Búsqueda personalizada

TRADUCTOR

sábado, 4 de diciembre de 2010

J. Hessen y la Teoría del Conocimiento 8.

2. SOLUCIONES METAFÍSICAS (continuación).

b) El idealismo.

La palabra idealismo se usa en sentidos muy diversos. Hemos de distinguir principalmente entre el idealismo en sentido metafísico e idealismo en sentido epistemológico. Llamamos idealismo metafísico a la convicción de que la realidad tiene por fondo fuerzas espirituales, potencias ideales. Aquí sólo hemos de tratar, naturalmente, del idealismo epistemológico. Éste sustenta la tesis de que no hay cosas reales, independientes de la conciencia. Ahora bien, como, suprimidas las cosas reales, sólo quedan dos clases de objetos, los de conciencia (las representaciones, los sentimientos, etc.) y los ideales (los objetos de la lógica y de la matemática), el idealismo ha de considerar necesariamente los presuntos objetos reales como objetos de conciencia o como objetos ideales. De aquí resultan las dos formas del idealismo: el subjetivo o psicológico y el objetivo o lógico. Aquél afirma el primer miembro; éste, el segundo de la alternativa anterior.

Fijemos primero la vista en el idealismo subjetivo o psicológico. Toda la realidad está encerrada, según él, en la conciencia del sujeto. Las cosas no son nada más que contenidos de la conciencia. Todo su ser consiste en ser percibidas por nosotros, en ser contenidos de nuestra conciencia. Tan pronto "como dejan de ser percibidas por nosotros, dejan también de existir. No poseen un ser independiente de nuestra conciencia. Nuestra conciencia con sus varios contenidos es lo único real. Por eso suele llamarse también esta posición consciencialismo (de conscientia = conciencia).

El representante clásico de esta posición es el filósofo inglés Berkeley. Él ha acuñado la fórmula exacta para esta posición: esse = percipi, el ser de las cosas consiste en su ser percibidas. La pluma que tengo ahora en la mano no es, según esto, otra cosa que un complejo de sensaciones visuales y táctiles. Detrás de éstas no se halla ninguna cosa que las provoque en mi conciencia, sino que el ser de la pluma se agota en su ser percibido. Berkeley, sin embargo, sólo aplicaba su principio a las cosas materiales pero no á las almas, a las cuales reconocía una existencia independiente. Lo mismo hacía respecto de Dios, a quien consideraba como la causa de la aparición de las percepciones sensibles en nosotros. De este modo creía poder explicar la independencia de las últimas respecto de nuestros deseos y voliciones. El idealismo de Berkeley tiene, pues, una base metafísica y teológica. Esta base desaparece en las nuevas y novísimas formas del idealismo subjetivo. Como tales son de citar las siguientes: el empiriocriticismo, defendido por Avenarius y Mach, cuya tesis dice: no hay más que sensaciones; la filosofía de la inmanencia, de Schuppe y de Schubert-Soldern, según la cual todo es inmanente a la conciencia. En el filósofo últimamente nombrado, el idealismo subjetivo se convierte en solipsismo, que considera la conciencia del sujeto cognoscente como lo único existente.

El idealismo objetivo o lógico es esencialmente distinto del "subjetivo o psicológico. Mientras éste parte de la conciencia del sujeto individual, aquél toma por punto de partida la conciencia objetiva de la ciencia, tal como se expresa en las obras científicas. El contenido de esta conciencia no es un complejo de procesos psicológicos, sino una suma de pensamientos, de juicios. Con otras palabras, no es nada psicológicamente real, sino lógicamente ideal, es un sistema de juicios. Si se intenta explicar la realidad ser esta conciencia ideal, por esta "conciencia en general", esto no significa hacer de las cosas datos psicológicos, contenidos dé conciencia, sino reducirlas a algo ideal, a elementos lógicos.

Él idealista lógico no reduce el ser de las cosas a su ser percibidas, como el idealista subjetivo, sino que distingue lo dado en la percepción de la percepción misma, Pero en lo dado en la percepción tampoco ve una referencia a un objeto real, como hace el realismo crítico, sino que lo considera más bien como una incógnita, esto es, considera como el problema del conocimiento definir lógicamente lo dado en la percepción y convertirlo de este modo en objeto del conocimiento. En oposición al realismo, según el cual los objetos del conocimiento existen independientemente del pensamiento, el idealismo lógico considera los objetos como engendrados por el pensamiento. Mientras, pues, el idealismo subjetivo ve en el objeto del conocimiento algo psicológico, un contenido de conciencia, y el realismo lo considera como algo real, como un contenido parcial del mundo exterior, el idealismo lógico lo tiene por algo lógico, por un producto del pensamiento.

Intentemos aclarar la diferencia entre estas concepciones con un ejemplo. Cogemos un trozo de yeso. Para el realista existe el yeso fuera e independientemente de nuestra conciencia. Para el idealista subjetivo el yeso existe sólo en nuestra conciencia. Su ser entero consiste en que lo percibimos. Para el idealista lógico el yeso no existe ni en nosotros ni fuera de nosotros; no existe pura y simplemente, sino que necesita ser engendrado. Pero esto tiene lugar por obra de nuestro pensamiento. Formando el concepto de yeso, engendra nuestro pensamiento el objeto yeso. Para el idealista lógico el yeso no es, por tanto, ni una cosa real, ni un contenido de conciencia, sino un concepto. El ser del yeso no es, según él, ni un ser real ni un ser consciente, sino un ser lógico-ideal.

El idealismo lógico es llamado panlogismo, puesto que reduce la realidad entera a algo lógico. Hoy es defendido por el neokantismo, especialmente por la escuela de Marburgo. En el fundador de esta escuela, Hermann Cohén, leemos esta frase, que encierra la tesis fundamental de toda esta teoría del conocimiento: "El ser no descansa en sí mismo: el pensamiento es quien lo hace surgir". El neokantianismo pretende encontrar esta concepción en Kant. Pero como veremos aún más concretamente, no puede hablarse en serio de ello. Es más bien un sucesor de Kant, Fichíe, el que ha dado el paso decisivo para la aparición del idealismo lógico, elevando el yo cognoscente a la dignidad del yo absoluto y tratando de derivar de éste la realidad entera. Pero lo mismo en él que en Schelling lo lógico no está todavía puramente destilado, sino confundido con lo psicológico y lo metafísico. Sólo Hegel definió el principio de la realidad como una Idea lógica, haciendo, por tanto, del ser de las cosas un ser puramente lógico y llegando así a un panlogismo consecuente. Este panlogismo implica aún, sin embargo, un elemento dinámico-irracional, que se nos presenta en el método dialéctico. En esto se distingue el panlogismo hegeliano del neokantiano, que ha extirpado este elemento y estatuido así un puro panlogismo.

El idealismo se presenta, según esto, en dos formas principales: como idealismo subjetivo o psicológico y como idealismo objetivo o lógico. Entre ambas existe, como hemos visto, una diferencia esencial. Pero estas diversidades se mueven dentro de una común concepción fundamental. Ésta es justamente la tesis idealista de que el objeto del conocimiento no es nada real, sino algo ideal. Ahora bien, el idealismo no se contenta con sentar esta tesis, sino que trata de demostrarla. Para ello argumenta de la siguiente manera: la idea de un objeto independiente de la conciencia es contradictoria, pues en el momento en que pensamos un objeto hacemos de él un contenido de nuestra conciencia; si afirmamos simultáneamente que el objeto existe fuera de nuestra conciencia, nos contradecimos, por ende, a nosotros mismos; luego no hay objetos reales extraconscientes, sino que toda realidad se halla encerrada en la conciencia.

Este argumento, que es el verdadero argumento capital del idealismo, se encuentra ya en Berkeley. Dice éste: "Lo que yo subrayo es que las palabras: "existencia absoluta de las cosas sin el pensamiento", no tienen sentido o son contradictorias". De un modo enteramente análogo se lee en Schuppe: "Un ser dotado de la propiedad de no ser (o de no ser todavía) contenido de conciencia es una contradictio in se, una idea inconcebible".

Con este argumento de la inmanencia, como se le llama, trata el idealismo de probar que la tesis del realismo es lógicamente absurda y que su propia tesis es en rigor lógico necesaria. Pero ya esta arrogante salida del idealismo debe hacer desconfiado al filósofo crítico. Y, en efecto, el argumento del idealismo no es consistente. Sin duda podemos decir en cierto sentido que hacemos del objeto que pensamos un contenido de nuestra conciencia. Pero esto no significa que el objeto sea idéntico al contenido de la conciencia, sino tan sólo que el contenido de conciencia, ya sea una representación o un concepto, me hace presente el objeto, mientras este mismo sigue siendo independiente de la conciencia. Cuando afirmamos, pues, que hay objetos independientes de la conciencia, esta independencia respecto de la conciencia es considerada como una nota del objeto, mientras que la inmanencia a la conciencia se refiere al contenido del pensamiento, que es, en efecto, un elemento de nuestra conciencia. La idea de un objeto independiente del pensamiento no encierra, pues, ninguna contradicción, porque el pensamiento, el ser pensado, se refiere al contenido, mientras la independencia respecto del pensamiento, el no ser pensado, al objeto. El intento hecho por el idealismo para demostrar que la posición contraria es imposible, debe considerarse, según esto, como frustrado.

c) El fenomenalismo En la cuestión del origen del conocimiento se hallan frente a frente con toda rudeza el racionalismo y el empirismo; en la cuestión de la esencia del conocimiento, el realismo y el idealismo. Pero tanto en este como en aquel problema se han hecho intentos para reconciliar a los dos adversarios. El más importante de estos intentos de conciliación tiene de nuevo a Kant por autor. Kant ha tratado de mediar entre el realismo y el idealismo, al igual que entre el racionalismo y el empirismo. Su filosofía se nos presentó desde el punto de vista de esta antítesis como un apriorismo o trascendentalismo; en la perspectiva de aquélla se manifiesta como un fenomenalismo.

El fenomenalismo (de fenómeno, apariencia) es la teoría según la cual no conocemos las cosas como son en sí, sino como nos aparecen. Para el fenomenalismo hay cosas reales, pero no podemos conocer su esencia. Sólo podemos saber "que" las cosas son, pero no "lo que" son. El fenomenalismo coincide con el realismo en admitir cosas reales; pero coincide con el idealismo en limitar el conocimiento a la conciencia, al mundo de la apariencia, de lo cual resulta inmediatamente la incognoscibilidad de las cosas en sí.

Para aclarar esta teoría del conocimiento, lo mejor es que partamos de una comparación entre el fenomenalismo y el realismo crítico. También éste enseña, según hemos visto, que las cesas no están constituidas como las percibimos. Las cualidades secundarias, como los colores, los olores, el sabor, etc., no convienen a las cosas mismas según la doctrina del realismo crítico, sino que surgen sólo en nuestra conciencia. Pero el fenomenalismo va todavía más lejos. Niega también a las cosas las cualidades primarias, como la forma, la extensión, el movimiento y, por ende, todas las propiedades espaciales y temporales y las desplaza a la conciencia. El espacio y el tiempo son únicamente, según Kant, formas de nuestra intuición, funciones de nuestra sensibilidad, que disponen las sensaciones en una yuxtaposición y una sucesión, o las ordenan en el espacio y en el tiempo, de un modo inconsciente e involuntario. Pero el fenomenalismo no se detiene en esto. También las propiedades conceptuales de las cosas, y no meramente las intuitivas, proceden, según él, de la conciencia.

Cuando concebimos el mundo como compuesto de cosas que están dotadas de propiedades, o sea, cuando aplicamos a los fenómenos el concepto de sustancia; o cuando consideramos ciertos procesos como producidos por una causa, esto es, cuando empleamos el concepto de causalidad; o cuando hablamos de la realidad, la posibilidad, la necesidad, todo esto se funda, en opinión del fenomenalismo, en ciertas formas y funciones a priori del entendimiento, las cuales, excitadas por las sensaciones, entran en acción independientemente de nuestra voluntad. Los conceptos supremos o las categorías, que aplicamos a los fenómenos, no representan, por consiguiente, propiedades objetivas de las cosas, sino que son formas lógicas subjetivas de nuestro entendimiento, el cual ordena con su ayuda los fenómenos y hace surgir de este modo ese mundo objetivo que en opinión del hombre ingenuo existe sin nuestra cooperación y con anterioridad a todo conocimiento. Según esto, en sentir del fenomenalismo nos las habernos siempre con el mundo fenoménico, esto es, con el mundo tal como se nos aparece por razón de la organización a priori de la conciencia, nunca con la cosa en sí. El mundo en que vivimos es, dicho con otras palabras, un mundo formado por nuestra conciencia. Nunca podemos conocer cómo está constituido el mundo en sí, esto es, prescindiendo de nuestra conciencia y de sus formas a priori. Pues tan pronto como tratamos de conocer las cósase las introducimos, por decirlo así, en las formas de la conciencia. Ya no tenemos, pues, ante nosotros, la cosa en sí, sino la cosa corno se nos aparece, o sea, el fenómeno. Ésta es en breves trazos la teoría del fenomenalismo, en la forma en que ha sido desarrollada por Kant. Su contenido esencial puede resumirse en tres proposiciones: 1) La cosa en sí es incognoscible. 2) Nuestro conocimiento permanece limitado al mundo fenoménico. 3) Éste surge en nuestra conciencia porque ordenamos y elaboramos el material sensible con arreglo a las formas a priori de la intuición y del entendimiento.

c) Crítica y posición propia.

Estamos ahora en situación de hacer la crítica del realismo y del idealismo y de tomar posición en la disputa entre ambos. Como hemos visto anteriormente, el idealismo no logra demostrar que la posición realista sea contradictoria y, por ende, imposible. Mas por otra parte tampoco el realismo consigue abatir definitivamente a su adversario. Las razones que podía hacer valer no eran, como se vio, lógicamente convincentes, sino tan sólo probables. Parece, pues, que no pueda terminarse la disputa entre el realismo y el idealismo. Esto es lo que ocurre en efecto mientras sólo se emplea un método racional. Ni el realismo ni el idealismo pueden probarse o refutarse por medios puramente racionales. Una decisión sólo parece ser posible por vía irracional. El idealismo volitivo es quien nos ha enseñado este camino. Frente al idealismo, que quisiera hacer del hombre un puro ser intelectual, el realismo volitivo llama la atención sobre el lado volitivo del hombre y subraya que el hombre es en primer término un ser de voluntad y de acción. Cuando el hombre tropieza en su querer y desear con resistencias, vive en éstas de un modo inmediato la realidad. Nuestra convicción de la realidad del mundo exterior no descansa, pues, en un razonamiento lógico, sino en una vivencia inmediata, en una experiencia de la voluntad. Con esto queda superado de hecho el idealismo.

Pero el idealismo fracasa también en el problema de la existencia de nuestro yo, de la cual estamos ciertos por una autointuición inmediata. Ya San Agustín hizo referencia a este punto. Desarrollando sus ideas, formuló posteriormente Descartes su célebre cogito ergo sum. En nuestro pensamiento, en nuestros actos mentales —ésta es su idea—, nos vivimos como una realidad, estamos ciertos de nuestra existencia. Como paralelo al principio cartesiano ha formulado más tarde Maine de Biran el principio voló ergo sum. Ambos principios tratan de expresar, sin embargo, la misma idea fundamental: que poseemos una certeza inmediata de la existencia de nuestro propio yo. Pero el uno parte de los procesos del pensamiento y el otro de los procesos de la voluntad. Todo idealismo fracasa necesariamente contra esta autocertidumbre inmediata del yo.

Con esto queda resuelta la cuestión de la existencia de los objetos reales. Pero, ¿qué pensar de la cognoscibilidad de estos objetos? ¿Podemos conocer la esencia de las cosas o —dicho en el lenguaje de Kant— la cosa en sí? ¿Podemos afirmar algo sobre las propiedades objetivas de los objetos o hemos de contentarnos con poder conocer la existencia, pero no la esencia de las cosas en el sentido del fenomenalismo? La respuesta a esta importante cuestión depende ante todo de la concepción que se tenga de la esencia del conocimiento humano. La concepción aristotélica y la concepción kantiana son las más opuestas en este punto. Según aquélla, los objetos del conocimiento están ya listos, tienen una esencia determinada y son reproducidos por la conciencia cognoscente. Según ésta, no hay objetos del conocimiento hechos, sino que los objetos del conocimiento son producidos por nuestra conciencia. En aquélla, la conciencia cognoscente refleja el orden objetivo de las cosas; en ésta, crea ella misma este orden. En aquélla, el conocimiento es considerado como una función receptiva y pasiva; en ésta, como una función activa y productiva.

¿Cuál de las dos concepciones es la justa? Consideremos primero la aristotélica. Está con toda evidencia en la conexión más estrecha con la estructura del espíritu griego. Con razón habla Windelband en su Platón de una "peculiar limitación de todo el pensamiento antiguo, que no concibió la representación de una energía creadora de la conciencia, sino que querría pensar todo conocimiento exclusivamente como una reproducción de lo recibido y descubierto". Esta peculiaridad debe achacarse al sentido estético-plástico de los griegos. Este sentido ve en todas partes la forma y la figura. El universo se le presenta como un todo armónico, como un cosmos. Esta actitud estética ante el universo influye también en la concepción del conocimiento humano. Éste es concebido como la contemplación de una forma objetiva, como el reflejo del cosmos exterior. La teoría aristotélica del conocimiento se halla determinada en último término por la peculiar estructura espiritual del mundo griego.

Debemos señalar aún otro punto. Cuando el conocimiento es concebido como una reproducción del objeto, representa una duplicación de la realidad. Ésta existe en cierto modo dos veces: primero objetivamente, fuera de la conciencia; luego subjetivamente, en la conciencia cognoscente. No se ve bien, empero, qué sentido tendría semejante repetición y duplicación. En todo caso una teoría del conocimiento, que no implique semejante duplicación, representa una explicación más sencilla y, por ende, más probable del fenómeno del conocimiento.

Otra deficiencia de la teoría aristotélica del conocimiento reside, por último, en que descansa en una hipótesis metafísica no demostrada. Esta hipótesis consiste en suponer que la realidad posee una estructura racional. La teoría aristotélica del conocimiento, que trabaja con esta hipótesis no demostrada, está de antemano en desventaja frente a otras teorías del conocimiento, que tratan de valerse de una hipótesis semejante. Vemos también que Kant considera como ventaja fundamental de su teoría del conocimiento sobre la racionalista, justamente el hecho de que la suya no parte como ésta de una opinión preconcebida sobre la estructura metafísica de la realidad, sino que se abstiene de toda hipótesis metafísica.

Mas, por otra parte, hemos de hacer una objeción importante a la teoría kantiana del conocimiento. Las sensaciones representan, según Kant, un puro caos. No ofrecen ningún orden; todo orden procede de la conciencia. Pensar no significa para Kant otra cosa que ordenar. Pero esta posición es imposible. Si el material de las sensaciones carece de toda determinación, ¿cómo empleamos, ya la categoría de sustancia, ya la de causalidad, ya otra cualquiera, para ordenar dicho material. En lo dado debe existir un fundamento objetivo que condicione el empleo de una categoría determinada. Luego lo dado no puede carecer de toda determinación. Pero si presenta ciertas determinaciones, hay en él una indicación sobre las propiedades objetivas de los objetos. Sin duda éstas no necesitan responder completamente a nuestras formas mentales —lo cual pasan por alto muchas veces el realismo y el objetivismo—; pero el principio de la incognoscibilidad de las cosas siempre queda quebrantado.

Con lo dicho hemos indicado, al menos, la dirección en que debe buscarse, a nuestro entender, la solución del problema de que estamos hablando. No nos parece posible hacer más. Se trata, en efecto, de un problema que se halla en los límites del poder del conocimiento humano, como revelan las soluciones antagónicas, en las cuales hay por ambas partes pensadores profundos. Se trata, por tanto, de un problema que escapa a una solución sencilla y absolutamente segura por parte de nuestro limitado pensamiento. Esta posición puede justificarse de un modo todavía más profundo. Como seres de voluntad y acción estamos sujetos a la antítesis del yo y el no yo, del sujeto y el objeto; por eso no nos es posible superar teóricamente este dualismo, o sea, resolver de un modo definitivo el problema del sujeto y el objeto. Debemos resignarnos y considerar como la última palabra de la sabiduría la frase de Lotze, cuando habla de un abrirse la realidad, como una flor, en nuestro espíritu".

1 Cf. a lo siguiente August Messer: Introducción a la teoría del conocimiento, 56-57.

No hay comentarios:

Publicar un comentario