que escapó a la acción de la justicia? ¿La mujer a quien ven en esa jaula? Yo puedo aportar pruebas que me permiten afirmar lo siguiente: quien provocó su muerte fue la mujer que ven ustedes en la jaula. No por casualidad suscitó en mí sospechas desde el primer encuentro. La experiencia me permite reconocer a una infanticida incluso tras su máscara. Y en este caso la máscara consistía en declarar que deseaba tener ese niño. Era una mentira frente a sí misma antes aún que frente a los demás. A mí, por ejemplo, me llamó la atención su férrea dureza. El día que la felicité porque el análisis había dado resultado positivo, contestó secamente que ya lo sabía. Me llamó la atención también la hostilidad con que reaccionó ante la orden de guardar cama, apenas experimentó espasmos debidos a contracciones uterinas. No podía permitirse semejantes lujos -replicó-, y quince días era el máximo plazo que estaba dispuesta a aceptar. Tuve que insistir, encolerizarme y molestarme ofreciéndole mil consejos. Y ello me convenció de que no le agradaba aceptar los deberes de madre, de que no era la suya una maternidad responsable. Por otra parte, me telefoneaba constantemente afirmando que estaba bien y que no había motivo para obligarla a guardar cama, y protestando que tenía un empleo y debía levantarse. La mañana en que la volví a ver era el retrato de la infelicidad. Y, justamente durante aquel examen, maduraron mis sospechas de que ella estaba planeando un delito. En efecto: anatómica y fisiológicamente no se explicaba el porqué de una gravidez tan dolorosa. Los espasmos sólo podían tener un origen psicológico; es decir, voluntario. La interrogué. Admitió, lacónica, que se sentía angustiada por muchas preocupaciones. También hizo alusión a un disgusto que no traté de aclarar porque me pareció obvio que se trataba del disgusto de encontrarse encinta. Por último, le pregunté si verdaderamente quería tener aquel niño, y le expliqué que a veces el pensamiento mata. Era necesario que trocara su nerviosismo por serenidad. Con un relámpago de ira repuso que hubiera sido como pedirle que cambiase el color de sus ojos. Pocos días más tarde volvió a aparecer. Había reanudado su vida normal, y su estado había empeorado. La ingresé en una clínica. Allí, durante ocho días, la inmovilicé y obtuve el control de su psiquis mediante tratamiento farmacológico.
“Y llegamos al delito, señores. Pero, antes de ilustrarlo, les digo: supongamos que uno de ustedes se halla gravemente enfermo y necesita una medicina. La medicina está al alcance de la mano; la salvación consiste en el sencillo gesto de la persona que la ofrece. ¿Qué nombre darían a quien, en vez de suministrar la medicina, la tira y la sustituye por un veneno? ¿Loco, inhumano, culpable por negar un auxilio? No, eso es poco. Yo lo llamo asesino. Señores jurados: no cabe duda de que el niño estaba enfermo y de que el medicamento al alcance de la mano era la inmovilidad. Pero esta mujer no sólo se lo negó: le suministró el veneno de un viaje que hubiera perjudicado incluso al embarazo más fácil. Horas y horas en avión, en coche por carreteras en mal estado, por lugares de topografía accidentada y en soledad. Yo le rogué que no lo hiciera. Le demostré que por entonces su hijo ya no era un multiplicarse de células, sino un niño de verdad. Le advertí que lo habría matado. Me opuso su dureza despiadada, y firmó un documento mediante el cual asumía todas las responsabilidades. Partió. Lo mató. De acuerdo: si nos halláramos ante un tribunal de leyes escritas, arduo sería para mí sostener su culpabilidad. No hubo sondas, fármacos ni intervenciones quirúrgicas: según las leyes escritas, esta mujer debería marcharse, absuelta, porque el delito no existe. Pero nosotros somos un jurado de la vida, señores, y en nombre de la vida yo les digo que la conducta de la acusada fue peor que las sondas, los fármacos y las intervenciones quirúrgicas. Porque fue hipócrita, vil, y no corrió riesgos legales.
“Daría mucho por admitir en ella circunstancias atenuantes, por absolverla aunque fuera parcialmente. Pero no veo dónde ni cómo. ¿Acaso era pobre, se ahogaba en estrecheces económicas que le impedían mantener un hijo? Absolutamente no. Ella misma lo reconoce. ¿Tenía que defender su honor en cuanto miembro de una sociedad que la hubiera perseguido por traer al mundo un hijo ilegítimo? Tampoco. Pertenece al establishment cultural que, en vez de rechazarla, hubiera hecho de ella una heroína. En cualquier caso, se trata de un establishmen que no cree en las leyes de la sociedad y rechaza a Dios, la patria, la familia, el matrimonio y los principios mismos de la convivencia. Su delito carece de atenuantes porque lo cometió en nombre de una libertad: la libertad personal, egoísta, que no tiene en cuenta a los demás ni los derechos de éstos. He pronunciado la palabra derechos. Lo hice para anticiparme a la palabra eutanasia, para que no me contesten que ella, al dejar morir a ese hijo, hizo uso de un derecho, el de ahorrarle a la comunidad el peso de un individuo enfermo y, por tanto, malogrado. No nos corresponde establecer a priori quién se malogrará y quién no. Homero era ciego y Leopardi, jorobado. Si por espartanos los hubiesen arrojado desde la roca Tarpeya, si sus madres se hubiesen cansado de llevarlos en el seno, hoy la humanidad seria más pobre. Niego que un campeón olímpico valga más que un poeta contrahecho. En cuanto al sacrificio de custodiar en el vientre el feto de un campeón olímpico o de un poeta contrahecho, les recuerdo que así es como se propaga la especie humana, nos guste o no. Mi conclusión es: ¡culpable!”
Me encogí ante aquel grito. Cerré los ojos y, de ese modo, no vi a la doctora, que se levantaba para hablar. Cuando volví a abrirlos ella ya había empezado, y decía: “Mi colega se olvidó de admitir que por cada Homero nace un Hitler; que cada concepción es un desafío cargado de espléndidas y horrendas posibilidades. Yo no sé si este niño hubiera sido una Juana de Arco o un Hitler. Cuando murió, no pasaba de una mera posibilidad desconocida. Pero sé quién es esta mujer: una realidad que no debe ser destruida. Entre una posibilidad desconocida y una realidad que no debe ser destruida, yo elijo la última. Mi colega parece obsesionado por el culto a la vida. Pero reserva ese culto a quienes podrían ser, no lo extiende hasta abarcar a los que ya son. El culto de la vida es un bonito discurso y nada más. También la frase de que un-hijo-no-es-una-muela-cariada constituye una bonita frase y nada más. Apuesto a que mi colega estuvo en la guerra y disparó y mató olvidando que tampoco a los veinte años un hijo es una muela cariada. No conozco infanticidio peor que la guerra; la guerra es un infanticidio masivo postergado veinte años. Sin embargo, él la acepta en nombre de quién sabe qué otros cultos, y no le aplica su tesis acerca de la continuidad. Incluso como científica, no puedo tomarme en serio tal continuidad; si lo hiciese, debería llevar luto cada vez que muere un óvulo no fecundado, cada vez que los doscientos millones de espermatozoides fracasan en su intento de perforar la membrana del óvulo. Peor aún: debería vestir luto también cuando la fecundación se produce, pensando en los ciento noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve espermatozoides que mueren derrotados por el único espermatozoide que perforó la membrana. Ellos también son criaturas de Dios. También ellos están vivos y contienen los elementos que componen un individuo. ¿Acaso mi colega nunca los ha observado en el microscopio? ¿No los ha visto acaso correr agitando la cola como un cardumen de renacuajos, no los ha visto trabajar y luchar contra la zona diáfana, golpeando desesperadamente la cabeza contra ella, sabiendo que fracasar equivale a morir? Se trata de un espectáculo desgarrador: al pasarlo por alto, mi colega se muestra poco generoso hacia su propio sexo. No quisiera caer en las ifonías fáciles, pero, visto que él cree tanto en la vida, ¿cómo puede dejar que miles y miles de millones de espermatozoides mueran, sin que él haga nada por ellos? ¿Negación de auxilios o asesinato? Asesinato, como es obvio. Así pues, dentro de aquella jaula debería hallarse también él. Si no se mete en ella en seguida quiere decir que nos ha mentido, que su rectitud se ve turbada por quien afirma que el problema no consiste en hacer que nazca un gran número de individuos, sino lograr que sea lo menos desgraciada posible la existencia de quienes ya han nacido.
“Siempre a propósito de mi colega, evito tomar en serio su insinuación de corresponsabilidad. Todo lo más, se me podría acusar de error de juicio, y ni siquiera un jurado de la vida puede condenar el error de juicio. Además, no hubo tal error: fue, sencillamente, un juicio del cual no me arrepiento. El embarazo no es un castigo infligido por la naturaleza para hacer pagar el éxtasis de un momento. Es un milagro que debe desarrollarse con la misma espontaneidad que los árboles y los peces. Si no avanza en forma normal, no puedes pedirle a una mujer que se quede meses y meses tendida en una cama como una paralítica. Dicho de otro modo: no puedes exigirle que renuncie a su actividad, a su personalidad, a su libertad. ¿Acaso se lo exiges al hombre que con aquel éxtasis goza mucho más? Evidentemente, mi colega no reconoce a las mujeres el derecho que, en cambio, les reconoce a los hombres: el de disponer del propio cuerpo. Está claro que considera al hombre una abeja a la que se permite revolotear de flor en flor, mientras que la mujer no es sino un sistema genital que sólo sirve para la procreación. Les ocurre a muchos en nuestra profesión: las pacientes predilectas de los ginecólogos son las reproductoras plácidas, gordas, sin problemas de libertad. De todos modos, no estamos aquí para juzgar a los médicos, sino a una mujer acusada de homicidio premeditado, y llevado a cabo con el pensamiento en vez del acero. Rechazo la acusación basándome en elementos precisos. El día que diagnostiqué completa normalidad advertí en ella un gran alivio. El día que reconocí la muerte del feto comprendí que eso le causaba un gran dolor. He dicho feto y no niño: la ciencia me permite hacer esta distinción. Todos sabemos que un feto se convierte en niño sólo en el momento de la completa madurez, y que ese momento llega en el noveno mes. En casos excepcionales, en el séptimo. Pero aun admitiendo que ya no fuese un feto, sino un niño, tampoco habría crimen. Querido colega, esta mujer no quiso la muerte de su niño; quiso su propia vida. Lamentablemente, nuestra vida es, en ciertos casos, la muerte de otro, y la vida de otro es nuestra muerte. Al que dispara se le dispara. Las leyes escritas llaman a esto legítima defensa. Si alguna vez esta mujer deseo inconscientemente la muerte de su hijo, lo hizo en legítima defensa. Por lo tanto, no es culpable.”
Después se levantó tu padre, que ya no lloraba. Pero apenas movió los labios para decir algo, su mentón empezó a temblar y las lágrimas brotaron nuevamente. Se llevó de nuevo las manos a los ojos y se abandonó otra vez sobre el escaño. “¿Renuncia, pues, a tomar la palabra?”, interrogó el médico, irritado. Tu padre inclinó imperceptiblemente la cabeza, como asintiendo. “Pero no puede renunciar al voto”, insistió el otro. Tu padre redobló los sollozos. “¡El voto, por favor!” Tu padre se limpió la nariz sin decir nada. “Culpable, ¿sí o no?” Tu padre soltó un largo suspiro y murmuró: “Culpable”. Entonces ocurrió una cosa tremenda: mi amiga se volvió y le escupió encima. Y mientras él se limpiaba, pálido, mi amiga gritó: “¡Cobarde! ¡Hipócrita cobarde! ¡Tú, que sólo le telefoneabas para que se lo quitase de encima! ¡Tú, que durante dos meses te escondiste como un desertor! ¡Tú, que fuiste a verla sólo porque yo te lo imploré! Vosotros sois siempre así, ¿verdad? Os asustáis y nos dejáis solas, y todo lo más regresáis invocando la paternidad. ¿Acaso os cuesta tanto la paternidad? ¿Un vientre reventado por un engrosamiento ridículo? ¿Las penas del parto, la tortura de la lactancia? El fruto de la paternidad os lo sirven como una sopa recocida, como una camisa planchada sobre la cama. No tenéis más que darle el nombre si estáis casados, y ni tan siquiera eso si os largáis. Toda responsabilidad es para la mujer, como cada sufrimiento y cada insulto. La llamáis puta si ha hecho el amor con vosotros. La palabra prostituto, en cambio, no está en el diccionario; usarla es un error lingüístico. Hace milenios que nos imponéis vuestros vocablos, vuestros preceptos, vuestros abusos. Hace milenios que usáis nuestro cuerpo sin perder nada en ello. Hace milenios que nos imponéis el silencio y nos relegáis al papel de madres. En cualquier mujer buscáis una madre. A cualquier mujer le pedís que os haga de madre, incluso a vuestra propia hija. Decís que no tenemos vuestros músculos, y luego explotáis nuestro esfuerzo incluso para que os lustremos los zapatos. Afirmáis que no tenemos vuestro cerebro y luego explotáis nuestra inteligencia incluso para administraros el sueldo. Eternos niños, seguís siendo hasta la vejez niños a los que hay que dar de comer a la boca, limpiar, servir, aconsejar, consolar y proteger de vuestras debilidades y de vuestra indolencia. Yo os desprecio. Y me desprecio a mí misma por no saber prescindir de vosotros, por no gritaros más a menudo que estamos hartas de ser vuestras madres. Estamos hartas de esta palabra, que habéis santificado para vuestro interés y egoísmo. Debería escupir también sobre usted, doctor. Sobre usted que en una mujer ve tan sólo un útero y dos ovarios, nunca un cerebro. Ante una mujer encinta, usted piensa: "Primero se divirtió, y ahora viene a verme".
¿No se divirtió nunca usted, señor doctor? ¿Nunca olvidó el culto a la vida? Lo defiende tan bien al nivel celular que, se diría, envidia lo que su colega llama el milagro de la maternidad. Pero no; excluyo esa posibilidad. Para usted, semejante milagro es un sacrificio. En cuanto hombre, no sabría enfrentarlo. Aquí no se está juzgando a una mujer, doctor; se está juzgando a todas las mujeres. Por tanto, tengo el derecho de revertir este juicio sobre usted. Y métase bien en la cabeza, doctor, que la maternidad no es un deber moral. Ni siquiera es un hecho biológico. Es una elección consciente. Esta mujer había llevado a cabo una elección consciente y no quería matar a nadie. Usted es quien quería matarla a ella, señor doctor, negándole hasta el uso de su intelecto. Por eso, dentro de la jaula debería estar usted, y no por negación de auxilio a miles de millones de estúpidos espermatozoides, sino por intento de homicidio en la persona de esta mujer. Después de lo cual, desde luego, es superfluo añadir que la acusada no es culpable”.
Luego se puso de pie el jefe, que fingió una expresión turbada. Empezó diciendo que no sabia como manifestarse, porque en aquel jurado se sentía un extraño. Los demás estaban relacionados con la acusada por lazos profesionales o afectivos vinculados al niño: él, en cambio, no era más que el patrón. Como tal, no podía por menos de alegrarse del curso de los acontecimientos, pues aun haciendo una concesión a la magnanimidad, él siempre había considerado aquel embarazo como un obstáculo. Peor: una catástrofe que le costaría un montón de dinero. Era suficiente pensar en el sueldo que hubiera tenido que pagar, según una absurda y reprobable ley, durante los meses en que yo no trabajase. El niño había sido sensato, más sensato que la madre. Además, al morir, había defendido el buen nombre de la empresa. ¿Qué hubiera pensado el público si hubiera visto a su empleada, soltera por añadidura, con un recién nacido en brazos? No tenía inconveniente en confesar que, si la mujer lo hubiese aceptado, la habría ayudado a deshacerse del intruso. Pero él no era tan sólo un industrial: era un hombre. Y los jurados que lo habían precedido -los dos jurados varones, se entiende- habían provocado en su conciencia una nueva reflexión sobre el caso. El doctor, por medio de la lógica y la moral; el padre del niño, por medio del dolor. Reflexionando, no podía dejar de asociarse a los razonamientos del primero y al llanto del segundo. Un hijo pertenece en igual medida al padre y a la madre: si se había cometido el delito, se trataba de un doble delito, puesto que, además de eliminar la vida de un infante, había truncado la existencia de un adulto. De acuerdo: era preciso decidir si tal delito se había cometido o no. Pero ¿cabían dudas al respecto? ¿Hacía falta una prueba más aplastante que el testimonio del médico? Éste había sido indulgente al referirse a un vago egoísmo. Él, el jefe, podía revelar el motivos y el móvil. La acusada temía que el famoso viaje fuera encomendado a un colega rival. Por eso había saltado de la cama y había emprendido el viaje, sin consideración alguna hacia la vida que llevaba en su seno. Sin ninguna misericordia. Que su aliada escupiese, que insultase a placer. La acusada era culpable.
Entonces busqué con la mirada a mi padre y a mi madre. Y les imploré en silencio, porque eran mi última posibilidad de salvación. Me contestaron con una mirada de desaliento. Parecían exhaustos, mucho más viejos que al comenzar el juicio. La cabeza les colgaba hacia delante como si no pudieran sostener su peso, sus cuerpos temblaban como de frío y todo en ellos cedía, derrumbado en un triste abandono que los aislaba de los demás, uniéndolos en una misma desesperación. Se cogían de la mano para ayudarse. Con las manos enlazadas, pidieron permiso para permanecer sentados. Se les concedió el permiso, y los vi entonces deliberar entre ellos, supongo que para decidir quién hablaría primero. Fue él. “Yo he sentido dos dolores -dijo- El primero, al saber que ese niño existía, y el segundo al saber que ya no existía. Espero que se me libre del tercer dolor: ver condenar a mi hija. No sé cómo se ha desarrollado todo esto. Ninguno de ustedes puede saberlo porque nadie es capaz de penetrar en el alma de otra persona. Pero esta es mi hija, y para un padre los hijos no son culpables nunca.” Acto seguido habló mi madre. “Es mi niña, siempre será mi niña -explicó-. Y mi niña no puede hacer el mal. Cuando me escribió que esperaba un hijo, le contesté: “Si esta es tu decisión, quiere decir que así debe ser”. En caso de que me hubiese escrito que no lo quería, le hubiera contestado con las mismas palabras. No nos corresponde juzgar, y a ustedes tampoco. No tienen derecho a acusarla ni a defenderla porque no están ustedes dentro de su mente ni de su corazón. Ninguno de sus testimonios tiene valor. Hay sólo un testimonio, aquí, que podría explicarnos cómo ha sucedido todo. Y ese testigo es el niño, que, sin embargo, no puede...” Entonces, los demás la interrumpieron exclamando a coro: “¡El niño, el niño!”. Y yo me aferré a los barrotes de la jaula y grité: “¡El niño no! ¡El niño no!”. Y mientras gritaba así...
* * *
Sí, mientras gritaba así escuché tu voz: “¡Mamá!”. Y me sentí como vacía porque era la primera vez que alguien me llamaba mamá, y porque era también la primera vez que oía tu voz, que no era la de un niño. Era una voz de adulto, de un hombre. Y pensé: “¡Era varón!”. Y luego: “Era varón; me condenará”. Y por último: “¡Quiero verlo!”. Mis pupilas hurgaron en todas partes: dentro de la jaula, fuera, entre los escaños, más allá de los escaños, por el suelo y por las paredes. Pero no te hallaron. No estabas. Sólo se percibía un silencio sepulcral. Y en medio de él tu voz se elevó nuevamente:
“¡Mamá! Déjame hablar, mamá. No tengas miedo. No hay que tener miedo de la verdad. Por otra parte, la verdad ya se ha dicho. Cada uno de ellos ha dicho una verdad, y tú lo sabes: tú me enseñaste que la verdad está hecha de muchas verdades diferentes entre sí. Tienen tanta razón los que te han acusado como los que te han defendido, los que te han absuelto como los que te han condenado. Pero esos juicios no cuentan para nada. Tus padres tienen razón cuando dicen que no se puede penetrar en el alma ajena, y que el único testigo válido soy yo. Sólo yo, mamá, puedo afirmar que me has matado sin matarme. Sólo yo puedo explicar cómo lo hiciste y por qué. Yo no había pedido nacer, mamá. Nadie lo pide. Allá, en la nada, no hay voluntad. No hay elección. Sólo la nada. Cuando se produce el desgarrón y nos damos cuenta de que empezamos, ni siquiera nos preguntamos quién lo ha querido, y si es un bien o un mal. Sencillamente, aceptamos, y luego aguardamos a descubrir si nos agrada haber aceptado. Descubrí demasiado pronto que me agradaba. Aun a través de tus temores, de tus titubeos, ¡habías logrado convencerme tan bien de que nacer es hermoso y huir de la nada constituye una alegría! Cuando hayas nacido no deberás desanimarte, decías, ni ante el sufrimiento ni ante la muerte. Si uno se muere quiere decir que ha nacido, que salió de la nada, y nada es peor que la nada. Lo malo es tener que decir que uno nunca existió. Me seducía tu fe, tu prepotencia. Parecía verdaderamente la prepotencia de los tiempos remotos, de cuando estalló la vida en el mundo, tal como me contaste. Yo te creí, mamá. Junto con el agua en que estaba sumergido, yo bebía cada pensamiento tuyo. Y cada uno de tus pensamientos tenía el sabor de una revelación. ¿Cómo hubiera podido ser de otra manera? Mi cuerpo era sólo un proyecto que se desarrollaba en ti y gracias a ti; mi mente era sólo una promesa que se realizaba en ti y gracias a ti. Aprendía exclusivamente lo que me dabas e ignoraba lo que no me dabas: mis bocanadas de luz y conciencia eras tú. Si desafiabas a todo y a todos para llevarme a la vida -pensaba yo- significa que verdaderamente la vida es un don sublime.
“Pero después crecieron tus incertidumbres, tus dudas, y empezaste a alternar halagos y amenazas, ternura y rencor, miedo y coraje. Para lavarte del miedo, un día me atribuiste a mí la decisión de existir, mamá. Afirmaste que habías obedecido a una orden mía, no a tu elección. Hasta me acusaste de ser tu amo: tú mi víctima, y no yo víctima tuya. Después empezaste a reprocharme, a censurarme porque te hacía sufrir. Incluso llegaste a desafiarme explicándome qué era la vida entre vosotros: una trampa carente de libertad, de felicidad, de amor. Un pozo de esclavitudes y violencias a las cuales no podría yo sustraerme. Nunca te cansabas de demostrarme que no hay salvación en el hormiguero, que no es posible escapar a sus siniestras leyes. Las magnolias sirven para arrojar sobre ellas mujeres, el chocolate lo comen quienes no lo necesitan, el mañana es un hombre fusilado por un mendrugo y después un saco de calzoncillos sucios. Todas tus tristes fábulas terminaban siempre en una pregunta: ¿es verdaderamente oportuno que tú salgas de tu nido de paz para venir aquí? Nunca me contaste que una magnolia puede cogerse sin morir, que un bombón puede comerse sin necesidad de humillarse uno, que el mañana puede ser mejor que el ayer. Y cuando te diste cuenta, era demasiado tarde: yo ya me estaba suicidando. No llores, mamá; me doy cuenta de que obrabas así también por amor, a fin de prepararme a no ceder el día que me abrumara el horror de existir. No es cierto que tú no creas en el amor, mamá. Tú estás hecha de amor. Pero ¿es suficiente creer en el amor si uno no cree en la vida? Apenas comprendí que no creías en la vida, que realizabas un esfuerzo para habitar en ella y para llevarme a mí a habitarla, me permití la primera y última elección: rehusar nacer, negarte la Luna por segunda vez. Ya podía hacerlo, mamá. Mi pensamiento ya no era tu pensamiento; yo poseía el mío. Pequeño, tal vez, bosquejado, pero capaz de obtener esta conclusión: si la vida es un tormento, ¿para qué ir hacia ella? No me habías dicho nunca por qué nace uno. Y fuiste lo bastante honrada para no estafarme con las leyendas que habéis inventado como consuelos: el Dios omnipotente que crea a su Imagen y semejanza, la búsqueda del bien, la carrera hacia el paraíso. Tu única explicación fue que tú también habías nacido, y tu madre antes que tú, y antes de tu madre la madre de tu madre, y así hacia un ayer cuyo rastro se perdía. En resumen: uno nace porque otros nacieron y para que otros nazcan, en una proliferación que es una finalidad en sí misma. Si así no fuese -me dijiste una noche-, la especie humana se extinguiría. Es mas: no existiría. Pero ¿por qué habría de existir, por qué debe existir, mamá? ¿Cuál es la finalidad? Te lo digo yo, mama: una espera de la muerte, de la nada. En mi universo, que tú llamabas huevo, la finalidad existía: nacer. Pero en tu mundo la finalidad es tan sólo morir; la vida es una condena a muerte. Y yo no veo por qué hubiera tenido que salir de la nada para regresar a la nada.”
Entonces comprendí hasta qué punto era hondo e irremediable el mal que yo te había infligido y que me había infligido a mí misma y a las cosas en las cuales me obligo a creer: nacer para ser felices, libres, buenos, para batirse en nombre de la felicidad, de la libertad, de la bondad; nacer para intentar, saber, descubrir, inventar. Para no morir. Presa del pánico, confié en que todo hubiese sido un sueño, una pesadilla de la que saldría para volver a encontrarte vivo, niño, dentro de mí, y volver a comenzar sin asustarme, sin mostrarme impaciente, sin renunciar a esa fe que se llama esperanza, y sacudí la jaula diciéndome que ésta no existía. La jaula no cedió. Era una jaula de verdad, ante mí tenía realmente un tribunal, y acababa de celebrarse un auténtico juicio en el que tú me habías juzgado culpable porque yo misma me tenía por tal; me habías condenado porque yo me condenaba. Sólo quedaba por decidir la pena, y ésta era obvia: renunciar a la vida y volver a la nada contigo. Te tendí los brazos. Te supliqué que me llevases contigo cuanto antes, y tú te pusiste a mi lado y me dijiste: “Pero yo te perdono, mamá. No llores. Naceré otra vez”.
Espléndidas palabras, niño, pero palabras y nada más. Todos los espermatozoides y todos los óvulos del mundo, reunidos en todas las combinaciones posibles, jamás podrían crearte nuevamente a ti, al que eras y hubieras podido llegar a ser. Tú no renacerás, no volverás nunca más. Y sigo hablándote por pura desesperación.
* * *
Hace días que permaneces ahí encerrado, sin vivir y sin marcharte. La doctora está asombrada y preocupada. Puedo morirme -dice- si no te quito. Lo comprendo perfectamente, y añado que no tengo la menor intención de castigarme hasta ese extremo, de valerme de ti para aplicar la autocondena de aquel absurdo proceso. La dureza de la añoranza me basta. Al mismo tiempo, empero, no tengo prisa alguna por quitarte de en medio, y sería difícil precisar por qué causa. ¿Quizá por la costumbre de estar juntos, de dormimos juntos, de despertarnos juntos, de saberme sola sin estar sola? ¿Quizá por la absurda sospecha de que se trate de un error y convenga esperar todavía? ¿O tal vez porque ya no me interesa volver a ser la que era antes de ti? ¡Había suspirado tanto por volver a ser dueña y señora de mi propia suerte Ahora que lo soy, ya no me importa. Aquí tienes una enésima realidad que por no nacer pierdes la ocasión de descubrir: uno se agota para obtener una riqueza, un amor o una libertad; uno se fatiga para conquistar un derecho que le corresponde y, cuando lo ha obtenido, no se alegra. O lo malgasta o lo ignora, pensando incluso que le gustaría volver atrás, comenzar nuevamente las batallas y los sufrimientos. Ver realizado su sueño lo hace sentirse perdido. Bendito el que puede decir: “Yo quiero caminar, no quiero llegar”. Maldito aquel que se impone: “Quiero llegar hasta allá”. Llegar es morir. Durante el camino sólo puedes concederte paradas. Si por lo menos lograse convencerme de que tú has sido una parada y nada más, que una muerte no detiene la vida toda, que la vida no te necesitaba, que este dolor le ha servido de algo a alguien... Pero ¿a quién le sirven un niño que se muere y una madre que renuncia a ser madre? ¿A los moralistas, a los juristas, a los teólogos, a los reformadores? En tal caso, hay que preguntarse a quién le servirá esta historia y cuál será el veredicto de su tribunal. ¿Es mérito la solidaridad o el vituperio de la mayoría? ¿He llevado a cabo un buen servicio para moralistas, juristas, teólogos o reformadores? ¿He pecado instigándote al suicidio y matándote, o bien he pecado al atribuirte un alma que no poseías? Escucha cómo discuten, cómo gritan:
¡ha ofendido a Dios; no, ha ofendido a las mujeres; ha escarnecido un problema; no, contribuyó a aclararlo; ha comprendido que la vida es sagrada; no, ha comprendido que es una befa! Como si el dilema de existir o no existir se pudiese resolver con una sentencia u otra, con una u otra ley, y no le correspondiera a cada criatura, en cambio, resolverlo de por sí y para sí. Como si intuir una verdad no abriese interrogantes acerca de otra verdad opuesta, permaneciendo ambas válidas. ¿Cuál es la finalidad de todos sus procesos, de sus litigios? ¿Establecer qué es lícito y qué no lo es? ¿Decidir dónde está la justicia? Tenias razón, niño: estaba en todos. También la conciencia está hecha de muchas conciencias: yo soy ese medico y esa doctora, mi amiga y mi jefe, mi madre y mi padre, tu padre y tú. Y soy aquello que cada uno de vosotros me ha dicho que era. Y valles de tristeza se extienden ante mí, en vano floridos de orgullo.
* * *
Tu padre ha vuelto a escribirme. Esta vez se trata de una carta que me lleva a reflexionar. Dice: “Te conozco lo bastante para saber que debo abstenerme de consolarte, afirmando que hiciste bien sacrificando el niño a ti misma, en vez de sacrificarte tú por él. Sabes mejor que
yo (tú me lo gritaste al echarme) que una mujer no es una gallina, que no todas las gallinas incuban huevos, que muchas los abandonan y que otras se los comen. Y no las condenamos por eso; si acaso no más de lo que condenamos a la naturaleza que mata con enfermedades y terremotos. También te conozco lo bastante como para considerar obvio el recordarte que la crueldad de la naturaleza y de ciertas gallinas encierra una sabiduría: si cada posibilidad de existencia se convirtiese en existencia, moriríamos por falta de espacio. Sabes mejor que yo que nadie es imprescindible, que el mundo se las hubiera arreglado igualmente si Homero, Icaro, Leonardo da Vinci y Jesucristo no hubieran nacido. El hijo que acabas de perder no deja vacíos. Su desaparición no perjudica a la sociedad ni compromete el futuro. Sólo te hiere a ti, y en forma desmedida, porque tu pensamiento ha agigantado un drama, que, tal vez, ni siquiera lo es. (¡Pobre! Has descubierto, querida, que pensar significa sufrir, que ser inteligentes implica ser desdichados. Lástima que se te haya escapado un tercer punto fundamental: el dolor es la sal de la vida, y sin él no seríamos humanos.) No te escribo, por lo tanto, para compadecerte, sino para felicitarte, para reconocer que has vencido. Pero no por haberte sacudido la esclavitud de un embarazo y de una maternidad, sino porque lograste no ceder a la necesidad de los demás, incluida la necesidad de Dios. Justamente lo contrario de lo que me ha ocurrido a mí. En efecto, la envidia hacia quienes creen en Dios me asaltó hasta tal punto durante estos últimos meses, que se convirtió en una tentación. Lo reconozco al tiempo que admito mi fatiga. Dios es un signo de exclamación con el cual se encolan todos los añicos: si uno cree en él quiere decir que está cansado, que ya no logra componérselas por su cuenta. Tú no estás cansada porque eres la apoteosis de la duda. Para ti Dios es un signo de interrogación; mejor dicho, el primero de una infinita serie de interrogantes. Y sólo quien se destroza en las preguntas para obtener respuestas logra avanzar; sólo quien no cree en la comodidad de creer en Dios para aferrarse a una balsa y descansar, puede comenzar nuevamente para volver a contradecirse, a desmentirse, a producirse más dolor. Nuestra amiga me informa de que el niño está aún dentro de ti y te niegas a librarte de él, como si quisieras utilizarlo para castigar tu incoherencia y prohibirte la vida. Supongo que me ha informado para que yo te ruegue que no insistas en esa locura. En vez de rogarte, te anuncio que no perseverarás mucho en ella. Amas demasiado la vida para no percibir su llamada. Cuando ésta llegue, le obedecerás como ese perro de London que, aullando, sigue a los lobos y se vuelve lobo a su vez”.
En efecto, mañana volvemos a casa. Y si bien la palabra mañana me parece ofensiva para ti y amenazadora para mí, no puedo dejar de mirar a mí alrededor y darme cuenta de que mañana es un día lleno de oportunidades.
* * *
Me recibieron saludándome con gran entusiasmo, como si hubiera estado enferma de un pie o de una oreja, y me preparase ahora para una convalecencia. Me felicitaron por el trabajo que logré llevar a término a-pesar-de-las-dificultades. Me ofrecieron comida. Ni una palabra acerca de ti. Cuando intenté referirme al tema, adoptaron un aire entre evasivo y turbado, como si aludiera a un asunto desagradable y quisieran decirme no-pensemos-más-en-eso-lo-pasado-pasado. Más tarde mi amiga me llevó aparte y, con el tono de quien recuerda una cita importante, dijo que había consultado a un médico que sostiene la inoportunidad de contar con que te marches espontáneamente: si no te hago extirpar, me muero de septicemia. Será necesario que me decida: resultaría paradójico que, para restablecer el equilibrio, tú me mataras a mí. Todavía tengo muchas cosas por hacer. Tú no las comenzaste nunca; yo, en cambio, sí. Debo proseguir mi carrera, por ejemplo, y demostrar que soy tan eficaz como un hombre. He de batirme contra la comodidad de los signos de exclamación, por ejemplo, y tengo que convencer a la gente para que se plantee más porqués. Debo apagar la compasión hacia mí misma, y convencerme de que el dolor no es la sal de la vida. La sal de la vida es la felicidad, y la felicidad existe: consiste en darle caza. Por último, todavía he de aclarar el misterio que llaman amor. No el que se devora en una cama, tocándonos, sino el que me preparaba a conocer contigo. Siento tu ausencia, niño. Siento tu ausencia como sentiría la de un brazo, un ojo o la voz. Pero te echo en falta menos que ayer, menos que esta mañana. Es extraño. Se diría que, de hora en hora, el suplicio se atenúa para encerrarse en un paréntesis. Los lobos ya empezaron a llamarme y no importa si todavía están lejos: apenas se acerquen, bien me doy cuenta de que los seguiré. ¿Es verdad que he sufrido tan hondamente y tanto tiempo? Me lo pregunto, incrédula. Una vez leí en un libro que la dureza de una pena que hemos soportado sólo se siente cuando nos hemos librado de ella y, asombrados, exclamamos: ¿cómo hice para soportar semejante infierno? Verdaderamente, así debe ser, y la vida resulta extraordinaria, pues cicatriza las heridas a loca velocidad. Si no quedasen las cicatrices no recordaríamos siquiera que de allí manó sangre. Además, incluso las cicatrices desaparecen. Palidecen y acaban borrándose. También a mí me ocurrirá. ¿Me ocurrirá, en efecto? Tengo que lograrlo. Porque lo pretendo, lo exijo. Tanto es así, que ahora desprendo de la pared tu retrato, y dejo de impresionarme con tus ojos abiertos. Y escondo las demás fotografías tuyas; mejor dicho, las rompo. Y destrozo esta cuna que me he traído a cuestas como un féretro, la arrojo al incinerador. Y escondo tu ajuar para regalárselo a alguien o, mejor aún, lo rompo todo. Y le pido ahora al médico, le digo que estoy de acuerdo, que un día de estos habrá que arrancarte de mí. Y tal vez incluso llame a tu padre o no importa a quién, para irme con él a la cama esta noche, pues ya estoy hasta la coronilla de esta castidad. Tú estás muerto pero yo estoy viva. Tan viva que no me arrepiento, y no acepto procesos ni acepto veredictos, y ni siquiera tu perdón. Los lobos están ya cerca, y yo tengo fuerzas para parirte cien veces aún sin implorar socorro a Dios ni a nadie... ¡Dios, qué dolor! Me siento mal, de pronto. ¿Qué pasa? De nuevo esas cuchilladas. Se alargan hasta el cerebro para perforarlo como entonces. Estoy sudando. Me sube la fiebre. Ha llegado nuestra hora, niño; la hora de separarnos. Y no lo deseo. No quiero que te arranquen con una cuchara para arrojarte al cubo de la basura entre el algodón sucio y las gasas. No me agradaría eso. Pero no puedo elegir. Si no corro al hospital para que te separen de estas vísceras a las que sigues aferrado, me matas. Y esto no lo puedo permitir. No debo. Te equivocabas al sostener que no creo en la vida, niño. ¡Pues claro que creo en ella! Me gusta, incluso con sus infamias, y me propongo vivirla a cualquier precio. Me marcho volando, niño. Y, de una vez por todas, te digo adiós.
* * *
Sobre mí se extiende un cielorraso blanco, y a mi lado, dentro de un frasco, estás tú. No querían que te viera, pero los he convencido, afirmando que era mi derecho, y te pusieron allí con una mueca de desaprobación. Te miro, por fin. Y me siento burlada porque, verdaderamente, no tienes nada en común con el niño de la fotografía. No eres un niño, sino un huevo. Un huevo gris que flota en un alcohol rosado, dentro del cual no se percibe nada. Terminaste mucho antes de que se dieran cuenta: nunca llegaste a tener las uñas, la piel y las infinitas riquezas que yo te regalaba. Criatura de mi fantasía, apenas lograste realizar el deseo de dos manos y dos pies, de algo que se parecía a un cuerpo, del boceto de un rostro con una naricita y dos ojos microscópicos. En el fondo, amé a un pececillo. Y por amor hacia un pececillo me inventé un calvario como consecuencia del cual corro el riesgo de morir yo también. ¡Inaceptable! ¿Por qué no te habré hecho quitar antes? ¿Por qué perdí tanto tiempo precioso dejando que me envenenaras? Estoy mal; todos parecen alarmados. Me han clavado agujas en el brazo derecho y en la muñeca izquierda. De esas agujas salen tubos delgados que suben como serpientes hasta los frascos. La enfermera merodea con pasos afelpados. De vez en cuando, entra el doctor con otro colega suyo y entrecruzan frases que no comprendo, pero que suenan a amenazas. No sé qué daría por que llegasen mi amiga o tu padre, y mejor aún mis padres, cuyas voces me pareció escuchar. Pero no viene nadie excepto esos dos de bata blanca: uno de ellos ¿es el mismo que me condenó? Hace un rato se enfadó. Dijo: “¡Doblen la dosis!”. La dosis ¿de qué? ¿De pena? Ya la desconté. ¿Debo empezar de nuevo? Luego dijo: “¡Aprisa! ¿No veis que se está yendo?”. ¿Quién se está yendo? ¿Una aguja, una persona, la vida? La vida no puede irse si uno se niega a ello: aquí no se muere nadie. Ni siquiera tú, porque ya estás muerto, muerto sin saber qué significa estar vivo, sin saber qué son los colores, los sabores, los olores, los sonidos, los sentimientos, el pensamiento. Lo lamento por ti y por mí. Me humilla. Pues ¿de qué sirve volar como una gaviota dentro del azul si uno no genera a otros y a otros, para volar dentro del azul? ¿De qué sirve jugar como niños si uno no genera otros niños, quienes generarán a otros aún, y aún, para jugar y divertirse? Debías haber resistido. Debías haber luchado y vencido. Cediste demasiado pronto, te resignaste demasiado de prisa; no estabas hecho para la vida. ¿Quién se asusta por un par de fábulas, por dos o tres advertencias? Te parecías a tu padre: él halla cómodo descansar en Dios, y tú hallaste cómodo descansar no naciendo. ¿Quién de nosotros dos ha traicionado? Yo no. Estoy muy fatigada. Ya no siento las piernas, a ratos se me nubla la vista, y el silencio me envuelve como un zumbido de avispas. Sin embargo, no cedo, ¿ves? Aguanto. ¡Qué diferentes somos! No debo dormirme. Debo permanecer despierta y pensar. Si pienso, tal vez resista. ¿Desde cuándo estás en ese frasco? Es preciso que te acomode en un sitio más decoroso, pero ¿cuál? Tal vez a los pies de la magnolia. Pero resulta que la magnolia está lejos; está en el tiempo en que yo era pequeña. El presente no tiene magnolias. Mi casa, tampoco. Debería llevarte a casa. Pero por la mañana. Ahora es de noche: el cielorraso blanco se está volviendo negro. Y hace frío. Mejor que me ponga el abrigo para salir. ¡Ale, vamos, te llevo! Quisiera tenerte entre mis brazos, niño, pero ¡eres tan minúsculo! No te puedo abrazar. Puedo sostenerte en la palma de la mano, y eso es todo, siempre que no se te lleve una ráfaga de viento. Esto es algo que no comprendo: una ráfaga de viento puede robarte, y, sin embargo, eres tan pesado que me tambaleo. ¡Dame la mano, te lo ruego! ¡Así! Muy bien. Ahora eres tú el que conduce, el que me guía. Pero, entonces, ¡no eres un huevo, no eres un pececillo! ¡Eres un niño! Ya llegas hasta mis rodillas. No, hasta mi corazón. No, hasta el hombro. No eres un niño, ¡eres un hombre! Un hombre de dedos fuertes y amables. ¡Buena falta me hacen, ahora que soy vieja! Ni siquiera consigo bajar los escalones si no me sostienes. ¿Recuerdas cuando subíamos y bajábamos por esta escalera, teniendo cuidado de no caer, apretados el uno al otro en un abrazo de complicidad? ¿Recuerdas cuando te enseñaba a hacerlo tú solo, cuando hacía poco que caminabas, y contábamos los escalones riendo? ¿Recuerdas cómo aprendías, aferrándote a cada saliente, jadeando, mientras yo te seguía con los brazos tendidos? ¿Y el día que reñimos porque no atendías mis consejos? Después lo lamenté. Quise pedirte perdón, pero no lo conseguí. Te buscaba, desde bajo mis párpados, y tú también me buscabas desde bajo los tuyos, hasta que en tus labios floreció una sonrisa y comprendí que habías entendido. ¿Qué ocurrió después? Mi pensamiento se empaña, mis párpados parecen de plomo. ¿Es el sueño o es el fin? No debo ceder al sueño, al fin. Ayúdame a quedarme despierta. Contéstame: ¿fue difícil usar las alas? ¿Dispararon muchos sobre ti? ¿Les disparaste tú? ¿Te oprimieron en el hormiguero? ¿Cediste ante las decepciones y las iras, o bien te mantuviste recto como un árbol fuerte? ¿Descubriste si existen la felicidad, la libertad, la bondad, el amor? Espero que mis consejos te hayan sido útiles. Espero que tú nunca hayas gritado la atroz blasfemia “¿por qué habré nacido?”. Espero que hayas llegado a la conclusión de que nacer valía la pena: a costa de sufrir, a costa de morir. Estoy tan orgullosa de haberte arrancado a la nada, a costa de sufrir y de morir... Hace frío de veras, y el cielorraso blanco ahora es realmente negro. Pero ya hemos llegado, ahí está la magnolia. Coge una flor. Yo nunca lo conseguí; tú sí lo conseguirás. Ponte de puntillas, levanta un brazo. Así. ¿Dónde estás? Estabas aquí, me sostenías, eras mayor, eras un hombre. Y ahora ya no estás. Sólo hay un frasco de alcohol dentro del cual flota algo que no quiso convertirse en hombre o en mujer, que yo no ayudé a convertirse en hombre o en mujer. ¿Por qué hubiera debido hacerlo, me preguntas, por qué hubieras tú debido? ¡Pues porque la vida existe, niño! Se me pasa el frío al decir que la vida existe, se me pasa el sueño; me siento vida yo misma. ¡Mira, se enciende una luz! Se oyen voces. Alguien corre, grita, se desespera. Pero en algún otro sitio nacen mil, cien mil niños, y madres de futuros niños. La vida no te necesita a ti ni a mí. Tu estás muerto. Tal vez muera yo también. Pero no importa. Porque la vida no muere.
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