Cuando mueren los dioses
Desde hace varias semanas, peatones en Londres y Barcelona son blancos de una campaña organizada por ateos militantes que, usando los colectivos como carteles móviles, les aseguran que "Probablemente dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". Dicen que optaron por conformarse con una consigna agnóstica por temor a la eventual reacción de cristianos enfurecidos. Si es así, se verán decepcionados. En Europa, el Dios cristiano, a diferencia del musulmán, es una pobre sombra de lo que era en otras épocas. Con la hipotética excepción de una minoría reducida de creyentes genuinos, no está en condiciones de asustar a nadie. Y aunque algunas personas, por lo común ancianas, siguen asistiendo a misa o a su equivalente, pocas soñarían con ensañarse con quienes se niegan a tomarlo en serio.
Luego de milenios de conflictos religiosos a menudo salvajes, el grueso de los europeos y una proporción muy elevada de los habitantes de otras partes del mundo occidental han elegido la indiferencia. Su actitud hacia todo lo vinculado con lo divino se asemeja a la resumida por Protágoras casi veinticinco siglos atrás cuando sentenció: "Sobre los dioses no puedo saber si existen o no existen. Tampoco la forma que tienen. Muchas son las cosas que me impiden saberlo: la oscuridad del asunto y la brevedad de la vida humana".
En la lucha entre la razón y la superstición, aquélla siempre llevó las de ganar. Los intentos de probar la existencia de un dios o de muchos sólo han servido para convencer a los ya convencidos, mientras que atribuirles características determinadas -o sea insistir en que comparten plenamente las opiniones de quienes les rinden culto, en especial las de los sacerdotes profesionales- es de por sí absurdo. No es sorprendente, pues, que en una época dominada por el multiculturalismo, y por el relativismo que forzosamente lo acompaña, el dios de los cristianos corra peligro de sufrir el mismo destino que la multitud de deidades grecorromanas que fueron expulsadas de la imaginación europea por los ateos, como los paganos llamaban a los cristianos de aquel entonces, de hace dos mil años.
¿Lo seguirá al cementerio en que yacen las deidades muertas el dios islámico, Alá? Es probable. La ola de fanatismo que está agitando al mundo musulmán se ha visto impulsada por la conciencia de los clérigos de que el racionalismo inherente a la civilización contemporánea es un triturador de religiones acaso irresistible. Presienten que en cuanto los analistas de textos se pongan a desmenuzar el Corán con la misma combinación de erudición y, a pesar de la fe cristiana de muchos estudiosos, escepticismo que en el siglo XIX emplearon para criticar la Biblia, el islam tendrá los días contados. Los musulmanes tienen que creer que el Corán es de autoría divina, de suerte que no pueden convivir tan fácilmente con las contradicciones y las exhortaciones horrorosas que abundan en su libro sagrado como han hecho los cristianos, los que siempre han podido imputar las partes menos simpáticas del suyo a los errores perpetrados por los hombres de carne y hueso que lo escribieron.
Así las cosas, los racionalistas, sean éstos ateos militantes o agnósticos benignos al estilo de Protágoras, tienen derecho a creer que su tesis terminará imponiéndose. Al fin y al cabo, en términos intelectuales su postura es inexpugnable. Pero hay una dificultad. Por irracional que sea la fe en un dios o en muchos -en países como la India y el Japón el politeísmo ha sido tan "normal" como el monoteísmo en el Occidente a partir del triunfo del cristianismo-, hay buenos motivos para sospechar que, sin un dios, dioses o por lo menos cultos ideológicos como el comunismo o el nacionalismo que desempeñen las mismas funciones, ninguna sociedad será viable.
Bien que mal, parecería que la fe, que es irracional por antonomasia, constituye un aglutinante imprescindible. Sin ella, todos propenden a perder interés en el futuro del conjunto. Es lógico: si la muerte es definitiva, es insensato inquietarse por lo que podría suceder cuando uno no esté para presenciarlo y sacrificarse por generaciones que uno no podrá llegar a conocer. Al ser recordados una y otra vez de que sólo tienen una vida y que por lo tanto hay que aprovecharla al máximo, decenas de millones de occidentales se han replegado hacia el individualismo, privilegiando la realización personal por encima de cualquier deber colectivo hipotético. He aquí una razón, acaso la principal, por la que los europeos, y los norteamericanos de nivel cultural relativamente elevado, se resisten tanto a procrear que tal y como están las cosas a fines del siglo corriente habrá muy pocos italianos, españoles y alemanes nativos. En el pasado dicha perspectiva hubiera provocado angustia, pero puesto que hoy en día no está de moda pensar mucho en lo que podría ocurrir cuando uno ya se haya ido y no tenga posibilidad alguna de comunicarse con los vivos, la mayoría la toma por un dato anecdótico sin mucha importancia.
El colapso de la fe religiosa ha modificado radicalmente las relaciones entre los distintos grupos y personas que conforman la sociedad. Ha facilitado la transición hacia un orden llamativamente más igualitario. Si bien muchos siguen aferrándose a las diferencias jerárquicas de antes, poco a poco están batiéndose en retirada. Puede que sobreviva la idea de que algunas formas de conducta o actividades son mejores que otras y que en consecuencia no todas las personas merecen el mismo respeto, pero está bajo ataques constantes que la debilitan. También está perdiendo vigencia la convicción milenaria de que son esencialmente distintos los papeles que deberían cumplir respectivamente los hombres y las mujeres.
Desde muchos puntos de vista, el desmoronamiento de esquemas tradicionales en el fondo autoritarios puede considerarse muy positivo, pero a juzgar por lo que está ocurriendo en las sociedades occidentales más prósperas, en las que puede notarse una diferencia muy significante entre la tasa de natalidad de los sectores conservadores por un lado y los más o menos progresistas por el otro, además de una mayor voluntad por parte de los primeros de defender su estilo de vida contra los decididos a destruirlo, ya están en la antesala de la extinción quienes elijan seguir los consejos de los ateos hedonistas de Londres y Barcelona que les recomiendan dejar de preocuparse por los misterios insondables de la existencia para disfrutar más de la vida. En tal caso, los creyentes supersticiosos que tanto desprecian los resueltos a asestar a Dios el golpe de gracia heredarán la Tierra.
Desde hace varias semanas, peatones en Londres y Barcelona son blancos de una campaña organizada por ateos militantes que, usando los colectivos como carteles móviles, les aseguran que "Probablemente dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida". Dicen que optaron por conformarse con una consigna agnóstica por temor a la eventual reacción de cristianos enfurecidos. Si es así, se verán decepcionados. En Europa, el Dios cristiano, a diferencia del musulmán, es una pobre sombra de lo que era en otras épocas. Con la hipotética excepción de una minoría reducida de creyentes genuinos, no está en condiciones de asustar a nadie. Y aunque algunas personas, por lo común ancianas, siguen asistiendo a misa o a su equivalente, pocas soñarían con ensañarse con quienes se niegan a tomarlo en serio.
Luego de milenios de conflictos religiosos a menudo salvajes, el grueso de los europeos y una proporción muy elevada de los habitantes de otras partes del mundo occidental han elegido la indiferencia. Su actitud hacia todo lo vinculado con lo divino se asemeja a la resumida por Protágoras casi veinticinco siglos atrás cuando sentenció: "Sobre los dioses no puedo saber si existen o no existen. Tampoco la forma que tienen. Muchas son las cosas que me impiden saberlo: la oscuridad del asunto y la brevedad de la vida humana".
En la lucha entre la razón y la superstición, aquélla siempre llevó las de ganar. Los intentos de probar la existencia de un dios o de muchos sólo han servido para convencer a los ya convencidos, mientras que atribuirles características determinadas -o sea insistir en que comparten plenamente las opiniones de quienes les rinden culto, en especial las de los sacerdotes profesionales- es de por sí absurdo. No es sorprendente, pues, que en una época dominada por el multiculturalismo, y por el relativismo que forzosamente lo acompaña, el dios de los cristianos corra peligro de sufrir el mismo destino que la multitud de deidades grecorromanas que fueron expulsadas de la imaginación europea por los ateos, como los paganos llamaban a los cristianos de aquel entonces, de hace dos mil años.
¿Lo seguirá al cementerio en que yacen las deidades muertas el dios islámico, Alá? Es probable. La ola de fanatismo que está agitando al mundo musulmán se ha visto impulsada por la conciencia de los clérigos de que el racionalismo inherente a la civilización contemporánea es un triturador de religiones acaso irresistible. Presienten que en cuanto los analistas de textos se pongan a desmenuzar el Corán con la misma combinación de erudición y, a pesar de la fe cristiana de muchos estudiosos, escepticismo que en el siglo XIX emplearon para criticar la Biblia, el islam tendrá los días contados. Los musulmanes tienen que creer que el Corán es de autoría divina, de suerte que no pueden convivir tan fácilmente con las contradicciones y las exhortaciones horrorosas que abundan en su libro sagrado como han hecho los cristianos, los que siempre han podido imputar las partes menos simpáticas del suyo a los errores perpetrados por los hombres de carne y hueso que lo escribieron.
Así las cosas, los racionalistas, sean éstos ateos militantes o agnósticos benignos al estilo de Protágoras, tienen derecho a creer que su tesis terminará imponiéndose. Al fin y al cabo, en términos intelectuales su postura es inexpugnable. Pero hay una dificultad. Por irracional que sea la fe en un dios o en muchos -en países como la India y el Japón el politeísmo ha sido tan "normal" como el monoteísmo en el Occidente a partir del triunfo del cristianismo-, hay buenos motivos para sospechar que, sin un dios, dioses o por lo menos cultos ideológicos como el comunismo o el nacionalismo que desempeñen las mismas funciones, ninguna sociedad será viable.
Bien que mal, parecería que la fe, que es irracional por antonomasia, constituye un aglutinante imprescindible. Sin ella, todos propenden a perder interés en el futuro del conjunto. Es lógico: si la muerte es definitiva, es insensato inquietarse por lo que podría suceder cuando uno no esté para presenciarlo y sacrificarse por generaciones que uno no podrá llegar a conocer. Al ser recordados una y otra vez de que sólo tienen una vida y que por lo tanto hay que aprovecharla al máximo, decenas de millones de occidentales se han replegado hacia el individualismo, privilegiando la realización personal por encima de cualquier deber colectivo hipotético. He aquí una razón, acaso la principal, por la que los europeos, y los norteamericanos de nivel cultural relativamente elevado, se resisten tanto a procrear que tal y como están las cosas a fines del siglo corriente habrá muy pocos italianos, españoles y alemanes nativos. En el pasado dicha perspectiva hubiera provocado angustia, pero puesto que hoy en día no está de moda pensar mucho en lo que podría ocurrir cuando uno ya se haya ido y no tenga posibilidad alguna de comunicarse con los vivos, la mayoría la toma por un dato anecdótico sin mucha importancia.
El colapso de la fe religiosa ha modificado radicalmente las relaciones entre los distintos grupos y personas que conforman la sociedad. Ha facilitado la transición hacia un orden llamativamente más igualitario. Si bien muchos siguen aferrándose a las diferencias jerárquicas de antes, poco a poco están batiéndose en retirada. Puede que sobreviva la idea de que algunas formas de conducta o actividades son mejores que otras y que en consecuencia no todas las personas merecen el mismo respeto, pero está bajo ataques constantes que la debilitan. También está perdiendo vigencia la convicción milenaria de que son esencialmente distintos los papeles que deberían cumplir respectivamente los hombres y las mujeres.
Desde muchos puntos de vista, el desmoronamiento de esquemas tradicionales en el fondo autoritarios puede considerarse muy positivo, pero a juzgar por lo que está ocurriendo en las sociedades occidentales más prósperas, en las que puede notarse una diferencia muy significante entre la tasa de natalidad de los sectores conservadores por un lado y los más o menos progresistas por el otro, además de una mayor voluntad por parte de los primeros de defender su estilo de vida contra los decididos a destruirlo, ya están en la antesala de la extinción quienes elijan seguir los consejos de los ateos hedonistas de Londres y Barcelona que les recomiendan dejar de preocuparse por los misterios insondables de la existencia para disfrutar más de la vida. En tal caso, los creyentes supersticiosos que tanto desprecian los resueltos a asestar a Dios el golpe de gracia heredarán la Tierra.
James Neilson
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