"Han aceitado la propia conciencia para pasar de la tradición
a la tradición de los vencedores"
Ni "progresista escéptico" ni "funcionario del sentido común", como suele ironizar acerca de los intelectuales a la moda, a Ricardo Piglia hay que buscarlo, más bien, en ciertos fervores de la década del sesenta, una marca de origen en su literatura. Respiración artificial, novela de claves, de entrecruzamientos y de códigos que cifraban y descifraban un tiempo y un lugar (fue publicada en 1980), lo reveló como uno de los escritores más lúcidos de su generación. "La historia es el único lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de despertar", dice uno de los personajes, invirtiendo la frase que Joyce pone en boca de Stephen Dedalus en el Ulises: "La historia es una pesadilla de la que trato de despertar". Quienes leyeron Respiración artificial en esos años de dictadura pudieron desentrañar claramente el mensaje, aunque no hubieran leído a Joyce: la pesadilla no era otra que la que se había instalado en la Argentina desde el golpe militar de marzo del '76.
A partir de ese texto (aunque La invasión y Nombre falso, sus narraciones previas, ya eran, desde la metáfora y la alusión, llaves o puentes de acceso a un territorio siempre oblicuo, a una realidad siempre brutal), el nombre de Piglia circula como una contraseña en ciertos ámbitos de la cultura o, mejor, de la iniciación. Quizá no sea ajeno a este prestigio el haberse mantenido siempre al margen de los espacios por donde discurre —y se escurre— el discurso del poder.
Hay como un silencio alrededor de su vida. Se sabe, apenas, lo que ha querido contar. Y no es mucho. Lo otro está, seguramente, en ese diario privado que empezó a tramar en la adolescencia y que aún sigue escribiendo. Allí anota, día tras día, lo que le pasa, lo que pasa. Su historia como si fuera la de otro. "La memoria sirve para olvidar", deslizó alguna vez. "Y un diario es una máquina de dejar huellas".
¿Cómo funciona un escritor?, se preguntaba en la época en que los libros eran todavía un enigma, cuyo mecanismo interior había que descubrir. Terminó conjeturando, con razón, que haría falta un desvío, un desplazamiento, "un andar por calles laterales". Por eso, dice, eligió estudiar Historia y no Letras, aunque ya había escrito dos o tres cuentos, devoraba los relatos de Faulkner y escribía ese diario íntimo que le leía a todo el mundo.
La Historia, dice, le permitió mantener "esa relación de distancia y de cercanía" con la literatura que andaba buscando, que lo andaba buscando. Como novelista, Piglia brega con las tramas secretas de la Historia, con sus murmullos, con lo que está detrás de los partes de victoria, de los datos públicos, con lo que ocultan los movimientos manifiestos de los hombres.
Arlt, Kafka, Macedonio Fernández: ahí está el cruce de esas novelas que trabajan la esperanza desde la negación. Una impronta que reconoce no sólo la literatura de Piglia, sino además su forma de conectarse con el mundo, desde lejos, con espacio en el medio. "Hayque estar, en un lugar excéntrico, opuesto al orden establecido, fuera de todo", se le ha escuchado decir. Y desde allí, construir la historia de un mundo perdido. Y, como Macedonio, "pedir lo imposible".
En un congreso sobre "Cultura y democracia en la Argentina", reflexionó: "Si la política es el arte de lo posible, el arte del punto final, entonces la literatura es su antítesis. Nada de pactos, ni transacciones. La única verdad no es la realidad". Hubo quien interpretó esas palabras —dichas en abril de 1987— como una respuesta a los cantos de sirena que, desde la realpolitik, ya habían logrado seducir a un vasto sector de la intelligentsia nacional. De esos anversos y reversos del mundo de la cultura, de sus cálculos y retrocesos frente al discurso oficial, se ocupa este reportaje que apunta a desnudar la relación entre los intelectuales y el poder. Un tema del que Piglia puede hablar con la libertad que otorga la prescindencia.
—En la Argentina, la literatura se ha: vinculado constantemente con el tema del poder, aunque, casi siempre, desde la oposición, desde el enfrentamiento. ¿Por qué a los intelectuales les preocupa tanto la problemática del poder?
—Los elementos "positivos" del poder son los que están ahora en primer plano. Yo creo que ése es el cambio. ¿Cómo institucionalizarse, cómo "entrar", cómo dialogar con el Estado? Esa es la versión cultural de la problemática que los medios definen hoy como "vivir en democracia". Por supuesto que siempre han existido escritores aliados al poder.
—O que lo han ejercido directamente.
—Claro. Cuando Sarmiento llega a presidente de la República, se produce un hecho único. Como si Arlt hubiera llegado a la presidencia. El mejor escritor argentino ocupa el poder político. Y pasa algo increíble. ¡Su discurso inaugural se lo escribe Avellaneda! Yo creo que ahí está bien clara la relación entre el intelectual y el poder: Sarmiento se encierra y escribe un discurso para inaugurar su gobierno, pero sus ministros se lo rechazan. El poder tiene un discurso propio, al cual tiene que someterse, incluso, un tipo como Sarmiento. Siempre he querido escribir un relato que reconstruya aquel discurso rechazado.
—¿Se perdió?
—Se perdió. Me parece una metáfora perfecta de las relaciones del escritor con el Estado. Había que adaptarlo a las necesidades de la política práctica y antes que nada había que ajustarle su relación con el lenguaje. Las cosas no han cambiado desde entonces, más bien se han agravado. Para ser integrado, un intelectual debe demostrar que se sabe adaptar a la lógica de lo posible.
—Respecto de los vínculos con el poder, ¿quién representa, en la tradición literaria argentina, la antítesis de Sarmiento?.
—Yo creo que Macedonio Fernández, que vivía aislado en esas piecitas de pensión, totalmente desligado de cualquier vínculo con el poder, puede servir como punto de referencia de lo que es un contramodelo. Su escritura mantiene relaciones cifradas con las maquinaciones del poder. Por eso, en el Museo de la novela de la Eterna el narrador es el presidente. De ese modo, Macedonio construyó una teoría del Estado que es más interesante que las que se suelen manejar hoy. Ese hombre que parecía tan lejano a lo que constituía la trama misma del poder, y que había elegido esa distancia, era sin embargo el que mejor estaba descifrando esa relación. Marginado y solo, Macedonio era quien daba más cuenta del verdadero lugar del intelectual. Sus textos abren una manera distinta de ver las relaciones entre política y literatura. Frente a la lengua vigilante de la realpolitik se alza la voz argentina de Macedonio Fernández.
—Según David Viñas, la propuesta de muchos intelectuales en este momento es: "Hay que aceitarlo todo, hay que tranquilizar conciencias". ¿Coincide usted?
—A menudo, lo fundamental reside en aceitar la propia conciencia. Pasar de la tradición de los vencidos a la tradición de los vencedores. Adaptarse al retro neoconservador, a la elegancia cínica, a la defensa del orden, a la muerte de las vanguardias. En la Argentina, eso produce un híbrido muy divertido: el progresista escéptico. Mantiene la forma del pensamiento progresista a lo Juan B. Justo, pero le añade una especie de esteticismo laborioso. De modo que tiene razón Viñas, hay que tranquilizarse la conciencia para estar a la moda de esta temporada.
—¿Y cuál sería el riesgo básico?
—El exceso de realismo, la falsa politización. La política se ha convertido en la práctica que decide lo que una sociedad no puede hacer. Los políticos son los nuevos filósofos: dictaminan qué debe entenderse por real, qué es lo posible, cuáles son los límites de la verdad. Todo se ha politizado en ese sentido. También, la cultura. La política inmediata define el campo de reflexión. Parece que los intelectuales tienen que pensar los problemas que les interesan a los políticos.
—¿Esa es la forma en que se plantea hoy la relación entre los intelectuales y el poder? —Pensar en el lugar de los políticos. Esa es la tendencia hegemónica. Los intelectuales hablan como si fueran ministros. Se habla de la realidad con el cuidado y el cálculo y el tipo de compromiso y el estilo involuntariamente paródico que usan los que ejercen directamente el poder. Esa es la ilusión.
—Una nueva idea de la responsabilidad de los intelectuales...
—Una responsabilidad desplazada. Por ejemplo, ya en los comienzos de este debate sobre los militares, que tiene varios años, era muy común que ciertos intelectuales dijeran que no era posible enfrentar el ejército, porque cómo se podía llevar adelante una política de justicia sin un poder real. Pero ése es un problema del Ministro del Interior. Él es quien tiene que negociar y someterse a la división entre lo posible y lo verdadero. ¿Por qué voy a tener que pensar yo con las categorías del Ministro del Interior?
—¿Se ha empobrecido hoy el debate en relación a las ideas que circulaban en los años sesenta?
—Yo diría que la nueva marca en el discurso intelectual es una suerte de conformismo general y de sometimiento al peso de lo real. En lo que se llama "los sesenta", había un espacio de reflexión diferente que, por no estar conectado a la política inmediata, a las internas de los partidos y a los cambios de ministros, permitía poner en el centro del debate temas que hoy han sido clausurados, como el de las transformaciones y la revolución. Como esa problemática ha sido borrada de la discusión, entonces aparece el cinismo; aparece el escepticismo y la gente se quiere ir del país porque no hay posibilidad de que las cosas cambien. Creo que hay una especie de redefinición del vínculo de gran parte de los intelectuales con el Estado. Ahora el realismo político funciona como marco de un debate que gira en torno de la oposición "democracia o golpe", como si el tema no hubiera sido ya suficientemente saldado. Ese es para mí el empobrecimiento.
—¿El llamado posmodernismo sería el contexto actual de esa parálisis cultural?
—Bueno, se ha convertido en una etiqueta que no quiere decir nada. Pero creo que hay un punto central: la máquina del posmodernismo viene a decir que la cultura moderna ha terminado por imponer y legitimar a los transgresores y a los revolucionarios, a Joyce, a Picasso, a Stravinsky; ha valorado la libertad sexual, al individuo que se margina de la sociedad, la crítica de la familia como institución, la liberación de las mujeres, la libertad del sujeto. Esos fueron los elementos que la cultura moderna, a partir, digamos, de Baudelaire, puso en primer plano, y ésos fueron sus héroes. Pero, dicen, una sociedad no puede funcionar con valores que son antagónicos a sus necesidades, no puede dejarse manejar por una cultura que exalta los elementos que buscan desintegrar a esa sociedad. Una sociedad necesita orden, necesita valorar sus tradiciones, no puede seguir exaltando su propia destrucción. Por lo tanto, se vendría a decir, hay que construir una cultura nueva, posmoderna, posterior a la cultura moderna, que esté de acuerdo con las necesidades de la sociedad, que no las contradiga. Una cultura que valore en todos los planos (en la literatura, en la vida cotidiana, en la política) lo que había sido negado por la vanguardia, por la transgresión, por la revolución.
—Eso supone un operativo ideológico muy fuerte.
—Sí, porque, entre otras cosas, determina la falta de una perspectiva crítica como punto de partida de la reflexión intelectual. En la Argentina, eso puede ser visto como un efecto de la dictadura. Acá se discute mucho la teoría del consenso y del pluralismo como lugar donde los sujetos intercambian ideas, como modelo. No se tiene en cuenta que el elemento que define a esos consensos es la amenaza, que circula en el presente como una prolongación del terror militar.
—Usted dijo alguna vez: "Cuando se ejerce el poder político, se está imponiendo una manera de contar la realidad". ¿Cómo se contó la realidad desde el poder, durante la dictadura? ¿Qué discurso se ha impuesto ahora?
—El poder también se sostiene en la ficción. El Estado es también una máquina de hacer creer. En la época de la dictadura, circulaba un tipo de relato "médico": el país estaba enfermo, un virus lo había corrompido, era necesario realizar, una intervención drástica. El Estado militar se auto-definía como el único cirujano capaz de operar, sin postergaciones y sin demagogia. Para sobrevivir, la sociedad tenía que soportar esa cirugía mayor. Algunas zonas debían ser operadas sin anestesia. Ese era el núcleo del relato: un país desahuciado y un equipo de médicos dispuestos a todo para salvarle la vida. En verdad, ese relato venía a encubrir una realidad criminal, de cuerpos mutilados y operaciones sangrientas. Pero al mismo tiempo la aludía explícitamente. Decía todo y no decía nada: la estructura del relato de terror.
—¿En qué momento cambia ese relato?
—Con la transición de Bignone a Alfonsín. Ahí se cambia de género. Empieza a funcionar la novela psicológica, en el sentido fuerte del término. La sociedad tenía que hacerse un examen de conciencia. Se generaliza la técnica del monólogo interior. Se construye una suerte de autobiografía gótica en la que el centro era la culpa de las tendencias despóticas del hombre argentino: el enano fascista, el autoritarismo subjetivo. La discusión política se internaliza. Cada uno debía elaborar su relato autobiográfico, para ver qué relaciones personales mantenía con el Estado autoritario y terrorista. Difícil encontrar una falacia mejor armada: se empezó por democratizar las reponsabilidades. Resulta que no eran los sectores que tradicionalmente impulsan los golpes de Estado y sostienen el poder militar los responsables de la situación, sino ¡todo el pueblo argentino! Primero lo operan y después le exigen el remordimiento obligatorio.
—¿Cómo se ha reflejado todo eso en la literatura?
—Bueno, la literatura no refleja nada. Hace otra cosa: trabaja cifrando la realidad política. La ficción es siempre elíptica y alusiva. La novela mantiene una tensión secreta con las maquinaciones del poder. Las reproduce. Por momentos, la ficción del Estado aventaja a la novela argentina. Los servicios de informaciones manejan técnicas narrativas más novelescas y eficaces que la mayoría de los novelistas argentinos. Y suelen ser más imaginativos. El único que los mantuvo a raya fue Roberto Arlt: les captó el núcleo paranoico. El complot, el crimen, la corrupción, la falsificación, son la esencia del poder en la Argentina: eso narra Arlt. Escribió una obra que, por lo profética, parece alimentarse del presente, y que va a durar lo que dure el Estado argentino. Sus novelas son el doble microscópico y delirante del Estado nacional.
—El relato "médico" que se construyó bajo el régimen militar ¿tuvo alguna correspondencia literaria en la producción de esos años?
—La verdadera literatura argentina no entró para nada en ese juego. Si los militares tuvieron una literatura, fue la del best-seller extranjero. En aquel momento, el mercado argentino se llenó de libros de esa clase, que aparecían como la modernización plastificada de la literatura y eran el modelo literario de la dictadura.
—Paralelamente, hubo en la narrativa argentina de esa época una gran producción de novelas policiales
Sí, porque el género ayudaba a plantear algunos problemas que, de otro modo, los escritores no sabían cómo resolver literariamente.
—En Respiración artificial, que usted publicó bajo la dictadura, muchos vieron una especie de mensaje cifrado sobre la realidad de aquellos tiempos. No se trataba, sin embargo, de una novela policial.
—En mi caso, escribí lo que quería escribir, pero pude hacerlo porque yo tengo esa noción de la literatura. Yo creo que la literatura trabaja de esa manera, con elipsis, y que la gente descifró con toda claridad esa novela. De todos modos, hay que pensar que la literatura, en general, necesita un tiempo antes de poder responder de una manera directa a la realidad. Pienso que todo el proceso que hemos vivido quizá todavía esté esperando las novelas que hay que escribir.
—Acaso porque todo está fresco lo único que puede acercársele ahora es el género del testimonio, ¿no?
—Creo que sí. Rodolfo Walsh planteó bien la diferencia, en el sentido de que si se quería escribir sobre política lo mejor era abandonar la literatura y apelar al testimonio, como género. Ese era un buen modo de politizar la escritura. La ficción tiene maneras de politizarse que le son propias. Si uno lee los cuentos de Walsh y lee sus testimonios, ve como él mantiene esa autonomía de la ficción, que es muy política, pero al mismo tiempo cumple, en forma maestra, con sus propias exigencias. Yo creo que esa división es útil. A mí me parece que el libro de Miguel Bonasso, Recuerdo de la muerte, es de lo mejor que se ha escrito como testimonio, de una situación. Novelar esa historia le hubiera quitado eficacia.
—Aunque el libro de Bonasso tiene, también, partes noveladas.
—Que son las que menos me gustan, te voy a decir.
—Lo que usted reclama es un período de decantamiento, para poder hablar desde la ficción.
—Sí, para poder darle a eso una resolución metafórica, literaria. Y eso no tiene que ver con las posiciones de uno como intelectual. La ficción tiene un tempo propio. Yo pongo siempre el ejemplo de Günter Grass y El tambor de hojalata. Cuando él descubre la metáfora del niño que no crece, que no quiere crecer porque no quiere entrar en el mundo de los adultos, que es el mundo nazi, el mundo del horror, encuentra la metáfora perfecta para narrar esa situación, y construye la gran novela sobre el nazismo. Ahí hay una decantación imprescindible.
—¿Hay una imagen, para usted, que condense el tiempo de la dictadura, la forma en que lo vivió?
—Tengo una imagen. Aunque primero, en realidad, hay un viaje. A fines de 1976, me fui a enseñar a la Universidad de California, un semestre, en La Jolla, el pueblo donde vivió Chandler. Y decidí volver.
—No exiliarse.
—Volver. Pero ésa es otra historia. En junio del '77 vuelvo, salgo a caminar por la ciudad. Con esa mirada única que tiene uno cuando vuelve a un lugar después de mucho tiempo. Lo primero que me llama la atención es que los militares han cambiado el sistema de señales. En lugar de los viejos postes pintados de blanco que indicaban las paradas de colectivos, han puesto unos carteles que dicen: Zona de detención. Tuve la impresión de que todo se había vuelto explícito, que esos carteles decían la verdad. La amenaza aparecía insinuada y dispersa por la ciudad. Como si se hiciera ver que Buenos Aires era una ciudad ocupada y que las tropas de ocupación habían empezado a organizar los traslados y el asesinato de la población sometida. La ciudad se alegorizaba. Por de pronto, ahí estaba el terror nocturno, que invadía todo, y a la vez seguía la normalidad, la vida cotidiana, la gente que iba y venía por la calle. El efecto siniestro de esa doble realidad que era la clave de la dictadura. La amenaza explícita, pero invisible, que fue uno de los objetivos de la represión. Zona de detención: en ese cartel se condensa la historia de la dictadura.
—Otra vez el relato del Estado.
—Una estructura que dice que todo y no dice nada, que hace saber sin decir, que necesita a la vez ocultar y hacer ver. Y el tipo de lenguaje. El uso estatal de la lengua. Porque nos podemos pasar dos días eligiendo nombres para las paradas de ómnibus y vamos a encontrar muchos, pero no creo que se nos vaya a ocurrir una solución tan sofisticada y manierista. Ahí actuó el contexto de modo cifrado y enigmático, como pasa siempre. Todos sabemos lo que significaban "las zonas" en las que los militares habían dividido el país, para que los grupos "de detención" actuaran libremente. En esa expresión se sintetiza una relación entre el lenguaje y la situación política. ¿Qué pasó con el lenguaje después que pasaron los militares? Esa es una cuestión a pensar. Y si pensamos en la continuidad más que en el corte, no deja de ser notable que esos carteles sigan todavía hoy en la ciudad de Buenos Aires, como recordatorios involuntarios de lo que fue la época de la dictadura.
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