"Los intelectuales han puesto en circulación el mandato de que,
por debajo del límite impuesto por el poder,
no se puede pensar ni actuar porque aparece la amenaza de muerte''
Que no ha querido ser, como filósofo, un "mero encantador de ideas oscuras", lo prueba cada uno de sus libros. Allí, León Rozitchner se ha empeñado en mostrar que el destino humano es aciago no sólo porque los individuos están coartados, irremediablemente, por el tiempo y el espacio, sino, además, porque una casta de hombres tritura el tiempo y el espacio de los otros. Relaciones de causalidad que pueden verificarse a poco que se avance sobre sus textos, desde Moral burguesa y revolución hasta Perón: entre la sangre y el tiempo; desde Ser judío hasta Marxismo y cristianismo; desde Freud y el problema del poder hasta Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia; desde Persona y comunidad hasta Freud y los límites del individualismo burgués.
Polemista nato, se dice que a veces lo invitan a mesas redondas y otros escarceos culturales para que no se conviertan —como suele ocurrir— en un aburrido intercambio de flores retóricas. Su contundencia reflexiva y el rescate de valores que hoy están ausentes de la discusión obligan, tanto a tomar posiciones o al revisarlas, como a reforzar los argumentos y aún las pruebas del que sustenta hipótesis distintas a las suyas.
¿Cuál es el suelo en que se asienta ese pensar intransigente? La pertenencia a Contorno, arriesgará algún biógrafo. Y quizá desentrañe. Aquel mítico grupo que en los años '50 juntó en la revuelta literaria a David e Ismael Viñas, a Ramón Alcalde, a Sebreli, a Noé Jitrik, puso todo en cuestión: la cultura dominante de la época y aún la de la época anterior. "Los parricidas" (como los llamó Rodríguez Monegal) no dejaron casi nada en pie. A esa experiencia clave en la vida de León Rozitchner, hay que sumar los ensayos y artículos con que intentó dar cuenta, en cada caso, de los reveses de la historia y de las farsas de la política. Todo lo que ha ido diseñando, en fin, al intelectual crítico que aún sigue siendo, a pesar de que la especie esté casi en extinción.
"Un sartreano típico" se podría pensar, en una primera y superficial aproximación. Después se va sabiendo que la marca fuerte es la de Merleau Ponty —su maestro en la Sorbona, donde estudió y se doctoró—, quien lo condujo hacia los interrogantes fundamentales, de la mano de "un pensamiento más concreto, menos idealista y hegeliano que el de Sartre". Un ejercicio del pensar que permite reconocer la singularidad de los hombres por la contingencia de su anclajes en la naturaleza y en la historia.
Algo —o mucho— de ese arsenal ideológico, lo ha ayudado a no confundirse ante los derrumbes en cadena que han sacudido el andamiaje de la izquierda, a intentar articular, desde la reflexión, el corpus teórico marxista con la difícil y escurridiza realidad del mundo actual, con sus avances y sus retrocesos. A pensar, en fin, "todo de nuevo".
De su paso por Contorno, que se enfrentó al peronismo, a la derecha acantonada en la revista Sur y a la izquierda tradicional, nucleada en el Partido Comunista, conserva la costumbre —y el gesto desafiante—de llamar a las cosas por su nombre. Advierte, sin embargo, que sus controversias con la derecha no lo inquietan. Sí, en cambio, los enfrentamientos con la izquierda, "la lucha contra uno mismo, con lo cual uno quiere estar y no puede". Por ahí viene el desgarramiento, reconoce, "porque el problema es decir no a lo que está más cerca y solicita complicidad".
Acerca de ese desgarramiento —agravado ahora por la crisis del pensamiento marxista a nivel mundial—, del reciclaje ideológico de los intelectuales, de las apostasías teóricas y de los oportunismos políticos, enhebra interpretaciones en esta entrevista. No escapan al abordaje las inscripciones que el terror dejó en el cuerpo social, un terror cuyas grietas se perciben en la superficie de las cosas y en los actos de los hombres.
—La figura del intelectual como conciencia crítica de la sociedad —arquetípica de los años '60—y la del intelectual revolucionario —emblemática de los '70— han quedado desdibujadas en Latinoamérica. ¿Qué factores contribuyeron al desvanecimiento de esos modelos?
—Para entender ese fenómeno, habría que recordar qué pasó entre nosotros antes del '76. Mientras en Europa, a partir del fracaso de Mayo del '68, se produjo un reflujo de los movimientos políticos, en Latinoamérica hubo un incremento de las luchas populares. En Chile, en Bolivia, en Uruguay —como antes en Venezuela y en Colombia— el capitalismo verificaba sus límites. También en la Argentina, donde, en el '69, tienen lugar el Cordobazo y el Rosariazo.
¿Qué circulaba en el imaginario político de América Latina en esos años en que Europa había empezado a caer en el escepticismo: la enseñanza de Cuba, de Vietnam y antes, todavía, la de Argelia, la del maoísmo chino. Esos modelos de revoluciones triunfantes operaban también entre nosotros.
El aplastamiento, uno tras otro, de esos procesos insurgentes latinoamericanos, sumado al derrumbe —en los últimos años— del socialismo llamado real, hizo caer un imaginario que sostenía y alentaba al intelectual de izquierda, sobre todo a aquel que prefirió no ver las desviaciones que el stalinismo puso a cuenta de Marx: la represión en Hungría y en Checoslovaquia; el Gulag, la concepción despótica y militarista, la burocracia estatal y una organización represiva en el interior mismo de las fuerzas populares.
Habría que preguntarse: ¿cómo el mito de una década se prolonga en la otra? La mitología de los '60 ¿no habrá sobrevivido entre nosotros y se habrá reanimado, fuera del tiempo, en los '70, cuando ya en otras partes había recibido la prueba contundente de su ineficacia? ¿No habrá habido un destiempo que nuestra cultura de izquierda no elaboró en sus propuestas políticas posteriores?
—En la década del ochenta, irrumpieron las ideologías posmarxistas que dieron por concluidas utopías y revoluciones. Paralelamente, se fueron desintegrando importantes espacios referenciales de la izquierda, que vivificaban la polémica, el intercambio de ideas. ¿Cómo repercutió este vaciamiento entre los intelectuales?
—Cayeron en la negación más completa. Las premisas del marxismo teórico se apoyaban en la permanencia de un suelo elemental, en una realidad posible despuntante en algún lado. Cuando la materialidad del mundo sobre el cual apoya su pensamiento se derrumba, el intelectual es acechado por la soledad y el terror. Hay que tener con qué bancarse para no pasar a pensar con las categorías del triunfador. Muchos intelectuales sintieron que los habían traicionado, sin darse cuenta de que, en verdad, se habían traicionado a sí mismos al creer que la realidad era diferente a lo que era. En vez de profundizar en el equívoco que llevó a pensar en la revolución de una cierta manera, dejaron de lado lo que habían adorado y comenzaron a sostener y a justificar ideas no digamos nuevas, sino amortizadas por la historia, aunque presentadas bajo otros disfraces para ocultar sus trampas.
Para estos intelectuales, la salvación estaba proyectada ilusoriamente en la política. La conclusión que debemos sacar es, desgraciadamente, sencilla: si la revolución fracasó entre nosotros, y la guerrilla fue exterminada (y no sólo ella), esto quiere decir sólo una cosa: hubo un excedente ilusorio en la cabeza de quienes la llevaron a cabo. Y esa ilusión, proyectada sobre una realidad que no podía (o no quería) recibir ese proyecto, la deformaba. Ahora creen ver la nueva verdad en el desencanto que los invade. A la euforia loca del triunfalismo revolucionario, ilusorio, le sucede el pesimismo de la Restauración, definitivo y triunfante, que se anuncia como fin de la historia.
—¿Qué nuevas relaciones con el poder se han ido articulando desde ese campo intelectual ganado por la desilusión?
—A muchos intelectuales antes revolucionarios, ex comunistas, ex maoístas, ex montoneros, la seducción les llegó por vía de la socialdemocracia, a la cual visualizaron como a una suerte de Arcadia pletórica de bienes. Unos cuantos mediocres, y otros que no lo eran, dieron por perdidas sus ilusiones anteriores y se encumbraron como intelectuales tal como el sistema lo pedía, es decir, como propaladores del discurso oficial, según el cual nos quieren hacer creer que hay un límite que no se puede atravesar, y que hay que pensar sólo desde allí, porque lo otro, aquello en lo que pensábamos antes, no existe.
En lugar de profundizar en las consecuencias subjetivas, sociales del terror —tarea que los llevaría a cumplirse como hombres de ideas— se hicieron cargo de los fundamentos del posmodernismo y de la socialdemocracia triunfantes: pusieron en circulación el mandato de que, por debajo del límite impuesto, no se puede pensar ni actuar porque aparece la amenaza de muerte, muda y vacía. Con ella desaparecen los planteos de la enajenación, de la plusvalía, de la racionalidad capitalista, del control de personas, de la razón tecnológica. Desaparecen, en fin, los desaparecidos. Muchos de los intelectuales que ahora están de vuelta y se hicieron socialdemócratas han pasado de una ilusión a otra: creen ser "modernos" porque copian los modelos europeos, de economías de abundancia. Se mueven en un imaginario ajeno,
—"El escritor tiene una situación en su época; cada palabra suya, repercute. Y cada silencio, también", advirtió Sartre. A la luz de esta reflexión, ¿qué papel jugaron los intelectuales argentinos, en la década de los ochentas?
— El principal: confundir lo posible con lo dado. Por esa vía, terminaron aceptando la situación histórica actual como inamovible. Se han rendido a la realidad, lo que en la práctica significa una actitud resignada ante todo este campo internacional ganado por el neoliberalismo o por el fracaso del socialismo. Es como si ese fracaso signara para siempre la desaparición de una posibilidad diferente de transformar la realidad y la política, aún desde el mísero lugar que ocupa la Argentina.
Durante el gobierno de Alfonsín, que contó con una gran cantidad de intelectuales a su servicio, se puso en práctica la disyuntiva que planteó Max Weber entre la ética de la responsabilidad y la ética de los principios. Esto se verificó, sobre todo, en el tema de los derechos humanos: se juzgó a un puñado de militares culpables del terror de Estado, pero no se incluyó en el juicio a los otros poderes responsables: el económico, el político, el religioso, el de los medios de comunicación. En la medida en que se exculpaba a los otros poderes, la gente no pudo hacer las reflexiones necesarias: quedó sentada frente al televisor, mirando imágenes de horror y de muerte, a las que se había despojado de sonido y de sentido. Después vinieron las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida que absolvieron a la mayoría de los criminales de la dictadura y, de este modo, se ratificó la preeminencia del terror como base suprema de nuestra vida social, anterior a toda justicia. Alfonsín acentuó la "responsabilidad" cediendo en los principios: perdió en ambos y quedó como irresponsable. Y junto con él los intelectuales que lo apoyaron. Ese sentido de la responsabilidad realista estaba sostenido por el terror, sin tomar en cuenta lo que podría haber del otro lado para enfrentarlo. La intelectualidad alfonsinista aceptó los límites que se impusieron al pensamiento, límites que, para soslayar la muerte, incrementaron su poder en el presente y pusieron la muerte en el futuro.
—¿Cómo quedó inscripto el terror en la sociedad y en la cultura?
—La ley que nos regula ahora fue una transacción que el más fuerte hizo con el más débil, los militares con el pueblo argentino. La nuestra es, pues, una democracia aterrorizada: surgió de la derrota de una guerra. No la que nosotros ganamos adentro, sino la que ellos perdieron afuera. El terror, ley originaria de esta democracia, sigue todavía vigente, interiorizado en cada ciudadano, espada que pende sobre nosotros, siempre presente. Ese terror, negado en la sociedad política, corroe desde dentro la subjetividad de los argentinos. El ocultamiento del terror que recorre a la sociedad —terror a la muerte en la religión que la aviva en la salvación prometida, terror a la desocupación, la quiebra o la pobreza en la economía; terror al poder armado en las armas represivas— es el fundamento a través del cual el sistema niega, desde cada uno, aquello mismo que anima. Debemos creer que no existe, disolverlo en la superficialidad que sobrevuela la significación de los hechos, para salvarnos de su constante presencia. De allí la ilusión de paz, la necesidad de ella, para que la vida cotidiana sea posible.
El terror militar refrenó cruelmente lo que antes la sociedad civil había expandido y ganado como experiencia colectiva. Su furor destructivo barrió con todos los lazos sociales y nos redujo al propio cuerpo individual contenido, asustado. A partir de aquí, la angustia de muerte fue el límite a toda expansión posible: lo que cada uno tuvo que recortar de su vida para preservarse, el límite afectivo que marcó, en el cuerpo, lo que podíamos vivir, sentir y pensar. Cada intento de expansión personal, para poder ejercerse, debe atravesar y soportar la angustia callada instalada, inconsciente, en cada uno de nosotros. La sentimos, pero no la sabemos: es un rasgo nuevo del carácter argentino.
El terror hizo que nos consideremos, en la paz, vencidos. Como si la población estuviera acobardada, moviéndose en medio de una imbecilidad difusa. Algo que se palpa en la diseminación y dispersión de la gente, en la violencia mortal que la expropiación económica ejerce sin que se le oponga resistencia, en la acentuación de las formas fascistas de la educación, en los programas de radio y televisión, en los diarios. La amenaza de muerte nos hizo dóciles y cobardes. Esta es la permanencia del efecto de la guerra en la paz y, por lo tanto, en la política, porque implica la prolongación activa del terror, en todas partes, impregnándolo todo. Se trata de una experiencia colectiva que, curiosamente, la gente ha excluido de su conciencia. No se dan cuenta de que, con el neoliberalismo, la muerte se instaló con más fuerza en la vida cotidiana.
—¿La rearticulación de la muerte es lo que distingue a la etapa menemista?
—Para que el país fuese privatizado, Menen tuvo que instalarse en la estela que dejó el terror, y se hizo valiente sobre ese triunfo de la muerte. Menem es el que más transigió con la muerte al indultarla. Al concederle a una clase de hombres el poder de dársela a los otros, él mismo quedó investido del poder de la muerte. "Tengo el poder de admitir que la muerte impere, impune, desde mí", parecería decirle a toda la sociedad. Sabe que su poder reside y se prolonga desde el terror militar y religioso que inmovilizó la imaginación popular. Vuelve, de ese modo, a interiorizar la agresión contra nosotros mismos. Ni en lo imaginario podemos volcarla hacia afuera: estamos amenazados hasta en lo que fantaseamos.
—¿Qué nuevos mitos están operando hoy en la Argentina? ¿Cuál es el discurso dominante?
—El de la "estabilidad". Si la gente humillada, despreciada, hambreada, enferma y frustrada volvió a votar a Menem, es porque la "estabilidad" se ha convertido en una categoría ontológica, metafísica. Los signos de la "estabilidad económica" resuenan profundamente como una promesa de tierra firme, para quienes viven, desde lo más profundo, al borde del abismo. "Por lo menos que la realidad y la vida sigan como están, permanezcan", se dicen a sí mismos. Y así eluden la amenaza que todo deseo de cambio pueda aparejar. Extraña relación de dependencia con el dominador, investido imaginariamente del poder de dar la muerte y, por lo tanto, de salvarlos también de ella.
—¿Se han podido elaborar, desde la cultura, las marcas que dejó el terror?
—La cultura no es una: en ella se manifiestan todos los enfrentamientos humanos. El terror también es un hecho de "cultura", una creación "humana", el extremo límite de su creación más siniestra y defensiva. Pero fue precisamente lo imprevisible del terror militar —la creación "cultural" de la figura del desaparecido— lo que nuestra cultura política de izquierda no elaboró ni previó del feroz enemigo que enfrentaba: el arma extrema para matar a los hombres, pero sobre todo para destruir la persistencia de lo que produjeron, de sus obras y sus acciones.
Hasta el lenguaje nos han robado. Hoy, la palabra obra como anestesia a través de los nuevos conceptos aggiornados. Se habla permanentemente de libertad, de democracia, de libre mercado, de libertad de prensa. Pero en la realidad pasa todo lo contrario: no hay libertad individual para vivir decentemente de un trabajo, se ha reducido la sociabilidad a las restricciones que impone el mercado económico, se ha desvirtuado la democracia por la distancia entre la política y las demandas populares, la libertad de prensa y de información está dominada por los medios que ofrecen un sólo y único discurso. Basta ver la estupidez y la miserabilidad que circulan por la TV, para darnos cuenta de la imbecilidad a que quieren llevarnos.
Los medios de comunicación producen un efecto de "realidad" a través del cual la política se ha hecho ahora representación. Allí culmina la distancia entre lo representado y lo real: el terror está ligado a la realidad, pero la "representación" nos distancia de ella dentro de ella. En ese gran guiñol que es la televisión, se traduce y representa a la política como joda y diversión, por donde circulan la risa y la distancia, mientras se excluye a la realidad que duele y mata, ya que el lugar de lo real está atravesado por la amenaza. Vivimos el triunfo de los mass media porque la realidad se ha convertido en un territorio inasequible y amenazante, donde no hay sitio para el deseo, donde nada se puede proyectar.
—¿Esa amenaza latente alcanza para explicar la ausencia de un pensamiento crítico, el silencio de los intelectuales ante las leyes de impunidad, los indultos, la corrupción de los gobernantes, la creciente barbarización de la historia?
—Viniendo desde el lenguaje revolucionario, eufórico y simplista, el fracaso político llevó a abandonar el punto de partida del pensamiento crítico: la expropiación del hombre, que es donde se apoya la verdad del sistema. Es como si ese descubrimiento, esencial en la conciencia de la humanidad, se hubiera invalidado. Los intelectuales han abandonado lo único que tenían: la capacidad de discriminar la realidad y comprenderla. Como si no hubiera sucedido nada, han vuelto al lenguaje del pasado. Da lástima ver el empobrecimiento de los que se han adaptado a pensar dentro de los límites que el terror les impuso.
Para estos intelectuales asimilados, comprender consiste en describir fielmente lo que pasa: hacen hiperrealismo. Han sido vencidos por la contundencia de lo real. ¿Qué está pasando hoy en el campo intelectual para que las palabras ya no resuenen? Hay un "sinceramiento" crítico que no es otra cosa que la apropiación del lenguaje del enemigo para pensarse. Como si el que hablaban antes los hombres de cultura no pudiera transformarse para crear, desde él, un nuevo pensamiento. Simplemente lo han abandonado. Se han dejado sustraer, o más bien han cedido, las herramientas de trabajo. Las palabras se han distanciado de lo afectivo que debiera sustentarlas, porque lo afectivo está trabajado por la amenaza de muerte que lo congela. Sin afecto, no hay pensamiento que manifieste el ser de quien lo piensa.
—En los años '80 se operó el pasaje del intelectual progresista al administrador del conformismo político. Paralelamente, se fue diseñando otra figura: la del intelectual "institucionalizado", que depende cada vez más de los subsidios y las fundaciones del exterior, algo que implica, en muchos casos, un sometimiento ideológico, un acatamiento a ciertas reglas del juego. ¿Qué lectura haces de este desplazamiento?
—La crítica a las fundaciones no alcanza. Pensar dentro de las fronteras que te marca el sistema también es una forma de institucionalizar el pensamiento. Hay muchos intelectuales "libres" que están sometidos al mismo límite que los que dependen de las fundaciones, porque hay algo previo, situado más abajo: la institucionálización primera de la muerte en la subjetividad del que piensa. ¿Por qué no plantear la pregunta desde la inscripción del miedo en el cuerpo individual? El pensamiento —cuando es denuncia de la realidad que amenaza y señalamiento de lo que se opone a la vida— corre el riesgo de proponerse como blanco de la represión.
La "institucionalización intelectua" puede admitir también esta lectura: la de que las fundaciones y agencias subsidiantes extranjeras cobijan el miedo, aunque, por otra parte, al poner condiciones y reglas de juego, ayuden a crearlo. De todos modos, la institución funciona como un reaseguro, una protección de los peligros que acechan afuera. Ofrece, además, una posibilidad: la de poder pensar, después, esa institucionalización primera del terror, que es común a toda la sociedad.
El trabajo cultural institucionalizado no es lo determinante, aunque, de alguna manera, pueda convertirseen una trampa, en un cinismo más.
Pero no todos los intelectuales que dependen de fundaciones y subsidios caen en ella. Algunos, por el contrario, utilizan esas prebendas para pensar contra el sistema. Yo creo que todo intelectual debería luchar siempre contra el poder que le otorga el privilegio de serlo.
—Protegerse de la tempestad o desafiarla: ¿ése es el dilema que se plantea hoy al intelectual? I
—Hay que vencer el límite de aquello que te autoriza a pensar y a actuar, inventar una nueva eficacia que permita abrir fisuras en la anestesia fundamental que el terror ha provocado en cada uno. Quizá el arte y la escritura sean instrumentos aptos para lograrlo. Pero su eficacia sólo adquiere sentido cuando un nuevo proyecto, o una nueva esperanza, permite visualizar un futuro colectivo para los hombres. El cuerpo individual se abre y se expande en ese juego donde el cuerpo de los otros nos sostiene y nos da fuerza para ir más allá de nosotros mismos, solos y aislados. Es así como el liberalismo menemista nos produce : solos, aislados y aterrados en lo colectivo. El miedo nos estrujó el cuerpo. Al retraernos, vació el lugar donde el otro cobra vida en nosotros, y por eso sentimos sólo el propio dolor: no hay lugar para el ajeno. Ya no nos compadecemos casi: el sufrimiento del prójimo no nos afecta. Eso es lo que la "cultura" oficial quiere hacer de nosotros. Romper esa soledad, ese aislamiento, ese terror: he ahí el desafío que debemos enfrentar. Tratar de pensar más allá de la muerte, más allá del miedo, que están ahí, acechando.
—¿Qué reflexiones es necesario hacer, desde el campo cultural, ante el derrumbe de los paradigmas que, durante décadas, construyeron la trama ideológica del intelectual de izquierda? ¿Cómo conjurar el desconcierto, la confusión?
—La izquierda quedó sujeta a la racionalidad iluminista que era ya, en su fundamento expandido, sólo idealismo-humanizado. Organizaba la experiencia vivida desde el mismo recorte que la economía imponía a la vida social y a las instituciones políticas. Pero abandonó el campo más rico donde la revolución debería plantearse: suscitando las ganas locas de la vida contra la devoración y el terror que le impone el capitalismo cristiano. La experiencia social de una cultura nueva, ésa que estuvo presente en los albores de la revolución rusa y que llevó, al restringirse, al suicidio de un Maiakovski, no fue desarrollada. En el denominado "socialismo real" imperaron las formas del despotismo, la negación del sujeto, y de allí su fracaso.
Antes había que descubrir lo que ahora es visible para todos. El marxismo "político", ése cuya debacle se proclama, no arrastra en su caída la negación de los aspectos fundamentales que introdujo en la comprensión de las sociedades humanas. Habría que preguntar qué pusieron a nombre de Marx otros ideólogos y políticos que partieron de él. Más allá de ciertos análisis que pueden ser corregidos o desechados, es posible seguir rescatando algo fundamental en Marx: su concepción filosófica y su crítica básica al capitalismo. La historia puso a prueba ciertos aspectos que fueron desarrollados, desde el marxismo, en forma distorsionada, desvirtuada y mentirosa. Hablaban en su nombre para ocultar que lo negaban. En ese sentido, Marx no ha sufrido aún la prueba de fuego de la historia.
Por otra parte, el fracaso del "socialismo real" tampoco significa la derrota definitiva del socialismo. Más bien abre camino a la esperanza, a no ser que caigamos en la trampa de pensar —como plantea con su fin de la historia míster Fukuyama— que "el problema de las clases se ha resuelto en Occidente".
El sujeto histórico, es evidente, está haciendo crisis. Y sin embargo, hay que reinvindicar y afirmar el poder de la corporeidad de clase. Sobre todo entre nosotros, donde los principios satisfactorios del capitalismo socialdemócrata son imposibles: no estamos en Europa. La necesidad insatisfecha, la humillación y el desprecio siguen siendo un verificador de la contradicción de clases, por lo menos de clases de hombres. '
El horizonte de la sociedad actual es el terror y el individualismo más feroz y excluyente. La amenaza de muerte soslayada, y la complicidad ciudadana, convirtió a la mayoría de nuestra sociedad en un conjunto de gente anestesiada y tonta. El "sálvese quien pueda" es esta miserabilidad generalizada y embrutecida que nos domina, este asco y esta vergüenza que nos produce nuestra pertenencia nacional, este voto infame que avala las más siniestras figuras humanas que dominan el escenario político, económico, religioso y cultural. Y lo que más extraña es que esta exasperación no se manifieste y generalice, que no se produzcan reacciones.
—En una época donde cada vez son menos los dispuestos a escuchar, en este desierto de ideas y de impulsos transformadores, ¿no te atraviesa la sospecha de la inutilidad de la escritura, de la ineficacia de toda reflexión?
—Es cierto que, el lugar del afecto profundo y unificante del cuerpo, ese lugar que produce el sentimiento y la idea de que somos un absoluto irreductible, quedó clausurado: somos apariencias de sujeto, de hombres, de personas, sólo relativos a los que el sistema hizo de nosotros. Ni siquiera máscaras, como a lo antiguo, cuando atrás había algo: somos lo que la máscara muestra, no hay parodia. No hay distancia entre lo que somos y mostramos, o esa distancia interior, coartada por la angustia de muerte, está reducida a un mínimo. No hay nada escondido: no somos más que lo que aparece. La cara coincide con el ser, y por eso a veces creemos que son cínicos por el desparpajo con que se presentan. Veamos si no la gente que nos gobierna. Son eso, nada más que eso: desechos de la humanidad anterior, pura miseria humana.
A pesar, de todo, como intelectuales, hay que mirar desde otro lugar propio, que debe ser creado, para describir adecuadamente la nueva complejidad del mundo. Es preciso insistir en el horizonte donde el deseo se despliega, el horizonte social que cierra y estrecha lo subjetivo en lo objetivo: no hay aire libre, no hay espacio humano en el cual desplegar hacia afuera eso a lo que, cuando el deseo, se socializa, se le pone el nombre de utopía.....
La utopía es el deseo subjetivo que reencuentra el de los otros y se abre como horizonte histórico, posible, realizable, para el deseo humano. Nuevamente se abrirá cuando las insatisfacciones y las frustraciones sociales acumuladas, lo postergado, tornen extenso y visible lo marginal de cada uno, y haya una vida para jugarse nuevamente a ellos. Sucederá porque esa dimensión de fracaso, experimentado como pérdida de vida, nos pedirá que arriesguemos algo de la propia, para no morirnos de tristeza, de aburrimiento y de cobardía.
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