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viernes, 11 de junio de 2010

La ciudad, lo urbano y el urbanismo

Tesis sobre la ciudad, lo urbano y el urbanismo.

Henri Lefebvre

Texto extraído de Le droit a la ville (Paris, Éditions Anthropos, 1968). La presente traducción de J. González-Pueyo fue publicada en 1969 por Península (El derecho a la ciudad).

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Dos grupos de cuestiones han enmascarado los problemas de la ciudad y de la sociedad urbana: dos órdenes de urgencia: las cuestiones de alojamiento y del "hábitat" (derivadas de una política de alojamientos y de técnicas arquitectónicas); las de la organización industrial y planificación global.
Éstas, las primeras por abajo y las segundas por arriba, han producido, disimulándolo a la atención, un estallido de la morfología tradicional de las ciudades, mientras la urbanización de la sociedad proseguía. De ahí, una nueva contradicción se añadía a las otras contradicciones no resueltas de la sociedad existente, agravándolas, dándoles otro sentido.

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Estos dos tipos de problemas han sido y son planteados por el crecimiento económico, por la producción industrial. La experiencia práctica demuestra que puede haber crecimiento sin desarrollo social (crecimiento cuantitativo sin desarrollo cualitativo). En estas condiciones, los cambios en la sociedad son más aparentes que reales. El fetichismo y la ideología del cambio (dicho de otro modo: la ideología de la modernidad) revisten la atrofia de las relaciones sociales esenciales. El desarrollo de la sociedad sólo puede concebirse en la vida urbana, por la realización de la sociedad urbana.

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El doble proceso de industrialización y urbanización pierde todo sentido si no se concibe a la sociedad urbana como meta y finalidad de la industrialización, si se subordina la vida urbana al crecimiento industrial. Este último permite las condiciones y los medios de la sociedad urbana. Proclamar la racionalidad industrial como necesaria y suficiente equivaldría a destruir el sentido (la orientación, el objetivo) del proceso. La industrialización produce la urbanización, en una primera fase, negativamente (estallido de la ciudad tradicional, de su morfología, de su realidad práctico-sensible). Después de esto, aparece la verdadera tarea.
La sociedad urbana comienza sobre las ruinas de la ciudad antigua y su contorno agrario. A lo largo de estos cambios, la relación entre industrialización y urbanización se transforma. La ciudad deja de ser recipiente, receptáculo pasivo de productos y de la producción. Lo que subsiste y se refuerza de la realidad urbana en su dislocación, el centro de decisión formará parte en adelante de los medios de producción y dispositivos de explotación del trabajo social por los que detentan la información, la cultura, los mismos poderes de decisión. Sólo una teoría permite utilizar los datos prácticos y realizar efectivamente la sociedad urbana.

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Para esta realización son insuficientes, aunque necesarias, la organización empresarial y la planificación global. Se realiza un salto adelante de la racionalidad. Ni el Estado ni la Empresa proporcionan los modelos de racionalidad y realidad indispensables.

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La realización de la sociedad urbana reclama una planificación orientada hacia las necesidades sociales, las de la sociedad urbana. Necesita una ciencia de la ciudad (de las relaciones y correlaciones en la vida urbana).
Estas condiciones, aunque necesarias, no bastan. Se hace igualmente indispensable una fuerza social y política capaz de poner en marcha estos medios (que sólo son medios).

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La clase obrera sufre las consecuencias del estallido de las antiguas morfologías. Es víctima de una segregación, de la estrategia de clase que este estallido permite. Ésta es la actual forma de la situación negativa del proletariado. La antigua miseria proletaria, en los grandes países industriales, se atenúa y tiende a desaparecer. Una nueva miseria se extiende, que alcanza principalmente al proletariado sin perdonar otras capas y clases sociales: la miseria del hábitat, la del habitante sometido a una cotidianidad organizada (en y por la sociedad burocrática de consumo dirigida). A los que todavía duden de la existencia como clase de la clase obrera, bastará con designar sobre el terreno la segregación y la miseria de su "habitar".

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En estas difíciles condiciones, en el seno de esta sociedad que no puede oponerse por completo a la clase obrera y que sin embargo le cierra el camino, se abren paso a unos derechos que definen la civilización (en, pero a menudo contra la "cultura"). Estos derechos mal reconocidos poco a poco se hacen costumbre antes de inscribirse en los códigos formalizados.
Cambiarían la realidad si entraran en la práctica social: derecho al trabajo, a la instrucción, a la educación, a la salud, al alojamiento, al ocio, a la vida. Entre estos derechos en formación figura el derecho a la ciudad (no a la ciudad antigua, sino a la vida urbana, a la centralidad renovada, a los lugares de encuentros y cambios, a los ritmos de vida y empleos del tiempo que permiten el uso pleno y entero de estos momentos y lugares, etc.). La proclamación y la realización de la vida urbana como reino del uso (del cambio y del encuentro desprendidos del valor de cambio) reclaman el dominio de lo económico (del valor de cambio, del mercado y la mercancía) y se inscriben por consiguiente en las perspectivas de la revolución bajo hegemonía de la clase obrera.

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Para la clase obrera, rechazada de los centros hacia las periferias, desposeída de la ciudad, expropiada así de los mejores resultados de su actividad, este derecho tiene un alcance y una significación particulares.
Para ella, representa a la vez un medio y un objetivo, un camino y un horizonte; pero esta acción virtual de la clase obrera representa también los intereses generales de la civilización y los intereses particulares de todas las capas sociales de "habitantes", para quienes la integración y la participación se hacen obsesivas sin que se consiga tornar eficaces estas obsesiones.

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La transformación revolucionaria de la sociedad tiene por terreno y palanca la producción industrial. Por ello, ha sido preciso demostrar que el centro urbano de decisión no puede ya considerarse (en la sociedad actual: el neocapitalismo o capitalismo monopolístico vinculado al Estado) exterior a los medios de producción, a su propiedad, a su gestión. Sólo la asunción de la planificación por la clase obrera y sus mandatarios políticos puede modificar profundamente la vida social y abrir una segunda era: la del socialismo en los países neocapitalistas. Hasta entonces, la transformaciones permanecerán en la superficie, en el nivel de los signos y del consumo de signos, del lenguaje y el metalenguaje (discursos en segundo grado, discursos sobre discursos precedentes). Sólo, pues, con determinadas reservas cabe hablar de revolución urbana. Sin embargo, la orientación de la producción industrial de acuerdo con las necesidades sociales no constituye un hecho secundario. La finalidad así aportada a los planes, los transforma. La reforma urbana tiene, pues, un alcance revolucionario. La reforma urbana es una reforma revolucionaria como lo es, a lo largo del siglo XX, la reforma agraria que poco a poco desaparece en el horizonte. Da lugar a una estrategia que se opone a la estrategia de clase hoy dominante.

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Sólo el proletariado puede volcar su actividad social y política en la realización de la sociedad urbana. Sólo él puede renovar el sentido de la actividad productora y creadora, destruyendo la ideología del consumo. Él tiene, pues, la capacidad de producir un nuevo humanismo, diferente del viejo humanismo liberal que termina su carrera: el del hombre urbano para y por quien la ciudad y su propia vida cotidiana en la ciudad se tornan obra, apropiación, valor de uso (y no valor de cambio) sirviéndose de todos los medios de la ciencia, el arte, la técnica, el dominio de la naturaleza material.

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Sin embargo, la diferencia entre producto y obra persiste. Al sentido de la producción de productos (del dominio científico y técnico de la naturaleza material) deberá añadirse el sentido de la obra, de la apropiación (del tiempo, del espacio, del cuerpo, del deseo) para, acto seguido, predominar.
Y ello dentro y por obra de la sociedad urbana que comienza. Pues, en efecto, la clase obrera no posee espontáneamente el sentido de la obra.
Este sentido está atrofiado. Han desaparecido casi, junto con el artesanado, los oficios, y la "calidad". ¿Dónde encontrar este precioso depósito, el sentido de la obra; dónde podrá recibirlo la clase obrera para llevarlo a un grado superior unificándolo a la inteligencia productora y a la razón prácticamente dialéctica? La filosofía y la tradición filosófica entera por un laso, así como el arte por otro (no sin una crítica radical de sus dones y dádivas) contienen el sentido de la obra.

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Esto reclama una revolución cultural permanente al lado de la revolución económica (planificación orientada hacia las necesidades sociales) y la revolución política (control democrático del aparato estatal, autogestión generalizada).
Entre estos dos niveles de la revolución total no hay incompatibilidad, como no la hay entre la estrategia urbana (reforma revolucionaria que apunta a la realización de la sociedad urbana sobre la base de una industrialización avanzada y planificada) y la estrategia que apunta a la transformación de la vida campesina tradicional por la industrialización.
Es más, en la actualidad, en la mayoría de los países, la realización de la sociedad urbana pasa por reforma agraria e industrialización. Ninguna duda cabe de que es posible un frente mundial. También es cierto que en la actualidad este frente es imposible. Esta utopía, aquí como en otras muchas ocasiones, proyecta sobre el horizonte un "posible-imposible". Por suerte o desgracia, el tiempo, el de la historia y la práctica social, difiere del tiempo de la filosofía. Aun si no produce lo irreversible, puede producir lo que será difícilmente reparable. Como escribiera Marx, la humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver. Algunos creen hoy que los hombres sólo se plantean problemas insolubles. Desmienten a la razón. Sin embargo, quizás haya problemas de fácil solución con la solución a mano, muy cerca, y que las gentes no se plantean.

París, 1967 (Centenario de El Capital).

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