La evolución de los objetivos en las terapias cognitivo conductuales.
De la modificación de conducta, a la reorganización narrativa del significado personal.
Por: Juan Balbi
No es habitual que los psicoterapeutas se pregunten acerca de los fundamentos epistemológicos de las teorías y métodos con los que abordan día a día los problemas por los que son consultados. Si bien no niegan que su praxis está determinada por la adhesión a una teoría, lo más frecuente es que la deriva metodológica de la que son objeto a lo largo de su carrera, este signada antes por una búsqueda pragmática de mejores resultados en el alivio del sufrimiento de sus pacientes que por una reflexión crítica de los principios explicativos que guían su accionar clínico. A los fines del presente artículo esa actitud no resultaría eficaz. Dar cuenta, en forma comprensible, de la evolución que han sufrido las Terapias Cognitivo-Conductua les requiere de un análisis del conjunto de premisas en las que se basan los modelos teóricos que dan origen a las diversas métodos clínicos. La reseña de las siguientes páginas persigue dos objetivos: primero, destacar las coincidencias y divergencias epistemológicas de tres grupos de modelos: las Terapias de Modificación de Conducta, las Terapias de Reestructuración Cognitiva y las Terapias Cognitivas de orientación Constructivista y Posracionalista. El segundo objetivo consiste en establecer las correlaciones existentes entre aquellas premisas y las teorías y métodos que de ellas derivan.
El predominio de la objetividad
En adhesión al método científico para el estudio de los mecanismos básicos del funcionamiento individual, los conductistas se erigieron en abanderados de la actitud antimentalista imperante en la psicología a partir de la segunda década del siglo XX. Según esa actitud los estados subjetivos, la conciencia y sus procesos debian ser desplazados del foco de atención de las investigaciones y reemplazados por fenómenos más prácticos, en cuanto que más observables y asequibles a la experimentación. El fenómeno por excelencia paso a ser el comportamiento y el centro de atención se desplazó de la mente, que había sido el interés de psicólogos como William James, Wilhelm Wundt y Eduard B. Titchener, hacia el desarrollo y examen de los principios de adquisición y cambio de conducta.
En 1913, Watson manifestó ante la Sociedad Psicológica Norteamericana que la psicología es una rama puramente objetiva y experimental de la ciencia natural y su meta teórica debía ser la predicción y el control de la conducta. Por lo tanto la introspección no constituya una parte esencial de sus métodos, y el valor científico de sus datos debía prescindir de interpretaciones en términos de conciencia.
Es posible reseñar los postulados básicos de esta propuesta de la siguiente manera:
1) los procesos conscientes no pueden ser científicamente estudiados;
2) la psicología estudia la conducta externa, observable. Esta es reductible, en última instancia, a procesos físico-químicos ya que está enteramente compuesta de secreciones glandulares y movimientos musculares.;
3) la conducta, por estar compuesta de respuestas elementales, puede ser sucesivamente analizada por métodos científicos naturales;
4) Hay un determinismo estricto de causa y efecto en la conducta, debido a que hay siempre una respuesta inmediata, de alguna clase, a todo estímulo y toda respuesta tiene una clase específica de estímulo. De modo que el programa básico de la investigación psicológica debería conducir a poder predecir la respuesta a partir del conocimiento de los estímulos; o a la inversa, poder inferir el estímulo que ha provocado la conducta que tiene lugar (Duarte, 1996). En síntesis, con la noción de la caja negra, el conductismo redujo la mente a la condición de epifenómeno, no por considerarla inexistente o poco importante, sino por el hecho de que solo es objeto de la introspección e inaccesible a la observación por terceros.
La critica más habitual que se hace al conductismo es la de ser reduccionista y mecanicista. Sin embargo el núcleo conceptual del conductismo no lo constituye ni el reduccionismo, ni el mecanicismo. El cimiento intelectual más firme de este modelo lo proporcionó la filosofía inglesa y se halla en el empirismo, y el asociacionismo que este postula. Dando por válida la noción de pasividad mental de Locke, según la cual la mente obtiene sus contenidos del entorno, la psicología conductista se desarrolló como una disciplina empírica para estudiar el comportamiento en términos de adaptación a los estímulos del medio. En otros términos el meollo del conductismo es que el individuo aprende a adaptarse en el ambiente y que este aprendizaje está regido por principios de asociación (Brennan, 1999).
A partir del fundamento epistemológico empirista-asociacio nista el conductismo desarrollo dos principios explicativos que constituyen la base de un potente andamiaje terapéutico, estos principios son: el condicionamiento clásico, basado en el aprendizaje por asociación y el condicionamiento operante, basado en el aprendizaje por las consecuencias de la conducta; o refuerzos positivos y negativos en la denominación utilizada por los terapeutas.
Sobre la base de estos principios fue posible diseñar intervenciones conducentes a modificar los patrones de aprendizaje que sustentan las conductas disfuncionales. En ese sentido la terapia conductual, que surgió de alguna modo como respuesta al psicoanálisis, es, a diferencia de éste, ahistórico. Es decir, no es necesario indagar sobre el pasado; si todas las conductas son aprendidas, debe ser posible producir la extinción de algunas ellas y facilitar el aprendizaje de nuevas respuestas. Con este fin se realiza un análisis conportamental luego del cual, se aplican técnicas que remueven las contingencias reforzadoras presentes de las conductas disfuncionales que queremos evitar (Guidano,1990) .
La explicación psicopatológica es relativamente simple. Por ejemplo, el terapeuta conductual concibe el síndrome agorafóbico como una secuencia de conductas evitativas reforzadas por mecanismos espontáneos de condicionamiento operante. Las conductas evitantes a situaciones temidas (lugares cerrados o con mucha gente, soledad etc.) se mantienen en el tiempo en tanto son reforzadas por la valoración positiva que el paciente hace del alivio en el nivel de ansiedad y miedo que experimenta cuando logra la evitación. Sobre la base de estas premisas la terapia conductual desarrollo técnicas altamente eficaces. El condicionamiento clásico dio origen a la desensibilización sistemática. El procedimiento consiste en que el terapeuta conduce al paciente en estado de relajación a una exposición paulatina a las situaciones temidas; logrando de este modo debilitar la asociación autorreforzante establecida entre comportamiento evitativo y alivio de ansiedad y miedo.
El sistema conductista extendió su concepción a todo el dominio psicológico y concibió los procesos de la mente como formas internas de conducta; de modo que todas las funciones mentales, incluído el pensamiento, pueden ser reducidos a formas elementales de respuesta. En ese sentido, es posible describir y explicar la personalidad individual como el conjunto de los condicionamientos adquiridos en el proceso de aprendizaje. En otros términos, el individuo puede entenderse como un sistema de respuestas o comportamientos, operativos, verbales, viscerales, etc, aprendidos por condicionamiento clásico y mantenidos en el tiempo por condicionamiento operante. Esta concepción dio origen a las terapias cognitivas-conductu ales clásicas; como la creada por Donald Meichenbaum (1977; 1995; 1997) en la década de 1970. Este fundador de la terapia cognitiva, originalmente entrenado en terapia de conducta, propuso una nueva forma de tratamiento tomando algunos aspectos de los trabajos de la Escuela Soviética fundada por Lev Vigotsky. Utilizando el concepto de diálogo interno como regulador de la conducta, formalizó un modelo de inoculación de estrés, que parte del concepto de que los pacientes observan su conducta y pueden darse cuenta del efecto determinante de su diálogo interno sobre ésta, y que, por lo tanto, es posible entrenarlos para comportarse y hablarse a sí mismos de manera distinta. De este modo logrando hacer incompatible la conducta disfuncional habitual con el nuevo diálogo interno se da origen a nuevos comportamientos, más adaptativos, y a nuevas conceptualizaciones sobre los mismos. El programa de inoculación de estrés consta de tres etapas: una primera fase educativa, una segunda de ensayo de las nuevas técnicas de afrontamiento y una tercera fase de práctica de las nuevas habilidades en el entorno habitual del paciente.
Ha sido señalado con justicia, que el modelo original de Meichenbaum es esencialmente una teoría de la conducta. El trabajo terapéutico consiste en entrenar al paciente en darse cuenta de su conducta, en pensar sobre ésta y en cambiarla, y luego en reconstruir el diálogo interno sobre la misma. Es decir, aunque se asume que el diálogo interno es un importante regulador del comportamiento, éste último es siempre el objetivo terapéutico, siempre es la conducta misma la que será cambiada.
En efecto, como el propio Meichenbaum acepta, âinicialmente, los terapeutas cognitivo-conductua les proponían considerar las cogniciones de un individuo como conductas encubiertas, sujetas a las mismas que las conductas manifiestas. Siguiendo la tradición de Skinner y otros teóricos del condicionamiento, las cogniciones eran operantes encubiertas que respondían tanto a contingencias internas como externas, y que se modificaban por su apareamiento con los estímulos contiguosâ¦â (1995, p.40). En otros términos, podemos afirmar que, en los comienzos de las terapias cognivo-conductuales el predominio epistemológico, teórico y metodológico lo mantuvo el conductismo, y con éste su fundamento último, el asociacionismo.
El predominio de la razón
Se suele describir una evolución de las ciencias cognitivas que cuenta con un primer periodo caracterizado por la metáfora computacional de la mente, un segundo periodo en el cual los conexionistas realizan la crítica de la característica distintiva de este modelo, su procesamiento en series, y proponen como alternativa uno según el cual la información es un proceso que se lleva a cabo en paralelo. Un tercer periodo seria signado por el constructivismo y un cuarto periodo que tendría como rasgo principal una orientación hermenéutica o narrativa (Mahoney, 1995; Balbi, 2004).
Sin embargo, esta evolución no se desarrolló en una forma tan lineal como aparece a primera vista. En un principio, la llamada Revolución Cognitiva intento abrir la caja negra y promovió un resurgimiento del estudio de la subjetividad. En la década de 1950 el predominio ambientalista de la era conductista parecía ceder frente a la concepción de la mente como un proceso activo, dando lugar a que la construcción de significados reemplace a la conducta como objeto de estudio. Para esa época el psicólogo Karl Lashley criticó las premisa asociacionista del conductismo y delineó algunas de los elementos básicos de un enfoque cognitivo para la psicología. Según él cualquier teoría acerca de la actividad humana debía explicar un tipo de operaciones de las cuales las cadenas asociativas simples no pueden dar cuenta. Las conductas organizadas complejas, como operar en el lenguaje, o aún otras más simples, jugar al tenis o tocar un instrumento musical, no se pueden explicar por mecanismos asociativos. En una secuencia comportamental compleja, cuando un pianista toca un arpegio, por ejemplo, no hay tiempo para la retroalimentación; de modo que un tono no puede depender del anterior. Por lo tanto estas secuencias de conductas deben estar planeadas y organizadas con anterioridad. Según Lashley para que esto ocurra se requiere de planes cognitivos globales muy amplios, que son los responsables de orquestar esas acciones.
Lashley hizo hincapié en mostrar el error básico del conductismo: la creencia de que el sistema nervioso se encuentra la mayor parte del tiempo en un estado de inactividad, y que resulta activado en una cadena de reflejos aislados, únicamente, bajo formas específicas de estimulación. Por el contrario, el sistema nervioso es dinámico y constantemente activo. Está constituido por un conjunto de unidades interactuantes y organizadas en forma jerárquica, cuyo control proviene del centro, antes que de cualquier estimulación periférica. En otras palabras, la organización de la conducta no es impuesta desde afuera. No es derivada de incitaciones ambientales, sino que es precedida por procesos que tienen lugar en el cerebro y que son los que determinan de qué manera un organismo lleva a cabo un comportamiento complejo. En consonancia con estas ideas, en 1956 Jerome S. Bruner, uno de los más destacados psicólogos del siglo veinte, publica A Study of Thinking en colaboración con J. J. Goodnow y otros autores que defendían la tesis de que la psicología debía centrarse en las actividades simbólicas empleadas por los seres humanos para construir y dar sentido al mundo y a ellos mismos. Es decir, para esa época la psicología parecía orientarse hacia los procesos activos de construcción de significados como objeto privilegiado de estudio.
Sin embargo, fue algo diferente y contradictorio lo que ocurrió. En poco tiempo muchos de los principales investigadores dejaron de focalizar en el estudio del significado y en su reemplazo se centraron en la noción de información. Los teóricos de la psicología, siguiendo la analogía que habían trazado John Von Neumann y Alan Turing entre cerebro y computadora y entre mente y sistema de computos, prefirieron orientar sus esfuerzos en desarrollar el Paradigma del Procesamiento de la Información, cuya premisa consiste en la adopción de la computación como metáfora de la mente (Balbi, 2004).
A partir de esa premisas se desarrollaron dos versiones del cognitivismo, las denominadas "versión débil" y "versión fuerte" de la metáfora computacional. La primera está representada por los desarrollos de la psicología que, aunque adoptan un marco conceptual, un vocabulario teórico, y un estilo de pensamiento informático-computac ional, siguen considerando la comparación entre mente y computadora sólo como una metáfora. La segunda corresponde al pensamiento de quienes sostienen una identidad entre los procesos de la mente y los programas de las computadoras. Según este último punto de vista, denominado âfuncionalismo computacionalâ, la mente, tal como un programa de computación, funcionaría como un conjunto de símbolos o representaciones discretas sobre el que operan algoritmos.
Para este modelo el cerebro es equiparable a un computador y la mente consciente al programa de computación que se realiza en el mismo. Siendo la mente al cerebro lo que el software al hardware, un estado funcional de éste órgano es como un estado computacional de un computador. Es importante destacar que los rasgos físicos de ese estado son irrelevantes a los fines de la tesis del funcionalismo computacional. Lo que define al sistema es únicamente la pauta de relaciones causales. Es indistinto que consista en una pauta de disparos neuronales o en una pauta de niveles de voltaje (Duarte 1996; Rivière 1991; Balbi, 2004).
Debe destacarse que la concepción computacional de la mente no contempla el carácter subjetivo e intencional de ésta y excluye la posibilidad de una explicación científica de la conciencia y autoconciencia humanas.
Como ha sido señalado con justicia por Jerome Bruner, âel lugar de los estímulos y las respuestas estaba ocupado ahora por la entrada (input) y la salida (ouput), en tanto que el refuerzo se veía lavado de su tinte afectivo convirtiéndose en un elemento de control que retroalimentaba al sistema, haciéndole llegar información sobre el resultado de las operaciones efectuadasâ (1990, p. 24). Es decir, el paradigma del procesamiento de la información reinstaló, en lugar de sustituir, la base teórica del conductismo: el modelo asociacionista, y consecuentemente la concepción pasiva de la mente.
Si hay un aspecto de la actividad mental humana que es factible de computabilizar es el pensamiento lógico; por este motivo, la principal consecuencia de la aplicación de las premisas computacionales al campo de la psicopatologí a y la psicoterapia fue el desarrollo de modelos que dan primacía al pensamiento y la racionalidad en los procesos de cambio humano.
La arquitectura de estos modelos está constituida por un conjunto de premisas que Mahoney califica como el mito de la racionalidad:
1) El pensamiento y el razonamiento pueden y deben guiar la vida de cada persona. Tanto sus emociones como sus conductas.
2) El pensamiento irracional es disfuncional. La irracionalidad constituye la principal fuente de psicopatología.
3) La psicoterapia consiste en un proceso de detección de patrones de pensamiento irracional y su corrección y/o sustitución por otros más racionales.
Las terapias de reestructuración cognitiva se caracterizan por defender que lo importante, al momento de analizar el comportamiento humano, es considerar el sistema de creencias de la persona en cuestión. La tarea del terapeuta consiste en primer término en desarrollar estrategias para examinar la racionalidad o validez de las creencias disponibles en el repertorio del paciente. La terapia cognitiva se concibe como un procedimiento estructurado, con límite de tiempo, orientado hacia el problema y dirigido a modificar las actividades defectuosas del procesamiento de la información. Ya que la terapia cognitiva considera a un conjunto de conceptos desadaptativos y activos como la característica central de los trastornos psicológicos: detectar, abandonar y sustituir estos conceptos es la clave de una mejoría sintomatológica. El terapeuta entrena al paciente para que colabore en identificar las cogniciones distorsionadas, que se derivan de sus supuestos y creencias desadaptativas.
Estas cogniciones y creencias son expuestas al análisis lógico y la comprobación empírica de hipótesis en un debate entre terapeuta y paciente; lo cual conduce a que éste consiga realinear su pensamiento con la realidad. Son paradigmáticos de este modo de entender la psicopatologí a y la psicoterapia los modelos propuestos por Aaron Beck y Albert Ellis.
En los modelos racionalistas, el terapeuta, como depositario y garantía de axiomas universales que, se supone, configuran el orden externo, unívoco y objetivo, puede situarse ante la relación terapéutica con un rol privilegiado que le permite criticar la irracionalidad de la conducta del paciente. Es decir, el terapeuta adopta la actitud de una autoridad tutora, conocedor privilegiado de un supuesto orden y significado de la realidad objetiva, con la cual el conocimiento del paciente no tendría una adecuada correspondencia. Esta ha sido una de las cuestiones más criticadas desde el cognitivismo constructivista y posracionalista.
Se destaca que al aceptar la perspectiva de un orden externo, objetivo e inmutable para todos, que debería gobernar de modo unívoco el desarrollo y el sentido del comportamiento humano, la relación terapéutica se convierte en un instrumento de orden y control emocional, antes que en un instrumento de exploración instrospectiva gracias al cual el paciente podría, paulatina y gradualmente distinguir, en la trama de la aparente insensatez de las emociones desagradables que experimenta, las reglas que gobiernan la coherencia de su significado personal (Guidano, 1991). Críticas como éstas son las que condujeron a las nuevas generaciones de terapeutas cognitivos a centrar el interés en la exploración del significado emocional de los síntomas y en las formas peculiares de organización personal, en lugar de en la racionalidad del pensamiento, a la hora de intentar comprender y aliviar el sufrimiento psicológico de los consultantes.
El predominio del sujeto
El rasgo común a las corrientes constructivista y posracionalista de la psicoterapia cognitiva no consiste en un determinado método clínico compartido, sino en un punto de vista, divergente del asociacionismo, sobre la mente y los procesos de conocimiento. La principal crítica que se realiza a la perspectiva clásica es que la versión empirista de la mente, como un sistema pasivo y procesador de información, exige una relación de correspondencia entre conocimiento y realidad. La mente sería, entonces, un sistema que tendría la función de ordenar en conjuntos lógicos la información ya disponible en aquella. En otros términos, por más complejo y abstracto que sea el orden mental, sería únicamente el resultado de combinar datos que tienen un contenido informativo y un significado previo en el ambiente.
La visión constructivista- posracionalista, por el contrario, concibe la mente como un sistema activo, constructor de significados y ordenador de la experiencia. Parte de la base de que en la realidad sólo hay perturbaciones sin contenido informativo ni significado, y por lo tanto, el orden del conocimiento es dependiente de nuestra propia estructura y no del orden de la realidad (Maturana, 1996 a y b). Así como la perspectiva asociacionista considera la percepción como la mediadora principal de la interacción entre el organismo y el ambiente; para esta nueva perspectiva la mediación básica consiste en la propia actividad del organismo. La metateoría motora, formulada originalmente por Walter Weimer propone que los dominios cognitivos o mentales son intrínsecamente motores, al igual que el sistema nervioso. Según este punto de vista, la mente aparece como un sistema activo y constructivo capaz de generar no sólo su producción (out-put), sino también en gran medida la entrada (in-put) que recibe, incluyendo las sensaciones básicas que subyacen a su propia construcción (Balbi, 1994, 2004; Guidano, 1987, 1991; Mahoney, 1995a; Neimeyer, 1995 a y b)
En oposición al asociacionismo el constructivismo y el movimiento posracionalista defienden el criterio expresado por von Hayek (1952, 1969) respecto al predominio de lo abstracto en la conformación del conocimiento humano. Según Hayek, el principal aspecto del funcionamiento mental humano no es la formación y ruptura de lazos asociativos sino los procesos activos de expectativas, y formulación de hipótesis y teorías. Hayeck afirma que las sensaciones, contrariamente a lo que ha sido sostenido por siglos desde el asociacionismo, son el resultado de las capacidades abstractas de la mente y no su material básico constitutivo. Es decir, que de acuerdo con la tesis de este pensador la mente constituye un sistema complejo de reglas abstractas responsable de las cualidades concretas y particulares de nuestra experiencia consciente.
Un rasgo diferencial de estos modelos es su concepción del papel de las emociones en la organización de los procesos mentales. Según esta concepción la matriz de los significados que procesa el pensamiento es siempre afectiva-emocional. Los que adhieren a esta perspectiva sostienen que: en los humanos, como en los demás mamíferos, las emociones otorgan un sentido inmediato y global del mundo y de nuestra situación en él. En otras palabras, las emociones constituyen formas específicas de conocimiento; un sistema biológicamente antiguo de cognición, de acción rápida y adaptativa en función de la supervivencia. Los defensores de estas premisas sostienen que son básicamente las emociones las que regulan el funcionamiento mental, organizando tanto el pensamiento como la acción. (Guidano, 1991; Greenberg y otros 1993; Greenberg y Pascual-Leone 1995). Por lo tanto, si las emociones contribuyen a nuestra adaptación no pueden soslayarce en el análisis de los procesos psicopatológicos y no corresponde un método psicoterapéutico que intente controlarlas. Por el contrario si son un aspecto esencial de nuestro sistema de conocimiento, deben ser examinadas con el objetivo de reorganizarlas en su funcionamiento.
Otro aspecto importante de los nuevos modelos de terapia cognitiva radica en que destacan el hecho de que los humanos procesamos siempre una identidad personal. Se dice con frecuencia que en las últimas décadas la psicología a redescubierto el self. En efecto, como ocurre en la psicología en general y en un buen número de orientaciones psicoterapéuticas actuales, los constructivistas y posracionalistas también otorgan un interés especial al estudio del self. Estas corrientes destacan que con la autoconsciencia el significado personal se convierte en el núcleo organizador de todos los significados, lo cual explica que sean las pautas de autoidentidad las que regulan que tipo de construcciones son posibles, y por lo tanto que información será excluida o integrada al sistema de significados de la realidad y de uno mismo.
Particular interés despierta la concepción del self como sistema complejo autoorganizado que propuso Vittorio Guidano (1991, 1995), creador de la Terapia Cognitiva Posracionalista. Según este autor el self puede describirse como un sistema vivencial en dos dimensiones experienciales que se regulan mutuamente: la experiencia inmediata, independiente de nuestra intencionalidad, y la experiencia consecuente de un sentido de sí en la que se procesa narrativamente lo ocurrente. De acuerdo con este enfoque, el ordenamiento continuo de la experiencia personal en una dimensión unitaria y coherente es facilitado en la medida que la generación y asimilación de información afectiva pueda ser regulada por las pautas de autoidentidad estructuradas hasta ese momento en la dimensión narrativa. De modo que autoorganización, en términos de coherencia interna del sí-mismo, significa que la posibilidad de asimilación de perturbaciones que surgen como consecuencia de la exposición continua a nueva experiencia está subordinada a que ésta pueda ser integrada al orden experiencial preexistente con que se mantiene el sentido de unidad del propio significado personal, sin generar una excesiva perturbación, y mientras contribuye a la generación de un nuevo orden sentido como continuo del anterior. En otros términos, a través de esta autoorganizació n continua el sí-mismo se autoconstruye desarrollando permanentemente niveles más complejos e integrados de autoidentidad y autoconciencia.
Este proceso, ortogenético, de alimentación hacia delante, es regulado paso a paso por el equilibrio dinámico entre las experiencias de discrepancia y de consistencia. Por un lado, la búsqueda de consistencia constituye el procedimiento básico para estructurar y estabilizar los niveles de auto-identidad y autoconsciencia disponibles; por otro, las alteraciones emocionales, que surgen por la percepción de las discrepancias, constituyen los principales reguladores de los procesos de reestructuració n de niveles de auto-identidad y auto-conciencia más integrados. (Balbi, 2004; Guidano,1995b) . Estos modelos de terapia cognitiva antes que privilegiar el análisis de las estructuras racionales del pensamiento paradigmático, incorporan en la consideración de la naturaleza de los proceso psicopatológicos y en la estrategia de cambio terapéutico, la función organizadora que tiene el pensamiento narrativo en la experiencia de la identidad personal (Bruner, 1986).
En general, estos enfoques disponen de métodos psicoterapéuticos basados en la exploración emocional. En un enfoque de terapia vivencial y facilitador del proceso de construcción de significados emocionales alternativos, como el que proponen este tipo de terapias, la tarea del terapeuta consiste básicamente en compartir la experiencia subjetiva del paciente, mientras éste la explora, y en otorgar su ayuda para el procesamiento diferencial de esta experiencia, a medida que ocurre, en todo el conjunto y variedad de los elementos que la componen. El terapeuta opera como un perturbador emocional estratégico que guía con sus preguntas la atención del paciente hacia áreas de la experiencia emocional del mismo y colabora activamente en su reconstrucción y reorganización.
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