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domingo, 3 de mayo de 2009

LA LETRA CON LA SANGRE ENTRA


¡AL RINCÓN! ¡QUITA CALZÓN!
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de Ricardo Palma

Al monseñor Manuel Tovar

El liberal obispo de Arequipa, Chavez de la Rosa, a quien debe esa ciudad, entre otros beneficios, la fundación de la casa de expósitos, tomó gran empeño en el progreso del seminario, dándole un vasto y bien meditado plan de estudios, que aprobó el rey, prohibiendo sólo que se enseñasen Derecho natural y de gentes.

Rara era la semana, por los años de 1796, en que su señoría ilustrísima no hiciese por lo menos una visita al colegio, cuidando de que los catedráticos cumpliesen con su deber, de la moralidad de los escolares y de los arreglos económicos.

Una mañana encontróse con que el maestro de latinidad no se había presentado en su aula, y por consiguiente los muchachos, en plena holganza, andaban haciendo de las suyas.

El señor obispo se propuso remediar la falta, reemplazando por ese día al profesor titular.

Los alumnos habían descuidado por completo aprender la lección. Nebrija y el Epítome habían sido olvidados.

Empezó el nuevo catedrático por declinar a uno musa, musoe. El muchacho se equivocó en el acusativo del plural, y el señor Chaves le dijo:

—¡Al rincón! ¡quita calzón!

Y ya había más de una docena arrinconados, cuando le llegó su turno al más chiquitín y travieso de la clase, uno de esos tipos que llamamos revejidos, porque a los sumos representaba tener ocho años, cuando en realidad doblaba el número.

—Quid est oratio?— le interrogó el obispo.

El niño o conato de hombre alzó los ojos al techo ( acción que involuntariamente practicamos para recordar algo, como si las vigas del techo fueran un tónico para la memoria) y dejó pasar cinco segundos sin responder. El obispo atribuyó el silencio a ignorancia, y lanzó el inapelable fallo:

—¡Al rincón! ¡quita calzón!

El chicuelo obedeció, pero rezongando entre dientes algo que hubo de incomodar a su ilustrísima.

—Ven acá, trastuelo, ahora me vas a decir qué es lo que murmuras.

—Yo, nada, señor... nada —y seguía el muchacho gimoteando y pronunciando a la vez palabras entrecortadas.

Tomó a capricho el obispo saber lo que el escolar murmuraba, y tanto le hurgó que, al fin, le dijo el niño:

—Lo que hablo entre dientes es que, si su señoría ilustrísima me permitiera, yo también le haría una preguntita, y había de verse moro para contestármela de corrido.

Picole la curiosidad al buen obispo, y, sonriéndose ligeramente, respondió:

—A ver, hijo, pregunta.

—Pues con venia de su señoría, y si no es atrevimiento, yo quisiera que me dijese cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.

El señor Chaves, sin darse de la acción, levantó los ojos.

—¡Ah! —murmuró el niño, pero no tan bajo que no le oyese el obispo—. También él mira al techo.

La verdad es que a su señoría ilustrísima no se le había ocurrido hasta ese instante averiguar cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.

Encantolo, y esto era natural, la agudeza de aquel arrapiezo, que desde ese día le cortó, como se dice, el ombligo.

Por supuesto que hubo amnistía general para los arrinconados.

El obispo se constituyó en padre y protector del niño, que era de una familia pobrísima de bienes, si bien rica en virtudes, y le confirió una de las becas del seminario.

Cuando el señor Chaves de la Rosa, no queriendo transigir con abusos y fastidiado de luchar sin fruto con su cabildo y hasta con las monjas, renunció en 1804 al obispado, llevó entre los familiares que le acompañaron a España al cleriguito del Dominus vobiscum, como cariñosamente llamaba a su protegido.

Andando los tiempos, , aquel niño fue uno de los prohombres de la independencia, uno de los más prestigiosos oradores en nuestras asambleas, escritor galano y robusto, habilísimo político, y orgullo del clero peruano.

¿Su nombre?

¡Qué! ¿No le han adivinado ustedes?

En la bóveda de la catedral hay una tumba que guarda los restos del que fue Francisco Javier de Luna-Pizarro, vigésimo arzobispo de Lima, nacido en Arequipa en Diciembre de 1780 y muerto en Febrero de 1855.

*Esta tradición, forma parte del libro "Tradiciones Peruanas" publicado en 1872




A COCACHOS APRENDÍ

de Nicomedes Santa Cruz

A cocachos aprendí
mi labor de colegial
en el Colegio Fiscal
del barrio donde nací.

Tener primaria completa
era raro en mi niñez
(nos sentábamos de a tres
en una sola carpeta).
Yo creo que la palmeta
la inventaron para mí,
de la vez que una rompí
me apodaron "mano´e fierro",
y por ser tan mataperro
a cocachos aprendí.

Juguetón de nacimiento,
por dedicarme al recreo
sacaba Diez en Aseo
y Once en Aprovechamiento.
De la Conducta ni cuento
pues, para colmo de mal
era mi voz general
"¡chócala pa la salida!"
dejando a veces perdida
mi labor de colegial.

¡Campeón en lingo y bolero!
¡Rey del trompo con huaraca!
¡Mago haciéndome "la vaca"
y en bolitas, el primero...!
En Aritmética, Cero.
En Geografía, igual.
Doce en examen oral,
Trece en examen escrito.
Si no me "soplan" repito
en el Colegio Fiscal.

Con esa nota mezquina
terminé mi Quinto al tranco,
tiré el guardapolvo blanco
(de costalitos de harina).
Y hoy, parado en una esquina
lloro el tiempo que perdí:
los otros niños de allí
alcanzaron nombre egregio.
Yo no aproveché el Colegio
del barrio donde nací...

Cocacho es un término que se utiliza en Perú para describir un golpe seco en la cabeza con el puño cerrado.

La palmeta era un instrumento que se usaba en las escuelas para castigar a los alumnos con golpes en la palma de la mano.

La palabra Mataperro describe a una persona que no hace nada por la vida, no estudia ni trabaja.

En las escuelas del Perú, la calificación máxima es 20.

"¡Chócala pa la salida!" es la manera cómo los escolares se citan para pelear después de clases.

Lingo, bolero, el trompo con huaraca y las bolitas eran juegos muy populares entre los escolares de antaño.

"Hacerse la vaca" significa no asistir a clases sólo por el gusto de no asistir.

"Soplar" significa pasar una respuesta a escondidas.



LA LETRA CON LA SANGRE ENTRA

La letra con sangre entra". La literatura popular está plagada de referencias a severos castigos físicos y emocionales que buscaban, en tiempos pasados, lograr un mejor rendimiento escolar. Las escuelas nacionales fueron siempre el fiel reflejo de algunas costumbres heredadas y la literatura peruana no fue ajena a este fenómeno. La tradición de Ricardo Palma "¡Al rincón, quita calzón!" y la décima de Nicomedes Santa Cruz "A cocachos aprendí" son claros referentes.

Lo paradójico es que fueron los curas, y no los militares,

los que tradidonalmente introdujeron este tipo de castigos no exentos de crueldad. Por suerte, estas represalias a las travesuras infantiles y adolescentes han sido erradicadas de la mayoría de escuelas de todo el mundo, induyendo las peruanas.

Dolor escolar

Si usted tiene más de 40 años, probablemente comparta con el escritor Jorge Eslava algún recuerdo sobre las modalidades de castigos físicos: "Cuántas veces de niño sufrí la mirada burlona del sacerdote, acompañada del desconderto de mis compañeros, durante largos minutos en que permanecí con los brazos extendidos aguantando el peso de unos libracos y arrodillado sobre chapitas de gaseosas".

La palmeta, una vara cilindrica de madera que servía para golpear las manos de los indisciplinados, es probablemente el más conocido de los castigos escolares. Como cuenta César Saldarriaga, asesor nacional de calidad educativa de Plan Internacional, "cuanto más grave era la falta, más palmetazos se aplicaban. Con el tiempo, este instrumento fue reemplazado por una más accesible regla de madera".

Los jalones de patillas, los 'lapos' (un lapo es un golpe en la cabeza con la mano abierta) y, en algunos casos, los correazos (golpes con un cinturón) y el uso de sanmartines (el sanmartín era una especie de cinturón de cuero que terminaba en varias puntas con nudos) fueron otros de los métodos de castigos corporales impuestos en el pasado.

Efecto inverso

Por suerte, los avances en la pedagogía y la psicología aplicada a la escuela han demostrado que este tipo de sanciones no hace más que empeorar la situación. Como explica el doctor Jorge Castro Morales, director de la Asociación Psiquiátrica del Perú, "el efecto de los castigos físicos y emocionales en los alumnos produce un efecto psicológico contrario. Los niños y jóvenes se rebelan ante lo que consideran un castigo injusto y desproporcionado, y simplemente empiezan a empeorar su conducta y, en el mejor de los casos, deciden dejarse desaprobar voluntariamente en una especie de venganza contra el sistema que los intenta someter".

Castigos y más

Algunos profesores infligían distintos grados de dolor utilizando la palmeta. Por faltas leves se recibían en la palma de la mano, las mas graves merecían palmetazos en los dedos juntos hacia arriba y en las yemas de ios dedos.

El jalón de patillas tenía grados se severidad distintos que estaban directamente relacionados con la cercanía a la base del pelo.

Otra forma de castigo físico comúnmente aplicada era la exposición de la persona por tiempo prolongado a la intemperie. Obligar a un alumno a mantenerse de píe bajo el frío o el sol inclemente durante horas es, sin duda, un castigo cruel.

Los castigos psicológicos y emocionales son tan reprobables como los físicos. Que un profesor se burle, insulte o humille a un alumno destroza su autoestima.

Es necesario cultivar la cultura del premio y de la estimulación. No se debe sólo sancionar las malas notas o los malos comportamientos, sino premiar los avances de los alumnos cuando se esfuerzan y mejoran su rendimiento. La idea de no reconocer el logro al asumir que es obligación de un alumno sacar buenas notas y portarse bien no tiene los mejores resultados.

Muchos de los asesinatos masivos en escuelas de todo el mundo fueron perpetrados por alumnos que habían sido castigados constantemente.

Peligrosos extremos

El polo opuesto a los castigos es la permisividad absoluta, que se puso de moda en la década de los 60 en Estados Unidos por la publicación del libro "Baby and Child Care", del conocido pediatra Benjamín Spock. En este libro, el doctor Spock advertía que los castigos eran un peligro real en el desarrollo de los niños, pues los incentivaban a desarrollar deseos fanáticos y los podían convertir en delincuentes juveniles. La conclusión del libro fue que lo mejor era dejarlos actuar con la libertad que sus propias conciencias les dictasen. Años más tarde, el doctor Spock se vio obligado a salir en televisión estadounidense a pedir disculpas y reconocer que se había equivocado. El hecho que propició este mea culpa fue la comprobación de la falta de disciplina de las tropas estadounidenses durante la guerra de Vietnam, donde hubo insubordinaciones e incluso asesinatos de oficiales por parte de soldados poco acostumbrados a recibir órdenes. Spock fue, incluso, acusado por el propio Spiro Agnew, vicepresidente de Richard Nixon, de haber echado a perder toda una generación de jóvenes con sus ideas permisivas, su blandura y su falta de respeto por las instituciones.

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