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miércoles, 26 de mayo de 2010

Educación en valores

EDUCACIÓN EN VALORES: UNA UTOPÍA REALISTA. ALGUNAS PRECISIONES DESDE LA FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN
por José María BARRIO MAESTRE
Universidad Complutense de Madrid

1. Introducción

El propósito de este ensayo es doble. Por un lado, contribuir a aclarar filosóficamente –si bien de modo muy sumario– la noción de valor, según las principales aportaciones de la tradición axiológica. Por otro, proponer una serie de correcciones que me parece necesario introducir en el concepto de valor mantenido por dicha tradición, de manera que devenga pedagógicamente practicable.
Estoy de acuerdo con quienes adscriben a la Filosofía de la Educación, entre otras, la tarea de analizar el sentido del lenguaje empleado en los discursos pedagógicos. Desde ese punto de vista, estas páginas pretenden ser un trabajo netamente filosófico. Mi primer objetivo –conviene advertirlo desde el comienzo– será conjurar una serie de elementos, de naturaleza más retórica que teórica, a los que de hecho va unido el concepto de valor y que a veces, más que acercarnos a su adecuada comprensión, nos despistan de ella si no hablamos con rigor. En la actualidad, el concepto de valor es uno de los más aludidos en el discurso de las ciencias sociales, al tiempo que uno de los más necesitados de clarificación. Deseo contribuir con este escrito a que se ponga de relieve el sentido más adecuado de esta noción, para lo cual es menester expurgarla de toda la atmósfera retórica que habitualmente le acompaña, especialmente en el discurso pedagógico corriente.

2. ¿De qué estamos hablando?

Para introducir el asunto, no viene mal reflexionar sobre la dificultad de un planteamiento axiológico en el contexto de una cultura profundamente definida por la mentalidad positivista. La reducción de la realidad a lo fáctico, típica de dicha mentalidad cultural, no se solidariza bien con el concepto de valor. Me parece claro que el discurso sobre los valores no es un discurso sobre hechos, puesto que los valores no son hechos. Puede haber hechos valiosos, pero los valores no consisten en sus correspondientes realizaciones. En cierto modo, los valores están en otro mundo distinto al de los hechos. Pero, entonces –cabe preguntarse– ¿cuál es ese otro mundo? ¿Dónde están los valores?
Esta cuestión nos abre a un difícil problema teorético que no es posible abordar aquí en profundidad. Sumariamente podríamos reseñar dos vías de solución:
a) El "realismo platónico" reservaría para los valores –igual que para las ideas– un tópos concreto, pero separado del que nos es accesible a través de los sentidos. Hay un lugar para los valores que no es el lugar natural de los hechos: ha de ser una especie de mundo ideal, supraceleste (cósmos noetós, hyperouranós topós). Ahí estarían los valores; no, desde luego, en nuestro mundo inferior. En el tópos aisthetós no nos tropezamos con los valores.
b) Desde un realismo más "moderado" que el platónico, por el contrario, los valores están fuera de todo lugar; en el más estrechos de los sentidos, son utópicos (ouk-tópos). Su ser no implica, propiamente, ningún estar. El valor carece de toda determinación topográfica, lo cual no implica que carezca de entidad. Tampoco pueden recibir determinación temporal alguna: están fuera del crónos. Ahora bien, en esto sí que coincidirían con las ideas platónicas, que son eternas; al igual que éstas, los valores no serían históricamente datables, pues datar algo sólo es posible cuando ese algo es un hecho.
En cualquier caso, y sin profundizar más en esta discusión, sí parece claro que los valores gozan de un estatuto claramente diverso al régimen de lo fáctico. Su índole "utópica" y "ucrónica", con todo, no significa que estén desprovistos de "realidad". (El platonismo, desde luego, les atribuiría la condición de lo auténticamente real, pues lo que hay en el tópos y en el crónos es mera apariencia, sombra, semejanza imperfecta: la verdadera realidad es la utopía).
La Axiología o teoría de los valores coincide sólo en parte con el platonismo, ya que, por un lado, afirma el carácter utópico y ucrónico del valor, mientras que, por otro, afirma su radical irrealidad. Su propuesta más
popularizada es que los valores no son, sino que valen (die Werte sind nicht, sondern werten); es decir, no sólo no están, sino ni siquiera son: únicamente deben ser. Acerca de la relación entre el "deber ser ideal" y los valores explica Max Scheler que está regida por dos axiomas: "Primero, todo lo que es positivamente valioso debe existir; segundo, todo lo que es negativamente valioso no debe existir. La conexión que así queda establecida no es una conexión recíproca, sino unilateral. Todo deber-ser está fundado sobre los valores; en cambio, los valores no están fundados, de ningún modo, sobre el deber-ser. Antes bien, puede verse sin gran dificultad que dentro de la totalidad de los valores solamente se hallan en vinculación inmediata con el deber-ser aquellos valores que se apoyan en el ser (o en el no-ser, respectivamente) de valores" [1]. Los valores no dicen relación a la existencia o no existencia, continúa este autor, mientras que el deber-ser está necesariamente referido a ella, si bien no pertenece a su esfera. Resulta, entonces, que el valor nada tiene que ver con la existencia, aunque funda deberes que sí lo están. Ello no obsta a que, tanto el deber-ser ideal como el valor, están fuera del ámbito de la existencia real. Si esto es así, cabe preguntarse, ¿podemos adscribir una significación real al término valor?
Me parece que en todo este asunto hay una confusión no pequeña. El concepto de valor, tal como los axiólogos lo tratan está –ellos lo pretenden así– desvinculado del ser, porque parten de que el ser es algo que ya está existiendo. Entonces, es claro que puede considerarse valioso que ocurra determinada cosa: que ocurra es valioso, tiene valor… ¡Pero no tiene ser porque todavía no ha ocurrido! Todavía no ha accedido al terreno de la facticidad. La Axiología fenomenológica, en este punto, y contra todo lo esperable, coincide con el positivismo más estrecho en la identificación entre realidad y facticidad. De ahí que digan los axiólogos que los valores no son, cuando deberían decir que no son hechos. Volveremos sobre este punto más adelante.
El valor permite, digámoslo así, hacer planes, mientras que el ser, tal como los axiólogos lo toman, es lo que ya está existiendo y, por ello, resulta impracticable. Por el contrario, valor lo puede tener algo que no existe, y precisamente es valioso que se realice. Realizar lo valioso es que se realice [2]. Aquí la Axiología también hace causa común con el existencialismo de Heidegger; su "ontología existenciaria" únicamente se interesa por lo que hace el hombre. La realidad en sí es bruta, mostrenca; sólo adquiere relevancia el ser del que el hombre se "cuida" (Sorge), aquello a lo que otorga sentido (Sinngebung). Para Heidegger, el hombre es el "ahí" del ser (Da-sein), el único ser capaz de desvelar el sentido –la verdad– del ente. Por tanto, el ser en sí no puede ser valioso: sólo tiene valor lo que el hombre proyecta, y el hombre es un ser de irrealidades, de futuro, un ser en el mundo (In-der-Welt-sein) y abierto a él, cuya esencia no está hecha sino que consiste más bien en una tarea, un hacerse a sí mismo [3].
Junto al indudable acierto de muchas de sus observaciones, no cabe negar en el planteamiento de la "ontología existenciaria" un punto de retórica, que pienso precisamente constituye el origen de la confusión que ahora está en juego. Es verdad que una dimensión central del ser humano es su capacidad de proyectar su vida, de diseñarla libremente y, así, de hacerla, lo cual implica que no está del todo hecha. Pero ello no quiere decir, como dice A. Millán-Puelles, que esté del todo por hacer [4]. No soy únicamente lo que he hecho con mi vida. Hay algo ya hecho en mí –no por mí– que, precisamente, me otorga la posibilidad de completar mi propio ser, pero a partir de un diseño en el que soy co-autor. La inserción de lo presente fáctico en el ámbito de una realidad más amplia, que abarca también la fáctica libertad humana respecto a los futuros contingentes y libres de su propia biografía, hace ilegítimo reservar al ser –el "ente" heideggeriano– la categoría de lo irrevocable, indecidible e impracticable por el hombre.
Volviendo a nuestro asunto, al igual que no se puede reducir la realidad a lo para el hombre disponible o proyectable, tampoco se puede excluir esto de aquélla y, por tanto, el valor –tanto presente como posible– no se da en un plano diferente al que es propio del ser. "Ese plano –afirma Millán-Puelles– sería el de la nada, es decir, ningún plano. Todo valor positivo es tenido por algún ente (o por un ente en potencia, o por un ente en acto), y todo valor negativo o disvalor se da también en algún ente actual o en algún ente en potencia. La distinción de los planos del valer y del ser, tal como ha sido propuesta por la axiología o teoría de los valores, no puede en modo alguno mantenerse a la luz de un examen ontológico rigurosamente efectuado. Cierto que cabe ser, sin tener, sin embargo, un determinado valor, pero no cabe que un ser no tenga ningún valor, ni que un valor sea una nada. Incluso los disvalores son no-seres en un sentido únicamente relativo" [5].

3. Valor y bien

Para aclarar mejor esta crucial cuestión de la no reluctancia entre los planos del ser y del valer se hace necesario precisar también cuál es la relación entre valor y bien, entendiendo por éste, justamente, uno de los aspectos trascendentales del ser –según la clásica concepción aristotélico -tomista– concretamente la apetibilidad misma del ente: todo ente, justo en tanto que ente, resulta originariamente dispuesto a ser querido, aunque de hecho no esté siendo querido en acto; dicho de otro modo, al ens qua ens no le es contradictoria la condición de ser objeto de una apetición o acto volitivo. El ser es lo que hace posible que una realidad sea querida. En consecuencia, el concepto de bien no establece ningún corte entre el ser y el valer. Es decir, algo ya existente, todo lo existente, tiene una cierta bondad. Tal es el concepto trascendental de bonum, distinto del concepto de bien moral. (Si se quiere hacer un tratamiento auténticamente filosófico, no se debe plantear el problema del bien exclusivamente en términos éticos).
Que todo lo existente sea un bien –en sentido ontológico, no moral– no implica, empero, que todo bien es algo existente. A esta luz, ¿qué cabe decir del valor? Pues que el valor positivo es la bondad de algo bueno. El valor es la bondad de lo bueno, entendiendo por bueno lo que puede darse según alguna de estas tres formas, jerárquicamente distintas: la honestidad (bonum honestum), la utilidad (bonum utile) y el deleite sensorial (bonum delectabile). En otras palabras, la honestidad es el valor de lo honestum (lo que es bueno por sí mismo, con razón de fin), la utilidad es el valor de lo útil (lo que es bueno con razón de medio) y el placer es el valor de lo que produce deleite a los sentidos. Podríamos decir que el bien es el depositario del valor.
¿En qué estriba, entonces, la diferencia entre valor y bien? Pues en que el valor es la bondad del bien. Pero la bondad del bien no es el bien; el bien es el subiectum, el depositario: es lo que tiene bondad y, como tal, es apetecible. Y aquí interviene una subjetividad posible. Como tal, apetecible es lo que merece ser apetecido, lo que merece estima. No es el hecho de ser estimado lo que hace que un valor sea valor. Esto conviene principalmente al bien, y sólo secundariamente al valor. El bien es lo que merece ser estimado por su bondad, por su valor, y la bondad de lo que la posee es su valor correspondiente. Así como hay diversos tipos de bienes, también hay diferentes escalas de valor, y un mismo bien puede tener valores diferentes. Pongamos algunos ejemplos. Una medicina vale para curar determinada enfermedad: es un bien, y el valer para curarla es su valor. Pero, a su vez, dicha medicina puede tener un valor económico (un precio) [6]. La medicina es un bien económico –mercantil– pero no es su valor económico. Tampoco lo es la moneda con la que compro la medicina; la moneda vale x pesetas, pero no es lo que vale, como tampoco lo es una prenda de ropa; ésta puede tener un valor estético, económico, puede servir para abrigarse, etc., pero ninguna de esas utilidades o valores es el bien que las posee. La
capacidad de producir deleite que tiene una obra de arte, pongamos por caso, no es un bien: el bien es la obra de arte que tiene esa capacidad. ¿Y por qué es un bien? Porque tiene la capacidad de producir deleite. Dicha capacidad es su valor, uno de ellos quizá, que puede entrar dentro del bonum delectabile.
En definitiva, hay que distinguir entre bien y valor como se distingue entre bien y bondad. El bien no es la bondad sino su poseedor. Cabe utilizar aquí el término Wert-Träger, tomándolo de la axiología, pero no al modo como lo hace Scheler cuando critica la "ética de bienes y de fines". Bien se puede referir tanto a los bienes presentes ya existentes como a los futuros. Aristóteles distingue entre el propósito de llevar a cabo una buena acción y la acción misma propuesta; una acción buena que alguien se propone hacer no sólo es bueno que se la proponga –lo cual es ya una buena acción: el propósito mismo que, como tal, ya está existiendo y que es efectivamente un bien–, sino también que la lleve a cabo, que cumpla ese propósito; si se trata de una acción moralmente correcta, es un bien. No sólo es un bien el proponerme hacer algo bueno sino la acción buena que me propongo hacer, pues mientras sea sólo algo que me propongo y que todavía no he hecho, no existe todavía y, sin embargo, es un bien. Esto es lo que habría que decir para no reducir el concepto de bien –lo bueno– a lo ya existente. Tal reduccionismo del bien al bien actualmente existente es una arbitrariedad de Scheler –autor admirable, dicho sea también, por otros muchos conceptos–, y de ahí procede su aversión a lo que denomina "ética de bienes y de fines". Él propone una ética de valores. Sin embargo, una acción moralmente buena no es un valor, es un bien. La bondad moral de esa acción es lo que es un valor, y no un bien. El valor es la bondad del bien, ya sea honesto, útil o deleitable.


4. El lado subjetivo, el lado objetivo y la categoría ontológica del valor

Es importante señalar todo lo anterior para advertir las principales insuficiencias del debate acerca de la "objetividad de los valores". En su acepción más corriente, la palabra "valor" evoca primeramente una peculiar relación entre ciertos objetos y el sujeto humano, relación según la cual aquéllos aparecen ante éste dotados de alguna "importancia" (áxion, dignitas). Algo valioso parece ser, ante todo, algo importante para alguien. Ortega añade un elemento que subraya el matiz subjetivo del concepto de valor. Valor es, según el filósofo español, el "cariz que sobre el objeto proyectan los sentimientos de agrado y desagrado del sujeto" [7]. No obstante, el propio Ortega reconoce que "en el momento de valorar algo como bueno no vemos la bondad proyectada sobre el objeto por nuestro sentimiento de agrado, sino al revés, como viniendo, como imponiéndose a nosotros desde el objeto (…) Nos agrada porque nos parece bueno, porque hallamos en él ese carácter valioso de la bondad" [8]. En efecto, no valen los valores porque nos agraden o los deseemos; más bien nos agradan y los deseamos porque nos parece que valen, viene a decir Ortega, recogiendo con fidelidad el planteamiento de la Axiología. En otras palabras, el valor de algo no es reductible a su efectiva valoración por un sujeto, sino por completo independiente de ella. El valor es una cuestión de iure, valga decirlo así, mientras que la valoración es siempre de facto.
La Axiología reconoce, entonces, la neta distinción entre un lado subjetivo y un lado objetivo del valor. El concepto mismo de valer dice relación directa al lado subjetivo. Significa, de manera inmediata, la relevancia que algo tiene para alguien. Al mismo tiempo, ese aspecto subjetivo remite a una objetividad: ante el sujeto que valora se perfila un algo para él valioso.
Ahora bien, el objeto siempre lo es para un sujeto, de manera que la "objetividad de los valores" es estrictamente equipolente a la "subjetividad" de los mismos. La única forma de salvar el carácter no meramente subjetivo del valor es tomarlo como, a su vez, relativo al bien ontológico en la forma que ya se ha expuesto, es decir, entendiendo por bien, al modo tomista, una de las propiedades trascendentales del ser (ens et bonum convertuntur). Dicho con otras palabras, el referente último del valor ha de consistir en el ser de lo valioso, y no en tanto que valioso (para alguien) sino en tanto que ser. La intencionalidad real de la estimativa sólo queda garantizada si se reconoce, además de la condición subjetiva –y, por lo mismo, objetiva– del valor, el carácter transubjetual –y, por lo mismo, transobjetual– del ser de lo valioso.
La valencia ontológica del valor, por decirlo así, no es alcanzada, sin embargo, desde la perspectiva axiológica. De ahí su radical insuficiencia, pese a los no pequeños logros teóricos de la Axiología planteada por M. Scheler y A. von Meinong. La índole material de los valores salvaguarda su objetividad, pero no su realidad. La única forma de afirmar la realidad de lo valioso en tanto que valioso es reconocerlo como bueno y, por lo mismo, integrarlo en la dimensión de lo ente: advertir, por tanto, la independencia de lo valorado, no sólo respecto del acto mismo de valorar, sino del contenido mismo de ese acto y, en último análisis, de la conciencia estimativa. El valor es un aspecto de la bondad ontológica de las cosas que,
ciertamente, se percibe en los actos subjetivos de estimación, pero éstos no lo constituyen nada más que como objeto de estima fáctica. Valorar algo por parte de un sujeto no hace de ese objeto nada más que, valga la tautología, objeto-de-estima, es decir, objeto de hecho valorado. De suyo, el valor apunta no tanto a la estima como a la estimabilidad; valioso es lo estimable, lo que merece estima, aunque de hecho no la reciba. El sujeto otorga la estimación pero no la estimabilidad. Aunque nuestro acceso al orden de los valores acontece por virtud de la capacidad estimativa, ésta no confiere a lo estimado su valor sino la pura situación de ser-estimado, situación que es, por cierto, completamente irreal para él [9].
Las reflexiones subsiguientes, pese a que reconocen –en ocasiones de manera explícita– el acierto de buena parte de la fenomenología axiológica, no pueden comprenderse tampoco más que desde una óptica crítica de esa tradición. Y la crítica más radical que cabe hacérsele es el desenfoque consistente en no percibir la valencia estrictamente ontológica del valor. El discurso acerca de la "objetividad de los valores" queda completamente desarbolado en su pretensión a falta de dicha valencia y, a la postre, podría equipararse plenamente con el de la "subjetividad de los valores", como de hecho testimonian las tesis finales, tanto de Husserl como de Scheler; no, ciertamente, de todos los continuadores del pensamiento axiológico [10].

5. La superación del neutralismo axiológico

Debe celebrarse el advenimiento de una nueva sensibilidad acerca del asunto de los valores en educación, sin duda. En buena hora se abandona la equívoca y falsaria pretensión de una educación neutral en cuestiones de valor. Estamos superando el prejuicio neutralista de la llamada escuela única y laica, tras haber comprobado que eso no es posible, ni siquiera como ideal regulativo. En este punto, el relativismo se mantiene bien en las discusiones más o menos eruditas y en la biblioteca, pero no en la vida, donde nadie se queda indiferente ante determinados espectáculos, ni es deseable que se quede así. Por ejemplo, "si a uno le hacen una faena, dirá que le han hecho una faena. Y si a uno le roban, dirá que han cometido una injusticia contra su propiedad. Y todos los que dicen que el hombre no es libre, luego ponen el grito en el cielo cuando les hacen la menor faena. (…) La ética filosófica –concluye Millán-Puelles en términos populares– debe ser coherente con el hecho de que todo hombre, lo quiera o no, pone el grito en el cielo cuando le hacen una faena" [11]. No puede olvidarse que la
educación es vida –praxis– y preparación para la vida. Aunque teóricamente haya quienes defienden el relativismo y el indiferentismo axiológico, nadie vive en coherencia con eso.
Según el conocido principio weberiano de la "ausencia de valoración" (Wertfreiheit), el científico debe abstenerse de cualquier juicio de valor acerca del objeto de su investigación. El único valor al que la investigación ha de atenerse es la misma búsqueda científica. Ello es insuficiente aun para la propia tarea científica, que en su momento auténticamente creativo –la invención de hipótesis explicativas– ha de regirse sobre todo por intuiciones en las que van implicadas precomprensiones valorativas acerca de las posibles mejores explicaciones para el fenómeno que se analiza. Pero no sólo de cara a la ciencia, sino también a la técnica, al arte y, en general, de cara a la vida, pues la existencia humana es, indefectiblemente, compromiso con valores [12]. A propósito de la insuficiencia de dicha actitud neutralista, J. Ratzinger va más allá al subrayar, en función de su falsedad, su profunda perversidad. Hablando de los límites éticos del arte y de la técnica, comenta lo siguiente: "¿Qué le está permitido en realidad al arte? La respuesta parece muy sencilla: lo que “artísticamente“ puede. Sólo le está permitida una norma: ella misma, la capacidad artística. Y frente a ella hay sólo un fallo: el fallo del arte, la incapacidad artística. No hay, por tanto, libros buenos y malos, sino libros bien y mal escritos, películas bien o mal hechas, etc. Ahí no cuenta el bien, la moral, sólo la capacidad: pues arte –Kunst– viene de capacidad –können– (se dice); todo lo demás es abuso, violencia. ¡Qué esclarecedor es esto! Esto significa, consecuentemente, que existe un espacio en el que el hombre puede elevarse por encima de sus limitaciones: si hace arte, no tiene pues limitaciones; él es capaz entonces de aquello de lo que es capaz. Y significa que la medida del hombre sólo puede ser la capacidad, no el ser, no el bien y el mal (…) ¿Qué le está permitido a la técnica? Durante mucho tiempo estuvo perfectamente claro: le está permitido aquello de lo que es capaz; el único fallo que conocía era el fallo del arte. Robert Oppenheimer cuenta que, cuando surgió la posibilidad de la bomba atómica, ésta había constituido para ellos, los físicos nucleares, el “technically sweet“, la seducción técnica, su fascinación, como un imán que debían seguir: lo técnicamente posible, el ser capaces también de querer algo y de hacerlo. El último comandante de Auschwitz, Höss, afirmaba en su diario que el campo de exterminio había sido una inesperada conquista técnica. Tener en cuenta el horario del ministerio, la capacidad de los crematorios y su fuerza de combustión y el combinar todo esto de tal manera que funcionara ininterrumpidamente, constituía un programa fascinante y armonioso que se justificaba por sí mismo" [13].
Es, pues, buena cosa haber superado el prejuicio neutralista. Pero queda todavía un paso importante: saber de qué estamos hablando cuando hablamos de educar en valores. Esto está por conseguir. Y urge.
La realidad es que, en muchos países de nuestro entorno cultural, los jóvenes no han escuchado en la escuela –muchas veces tampoco en la familia– casi nada acerca de lo que está bien y de lo que está mal. Únicamente han recibido el siguiente mensaje: los valores son subjetivos; cada uno tiene los "suyos" y no hay que discutir demasiado sobre ello. Tú, "sé tú mismo", haz tus propias opciones y, eso sí, no molestes a nadie.
Las consecuencias, por otra parte previsibles, de que el compromiso y la responsabilidad en cuestiones axiológicas se queden en una pose retórica, no se han hecho esperar demasiado, y el "pensamiento débil" va dejando paso a una reflexión sociocultural seria, algunos de cuyos elementos comienzan a percibirse ya en nuestro país, especialmente entre quienes reclaman una mayor y mejor presencia de la Filosofía –y las Humanidades en general– en los planes de estudio de Bachillerato y, desde luego, entre los educadores que se enfrentan con el problema de la violencia en las aulas. Parece que poco a poco se va imponiendo el sentido común, después de tanto tiempo de haber navegado por las procelosas aguas del neutralismo y del relativismo con la excusa de la emancipación, la tolerancia y la no directividad. La preocupación de tantos por "no imponer nada a nadie", además de enmascarar frecuentemente un equívoco afán de dominio [14], ha llevado a que varias generaciones de jóvenes no hayan tenido la oportunidad de oír casi nada serio en la escuela acerca de las cuestiones que al hombre nunca le dejan indiferente. Y como el ser humano no puede vivir sin formarse criterios acerca de lo moral, lo social, lo religioso, la cuestión sobre el sentido de la existencia, etc., muchos han acabado acudiendo a los debates televisados –que no se suelen caracterizar por la seriedad en el tratamiento de estos temas – a los best-seller, a las películas de moda, etc., cuando no a las pandillas, las organizaciones radicales o las sectas.
No se acierta con una auténtica axiología educativa porque, al no percibir su valencia metafísica, tampoco termina de haber claridad en la significación profunda del valor. En gran parte, dicha dificultad procede de que frecuentemente las virtudes metodológicas de la fenomenología –su aptitud para describir con rigor y precisión las vivencias estimativas– no quedan suficientemente discernidas del principio inmanentista que define a esta corriente de pensamiento.
La fenomenología de Husserl y Scheler aboca a un idealismo más absoluto, si cabe, que el hegeliano, y, por tanto, termina traicionando la genuina intención de ir "a las cosas mismas" [15]. Ello acontece al identificar la esencia (eidos) de algo con su fenomenidad para la conciencia humana, digamos, con su situación de ser-objeto. Mas el análisis del objeto formalmente tomado –es decir, tomado precisamente bajo la formalidad de objeto– da como resultado la comprobación de que la objetualidad es, ontológicamente considerada, una denominación extrínseca: el ente en tanto que tal no se ve afectado en sentido ontológico por su situación de ser objeto de una representación o, lo que es lo mismo, ésta no es una determinación real en él. Ciertamente, tanto el representar objetivante como la conciencia en acto de representarse un objeto tienen un estatuto ontológico preciso, pero su ser-objetivado es puramente irreal en el término intencional del acto representativo [16].
En lo que ahora nos afecta, esto posee una implicación clara: el lado subjetivo del valor –la estima concreta que en mí produce– no es decisivo para él. Pongamos un ejemplo: si la generosidad es un valor moral, no lo es porque haya personas que la realicen en sus vidas, ni siquiera porque la deseen o añoren. En el lenguaje de Leibniz, el juicio "la generosidad es un valor" expresaría una verdad de razón, no una verdad de hecho, pues seguiría siendo esencialmente verdadero, aunque existencialmente no hubiese sobre la faz de la tierra un solo gesto de generosidad ni una sola persona generosa. Ahora bien –y esto es no menos esencial–, en ese hipotético e indeseable caso, la generosidad seguiría apelando a las personas y justificando la existencia del mundo como el tópos donde ese valor puede realizarse y debe ser realizado.

6. Independencia no es indiferencia

La independencia de los valores frente a los hechos no implica, en definitiva, indiferencia frente a su no realización. Los valores, digámoslo así, no se quedan "tan tranquilos" si no es escuchada su apelación, si no son valorados. El que de hecho lo sean no los constituye como valores, pero reclaman serlo. "Es de la esencia de los valores morales, considerados como objetos independientes y desligados de los procesos de su aprehensión real, exigir el reconocimiento por parte de todos" [17]. Aquí estriba la verdad profunda a la que apunta el lema "los valores no son, sino que valen" [18]. La cuestión es que dicha fórmula no es correcta si no se completa diciendo que los valores no son hechos. Como ya se indicó más arriba, que no sean hechos no implica, sin más, que no sean.
He aquí la primera corrección que necesita el planteamiento axiológico para ser pedagógicamente practicable: hace falta una adecuada interpretación del axioma según el cual el ser del valor consiste en su propio valer. Esto sólo es aceptable si se entiende lato sensu, es decir, en el mismo sentido en que los escolásticos de cuño aristotélico decían, por ejemplo, que la vida es el ser para los vivientes (vita viventibus est esse). Ahora bien, en rigor, postular una completa diáiresis entre el orden ontológico y el axiológico –tal como aparece en la fórmula "los valores no son sino que valen"– incluye un grave error, por doble motivo. Por un lado, desde la axiología, es cierto que la esencia de los valores no depende de su correspondiente realización fáctica, pero, como ya se ha señalado, tal independencia no es indiferencia, a no ser que el término valor pierda todo su contenido práctico. Por su parte, desde la ontología, es preciso afirmar la radical coincidencia entre bondad y ser.

7. Ser, valor y deber. El asunto de la "falacia naturalista"

La no indiferencia de los valores frente a sus correspondientes realizaciones nos conduce al planteamiento de la relación entre valor y deber. No todo valor funda un deber, pero sí cabe decir que todo deber se fundamenta en algún valor, y si el valor es un aspecto trascendental del ser –la bondad de lo bueno, según los diversos niveles arriba mencionados–, entonces el deber no puede ser tan ajeno al ser como se piensa desde el kantismo. El deber-ser no es reductible al ser, pero no es verdad que sean dos mundos radicalmente incompatibles. Como ha hecho ver Husserl en sus Logische Untersuchungen, la deontología goza de un régimen lógico: es la lógica del tó deon, del deber: toda proposición práctico-normativa es reductible a un juicio de valor, en el cual hay implícito un juicio teórico que es lógicamente decidible. De ahí que puedan deducirse deberes a partir, no ciertamente de "estados de cosas", pero sí del "ser", en concreto del ser humano, y de la naturaleza que le es propia, sin por ello incurrir en la llamada "falacia naturalista". Ésta consiste más bien en deducir el deber-ser a partir de los hechos del mundo, de la facticidad, pero no constituye ninguna falacia –todo lo contrario, es una exigencia estrictamente lógica–afirmar la esencial relatividad de los deberes, en primer lugar, al ser específico del hombre y, en segundo lugar, a la situación y circunstancia individual de cada persona [19].
El auténtico origen de la falacia naturalista está en la confusión del deber en sentido natural (Müssen) con el deber en sentido moral (Sollen). Dicha falacia no consiste, como frecuentemente se dice, en deducir los deberes a partir de la investigación sobre la naturaleza humana y sus inclinaciones espontáneas, sino en identificar el deber con la necesidad natural. El concepto kantiano de naturaleza no coincide con el aristotélico. Para Kant, "naturaleza" es el ámbito de la determinación física, lo contradistinto con el ámbito de la práctica, que es el de lo posible por libertad. En cambio, el aristotelismo entiende que la libertad es algo natural en el hombre; forma parte –y parte esencial– de su naturaleza. No entraña ninguna dificultad, en el contexto aristotélico, extraer la ética de la antropología, a la que está indisolublemente vinculada, cosa que de ningún modo es posible en el kantismo. El sentido kantiano de la legislación práctica a priori no es sólo el de que la ética ha de formularse con independencia de lo que los hombres hacen –tema que correspondería a la Antropología en sentido pragmático (Anthropologie im pragmatischen Sinn)– sino también completamente de espaldas a lo que los hombres son. De ahí surge una de las aporías principales del kantismo: la necesidad de proponer una antroponomía sin antropología. En el aristotelismo, por el contrario, no hay ninguna dificultad ni falacia en admitir que la naturaleza –o lo que es lo mismo, la esencia dinámicamente considerada, a saber, como principio de operaciones y pasiones específicas de un ser– es instancia moral de apelación en el caso del hombre, de suerte que el deber-ser aparece como la asíntota del ser humano, aquello a lo que éste tiende, si bien no necesaria sino libremente [20].
Comparto el punto de vista de Millán-Puelles según el cual el deber sólo es absoluto por su forma, no por su materia [21]. En consecuencia, entiendo que la naturaleza humana –el modo humano de ser, dinámicamente considerado– es la fuente, trascendental y categorial, de sus obligaciones. Éstas no proponen al hombre nada que no esté ya en la virtualidad operativa propia de su modo específico de ser. Como decían los clásicos, operari sequitur esse, et modus operandi sequitur modum essendi. De ahí que pueda proponerse como tarea moral básica la de confirmar con el obrar el ser que nos caracteriza; con la famosa fórmula de Píndaro, llegar a ser lo que se es.
El ser natural humano incluye el registro de sus posibilidades operativas e indica, por tanto, el modo en que debe ser "gestionado" por el mismo hombre. Adviértase que sólo si el obrar sigue al ser natural puede el hombre "reobrar" sobre sí mismo, caracterizándose moralmente en la forma en que lo propone el existencialismo. J.L. Del Barco lo ha expresado con fuerza: "El hombre, vate empedernido, es ante todo poeta de sí mismo: esculpe su figura interior obrando. Con el fino escalpelo de la acción labra su personalidad y la moldea. Si gorronea se hace gorrón; si disimula, ladino; si da, desprendido; si ora, devoto, y si pinta y pinta aprende a ver. La ética no es importante como un adorno, sino porque, al obrar, el hombre se la juega. No es ni moralina ni una estrategia de acción ni un clavo ardiendo al que agarrarse en caso de apuro, sino el modo humano de estar en el tiempo. De ahí la estrecha conexión que mantiene con la vida. Su misión consiste en ayudarla a crecer y a que no se malogre. Abarca, en suma, todas las dimensiones del ser humano, que se vuelve ininteligible sin ella" [22]. En efecto, lo que el hombre llega a ser, moralmente, depende de sus decisiones y de sus obras morales más que de las circunstancias externas en que ha caído. Mucho más depende el hombre de lo que hace que de lo que le rodea, sin que esto le sea completamente ajeno.
8. Significación pedagógica del valor. El modelado en educación
A la luz de todo lo expuesto se hace necesario precisar el sentido de la afirmación del carácter utópico del valor [23]. Si el valor –la bondad del bien– es lo que debe ser traído a la existencia fáctica –sin que el hecho de ser realizado le haga perder su condición de deber serlo–, su índole utópica no ha de ser leída en términos de perplejidad, sino de emulación. Veámoslo con detalle.
En efecto, primeramente hay que aclarar que la realización del deber –la relativa satisfacción o cumplimiento de un valor– no implica que éste deje de ser un deber, es decir, de obligar, y, por tanto, no pierde así su conexión con el respectivo valor; sólo ocurre que éste pasa a ser realizado –o parcialmente cumplido– sin que, como es natural, ello justifique una falsa identificación entre valor y hecho. Son distintos, pero no incompatibles, como se ha subrayado suficientemente al decir que la independencia no es indiferencia.
Por otra parte, comprender correctamente lo que aquí significa "utópico" implica advertir que el valor no está dado en plenitud en el tópos humano, que es el lugar de lo variado y variable, de la facticidad histórica y cultural, de lo siempre perfectible. Pero que el valor no pueda ser existencializado en plenitud tampoco quiere decir que no lo pueda ser en manera alguna. El mundo de los valores no es el de los hechos, ciertamente, mas en ellos podemos encontrar indicios, indicaciones, señales que apuntan algo que las trasciende. A los hechos no les corresponde el cumplimiento axiológico pero sí la aspiración. De cara al mundo de lo fáctico, el valor puede tener una significación regulativa, en el sentido kantiano, si bien, a diferencia de lo que representan las ideas o noúmena en la filosofía trascendental, los valores indican caminos practicables, aunque no susceptibles de un cumplimiento cabal en ninguna realización fáctica. En otras palabras, que un valor no pueda ser absolutamente existencializado no implica que no pueda existencializarse en absoluto; algo cabe hacer con él, aunque sea muy limitadamente.
Hay un sentido "realista" de la utopía que me parece necesario reivindicar, sobre todo en el ámbito de la educación [24]. En gran medida, el hombre es aquello que aspira a ser y, por tanto, lo irreal –en forma de futuro, de proyecto, de tarea para la libertad– constituye parte de la realidad de nuestro ser. Una persona humana es lo que es de hecho, pero también consiste, de algún modo, en lo que no es, en sus ideales: por ellos puede ser caracterizado con bastante precisión. Pero esto, ¿cómo es posible? Responde Millán-Puelles: "No, desde luego, ese modo de irrealidad que es lo futuro, sino la actividad de anticiparlo en la imaginación, tiene el valor de un efectivo ingrediente de nuestro ser, pero sin la presencia irreal, pura y simplemente intencional, de lo futuro en la efectiva realidad de nuestra vida no sería ésta lo que en efecto es" [25].
Aquí halla su fundamento la posibilidad y la conveniencia de, en la tarea educativa, ofrecer modelos en quienes puedan reconocerse las personas y vivirse emuladas por ellos. La noción trascendental del bien –entendida como una propiedad o aspecto de lo real– es muy relevante a la hora de entender que los valores pueden ser existencializados fáctica e históricamente. Cuando decimos de alguien o de algo que es valioso lo estamos considerando, de alguna manera, modelo, paradigma. Y un modelo es aquello en lo que nos fijamos para crecer, aquello en lo que vemos valores de los que todavía carecemos pero que podemos lograr.
Entiendo por modelo una realización parcial de un determinado valor, es decir, un hecho dotado, en alguna medida, de la cualidad de valor correspondiente y, por ello, de la capacidad de apuntar incoativamente hacia la plenitud de ese valor. Concretamente, considerando las cosas desde el punto de vista pedagógico, modelo es un personaje, real o ficticio –o bien una acción llevada a cabo por ese personaje– que reúne simultáneamente estas dos características:
a) representa un ideal alcanzable en concreto por mí;
b) encarna alguna cualidad que veo a mí me falta.
Modelo es alguien que motiva, para lo cual es preciso que yo me pueda reconocer parcialmente en él. Pero también, y al mismo tiempo, modelo es alguien en quien veo realizados valores de los que carezco, teniendo yo conciencia de tales carencias en mí. No se trata de imitar un modelo en su totalidad, porque eso es falso, y metafísicamente imposible: mi vida es la mía, y ninguna vida se vive "por encargo". No puedo elegir como modelo a alguien histórica y culturalmente demasiado ajeno a mi circunstancia, porque en él no me encuentro reflejado fácilmente, y es verdad que la circunstancia también forma parte de lo que soy. Carece de sentido ir a buscarme, por ejemplo, en un vikingo o en un titán de la mitología griega, porque ahí no puedo encontrarme con facilidad: es inviable llegar a ser uno mismo buscándose en un modelo tan distante. Más bien nos motiva alguien próximo, eso sí, que ha realizado valores que nosotros no tenemos. Por ello podemos pensar: "Si él ha podido hacerlo…, ¿por qué no yo?" Esos valores que nos atraen porque no los vemos en nuestra vida, emulan nuestra conducta; tratamos de imitarlos.
La imitación de un modelo no implica la prevaricación alienante de nuestra propia identidad. En efecto, nunca decimos: "Yo quiero ser ése"; más bien pensamos: "Quisiera ser como ése". -¿De qué manera? -Logrando las cualidades de valor por las que esa persona nos atrae, se nos antoja dotada de un peculiar brillo. Según esos valores deseamos también realizar nuestra propia vida.
Una adecuada práctica del modelado pedagógico, en fin, habrá de integrar los siguientes factores:
1) el esfuerzo por proponer modelos –personas o acciones valiosas por algún determinado concepto– que puedan ser apreciadas por el educando, en las que éste pueda hallar un eco o referente afectivo;
2) la ayuda para percibir con nitidez –apoyándose no sólo en el sentimiento sino también en el razonamiento, como veremos más adelante– los rasgos de carácter que se han de lograr o perfeccionar con esfuerzo; y
3) la ayuda para crecer en una correcta autoestima, percibiendo también lo valioso que ya se posee y utilizándolo como palanca importante en el mencionado esfuerzo por lograr lo que falta.

Entiendo que estas aclaraciones son necesarias para comprender el sentido de la "utopía realista" que aquí se propone al hablar de educación en valores. La clave estriba en la noción axiológica de "portadores de valor" (Wert-Träger): personajes o gestas que consideramos dignos de encomio, algo –principalmente alguien– en quien podemos detectar el eco de la vocación, de la llamada de un valor, aunque éste le trascienda y aunque la existencialización de todo valor sea siempre parcial e imperfecta, no por el valor mismo, sino por ser traído a la realidad de un mundo deficiente. La estimativa es capaz de perforar la superficie del portador hasta llegar, fenomenológicamente, a la esencia del valor mismo, y verlo con independencia de su realización finita.
Ahora bien, la noción de "portador de valores" hace necesario percibir que éstos no están en un ámbito distinto al del ser. En efecto, hay acciones valiosas y hay personas valiosas. ¿Eso significa que los valores que encontramos en esas acciones o personas se agoten en su ser portados por ellas? No. Una acción generosa no agota la generosidad, pues en ese caso sólo habría una persona generosa o un acto de generosidad, y es claro que hay muchos, aunque no todos los que debería haber. Por ello cabe decir que ninguna acción o persona generosa es lo suficientemente generosa. Siempre puede serlo más. Ahora bien, la misma noción de persona o acción generosa, o en general, la noción de portador de valor, es una noción que sólo cabe entender si se corrige el concepto scheleriano de valor como algo que está absolutamente fuera del ámbito de lo real. ¿Por qué? Porque las acciones y las personas son reales.
En el terreno educativo esto tiene una importancia decisiva. Podemos acostumbrarnos a un discurso sobre los valores que ya de entrada dé por sentado que son unos imposibles, idealidades que están en otro mundo, y que todo esfuerzo por traerlos a la realidad es insensato. Esto es cierto sólo en parte. Hemos hablado de la índole utópica de los valores, pero si no se comprende bien lo que significa, de ahí es fácil pasar a un planteamiento de mezquindad, de metas alicortas, que es el peligro más claro de la educación actual: ¿Qué sentido tendría que nos planteemos educar en valores? Es inútil, una pérdida de tiempo. En todo caso, queda bien hablar de ello… Pero es pura retórica.
La corrección que propongo a la noción de valor en la axiología scheleriana, en definitiva, se puede entender pedagógicamente si se ve que cualquier logro educativo en la línea de promocionar unos valores siempre es provisional, mejorable. En último término, todo logro educativo lo que
hace es abrir la perspectiva de nuevos logros, y eso por definición, porque el hombre es un ser apodícticamente inacabado, siempre perfectible. Mas, aunque nunca sean plenamente satisfactorios, es muy importante que haya logros, y si somos conscientes de que siempre se puede llegar a más, eso no es un fracaso: impide que caigamos en un conformismo paralizante.
¿Utopía? -Sí, pero sólo hasta cierto punto. La utopía ha de ser muy realista, para no llevarnos a la perplejidad de pensar que no podemos hacer nada. -Todo lo contrario. Debemos hacer mucho, porque por mucho que hagamos no lo vamos a conseguir en plenitud. Aún así, interesa que logremos algo, precisamente porque ese algo, por ser provisional, nos estimulará a seguir logrando, y eso es muy realista, concuerda perfectamente con lo que es el hombre realmente: un permanente conflicto entre lo que es, lo que puede ser y lo que debe ser [26].

9. Modelado y autonomía

La educación moral y cívica se había concebido desde siempre como la oferta pedagógica de modelos –personajes históricos o imaginarios, entresacados muchas veces de la literatura– que encarnan una serie de valores por los que se les consideraba merecedores de una estima universal. Desde hace algunas décadas, el modelado y la teoría de los modelos, particularmente en educación moral, vienen siendo objeto de un pertinaz desprecio en buena parte de la bibliografía filosófico-educativa. El tradicional recurso a los modelos heroicos de la gran literatura suele presentarse como el resquicio de un talante pedagógico ya obsoleto. Se atiende sólo a la independencia personal y a la construcción autónoma del propio yo, y todo lo que sea una invitación a mirar y admirar un modelo de conducta se antoja a muchos prevaricación alienante, heterodirección y actitud servil.
No cabe duda de la filiación kantiana de este planteamiento, concretamente fundado en el peculiar concepto de autonomía que expone el regiomontano. Frente a él, Scheler afirma que la autonomía no es un predicado de la razón práctica sino de la persona en cuanto tal, y, en consecuencia, distingue dos clases de autonomía: "la autonomía de la intuición personal de lo bueno y lo malo en sí, y la autonomía del personal querer lo que está de algún modo dado como bueno o malo. A la primera se opone la heteronomía del querer sin intuición o ciego; a la segunda se opone la heteronomía del querer forzado, como del modo más claro aparece en toda sugestión y contagio volitivo. En este doble sentido de la autonomía sólo la persona autónoma y los actos de tal persona poseen el valor de un ser y un querer con relieve moral (…) La autonomía es simplemente el supuesto del relieve moral de la persona" [27]. Y continúa, en su crítica a la noción kantiana, afirmando que "no tendría sentido poner como condición de toda conducta buena que nos es imputable el seguir la intuición propia al enjuiciar cada uno de los proyectos particulares de nuestra voluntad, puesto que podemos llegar a la evidencia de que otra persona, con arreglo a su esencia individual, es moralmente mejor y superior a nosotros mismos. Un concepto de la autonomía como el de Kant, que exige aquello de un modo estricto, excluiría como conducta “heterónoma“ no sólo toda educación o instrucción morales, sino incluso la idea de una “obediencia moral“ y también la forma, mucho más elevada, de la determinación moral del prójimo que estriba en la invitación del ejemplo puro y bueno ofrecido intuitivamente por la persona buena" [28].
En la exposición de su teoría del "modelo o prototipo y el secuaz" hace Scheler una espléndida fenomenología del seguimiento de un modelo, a la que voy a referirme ahora al hilo de los propios textos del maestro alemán. Comienza aclarando la no contradictoriedad entre obediencia y autonomía: "El que presta obediencia no quiere lo que el otro, simplemente “porque“ el otro lo quiere. (…) El que presta obediencia quiere únicamente obedecer, es decir, el acto positivo del obedecer es, ante todo, su proyecto volitivo inmediato, sobre el cual se estructura el querer lo mandado. Supuesto forzoso del obedecer auténtico es, por consiguiente, la clara conciencia de la diversidad que existe entre el querer ajeno y el propio, y la comprensión del querer ajeno como ajeno. Por heterónomo que pueda ser el querer sugerido (…), tan plenamente autónomo es el querer del que obedece. En cambio, según el concepto kantiano de autonomía, en el que no se distinguen la autonomía de la intuición y la del querer, toda obediencia al extraño sería ya en sí un querer heterónomo y forzado. (…) Cuando falta, de un modo general, la intuición, hablamos de obediencia ciega; pero en este caso no hay ya obediencia en un sentido estricto, sino conducta esclava. En cambio, la obediencia moralmente valiosa existe allí donde, a pesar de faltar la intuición del valor moral del contenido valioso mandado –cosa que caracteriza toda obediencia en cuanto tal–, es dada, aun evidentemente, la intuición de la bondad moral del querer y de las personas volentes" [29].
Según Scheler, la relación de "seguimiento" se funda en el amor que uno tiene al contenido de personalidad de su prototipo y en su "ser" moral personal [30]. El prototipo motiva por modo de atracción más que de impulsión. Hay diferencia entre empujar y atraer, análoga a la que se da entre el motivo-impulso de la ley del efecto (estímulo-respuesta) y la atracción del paradigma o fin. "La exigencia de deber-ser no es vivida como un “estoy obligado a seguir“, sino como un “ello me obliga a seguirlo“" [31]. Puede tratarse de una tracción poderosa o suave (encanto), pero "esa tracción no se manifiesta en la forma de una presión ciega, algo así como una fuerza sugestiva que emana de una persona. Posee más bien la tracción una conciencia del deber-ser y del ser-justo que la fundamenta" [32]. Por esta razón, no es tanto la persona del prototipo la que atrae, sino el valor que en ella se trasluce.
En este contexto se entiende bien la propuesta scheleriana acerca de los mandatos pedagógicos, que en realidad serían pseudomandatos. "El acto que sirve de base a la proposición imperativa pedagógica es tan sólo un consejo. La esencia del consejo se expone en la forma siguiente: «Lo mejor para ti es que hagas esto, y yo quiero que tú hagas lo que es mejor para ti«. Manifiéstase aquí con claridad cómo se distingue esto de la orden: primeramente, no se trata aquí de lo que es bueno y malo ni de lo que debe ser o no ser (respectivamente) en relación con una voluntad en general, sino en relación con la voluntad de este individuo [33]. En segundo lugar, el acto volitivo no se refiere inmediatamente a que la acción, que –“idealiter“– “debe“ ser, haya de “acaecer“ gracias al individuo a quien se habla, sino que aquel acto volitivo se refiere a que el individuo haga la acción (en un acto libre de su voluntad). Los límites, pues, de todos los pseudomandatos pedagógicos consisten en que su justificación es proporcional a la convicción que el educador tiene de que el alumno, considerado ya como un hombre desarrollado y maduro, habría de hacer por libre decisión lo que se le manda. Un educador que no puede tener la convicción de que el alumno, “acabada su formación“, haría espontáneamente lo que él se siente obligado a mandarle, tiene el deber de abandonar su tarea educativa" [34].
La imitación propiamente humana tiene características distintas de las conductas imitativas de otros animales; no es, en consecuencia, "la uniforme ejecución primaria de los actos del prototipo ni tampoco una simple copia de sus acciones y gestos expresivos. (…) Es, ante todo, la única relación en la que los valores morales positivos de la persona A pueden ser inmediatamente decisivos para que surjan los mismos valores personales en otro ser B; quiere decirse, la relación del puro buen ejemplo". Y concluye afirmando tajantemente: "No hay nada en la tierra que haga ser buena a una persona tan primordial, inmediata y necesariamente como la simple intuición evidente y adecuada de la bondad de una persona buena. Esta relación es absolutamente superior, en punto al posible tornarse bueno, a cualquier otra relación posible de la que pudiéramos imaginar que
procede ese tornarse bueno" [35]. Ya Platón advirtió que la presencia de lo bueno nos hace buenos, y la de lo malo, malos [36].

10. Axiología y positivismo.

El discurso sobre los valores no puede mantenerse sino en la tensión entre lo pragmático y lo paradigmático. En otras palabras, no se puede hablar de los valores si no es desde una perspectiva metafísica, una perspectiva que tenga en cuenta, por supuesto, lo fáctico, pero a través de ello, también lo metafáctico. Sólo la mirada metafísica es capaz de, penetrando la superficie del mundo, alcanzar ese "ultra-mundo" de los valores, que está más allá de los hechos. El problema con el que tropezamos es que la mentalidad característica del positivismo –que, como se indicó al comienzo de estas páginas, reduce la realidad únicamente al terreno de los hechos– es incapaz de comprender lo que no es empírico, controlable y factorializable. En la medida en que el relato positivista-cientista ha tenido una pregnancia importante en la actual configuración sociocultural de Occidente, hoy día se hace muy difícil hablar en serio de los valores, si bien es cierto que se van poniendo de manifiesto cada vez más sus insuficiencias [37].
Además de la carga retórica que para las mentes mezquinas y conformistas pueda tener el discurso axiológico, nos encontramos con el generalizado sofisma consistente en identificar el valor con la valoración subjetiva. Por ejemplo, cuando algunos sociólogos hablan de los valores sociales, en último término sólo se refieren a las valoraciones sociológicamente mayoritarias. -¿Qué son los valores en una sociedad? -Pues básicamente lo que la gente valora.
¿En qué forma es sofístico este modo, tan común, de discurrir? La razón de la falacia es que las valoraciones son efectivamente eso, hechos (psíquicos), pero los valores no. Es ésta una de las más deletéreas versiones del positivismo: el reducir los valores objetivos –y, en último término, los bienes reales transobjetuales– a valoraciones subjetivas, o intersubjetivas. Bien se trate del sujeto empírico psicológico, de la intersubjetividad sociológica –lo que la mayoría se pone de acuerdo en valorar– o la subjetividad trascendental kantiana, nada de eso es decisivo a la hora de hablar sobre el valor. En palabras de Scheler, "los conceptos de valor no se abstraen, en modo alguno, de las cosas, los hombres o las acciones empíricas y concretas, ni son tampoco momentos “dependientes“ y abstractos de tales cosas, sino que son fenómenos independientes, que se aprehenden en la más amplia independencia de la peculiaridad del contenido, lo mismo que en independencia del ser real (y también del no-ser en sus dos sentidos de real e ideal) de sus depositarios" [38].
Aquí estriba la aportación más genuina de la Axiología fenomenológica. La aludida confusión –como en general, la que se produce entre un acto psíquico y el contenido objetivo de ese acto– es la principal denuncia dirigida desde la tradición fenomenológica contra el llamado psicologismo o relativismo psicologista [39].
En el ámbito de los saberes educativos todavía no son muchos los que detectan esta sutil falacia. Al hablar de valores, no pocas veces se refieren a las valoraciones, y todo lo que podría hacerse con ellas es clarificarlas.
La clarificación de valores (value clarification) es el intento de entrar en el terreno de las valoraciones psicológicas del individuo mediante la introspección. Con una ayuda mayéutica por parte del profesor, a base de establecer un diálogo a partir de preguntas adecuadas, se pretende que el educando vea en sí mismo cuáles son las motivaciones de tipo axiológico que realmente le estimulan, cuáles son, en fin, las valoraciones que están en el fondo de su conducta. No hay duda del interés que tiene esta investigación, pero ahí no está en juego el valor. Muchos psicólogos que aplican esta técnica no advierten que lo que mediante ella queda clarificado no son valores sino valoraciones.
La insuficiencia básica de la value clarification se revela en que la educación en valores queda ahí reducida a procurar que cada uno se comprometa con sus propios valores, en definitiva, que los cree, que los constituya como tales por el mero hecho de estimarlos. En palabras de Bloom, "adaptando una fórmula de Platón con respecto a los dioses, nosotros no amamos una cosa porque es buena, sino que es buena porque la amamos. Es nuestra decisión de estimar lo que hace que algo sea estimable" [40].
E. Husserl, hablando de las ideas, distingue entre el acto de la ideación (nóesis) y el contenido ideado en ese acto (nóema). El acto de conocer es una vivencia de la subjetividad y, por tanto, es subjetivo, pero el contenido de esa vivencia es objetivo e irreductible a aquél: no es algo que la subjetividad pone; más bien le es dado desde fuera. La intencionalidad de toda nóesis manifiesta la imposibilidad de explicarla de una manera puramente endógena y, por tanto, el carácter no subjetivo ni psicológicamente fáctico de su contenido. Éste queda constituido como dato, como esencia o fenómeno. Dicho de otra manera, todos nuestros actos de conocer son vivencias subjetivas, perforando las cuales encontramos algo vivido distinto del sujeto que lo vive. En los actos de juzgar, por ejemplo, una cosa es la nóesis del juicio, y otra distinta la verdad misma que en el juicio se me da. La verdad no es el juicio, aunque el juicio es el modo que yo tengo de acceder a la verdad. Análogamente, los valores no se agotan en las valoraciones, aunque nosotros accedemos a ellos mediante los actos de valorar, de estimar. Hay, por tanto, un lado subjetivo, pero también un lado objetivo y, además, tal como se ha propuesto aquí, una vertiente ontológica del valor.

11. La estimativa animal y la "cogitativa" humana

La manera que tenemos de acceder al mundo de los valores es una cuestión de profundo interés filosófico-educativo. Los axiólogos emplean el vocablo estimativa para referirse a nuestro modo de captar los valores. Entienden, sin embargo, que no es una facultad cognoscitiva. Los actos de estimar no son actos de conocimiento (nóesis) sino que son puros sentimientos. Estimar adecuadamente algo no quiere decir conocerlo correctamente. "En el curso del percibir sentimental –explica Scheler– “ábresenos“ el mundo de los objetos, mas sólo por su lado valioso. Precisamente la falta frecuente de objetos imaginativos en el sentir intencional muestra que el percibir sentimental es por su parte y de suyo un “acto objetivador“ que no necesita ninguna representación como mediadora" [41].
Los aristotélicos pensaban que la estimativa es el más importante y elevado entre los sentidos llamados internos. Los animales irracionales son capaces de tener una cierta percepción de la utilidad o nocividad que para ellos reviste un objeto determinado. La oveja, por ejemplo, hace una estimación negativa de la proximidad del lobo y, en función de ella, actúa huyendo. Entre esta conducta de escapar del peligro y la estimación negativa que la provoca media, a su vez, el instinto de supervivencia o conservación. Por decirlo así, hay primero un acto cognoscitivo, luego un acto apetitivo y, por fin, una conducta aparente. (Entíéndase que no se trata necesariamente de un proceso cronológico sino de una seriación psíquica cuyos momentos pueden darse, en la realidad, de manera perfectamente simultánea). En tanto que animal, también el hombre está dotado de la capacidad estimativa. En su caso la capacidad estimativa es sustancialmente la misma que la de los animales irracionales, pero está elevada al nivel espiritual que le es propio en tanto que animal racional. (Por ello los aristotélicos llaman a la estimativa humana cogitativa). En consecuencia, además de hacer estimaciones, el hombre es capaz de dar razón de ellas, aunque en un primer nivel instintivo nuestras estimaciones pueden compararse a las que hace un animal superior. En esto estriba la diferencia entre las estimaciones puramente animales y las genuinamente humanas; éstas, sin dejar de ser animales, pueden dar lugar a juicios de valor y a razonamientos axiológicos, mientras que los animales irracionales no pueden pasar del puro sentimiento estimativo, que es conocimiento, ciertamente, pero no intelectual, sino sensible. No cabe duda que poseen percepción estimativa; y nosotros, a posteriori, podemos descubrirla: la inducimos a partir de su conducta aparente. Pero consta igualmente que no son capaces de discurrir a partir de ella. La oveja no concluye: -El lobo es carnívoro. -Yo soy herbívora. -Los carnívoros se alimentan de los herbívoros. -Ergo la presencia del lobo es peligrosa para mi integridad.

12. Los criterios racionales de preferencia

En este punto es donde se hace necesario proponer una segunda corrección a la Axiología fenomenológica para hacer de su propuesta algo pedagógicamente practicable. El modo humano de acceder al orden de los valores ha de tener una vertiente racional, no puede ser cosa de puro sentimiento. La estimativa, tanto en los animales irracionales como en los humanos, es cognoscitiva. Cierto que se trata sólo de conocimiento sensible interno, pero ello no obsta que pueda ser elevado, en el caso de los humanos, a categorías racionales. También racionalmente accedemos a los valores. Somos, en definitiva, capaces de preferencias racionales; podemos valorar algo conociendo y ponderando las razones de nuestra valoración.
Hay diferencia clara entre preferir y razonar. La tendencia no es conciencia. Por ello es posible tener tendencias inconscientes: es ésta, sin duda, una característica del instinto [42]. Pero, de la misma manera, cabe también poseer tendencias conscientes. Esto no implica que la tendencia, como tal tendencia, sea conciencia, sino que puede ser tendencia dependiente de la respectiva conciencia que quien tiende posee acerca del objetivo de su tender. (Bien es verdad que la órexis misma no es consciente más que de modo indirecto, es decir, por la conciencia del sujeto en el que se da, pues las facultades no obran propiamente, sino que obra e sujeto a través de ellas). Ahora bien, el sentimiento –y la estima o preferencia lo es– es de suyo cognoscitivo y produce experiencia.
Esto es, concretamente, lo que niegan los axiólogos: que la estima sea cognoscitiva y que el hombre pueda tener algún dominio racional sobre ella. Es un puro sentimiento frente a los valores, el vivirme apelado o exigido por ellos (o bien el vivirme repelido por los contravalores) [43]. Es la reacción subjetiva ante su vocación, el puro escucharla, oír el eco de su llamada desde el ultramundo y experimentar la conmoción compulsiva que me lleva a sentir aprecio o desprecio. Dicha reacción sentimental es completamente espontánea: es la respuesta ciega a una apelación. La estimación viene acompañada por una impulsión (vis a tergo) que constituye el contenido conativo de una vivencia de valor. Este tender va condicionado, a su vez, por su fuente sentimental [44].
Ahora bien, aunque es independiente del entendimiento racional, dicha estimación no es completamente alógica. A propósito de la noción pascaliana de las razones del corazón, comenta Scheler: "El “corazón“ tiene sus razones, pero no “razones“ sobre las cuales ha decidido ya previamente el entendimiento y que, por tanto, serían no razones, esto es, determinaciones objetivas, “necesidades“ estrictas, sino tan sólo las llamadas razones, en el sentido de motivos, deseos. En la frase de Pascal el acento se halla en el “sus“ y no en las “razones“. El corazón tiene sus razones, “las suyas“, de las cuales el entendimiento nada sabe y nada puede saber; y tiene “razones“, es decir, evidencias objetivas sobre hechos para los cuales el entendimiento es ciego, tan ciego como lo es el ciego para los colores y el sordo para los sonidos" [45].
Creo que hay una verdad latente en el planteamiento de Scheler, y es que existe un a priori de tipo estético-afectivo a la captación de los valores, en especial de los valores morales [46]. En efecto, nuestra primera reacción ante un espectáculo dotado de valor moral no es hacer un juicio de valor o un razonamiento axiológico, sino una respuesta de tipo afectivo, que muchas veces expresamos con caracteres estéticos: "es un gesto bonito" (buena acción), "una bellísima persona" (honesta), "una acción repugnante" (deshonesta), etc. No es el lenguaje estético el más adecuado, quizá, pero entendemos perfectamente lo que quieren decir esas expresiones, todas ellas sumamente intuitivas. Antes del juicio de valor está el vivirme yo apelado o repelido. Y el agrado o desagrado forma parte de la estructura estética, en el sentido más genuinamente filosófico de la palabra, es decir, se refiere a los sentimientos, a lo sensible [47].
Aun así, si no se acepta una vertiente propiamente racional en la captación de los valores, devendría vacío todo discurso acerca del compromiso con los valores, al igual que carecería de sentido el concepto mismo de preferencia. En efecto, una propiedad esencial de los valores, según la Axiología fenomenológica, es que están jerarquizados. El estimar correcto es, justamente, el que se adecua a esa jerarquía, ya que no todos los valores son igualmente valiosos.
Como educadores necesitamos una jerarquía de valores, hemos de hacer nuestra opción axiológica elaborando una organización propia; a su vez, en nuestra tarea debemos procurar que las personas a las que atendemos hagan lo mismo. Todo ello supone un compromiso.

13. La responsabilidad frente al valor

Pensar que en ese comprometernos con unos valores sobre otros lo único relevante es la atracción sentimental haría inútil, e injusta, toda influencia positiva por parte del educador. En último término, destruiría la legitimidad de una educación en valores, pues, como se suele decir, sobre gustos no hay nada escrito: cada uno tiene los suyos y poco más hay que hablar. Si la preferencia es un acto puramente sentimental, un mero impulso animal no susceptible de ser argumentado, entonces resulta incompatible con el concepto de compromiso. Comprometerse con unos valores es un acto racional en el cual han de primar –aunque no sean los únicos– criterios racionales. Y esto es decisivo en educación. Es absurdo pretender, por ejemplo, que el compromiso con el valor moral sustituya al conocimiento de lo correcto –de aquello en lo que consiste, en cada caso, el obrar según la virtud – pues ello desembocaría en la voluntad de ser generoso, valiente, etc., sin saber qué significa ser generoso, o valiente, y sin curarse de si la situación lo requiere [48].
A la hora de promover unos determinados valores como prioritarios o superiores, un educador debe estar en condiciones de dar razón de ello. Además, ha de habilitar a las personas que ayuda para que sean capaces de hacer sus propios compromisos axiológicos de una manera inteligente [49].
Por otra parte, si no existen criterios racionales de preferencia sino sólo sentimientos de agrado o desagrado –o de mayor agrado en unos casos que en otros– el compromiso con valores –que también involucra el concepto de responsabilidad frente a ellos– no diferiría esencialmente de la actitud de quien se deja llevar por el propio capricho. El capricho puede ser muy propio –como el auténtico compromiso– pero no deja por ello de ser capricho. Tal actitud suele conducir al cinismo. Bloom desenmascara este cinismo subyacente en la postura de quien excusa sus preferencias egoístas con argumentos morales: "Lo que realmente sucede en una contracultura o en un estilo de vida –si es ennoblecedor o envilecedor– carece de importancia. A nadie se le obliga a reflexionar sobre sus prácticas. Es imposible. Cualquier cosa que uno sea, quienquiera que uno sea, es el bien. (…) Lo que empieza en una búsqueda, si no precisamente de placer egoísta –los historiadores del futuro no nos considerarán una raza de hedonistas que sabían “gozar“, pese a todo lo que hablamos de ello–, sí al menos de evitación y liberación del sufrimiento o el malestar, transformada en un estilo de vida y un derecho, se convierte en fundamento de superioridad moral. La vida confortable y libre de coerciones es moralidad" [50].
Si la estima es un acto meramente sentimental, no será la libertad responsable la fuente de nuestras valoraciones, sino más bien las propias inclinaciones. Ello llevaría, en consecuencia, a comprender que la tarea de la educación en valores se reduce a una simple habilidad de razonamiento axiológico descomprometido: generar actitudes positivas ante los valores positivos y actitudes de rechazo ante los valores negativos o contravalores. (Es ésta una de las insuficiencias fundamentales de la value clarification, como quedó consignado más arriba). Es necesario asumir una postura teórica positiva ante los valores positivos, pero no es suficiente, pues la cuestión de los valores no es sólo un asunto teórico: el valor no es indiferente a nuestra respuesta práctica, como también se ha señalado. El objetivo de una educación en valores no se reduce, por tanto, a que las personas tomen postura ante ellos; más bien se trata de que sean capaces de realizarlos en su propia vida [51].
Asumir un valor no es sólo valorarlo teóricamente, sino estar en condiciones de traerlo a la existencia, con todas las limitaciones que ello siempre lleva consigo. En otras palabras, de poco sirve promover actitudes positivas ante los valores –o negativas frente a los disvalores– si no se fomenta al mismo tiempo la aptitud, el carácter moral necesario para traerlos a la realidad de la propia vida [52]. En los valores se funda el concepto de deber-ser en sentido ideal; pero lo que ello significa, precisamente, es que no sólo es bueno que triunfe la justicia, por ejemplo, sino que así debe ser y, básicamente, porque así puede ser. Si ese valor fuese tan utópico que no cupiese realizarlo en manera alguna, poco sentido tendría proponérselo y, desde luego, ningún sentido tendría imperarlo. Como decían los clásicos, ad impossibilia nemo tenetur. Mas, por lejana que sea de nuestro actual tópos y crónos, una situación de justicia social generalizada, o lo que llamaba Kant la "paz perpetua" –ambas cosas están relacionadas–, sí es viable sumando muchos "átomos" de justicia, que sí son, en concreto, asequibles para nosotros.
Es preciso habilitar la libertad, educar la voluntad –tarea difícil pero posible, y pienso que hoy especialmente necesaria– suscitando aptitudes a través de un uso adecuado de la emulación, del modelado pedagógico. La educación es esencialmente autoeducación y, por tanto, una tarea en la que la libertad personal nunca puede ser suplantada. Pero sí puede ser ayudada, sobre todo a base de la emulación que suscita la presencia de ejemplos valiosos, en primer lugar el esfuerzo del educador por encarnar en su propia vida los valores que teóricamente propone, pues, como dice R. Guardini, "la primera cosa eficaz es el ser del educador; la segunda, lo que él hace; la tercera, lo que él dice" [53].
Con esta corrección creo que el discurso sobre la estimativa tiene un gran interés pedagógico pues, en el fondo, lo que tenemos que hacer como educadores es ayudar al educando a que estime bien, poner a las personas en condiciones de que sientan atracción por lo que verdaderamente es noble y digno y repugnancia respecto de lo que es indigno, mezquino, inhumano. Esto tiene que ver con la afectividad y el ordo amoris, concepto de linaje agustiniano que recoge el propio Scheler [54], y que se encuentra en la base misma de la ética [55].
Toda la vida moral de una persona –o de una comunidad de personas– nace, efectivamente, de un amor fundamental, que se dirige a una pluralidad ordenada de objetos [56]. Ahora bien, la predilección puede ser caprichosa o justificada. El propio Scheler señala, al igual que Husserl hizo respecto de las ideas, la exactitud de ese orden de valores: se deja captar con entero rigor, aunque nuestra captación concreta de él puede ser adecuada o no, es decir, producir una predilección coincidente o no con el valor real de las cosas. "Existe un orden del corazón, una lógica del corazón, una matemática del corazón, tan rigurosa, tan objetiva, tan absoluta e inquebrantable como las proposiciones y consecuencias de la lógica deductiva. Lo que la expresión simbólica “corazón“ designa no es (…) la sede de confusos estados, de oscuros e indeterminados arrebatos o intensas fuerzas que empujan al hombre causalmente (o no) de un lado para otro. No son brutos estados de hecho unidos al yo humano, sino un conjunto de actos dirigidos, de funciones que poseen en sí una ley independiente de la organización psicofísica humana, un conjunto que trabaja con precisión y pone ante nuestros ojos una esfera de hechos rigurosamente objetiva, la más fundamental y objetiva entre todas las posibles esferas de hechos; la cual persistiría aun cuando desapareciera del universo el homo sapiens, al igual que la verdad de la proposición “dos por
dos son cuatro“; más aún: es todavía más independiente del hombre que la validez de esta proposición" [57].
Educar en valores consiste en suscitar mayéuticamente ese tipo de reacciones que son afectivas. Evitando siempre el peligro de la manipulación, sí hemos de influir sobre el dinamismo de la afectividad [58]. Ahora bien, eso lo hemos de hacer también dando razones, en la medida de lo posible, y siempre lo es en alguna medida. Que además de una sensibilidad axiológica, las personas posean criterios racionales de preferencia, es un aspecto esencial de una educación lograda.
A pesar de las correcciones propuestas a los planteamientos de Scheler, no cabe duda de que es él quien mejor ha entendido que una correcta asimilación afectiva –y efectiva– del orden objetivo de los valores es el asunto fundamental que debe ocupar a los educadores. Termino trayendo un texto en el que el filósofo alemán se pronuncia nítidamente acerca de la suprema importancia de esta finalidad educativa: "Si esto ha sido olvidado, no sólo por tal o cual hombre, sino por épocas enteras que consideraron la vida emocional toda como un bruto hecho subjetivo del hombre, sin significación ni necesidad objetiva ninguna, sin sentido ni dirección, débese no a un resultado de disposiciones naturales, sino que es la culpa de los hombres y de los tiempos –la general granujería en las cosas del sentimiento, en las cosas del amor y del odio, la falta de seriedad para la profundidad de las cosas y de la vida, y en contraste con ello, la ridícula hiperseriedad y la cómica ocupación en aquellas cosas que pueden dominarse técnicamente con nuestra ingeniosidad. Si mirando al cielo me hubiéseis dicho: “¡ah, son tan sólo sensaciones nuestras estas chispas luminosas!“ –no más que el dolor de vientre o la fatiga–, ¿creéis que hubiera jamás existido para vosotros aquel grandioso orden dentro de estos hechos que excogitó el intelecto astronómico? ¿Quién lo hubiera buscado? ¿Quién os dice que allí donde vosotros solamente veis un caos de confusos estados no existe también un orden de hechos, “el orden del corazón“, oculto al principio, pero accesible al descubrimiento? Un mundo tan vasto, tan poderoso, tan rico, tan armonioso, tan ofuscante, como aquel mundo de la astronomía matemática –pero accesible tan sólo a las dotes de muchos menos hombres–; ¡y de un interés utilitario mucho menor que el mundo de los cuerpos astronómicos!" [59].

NOTAS
[1] SCHELER, MAX (1941) Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético, tomo I, pp. 266-267 (Madrid, Revista de Occidente).
[2] "El ser del valor positivo es, en sí mismo, un valor positivo, y el ser del valor negativo es, en sí mismo, un valor negativo". Estos son, junto con sus correspondientes alternativas (el no-ser de un valor positivo es un valor negativo, y el no-ser de un valor negativo es un valor positivo) los axiomas principales de la deontología axiológica, según MAX SCHELER. Vid. ibid., p. 265.
[3] Vid. HEIDEGGER, MARTIN (1979) Sein und Zeit (Tübingen, Max Niemeyer).
[4] Vid. MILLÁN-PUELLES, ANTONIO (1967) La estructura de la subjetividad, pp. 411 y ss. (Madrid, Rialp).
[5] MILLÁN-PUELLES, ANTONIO (1984) Léxico Filosófico, pp. 246-247 (Madrid, Rialp).
[6] Hay que decir que el término valor es usado originariamente en el lenguaje de los economistas.
[7] ORTEGA Y GASSET, JOSÉ (1964) (6ª ed.) Introducción a una estimativa, en Obras Completas, tomo VI, p. 321 (Madrid, Revista de Occidente).
[8] Ibid., p. 322.
[9] SCHELER muestra que la superioridad de un valor no estriba en que sea preferido, sino en que es preferible, lo cual sólo depende de una conexión apriórica de esencias, entre él y su depositario, o entre la jerarquía y la polaridad de los valores. La superioridad de un valor es dada en el preferir o postergar, pero sólo fundada en dicha conexión. Vid. op. cit., p. 131.
[10] La excepción más clara y eminente es la del filósofo DIETRICH VON HILDEBRAND, según el cual, "el valor es objetivo en cuanto que es una propiedad real del ser del que predicamos un valor. (…) Los valores no pueden ser interpretados en ningún caso como meros aspectos relacionales que posee el ser respecto a nuestro deseo y a nuestra voluntad. Los valores claramente se muestran como pertenecientes al ser e independientes de nuestro deseo o de nuestra voluntad". Cfr. VON HILDEBRAND, DIETRICH (1983) Ética, p. 93 (Madrid, Encuentro). Este autor es uno de los principales representantes del llamado "realismo fenomenológico".
[11] MILLÁN-PUELLES, ANTONIO (1996) Ética y realismo, p. 23 (Madrid, Rialp).
[12] O. FULLAT lo expresa con toda radicalidad: educar es valorar (vid. sus trabajos (1991) Buscando valores, Razón y Fe, 223:1107, enero, pp. 88-98, y (1985) La educación es violencia, Revista de Ciencias de la Educación, XXXI:122, abril-junio, pp. 139-148. Más discutible es su idea de que, en último término, no importa según qué valores educar: cada uno tendrá los suyos, como se suele decir, y no cabe ir más allá que presentarle al alumno el menú axiológico… Y que él decida. En otro trabajo suyo, Fullat pasa revista con mayor detenimiento a diversas concepciones antropológicas contemporáneas con sus correspondientes propuestas axiológicas: comunismo, anarquismo, psicoanálisis, positivismo, existencialismo, mecanicismo, personalismo. Vid. (1978) Filosofías de la Educación, parte III (Barcelona, Ceac). La antropología aristotélico-tomista es, ahí, sencillamente despreciada a título de "maniqueísmo", por tratar de ofrecer una sólida criteriología para discernir entre lo moralmente valioso y lo que se opone al perfeccionamiento humano.
[13] RATZINGER, JOSEPH (1992) Creación y pecado, pp. 94-95 (Madrid, Rialp). Recientemente, D. PATTERSON ha mostrado lo poco neutral –en el sentido de inocente– que resultó la tesis del neutralismo durante el período nazi en Alemania. Según este autor, el indiferentismo axiológico, la idea de que todo valor es igualmente válido que su contrario, conduce al asesinato. En su estudio (1996) When learned men murder (Bloomington, Phi Delta Kappa Educational Foundation) se refiere a la conferencia sobre educación superior celebrada el 20 de enero de 1942 junto al lago Wansee, en la que se propuso como "hombre educado" al deputado secuaz de Heinrich Himmler, Reinhard Heydrich, que decidió el holocausto judío y preparó la llamada "solución final" (Endschluß). PATTERSON subraya también en su estudio la importancia de las humanidades, que tratan de responder a la cuestión de por qué es mejor vivir que suicidarse (p. 113). Abrirse a las cuestiones existenciales y de valor es la esencia de toda enseñanza, que morirá si se reduce a una mera preparación técnica para ingresar con garantías en el mercado de trabajo.
[14] C.S. LEWIS denuncia la actitud de los educadores que, so capa de no importunar la libertad del educando, tantas veces le dejan en manos de anónimos manipuladores: "El poder del Hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les place". Cfr.
LEWIS, C.S. (1990) La abolición del hombre, p. 60 (Madrid, Encuentro).
[15] Como es bien sabido, tal es la razón por la cual se dividió el movimiento de Friburgo y abandonó a HUSSERL buena parte de los discípulos que, al comienzo, se vieron atraídos por su "realismo" y que habían trabajado con él en las cuestiones fenomenológicas: STEIN, VON HILDEBRAND, KOYRÉ, HERING, INGARDEN, REINACH… Fieles al método fenomenológico y al realismo que caracterizaba al HUSSERL de las Investigaciones Lógicas, hubieron de apartarse del maestro tras su giro al idealismo trascendental.
[16] Vid. MILLÁN-PUELLES, ANTONIO (1990) Teoría del objeto puro (Madrid, Rialp).
[17] SCHELER, op. cit., p. 231.
[18] En un momento dado, Scheler parece contradecir el principio Die Werte sind nicht, sondern werten. He aquí sus propias palabras: "Todas las normas, imperativos, exigencias, etc., se fundan –si no han de ser arbitrarias proposiciones imperativas– en un ser independiente, es decir: en el ser de los valores. Hemos de rechazar la afirmación de que los valores no “son“, sino que “valen“. La “validez“ es propia de proposiciones que son verdaderas en sí mismas, en cuanto que estas proposiciones o sus contenidos significativos son referidos a una posible afirmación". Y añade en nota a este texto: "La validez de las proposiciones no consiste tampoco en su “validez“, refiérase esta validez al sujeto, o bien al objeto mentado por las proposiciones, y mediante el cual se cumple lo que esas proposiciones mientan. En ambos casos se trata de una relación de las “proposiciones verdaderas“ que fundamenta estas proposiciones, pero que no es su constitutivo esencial.) Esto es exacto también para las proposiciones que atribuyen a una cosa un valor. Mas no por ello el valor mismo es una mera “validez“ en el sentido de que el valor se agote en ese “valer“. Los valores son hechos que pertenecen a un tipo determinado de experiencia. Por lo tanto, las proposiciones válidas incluyen en la esencia de su verdad el que han de coincidir con esos hechos" (ibid., p. 243). Como es claro por el sentido obvio del texto, aquí se toma "valor" como "validez" lógico-proposicional. El sentido más adecuado, dentro del contexto general de la Axiología, del principio Die Werte sind nicht se percibe al ponerlo en relación con el axioma "el ser de un valor positivo es un valor positivo".
[19] Vid. MILLÁN-PUELLES, Ética y realismo, cit., pp. 75 y ss.
[20] Vid., sobre este asunto, SPAEMANN, ROBERT (1983) Naturteleologie und Handlung, en Philosophische Essays, pp. 41-59 (Stuttgart, Reclam), y RHONHEIMER, MARTIN (1987) Natur als Grundlage der Moral (Innsbruck-Wien, Tyrolia Verlag). También J. PIEPER ha defendido de manera inequívoca, aunque fundándose en razones diferentes a las de estos otros autores, la tesis de que el deber se basa en el ser, siendo la realidad el fundamento de lo ético y siendo el bien, por tanto, lo conforme con lo real: "Alles Sollen gründet im Sein. Die Wirklichkeit ist das Fundament des Ethischen. Das Gute ist das Wirklichkeitgemässe". Cfr. PIEPER, JOSEF (1956) Die Wirklichkeit und das Gute, p. 11 (München, Kösel Verlag).
[21] Vid. MILLÁN-PUELLES, ANTONIO (1994) La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista (Madrid, Rialp). El mismo planteamiento, expuesto de forma más sucinta, puede encontrarse en su libro Ética y realismo, cit.
[22] DEL BARCO COLLAZOS, JOSÉ LUIS, en la presentación al libro de LEWIS, C.S. (1996), Dios en el banquillo (Madrid, Rialp), p. 12.
[23] Dicho carácter aparece ardientemente subrayado, entre otros autores, por HUGO MÜNSTERBERG, JONAS COHN y GUIDO DELLA VALLE.
[24] Vid. BARRIO MAESTRE, JOSÉ MARÍA (1995) Aspectos del inacabamiento humano. Observaciones desde la Antropología de la Educación, revista española de pedagogía, LIII:200, enero-abril, pp. 75-103.
[25] MILLÁN-PUELLES, Teoría del objeto puro, cit., p. 428. En definitiva, sigue diciendo este autor, "en todo uso de la libertad –también en el uso práctico– lo irreal es imprescindible para la realidad de nuestro ser" (p. 832).
[26] Vid. FULLAT, OCTAVI (1985) Educación y cultura, Analecta Calasanctiana, XXVIII: julio-diciembre, pp. 329-333.
[27] SCHELER, MAX (1942) op. cit., tomo II, pp. 302.
[28] Ibid., p. 304.
[29] Ibid., p. 303.
[30] "“Seguimos“, porque queremos y tendemos hacia la persona que amamos; y no a la inversa" (ibid., p. 391).
[31] Ibid., p. 392.
[32] Ibid., p. 393.
[33] En este mismo sentido, R. LASSAHN subraya que "cuando un niño pequeño secunda un mandato, lo que personalmente le liga no es el análisis racional de la reglamentación, sino el hecho de estar ésta referida a alguien. Es una respuesta al semejante, no a un código abstracto". Cfr. LASSAHN, RUDOLF (1989) Erziehung und moralisches Bewußtsein, Pädagogische Rundschau, vol. 43, pp. 389-390.
[34] SCHELER, op. cit., p. 264. El último subrayado es mío.
[35] Ibid., pp. 387-388.
[36] PLATÓN, Gorgias 497e.
[37] He intentado poner de relieve dichas insuficiencias en mi trabajo (1997) Positivismo y violencia (Pamplona, Eunsa).
[38] SCHELER, MAX (1941) Ética, cit., tomo I, pp. 240-241.
[39] Vid. HUSSERL, EDMUND (1967) (2ª ed.) Investigaciones lógicas (Madrid, Revista de Occidente), especialmente los "Prolegómenos a la lógica pura" y "El psicologismo como relativismo escéptico", en la Segunda Investigación (tomo I); vid. también FREGE, GOTTLOB (1973) (2ª ed.) Fundamentos de la Aritmética, pp. 15-19 (Barcelona, Laia).
[40] BLOOM, ALAN (1989) El cierre de la mente moderna, pp. 204-205 (Barcelona, Plaza & Janés).
[41] SCHELER, MAX (1942) Ética, tomo II, cit., p. 31.
[42] Ello no significa, con todo, que el instinto en el hombre no esté elevado a la dimensión propia de su ser espiritual. Como han subrayado diversos autores –por ejemplo, HENRI BERGSON, MARIANO YELA, ANTONIO MILLÁN-PUELLES, etc.– hablando de la "impregnación racional de los instintos" en el hombre, ni siquiera la satisfacción de las necesidades más primarias de tipo biológico es llevada a cabo de un modo meramente instintivo. Afirma en este sentido MILLÁN-PUELLES que "comemos con la fantasía y con la razón no menos que con la boca y el estómago". Cfr. (1974) Economía y libertad, p. 28 (Madrid, Confederación Española de Cajas de Ahorro). Efectivamente, no hay necesidad que imponga al hombre un modo fijo y estereotipado de satisfacerla; cada modo es siempre cultural, relativo y cambiante. Tal es la diferencia entre los parámetros comportamentales humanos y los del resto de la escala zoológica.
[43] "El estar dado de los valores y la diferenciación de los valores en los objetos, en principio, antecede a la experiencia de los estados sentimentales que producen esos objetos y fundamenta, a la vez, esos estados y su curso". Cfr. SCHELER, op. cit., p. 16).
[44] "En cualquier tendencia hacia algo va incluso un percibir sentimental de algún valor, que fundamenta el componente representativo o significativo de la tendencia. Esta peculiar relación es lo que corrientemente se llama motivación práctica. Toda motivación es una causalidad inmediatamente vivida y, en primer lugar, con un sentido característico de “causalidad tractora“" (Ibid., p. 129).
[45] SCHELER, MAX (1996) Ordo amoris, p. 55 (Madrid, Caparrós). La palabra hechos que aparece en la última frase citada no tiene, obviamente, el sentido positivista al que nos hemos venido refiriendo, sino el de realidades independientes del dinamismo psíquico del sujeto.
[46] Vid. BARRIO MAESTRE, JOSÉ MARÍA (1987) Educación estética y educación moral. Hacia una fundamentación antropológica del sentimiento, revista española de pedagogía, XLV:176, abril-junio, pp. 253-261.
[47] "La esencia peculiar de los valores morales la hallamos merced al percibir sentimental, y éste se encuentra en el hombre al igual que las leyes todas de los actos del sentir valores, del preferir, del amar y del odiar, etc." (SCHELER, Ética, p. 45).
[48] Vid. RODRÍGUEZ DUPLA, LEONARDO (1992) Deber y valor, p. 236 (Madrid, Tecnos). Ahí se realiza una interesante crítica a la idea scheleriana de la posibilidad de estimar sin conocer.
[49] JOSÉ ANTONIO MARINA piensa que, de hecho, ésa es la tarea esencial de la inteligencia humana. Vid. su (1995) (7ª ed.) Teoría de la inteligencia creadora (Barcelona, Anagrama).
[50] BLOOM, op. cit., p. 245.
[51] ARISTÓTELES ya señaló, con buen tino, que el fin del conocimiento moral no estriba en saber qué es lo bueno sino en hacerlo. "No investigamos para saber qué es la areté (virtud), sino para ser buenos, ya que en otro caso sería totalmente inútil" (Ética a Nicómaco II, 2, 1103 b 27-29).
[52] Vid. BARRIO MAESTRE, JOSÉ MARÍA (1989) La educación moral y el Proyecto de Reforma de las enseñanzas no universitarias, revista española de pedagogía, XLVII:184, septiembre-diciembre, p. 510.
[53] GUARDINI, ROMANO (1964) (2ª ed.) La aceptación de sí mismo, p. 49 (Madrid, Guadarrama). No ver esto es lo que lleva a la falsa utopía de quienes soñaron, en palabras de J.J. ARÉVALO, "con neutralizar al maestro en una esquina del aula mientras Su Majestad el niño realizaba por sí mismo, sin auxilio ni protección ni guías, el milagro de la autoformación". Cfr. (1939) La filosofía de los valores en la pedagogía, p. 68 (Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires).
[54] "Quien posee el ordo amoris de un hombre posee al hombre. Posee respecto de este hombre, como sujeto moral, algo como la fórmula cristalina para el cristal. Ha penetrado con su mirada dentro del hombre, allá hasta donde puede penetrar un hombre con su mirada. Ve ante sí, por detrás de toda la diversidad y complicación empírica, las sencillas líneas fundamentales de su ánimo, que, con más razón que el conocimiento y la voluntad, merecen llamarse “núcleo del hombre“ como ser espiritual" (SCHELER, Ordo amoris, cit., p. 27).
[55] "En efecto, el ethos de un sujeto, adoptado libremente por él, pero anclado en el fondo de su alma y, por lo tanto, lenta y difícilmente modificable, es lo que constituye, según la afortunada expresión de Zenón el estoico, la verdadera “fuente“ de que mana toda su vida moral; de manera que ésta tiene siempre que verse como una manifestación de aquél. Y fue precisamente la reflexión sobre el ethos la tarea que dio nombre a la Ética". Cfr. PALACIOS, JUAN MIGUEL, prólogo a Ordo amoris, cit., p. 12.
[56] Ibid., p. 13.
[57] SCHELER, Ordo amoris, cit., pp. 55-56. Vid. nota 45.
[58] Vid. LEWIS, C.S., La abolición del hombre, cit. Para IBÁÑEZ-MARTÍN, los medios principales que puede usar el manipulador son los siguientes: azuzar los instintos, apelar ilegítimamente a la afectividad y a las pasiones y, sobre todo, impedir, obstaculizar o falsear los procesos deliberativos, o sea, la reflexión previa al uso de la libertad. Vid. IBÁÑEZ-MARTÍN, JOSÉ A. (1974) La manipulación y el hombre contemporáneo, Revista de Estudios Políticos, nn. 195-196, mayo-agosto, pp. 209-220.
[59] Ordo amoris, pp. 56-57.
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SUMMARY: VALUE EDUCATION. A REALISTIC UTHOPY.
This article shows a philosophical clarification of the concept of value. The Max Scheler´s phenomenological Axiology is very important in order to do so. The article makes two essential corrections to the Scheler´s Axiology. These corrections are necessary if you look for the pedagogical applicability of the values.
The theoretical questions are two: the reality of the values (and their connexion with the goods and the being) and the knowledge of values. The article shows the relationship between feelings and reason, both are conditions of the possibility of "rationality of the preference".
At the end of the article, shows the problem of the pedagogical transmission of the values, and the theory of models.
KEY WORDS: Axiology, Values Education, Values Clarification, Naturalistic Fallacy, Theory of Models in Aesthetic and Moral Education.

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