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lunes, 16 de noviembre de 2009

PABLO FREIRE: PEDAGOGIA DEL OPRIMIDO 4-


CAPITULO IV


La antidialogicidad y la dialogicidad como matrices de teorías de acción cultural antagónicas: la primera sirve a la opresión; la segunda, a la liberación.

La teoría de la acción antidialógica y sus características:
—la conquista
—la división
—la manipulación
—la invasión cultural

La teoría de la acción dialógica y sus características:
—la colaboración
—la unión
—la organización
—la síntesis cultural

En este capítulo, en que pretendemos analizar las teorías de la acción cultural que se desarrollan a partir de dos matrices, la dialógica y la antidialógica, repetiremos con frecuencia afirmaciones que ya hemos hecho a lo largo de este ensayo.

Serán repeticiones o retorno a puntos ya referidos, ora con la intención de profundizar sobre ellos, ora porque se hacen necesarios para una mayor claridad de nuevas afirmaciones.

De este modo, empezaremos reafirmando el hecho de que los hombres son seres de la praxis. Son seres del quehacer, y por ello diferentes de los animales, seres del mero hacer. Los animales no “admiran” el mundo. Están inmersos en él. Por el contrario, los hombres como seres del quehacer “emergen” del mundo y objetivándolo pueden conocerlo y transformarlo con su trabajo.

Los animales, que no trabajan, viven en su “soporte” particular al cual no pueden trascender. De ahí que cada especie animal viva en el “soporte” que le corresponde y que éstos sean incomunicables entre sí para los animales en tanto franqueables a los hombres.

Si los hombres son seres del quehacer esto se debe a que su hacer es acción y reflexión. Es praxis. Es transformación del mundo. Y, por ello mismo, todo hacer del quehacer debe tener, necesariamente, una teoría que lo ilumine. El quehacer es teoría y práctica. Es reflexión y acción. No puede reducirse ni al verbalismo ni al activismo, como señalamos en el capítulo anterior al referirnos a la palabra.

La conocida afirmación de Lenin: “Sin teoría revolucionaria no puede haber tampoco movimiento revolucionario”,  significa precisamente que no hay revolución con verbalismo ni tampoco con activismo sino con praxis. Por lo tanto, ésta sólo es posible a través de la reflexión y la acción que inciden sobre las estructuras que deben transformarse.

El esfuerzo revolucionario de transformación radical de estas estructuras no puede tener en el liderazgo a los hombres del quehacer y en las masas oprimidas hombres reducidos al mero hacer.

Este es un punto que deberla estar exigiendo una permanente y valerosa reflexión de todos aquellos que realmente se comprometen con los oprimidos en la causa de su liberación.

El verdadero compromiso con ellos, que implica la transformación de la realidad en que se hallan oprimidos, reclama una teoría de la acción transformadora que no puede dejar de reconocerles un papel fundamental en el proceso de transformación.

El liderazgo no puede tomar a los oprimidos como simples ejecutores de sus determinaciones, como meros activistas a quienes se niegue la reflexión sobre su propia acción. Los oprimidos, teniendo la ilusión de que actúan en la actuación del liderazgo, continúan manipulados exactamente por quien no puede hacerlo, dada su propia naturaleza.

Por esto, en la medida en que el liderazgo niega la praxis verdadera a los oprimidos, se niega, consecuentemente, en la suya.

De este modo, tiende a imponer a ellos su palabra transformándola, así, en una palabra falsa, de carácter dominador, instaurando con este procedimiento una contradicción entre su modo de actuar y los objetivos que pretende alcanzar, al no entender que sin el diálogo con los oprimidos no es posible la praxis auténtica ni para unos ni para otros.

Su quehacer, acción y reflexión, no puede darse sin la acción y la reflexión de los otros, si su compromiso es el de la liberación.

Sólo la praxis revolucionaria puede oponerse a la praxis de las elites dominadoras. Y es natural que así sea, pues son quehaceres antagónicos.

Lo que no se puede verificar en la praxis revolucionaria es la división absurda entre la praxis del liderazgo y aquélla de las masas oprimidas, de tal forma que la acción de las últimas se reduzca apenas a aceptar las determinaciones del liderazgo.

Tal dicotomía sólo existe como condición necesaria en una situación de dominación en la cual la élite dominadora prescribe y los dominados se guían por las prescripciones.

En la praxis revolucionaria existe una unidad en la cual el liderazgo, sin que esto signifique, en forma alguna, disminución de su responsabilidad coordinadora y en ciertos momentos directiva, no puede tener en las masas oprimidas el objeto de su posesión.

De ahí que la manipulación, la esloganización, el depósito, la conducción, la prescripción no deben aparecer nunca como elementos constitutivos de la praxis revolucionaria. Precisamente porque constituyen parte de la acción dominadora.

Para dominar, el dominador no tiene otro camino sino negar a las masas populares la praxis verdadera. Negarles el derecho de decir su palabra, de pensar correctamente. Las masas populares no deben “admirar” el mundo auténticamente; no pueden denunciarlo, cuestionarlo, transformarlo para lograr su humanización, sino adaptarse a la realidad que sirve al dominador. Por esto mismo, el quehacer de éste no puede ser dialógico. No puede ser un quehacer problematizante de los hombres-mundo o de los hombres en sus relaciones con el mundo y con los hombres. En el momento en que se hiciese dialógico, problematizante, o bien el dominador se habría convertido a los dominados y ya no sería dominador, o se habría equivocado. Y si, equivocándose, desarrollara tal quehacer, pagaría caro su equívoco.

Del mismo modo, un liderazgo revolucionario que no sea dialógico con las masas, mantiene la “sombra” del dominador dentro de sí y por tanto no es revolucionario, o está absolutamente equivocado y es presa de una sectarización indiscutiblemente mórbida. Incluso puede suceder que acceda al poder. Mas tenemos nuestras dudas en torno a las resultantes de una revolución que surge de este quehacer antidialógico.

Se impone, por el contrario, la dialogicidad entre el liderazgo revolucionario y las masas oprimidas, para que, durante el proceso de búsqueda de su liberación, reconozcan en la revolución el camino de la superación verdadera de la contradicción en que se encuentran, como uno de los polos de la situación concreta de opresión. Vale decir que se deben comprometer en el proceso con una conciencia cada vez más crítica de su papel de sujetos de la transformación.

Si las masas son adscritas al proceso como seres ambiguos,  en parte ellas mismas y en parte el opresor que en ellas se aloja, y llegan al poder viviendo esta ambigüedad que la situación de opresión les impone, tendrán, a nuestro parecer, simplemente, la impresión de que accedieron al poder.

En su dualidad existencial puede, incluso, proporcionar o coadyuvar al surgimiento de un clima sectario que conduzca fácilmente a la constitución de burocracias que corrompen la revolución. Al no hacer consciente esta ambigüedad, en el transcurso del proceso, pueden aceptar su “participación” en él con un espíritu más revanchista  que revolucionario.

Pueden también aspirar a la revolución como un simple medio de dominación y no concebirla como un camino de liberación. Pueden visualizarla como su revolución privada, lo que una vez más revela una de las características del oprimido, a la cual ya nos referimos en el primer capítulo de este ensayo.

Si un liderazgo revolucionario que encarna una visión humanista —humanismo concreto y no abstracto— puede tener dificultades y problemas, mayores; dificultades tendrá al intentar llevar a cabo una revolución para las masas oprimidas por más bien intencionadas que ésta fuera. Esto es, hacer una revolución en la cual el con las masas es sustituido por el sin ellas ya que son incorporadas al proceso a través de los mismos métodos y procedimientos utilizados para oprimirlas.

Estamos convencidos de que el diálogo con las masas populares es una exigencia radical de toda revolución auténtica. Ella es revolución por esto. Se distingue del golpe militar por esto. Sería una ingenuidad esperar de un golpe militar el establecimiento del diálogo con las masas oprimidas. De éstos lo que se puede esperar es el engaño para legitimarse o la fuerza represiva.

La verdadera revolución, tarde o temprano, debe instaurar el diálogo valeroso con las masas. Su legitimidad radica en el diálogo con ellas, y no en el engaño ni en la mentira.

La verdadera revolución no puede temer a las masas, a su expresividad, a su participación efectiva en el poder. No puede negarlas. No puede dejar de rendirles cuenta. De hablar de sus aciertos, de sus errores, de sus equívocos, de sus dificultades.

Nuestra convicción es aquella que dice que cuanto más pronto se inicie el diálogo, más revolución será.

Este diálogo, como exigencia radical de la revolución, responde a otra exigencia radical, que es la de concebir a los hombres como seres que no pueden ser al margen de la comunicación, puesto que son comunicación en sí. Obstaculizar la comunicación equivale a transformar a los hombres en objetos, y esto es tarea y objetivo de los opresores, no de los revolucionarios.

Es necesario que quede claro que, dado que defendemos la praxis, la teoría del quehacer, no estamos proponiendo ninguna dicotomía de la cual pudiese resultar que este quehacer se dividiese en una etapa de reflexión y otra distinta, de acción. Acción y reflexión, reflexión y acción se dan simultáneamente.

Al ejercer un análisis crítico, reflexivo sobre la realidad, sobre sus contradicciones, lo que puede ocurrir es que se perciba la imposibilidad inmediata de una forma de acción o su inadecuación al movimiento.

Sin embargo, desde el instante en que la reflexión demuestra la inviabilidad o inoportunidad de una determinada forma de acción, que debe ser transferida o sustituida por otra, no se puede negar la acción en los que realizan esa reflexión. Esta se está dando en el acto mismo de actuar. Es también acción.

Si, en la educación como situación gnoseológica, el acto cognoscente del sujeto educador (a la vez educando) sobre el objeto cognoscible no se agota en él, ya que, dialógicamente, se extiende a otros sujetos cognoscentes, de tal manera que el objeto cognoscible se hace mediador de la cognoscibilidad de ambos, en la teoría de la acción revolucionaria se verifica la misma relación. Esto es, el liderazgo tiene en los oprimidos a los sujetos de la acción liberadora y en la realidad a la mediación de la acción transformadora de ambos. En esta teoría de acción, dado que es revolucionaria, no es posible hablar ni de actor, en singular, y menos aun de actores, en general, sino de actores en intersubjetividad, en intercomunicación.

Con esta afirmación, lo que aparentemente podría significar división, dicotomía, fracción en las fuerzas revolucionarias, significa precisamente lo contrario. Es al margen de esta comunión que las fuerzas se dicotomizan. Liderazgo por un lado, masas populares por otro, lo que equivale a repetir el esquema de la relación opresora y su teoría de la acción. Es por eso por lo que en esta última no puede existir, de modo alguno, la intercomunicación.

Negarla en el proceso revolucionario, evitando con ello el diálogo con el pueblo en nombre de la necesidad de “organizarlo”, de fortalecer el poder revolucionario, de asegurar un frente cohesionado es, en el fondo, temer a la libertad. Significa temer al propio pueblo o no confiar en él. Al desconfiar del pueblo, al temerlo, ya no existe razón alguna para desarrollar una acción liberadora. En este caso, la revolución no es hecha para el pueblo por el liderazgo ni por el pueblo para el liderazgo.

En realidad, la revolución no es hecha para el pueblo por el liderazgo ni por el liderazgo para el pueblo sino por ambos, en una solidaridad inquebrantable. Esta solidaridad sólo nace del testimonio que el liderazgo dé al pueblo, en el encuentro humilde, amoroso y valeroso con él.

No todos tenemos el valor necesario para enfrentarnos a este encuentro, y nos endurecemos en el desencuentro, a través del cual transformarnos a los otros en meros objetos. Al proceder de esta forma nos tornamos necrófilos en vez de biófilos. Matamos la vida en lugar de alimentarnos de ella. En lugar de buscarla, huimos de ella.

Matar la vida, frenarla, con la reducción de los hombres a meras cosas, alienarlos, mistificarlos, violentarlos, es propio de los opresores.

Puede pensarse que al hacer la defensa del diálogo,  como este encuentro de los hombres en el mundo para transformarlo, estemos cayendo en una actitud ingenua, en un idealismo subjetivista.

Sin embargo, nada hay más concreto y real que la relación de los hombres en el mundo y con el mundo. Los hombres con los hombres, como también aquella de algunos hombres contra los hombres, en tanto clase que oprime y clase oprimida.

Lo que pretende una auténtica revolución es transformar la realidad que propicia un estado de cosas que se caracteriza por mantener a los hombres en una condición deshumanizante.

Se afirma, y creemos que es ésta una afirmación verdadera, que esta transformación no puede ser hecha por los que viven de dicha realidad, sino por los oprimidos, y con un liderazgo lúcido.

Que sea ésta, pues, una afirmación radicalmente consecuente, vale decir, que sea sacada a luz por el liderazgo a través de la comunión con el pueblo. Comunión a través de la cual crecerán juntos y en la cual el liderazgo, en lugar de autodenominarse simplementen como tal, se instaura o se autentifica en su praxis con la del pueblo, y nunca en el desencuentro, en el dirigismo.

Son muchos los que, aferrados a una visión mecanicista, no perciben esta obviedad: la de que la situación concreta en que se encuentran los hombres condiciona su conciencia del mundo condicionando a la vez sus actitudes y su enfrentamiento. Así, piensan que la transformación de la realidad puede verificarse en términos mecanicistas.  Esto es, sin la problematización de esta falsa conciencia del mundo o sin la profundización de una conciencia, por esto mismo menos falsa, de los oprimidos en la acción revolucionaria.

No hay realidad histórica —otra obviedad— que no sea humana. No existe historia sin hombres así como no hay una historia para los hombres sino una historia de los hombres que, hecha por ellos, los conforma, como señala Marx.

Y es precisamente cuando a las grandes mayorías se les prohíbe el derecho de participar como sujetos de la historia que éstas se encuentran dominadas y alienadas. El intento de sobrepasar el estado de objetos hacia el de sujetos —que conforma el objetivo de la verdadera revolución— no puede prescindir ni de la acción de las masas que incide en la realidad que debe transformarse ni de su reflexión.

Idealistas seríamos si, dicotomizando la acción de la reflexión, entendiéramos o afirmáramos que la mera reflexión sobre la realidad opresora que llevase a los hombres al descubrimiento de su estado de objetos significara ya ser sujetos. No cabe duda, sin embargo, de que este reconocimiento, a nivel crítico y no sólo sensible, aunque no significa concretamente que sean sujetos, significa, tal como señalan uno de nuestros alumnos, “ser sujetos en esperanza”  Y esta esperanza los lleva a la búsqueda de su concreción.

Por otro lado, seríamos falsamente realistas al creer que el activismo, que no es verdadera acción, es el camino de la revolución.

Por el contrario, seremos verdaderamente críticos si vivimos la plenitud de la praxis. Vale decir si nuestra acción entraña una reflexión crítica que, organizando cada vez más el pensamiento, nos lleve a superar un conocimiento estrictamente ingenuo de la realidad.

Es preciso que éste alcance un nivel superior, con el que los hombres lleguen a la razón de la realidad. Esto exige, sin embargo, un pensamiento constante que no puede ser negado a las masas populares si el objetivo que se pretende alcanzar es el de la liberación.

Si el liderazgo revolucionario les niega a las masas el pensamiento crítico, se restringe a sí mismo en su pensamiento o por lo menos en el hecho de pensar correctamente. Así, el liderazgo no puede pensar sin las masas, ni para ellas, sino con ellas.

Quien puede pensar sin las masas, sin que se pueda dar el lujo de no pensar en torno a ellas, son las élites dominadoras, a fin de, pensando así, conocerlas mejor y, conociéndolas mejor, dominarlas mejor. De ahí que, lo que podría parecer un diálogo de éstas con las masas, una comunicación con ellas, sean meros “comunicados”, meros “depósitos” de contenidos domesticadores. Su teoría de la acción se contradiría si en lugar de prescripción implicara una comunicación, un diálogo.

¿Y por qué razón no sucumben las élites dominantes al no pensar con las masas? Exactamente, porque éstas son su contrario antagónico, su “razón” en la afirmación de Hegel que ya citamos. Pensar con las masas equivaldría a la superación de su contradicción. Pensar con ellas equivaldría al fin de su dominación.

Es por esto por lo que el único modo correcto de pensar, desde el punto de vista de la dominación, es evitar que las masas piensen, vale decir: no pensar con ellas.

En todas las épocas los dominadores fueron siempre así, jamás permitieron a las masas pensar correctamente.

“Un tal Míster Giddy —dice Niebuhr—, que fue posteriormente presidente de la sociedad real, hizo objeciones [se refiere al proyecto de ley que se presentó al Parlamento británico en 1867, creando escuelas subvencionadas] que se podrían haber presentado en cualquier otro país: 'Por especial que pudiera ser, teóricamente, el proyecto de educar a las clases trabajadoras de los pobres, seria perjudicial para su moral y felicidad; les enseñaría a despreciar su misión en la vida, en vez de hacer de ellos buenos siervos para la agricultura y otros empleos; en lugar de enseñarles subordinación los haría rebeldes y refractarios, tal como se puso en evidencia en los condados manufactureros; los habilitarla para leer folletos sediciosos, libros perversos y publicaciones contra la cristiandad; los tornaría insolentes para con sus superiores y, en pocos años, sería necesario que la legislación dirigiera contra ellos el brazo fuerte del poder'.”

En el fondo, lo que el señor Giddy, citado por Niebuhr, quería era que las masas no pensaran, así como piensan muchos actualmente —aunque no hablan tan cínica y abiertamente contra la educación popular.

Los señores Giddy de todas las épocas, en tanto clase opresora, al no poder pensar con las masas oprimidas, no pueden permitir que ésas piensen.

De este modo, dialécticamente, se explica el porqué al no pensar con las masas, sino sólo en torno de las masas, las elites opresoras no sucumben.

No es lo mismo lo que ocurre con el liderazgo revolucionario. Este, en tanto liderazgo revolucionario, sucumbe al pensar sin las masas. Las masas son su matriz constituyente y no la incidencia pasiva de su pensamiento. Aunque tenga que pensar también en torno de las masas para comprenderlas mejor, esta forma de pensamiento se distingue de la anterior. La distinción radica en que, no siendo éste un pensar para dominar sino para liberar, al pensar en torno de las masas, el liderazgo se entrega al pensamiento de ellas.

Mientras el otro es un pensamiento de señor, éste es un pensamiento de compañero. Y sólo así puede ser. En tanto la dominación, por su naturaleza misma, exige sólo un polo dominador y un polo dominado que se contradicen antagónicamente, la liberación revolucionaria, que persigne la superación de esta contradicción, implica la existencia de estos polos, y la de un liderazgo que emerge en el proceso de esa búsqueda.

Este liderazgo que emerge, o se identifica con las masas populares como oprimidos o no es revolucionario. Es así como no pensar con las masas pensando simplemente en torno de ellas, al igual que los dominadores que no se entregan a su pensamiento, equivale a desaparecer como liderazgo revolucionario.

En tanto, en el proceso opresor, las elites viven de la “muerte en vida” de los oprimidos, autentificándose sólo en la relación vertical entre ellas, en el proceso revolucionario sólo existe un camino para la autentificación del liderazgo que emerge: “morir” para renacer a través de los oprimidos.

Si bien en el primer caso es lícito pensar que alguien oprime a alguien, en el segundo ya no se puede afirmar que alguien libera a alguien o que alguien se libera solo, sino que los hombres se liberan en comunión. Con esto, no queremos disminuir el valor y la importancia del liderazgo revolucionario. Por el contrario, estamos subrayando esta importancia y este valor. ¿Puede tener algo mayor importancia que convivir con los oprimidos, con los desarrapados del mundo, con los “condenados de la tierra”?

En esto, el liderazgo revolucionario debe encontrar no sólo su razón de ser, sino la razón de una sana alegría. Por su naturaleza él puede hacer lo que el otro, por su naturaleza, no puede realizar en términos verdaderos.

De ahí que cualquier aproximación que hagan los opresores a los oprimidos, en cuanto clase, los sitúa inexorablemente en la perspectiva de la falsa generosidad a que nos referíamos en el primer capítulo de este ensayo. El ser falsamente generosa o dirigista es un lujo que no se puede permitir el liderazgo revolucionario.

Si las elites opresoras se fecundan necrófilamente en el aplastamiento de los oprimidos, el liderazgo revolucionario sólo puede fecundarse a través de la comunión con ellos.

Esta es la razón por la cual el quehacer opresor no puede ser humanista, en tanto que el revolucionario necesariamente lo es. Y tanto el deshumanismo de los opresores como el humanismo revolucionario implican la ciencia. En el primero, ésta se encuentra al servicio de la “reificación”; y en el segundo caso, al servicio de la humanización. Así, si en el uso de la ciencia y de la tecnología con el fin de reificar, el sine qua non de esta acción es hacer de los oprimidos su mera incidencia, en el uso de la ciencia y la tecnología para la humanización se imponen otras condiciones. En este caso, o los oprimidos se transforman también en sujetos del proceso o continúan “reificados”.

Y el mundo no es un laboratorio de anatomía ni los hombres cadáveres que deban ser estudiados pasivamente.

El humanismo científico revolucionario no puede, en nombre de la revolución, tener en los oprimidos objetos pasivos útiles para un análisis cuyas conclusiones prescriptivas deben seguir.

Esto significarla dejarse caer en uno de los mitos de la ideología opresora, el de la absolutización de la ignorancia, que implica la existencia de alguien que la decreta a alguien.

El acto de decretar implica, para quien lo realiza, el reconocimiento de los otros como absolutamente ignorantes, reconociéndose y reconociendo a la clase a que pertenece como los que saben o nacieron para saber. Al reconocerse en esta forma tienen sus contrarios en los otros. Los otros se hacen extraños para él. Su palabra se vuelve la palabra “verdadera”, la que impone o procura imponer a los demás. Y éstos son siempre los oprimidos, aquellos a quienes se les ha prohibido decir su palabra.

Se desarrolló en el que prohíbe la palabra de los otros una profunda desconfianza en ellos, a los que considera como incapaces. Cuanto más dice su palabra sin considerar la palabra de aquellos a quienes se les ha prohibido decirla, tanto más ejerce el poder o el gusto de mandar, de dirigir, de comandar. Ya no puede vivir si no tiene a alguien a quien dirigir su palabra de mando.

En esta forma es imposible el diálogo. Esto es propio de las elites opresoras que, entre sus mitos, tienen que vitalizar cada vez más éste, con el cual pueden dominar eficientemente.

Por el contrario, el liderazgo revolucionario, científico-humanista, no puede absolutizar la ignorancia de las masas. No puede creer en este mito. No tiene siquiera el derecho de dudar, por un momento, de que esto es un mito.

Como liderazgo, no puede admitir que sólo él sabe y que sólo él puede saber, lo que equivaldría a desconfiar de las masas populares. Aun cuando sea legítimo reconocerse a un nivel de saber revolucionario, en función de su misma conciencia revolucionaria, diferente del nivel de conocimiento empírico de las masas, no puede sobreponerse a éste con su saber.

Por eso mismo, no puede esloganizar a las masas sino dialogar con ellas, para que su conocimiento empírico en torno de la realidad, fecundado por el conocimiento crítico del liderazgo, se vaya transformando en la razón de la realidad.

Así como sería ingenuo esperar de las élites opresoras la denuncia de este mito de la absolutización de la ignorancia de las masas, es una contradicción que el liderazgo revolucionario no lo haga, y mayor contradicción es el que actúe en función de él.

Lo que debe hacer el liderazgo revolucionario es problematizar a los oprimidos no sólo éste sino todos los mitos utilizados por las élites opresoras para oprimir más y más.

Si no se comporta de este modo, insistiendo en imitar a los opresores en sus métodos dominadores, probablemente podrán dar las masas populares dos tipos de respuesta. En determinadas circunstancias históricas, se dejarán domesticar por un nuevo contenido depositado en ellas. En otras, se amedrentarán frente a una “palabra” que amenaza al opresor “alojado” en ellas.

En ninguno de los casos se hacen revolucionarias. En el primero de los casos la revolución es un engaño; en el segundo, una imposibilidad.

Hay quienes piensan, quizá con buenas intenciones pero en forma equivocada, que por ser lento el proceso dialógico  —lo cual no es verdad— se debe hacer la revolución sin comunicación, a través de los “comunicados”, para desarrollar posteriormente un amplio esfuerzo educativo. Agregan a esto que no es posible desarrollar un esfuerzo de educación liberadora antes de acceder al poder.

Existen algunos puntos fundamentales que es necesario analizar en las afirmaciones de quienes piensan de este modo.

Creen (no todos) en la necesidad del diálogo con las masas, pero no creen en su viabilidad antes del acceso al poder. Al admitir que no es posible por parte del liderazgo un modo de comportamiento educativo-crítico antes de un acceso al poder, niegan el carácter pedagógico de la revolución entendida como acción cultural,  paso previo para transformarse en “revolución cultural”. Por otro lado, confunden el sentido pedagógico de la revolución —o la acción cultural— con la nueva educación que debe ser instaurada conjuntamente con el acceso al poder.

Nuestra posición, sostenida una vez y afirmada a lo largo de este ensayo, es que sería realmente una ingenuidad esperar de las elites opresoras una educación de carácter liberador. Dado que la revolución, en la medida en que es liberadora, tiene un carácter pedagógico que no puede olvidarse a riesgo de no ser revolución, el acceso al poder es sólo un momento, por más decisivo que sea. En tanto proceso, el “antes” de la revolución radica en la sociedad opresora y es sólo aparente.

La revolución se genera en ella como un ser social y, por esto, en la medida en que es acción cultural, no puede dejar de corresponder a las potencialidades del ser social en que se genera.

Como todo ser, se desarrolla (o se transforma) dentro de sí mismo, en el juego de sus contradicciones.

Aunque necesarios, los condicionamientos externos sólo son eficientes si coinciden con aquellas potencialidades.

Lo nuevo de la revolución nace de la sociedad antigua, opresora, que fue superada. De ahí que el acceso al poder, el cual continúa siendo un proceso, si, como señalamos, sólo un momento decisivo de éste.

Por eso, en una visión dinámica de la revolución, ésta no tiene un antes y un después absolutos, cuyo punto de división está dado por el acceso al poder. Generándose en condiciones objetivas, lo que busca es la superación de la situación opresora, conjuntamente con la instauración de una sociedad de hombres en proceso de permanente liberación.

El sentido pedagógico, dialógico, de la revolución que la transforma en “revolución cultural”, tiene que acompañarla también en todas sus fases. Este es uno de los medios eficientes que evitan la institucionalización del poder revolucionario o su estratificación en una “burocracia” antirrevolucionaria, ya que la contrarrevolución lo es también de los revolucionarios que se vuelven reaccionarios.

Por otra parte, si no es posible dialogar con las masas populares antes del acceso al poder, dado que a ellas les falta la experiencia del diálogo, tampoco les será posible acceder al poder ya que les falta, igualmente, la experiencia del poder. Precisamente porque defendemos una dinámica permanente en el proceso revolucionario, entendemos que en esta dinámica, en la praxis de las masas con el liderazgo revolucionario, es donde ellas y sus líderes más representativos aprenderán a ejercitar el diálogo y el poder. Esto nos parece tan obvio como decir que un hombre no aprende a nadar en una biblioteca, sino en el agua.

El diálogo con las masas no es una concesión, ni un regalo, ni mucho menos una táctica que deba ser utilizada para dominar, como lo es por ejemplo la esloganización. El diálogo como encuentro de los hombres para la “pronunciación” del mundo es una condición fundamental para su verdadera humanización.

Si “una acción libre solamente lo es en la medida en que el hombre transforma su mundo y se transforma a sí mismo; si una condición positiva para la libertad es el despertar de las posibilidades creadoras del hombre; si la lucha por una sociedad libre no se da a menos que, por medio de ella, pueda crearse siempre un mayor grado de libertad individual;  debe reconocerse, entonces, al proceso revolucionario su carácter eminentemente pedagógico. De una pedagogía problematizante y no de una pedagogía de “depósitos”, “bancaria”. Por eso el camino de la revolución es el de la apertura hacia las masas populares, y no el del encerramiento frente a ellas. Es el de la convivencia con ellas, no el de la desconfianza para con ellas. Y cuanto más exigencias plantee la revolución a su teoría, como subraya Lenin, mayor debe ser la vinculación de su liderazgo con las masas, a fin de que pueda estar contra el poder opresor.

Sobre estas consideraciones generales, iniciemos ahora un análisis más detenido a propósito de las teorías de la acción antidialógica y dialógica. La primera, opresora; la segunda, revolucionario-liberadora.

Conquista

La primera de las características que podemos sorprender en la acción antidialógica es la necesidad de la conquista.

El antidialógico, dominador por excelencia, pretende, en sus relaciones con su contrario, conquistarlo, cada vez más, a través de múltiples formas. Desde las más burdas hasta las más sutiles. Desde las más represivas hasta las más almibaradas, cual es el caso del paternalismo.

Todo acto de conquista implica un sujeto que conquista y un objeto conquistado. El sujeto determina sus finalidades al objeto conquistado, que pasa, por ello, a ser algo poseído por el conquistador. Éste, a su vez, imprime su forma al conquistado, quien al introyectarla se transforma en un ser ambiguo. Un ser que, como ya hemos señalado, “aloja” en sí al otro.

Desde luego, la acción conquistadora, al “reificar” los hombres, es esencialmente necrófila.

Así como la acción antidialógica, para la cual el acto de conquistar es esencial, es concomitante con una situación real, concreta, de opresión, la acción dialógica es también indispensable para la superación revolucionaria de la situación concreta de opresión.

No se es antidialógico o dialógico en el aire, sino en el mundo. No se es antidialógico primero y opresor después, sino simultáneamente. El antidialógico se impone al opresor, en una situación objetiva de opresión para, conquistando, oprimir más, no sólo económicamente, sino culturalmente, robando al oprimido su palabra, su expresividad, su cultura.

Instaurada la situación opresora, antidialógica en sí, el antidiálogo se torna indispensable para su mantenimiento.

La conquista creciente del oprimido por el opresor aparece, así, como un rasgo característico de la acción antidialógica. Es por esto por lo que, siendo la acción liberadora dialógica en sí, el diálogo no puede ser un a posteriori suyo, sino desarrollarse en forma paralela, sin embargo, dado que los hombres estarán siempre liberándose, el diálogo  se transforma en un elemento permanente de la acción liberadora. El deseo de conquista, y quizá más que el deseo, la necesidad de la conquista, es un elemento que acompaña a la acción antidialógica en todos sus momentos.

Por medio de ella y para todos los fines implícitos en la opresión, los opresores se esfuerzan por impedir a los hombres el desarrollo de su condición de “admiradores” del mundo. Dado que no pueden conseguirlo en su totalidad se impone la necesidad de mitificar el mundo.

De ahí que los opresores desarrollen una serie de recursos mediante los cuales proponen a la “admiración” de las masas conquistadas y oprimidas un mundo falso. Un mundo de engaños que, alienándolas más aún, las mantenga en un estado de pasividad frente a él. De ahí que, en la acción de conquistas, no sea posible presentar el mundo como problema, sino por el contrario, como algo dado, como algo estático al cual los hombres se deben ajustar.

La falsa “admiración” no puede conducir a la verdadera praxis, ya que, mediante la conquista, lo que los opresores intentan obtener es transformar a las masas en un mero espectador. Masas conquistadas, masas espectadoras, pasivas, divididas, y por ello, masas enajenadas.

Es necesario, pues, llegar hasta ellas para mantenerlas alienadas a través de la conquista. Este llegar a ellas, en la acción de la conquista, no puede transformarse en un quedar con ellas. Esta “aproximación”, que no puede llevarse a cabo a través de la auténtica comunicación, se realiza a través de “comunicados”, de “depósitos”, de aquellos mitos indispensables para el mantenimiento del statu quo.

El mito, por ejemplo, de que el orden opresor es un orden de libertad. De que todos son libres para trabajar donde quieran. Si no les agrada el patrón, pueden dejarlo y buscar otro empleo. El mito de que este “orden” respeta los derechos de la persona humana y que, por lo tanto, es digno de todo aprecio. El mito de que todos pueden llegar a ser empresarios siempre que no sean perezosos y, más aún, el mito de que el hombre que vende por las calles, gritando: “dulce de banana y guayaba” es un empresario tanto cuanto lo es el dueño de una gran fábrica. El mito del derecho de todos a la educación cuando, en Latinoamérica, existe un contraste irrisorio entre la totalidad de los alumnos que se matriculan en las escuelas primarias de cada país y aquellos que logran el acceso a las universidades. El mito de la igualdad de clases cuando el “¿sabe usted con quién está hablando?” es aún una pregunta de nuestros días. El mito del heroísmo de las clases opresoras, como guardianas del orden que encarna la “civilización occidental y cristiana”, a la cual defienden de la “barbarie materialista”. El mito de su caridad, de su generosidad, cuando lo que hacen, en cuanto clase, es un mero asistencialismo, que se desdobla en el mito de la falsa ayuda, el cual, a su vez, en el plano de las naciones, mereció una severa crítica de Juan XXIII.  El mito de que las elites dominadoras, “en el reconocimiento de sus deberes”, son las promotoras del pueblo, debiendo éste, en un gesto de gratitud, aceptar su palabra y conformarse con ella. El mito de que la rebelión del pueblo es un pecado en contra de Dios. El mito de la propiedad privada como fundamento del desarrollo de la persona humana, en tanto se considere como personas humanas sólo a los opresores. El mito de la dinamicidad de los opresores y el de la pereza y falta de honradez de los oprimidos. El mito de la inferioridad “ontológica” de éstos y el de la superioridad de aquéllos.

Todos estos mitos, y otros que el lector seguramente conoce y cuya introyección por parte de las masas oprimidas es un elemento básico para lograr su conquista, les son entregados a través de una propaganda bien organizada, o por lemas, cuyos vehículos son siempre denominados “medios de comunicación de masas”,  entendiendo por comunicación el depósito de este contenido enajenante en ellas.

Finalmente, no existe una realidad opresora que no sea antidialógica, tal como no existe antidialogicidad en la que no esté implicado el polo opresor, empeñado incansablemente en la permanente conquista de los oprimidos.

Las élites dominadoras de la vieja Roma ya hablaban de la necesidad de dar a las masas “pan y circo” para conquistarlas, “tranquilizarlas”, con la intención explícita de asegurar su paz. Las elites dominadoras de hoy, como las de todos los tiempos, continúan necesitando de la conquista, como una especie de “pecado original”, con “pan y circo” o sin ellos. Si bien los contenidos y los métodos de la conquista varían históricamente, lo que no cambia, en tanto existe la élite dominadora, es este anhelo necrófilo por oprimir.

Dividir para oprimir

Esta es otra dimensión fundamental de la teoría de la acción opresora, tan antigua como la opresión misma.

En la medida que las minorías, sometiendo a su dominio a las mayorías, las oprimen, dividirlas y mantenerlas divididas son condiciones indispensables para la continuidad de su poder.

No pueden darse el lujo de aceptar la unificación de las masas populares, la cual significaría, indiscutiblemente, una amenaza seria para su hegemonía.

De ahí que toda acción que pueda, aunque débilmente, proporcionar a las clases oprimidas el despertar para su unificación es frenada inmediatamente por los opresores a través de métodos que incluso pueden llegar a ser físicamente violentos.

Conceptos como los de unión, organización y lucha, son calificados sin demora como peligrosos. Y realmente lo son, para los opresores, ya que su “puesta en práctica” es un factor indispensable para el desarrollo de una acción liberadora.

Lo que interesa al poder opresor es el máximo debilitamiento de los oprimidos, procediendo para ello a aislarlos, creando y profundizando divisiones a través de una gama variada de métodos y procedimientos. Desde los métodos represivos de la burocracia estatal, de la cual disponen libremente, hasta las formas de acción cultural a través de las cuales manipulan a las masas populares, haciéndolas creer que las ayudan.

Una de las características de estas formas de acción, que ni siquiera perciben los profesionales serios, que como ingenuos se dejan envolver, radica en el hincapié que se pone en la visión focalista de los problemas y no en su visión en tanto dimensiones de una totalidad.

Cuanto más se pulverice la totalidad de una región o de un área en “comunidades locales”, en los trabajos de “desarrollo de comunidad”, sin que estas comunidades sean estudiadas coma totalidades en si, siendo a la vez parcialidades de una totalidad mayor (área, región, etc.) que es a su vez parcialidad de otra totalidad (el país, como parcialidad de la totalidad continental), tanto más se intensifica la alienación. Y, cuanto más alienados, más fácil será dividirlos y mantenerlos divididos.

Estas formas focalistas de acción, intensificando la dimensión focalista en que se desarrolla la existencia de las masas oprimidas, sobre todo las rurales, dificultan su percepción crítica de la realidad y las mantienen aisladas de la problemática de los hombres oprimidos de otras áreas que están en relación dialéctica con la suyas.

Lo mismo se verifica en el proceso denominado “capacitación de líderes”, que, aunque realizado sin esta intención por muchos de los que lo llevan a cabo, sirve, en el fondo, a la alienación.

El supuesto básico de esta acción es en sí mismo ingenuo. Se sustenta en la pretensión de “promover” la comunidad a través de la capacitación de líderes, como si fueran las partes las que promueven el todo y no éste el que, al promoverse, promueve las partes.

En verdad, quienes son considerados a nivel de liderazgo en las comunidades, a fin de que respondan a la denominación de tal, reflejan y expresan necesariamente las aspiraciones de los individuos de su comunidad.

Estos deben presentar una correspondencia entre la forma de ser y de pensar la realidad de sus compañeros, aunque revelen habilidades especiales, que les otorgan el status de líderes.

En el momento en que vuelven a la comunidad, después de un período fuera de ella, con un instrumental que antes no poseían, o utilizan éste con el fin de conducir mejor a las conciencias dominadas e inmersas, o se transforman en extraños a la comunidad, amenazando así su liderazgo.

Probablemente, su tendencia será la de seguir manipulando, ahora en forma más eficiente. la comunidad a fin de no perder el liderato.

Esto no ocurre cuando la acción cultural, como proceso totalizado y totalizador, envuelve a toda la comunidad y no sólo a sus líderes. Cuando se realiza a través de los individuos, teniendo en éstos a los sujetos del proceso totalizador. En este tipo de acción, se verifica exactamente lo contrario. El liderazgo, o crece al nivel del crecimiento del todo o es sustituido por nuevos líderes que emergen, en base a una nueva percepción social que van constituyendo conjuntamente.

De ahí que a los opresores no les interese esta forma de acción, sino la primera, en tanto esta última, manteniendo la alienación, obstaculiza la emersión de las conciencias y su participación crítica en la realidad entendida como una totalidad. Y, sin ésta, la unidad de los oprimidos en tanto clase es siempre difícil.

Este es otro concepto que molesta a los opresores, aunque se consideren a sí mismos como clase, si bien “no opresora”, sino clase “productora”.

Así, al no poder negar en sus conflictos, aunque lo intenten, la existencia de las clases sociales, en relación dialéctica las unas con las otras, hablan de la necesidad de comprensión, de armonía, entre los que compran y aquellos a quienes se obliga a vender su trabajo.  Armonía que en el fondo es imposible, dado el antagonismo indisfrazable existente entre una clase y otra.

Defienden la armonía de clases como si éstas fuesen conglomerados fortuitos de individuos que miran, curiosos, una vitrina en una tarde de domingo.

La única armonía viable y comprobada es la de los opresores entre sí. Estos, aunque divergiendo e incluso, en ciertas ocasiones, luchando por intereses de grupos, se unifican, inmediatamente, frente a una amenaza a su clase en cuanto tal.

De la misma forma, la armonía del otro polo sólo es posible entre sus miembros tras la búsqueda de su liberación. En casos excepcionales, no sólo es posible sino necesario establecer la armonía de ambos para volver, una vez superada la emergencia que los unificó, a la contradicción que los delimita y que jamás desapareció en el circunstancial desarrollo de la unión.

La necesidad de dividir para facilitar el mantenimiento del estado opresor se manifiesta en todas las acciones de la clase dominadora. Su intervención en los sindicatos, favoreciendo a ciertos “representantes” de la clase dominada que, en el fondo, son sus representantes y no los de sus compañeros; la “promoción” de individuos que revelando cierto poder de liderazgo pueden representar una amenaza, individuos que una vez “promovidos” se “amansan”; la distribución de bendiciones para unos y la dureza para otros, son todas formas de dividir para mantener el “orden” que les interesa. Formas de acción que inciden, directa o indirectamente, sobre alguno de los puntos débiles de los oprimidos: su inseguridad vital, la que, a su vez, es fruto de la realidad opresora en la que se constituyen.

Inseguros en su dualidad de seres que “alojan” al opresor, por un lado, rechazándolo, por otro, atraídos a la vez por él, en cierto momento de la confrontación entre ambos, es fácil desde el punto de vista del opresor obtener resultados positivos de su acción divisoria.

Y esto porque los oprimidos saben, por experiencia, cuánto les cuesta no aceptar la “invitación” que reciben para evitar que se unan entre sí. La pérdida del empleo y la puesta de sus nombres en “lista negra” son hechos que significan puertas que se cierran ante nuevas posibilidades de empleo, siendo esto lo mínimo que les puede ocurrir.

Por esto mismo, su inseguridad vital se encuentra directamente vinculada a la esclavitud de su trabajo, que implica verdaderamente la esclavitud de su persona. Es así como sólo en la medida en que los hombres crean su mundo, mundo que es humano, y lo crean con su trabajo transformador, se realizan. La realización de los hombres, en tanto tales, radica, pues, en la construcción de este mundo. Así, si su “estar” en el mundo del trabajo es un estar en total dependencia, inseguro, bajo una amenaza permanente, en tanto su trabajo no les pertenece, no pueden realizarse. El trabajo alienado deja de ser un quehacer realizador de la persona, y pasa a ser un eficaz medio de reificación.

Toda unión de los oprimidos entre sí, que siendo acción apunta a otras acciones, implica tarde o temprano que al percibir éstos su estado de despersonalización, descubran que, en tanto divididos, serán siempre presas fáciles del dirigismo y de la dominación.

Por el contrario, unificados y organizados,  harán de su debilidad una fuerza transformadora, con la cual podrán recrear el mundo, haciéndolo más humano.

Por otra parte, este mundo más humano de sus justas aspiraciones es la contradicción antagónica del “mundo humano” de los opresores, mundo que poseen con derecho exclusivo y en el cual pretenden una armonía imposible entre ellos, que cosifican, y los oprimidos que son cosificados.

Como antagónicos que son, lo que necesariamente sirve a unos no puede servir a los otros.

El dividir para mantener el statu quo se impone, pues, como un objetivo fundamental de la teoría de la acción dominadora antidialógica.

Como un auxiliar de esta acción divisionista encontramos en ella una cierta connotación mesiánica, por medio de la cual los dominadores pretenden aparecer como salvadores de los hombres a quienes deshumanizan.

Sin embargo, en el fondo el mesianismo contenido en su acción no consigue esconder sus intenciones; lo que desean realmente es salvarse a sí mismos. Es la salvación de sus riquezas, su poder, su estilo de vida, con los cuales aplastan a los demás.

Su equívoco radica en que nadie se salva solo, cualquiera sea el plano en que se encare la salvación, o como clase que oprime sino con los otros. En la medida en que oprimen, no pueden estar con los oprimidos, ya que es lo propio de la opresión estar contra ellos. En una aproximación psicoanalítica a la acción opresora quizá se pudiera descubrir lo que denominamos como falsa generosidad del opresor en el primer capitulo, una de las dimensiones de su sentimiento de culpa. Con esta falsa generosidad, además de pretender seguir manteniendo un orden injusto y necrófilo, desea “comprar” su paz. Ocurre, sin embargo, que la paz no se compra, la paz se vive en el acto realmente solidario y amoroso, que no puede ser asumido, ni puede encarnase en la opresión.

Por eso mismo es por lo que el mesianismo existente en la teoría de la acción antidialógica viene a reforzar la primera característica de esta acción, la del sentido de la conquista.

En la medida en que la división de las masas oprimidas es necesaria al mantenimiento del statu quo, y, por tanto, a la preservación del poder de los dominadores, urge el que los oprimidos no perciban claramente las reglas del juego. En este sentido, una vez más, es imperiosa la conquista para que los oprimidos se convenzan, realmente, que están siendo defendidos. Defendidos contra la acción demoníaca de los “marginales y agitadores”, “enemigos de Dios”, puesto que así se llama a los hombres que viven y vivirán, arriesgadamente, en la búsqueda valiente de la liberación de los hombres.

De esta manera, con el fin de dividir, los necrófilos se denominan a sí mismos biófilos y llaman, a los biófilos, necrófilos. La historia, sin embargo, se encarga siempre de rehacer estas autoclasificaciones.

Hoy, a pesar de que la alienación brasileña continúa llamando a Tiradentes  “infiel” y al movimiento liberador que éste encarnó, “traición”, el héroe nacional no fue quien lo llamó “bandido” y lo envió a la horca y al descuartizamiento esparciendo los trozos de su cuerpo ensangrentado por los pueblos atemorizados, para citar sólo un ejemplo. El héroe es Tiradentes. La historia destruyó el “título” que le asignaran y reconoció, finalmente, el valor de su actitud.

Los héroes son exactamente quienes ayer buscaron la unión para la liberación y no aquellos que, con su poder, pretendían dividir para reinar.

Manipulación

Otra característica de la teoría de la acción antidia1ógica es la manipulación de las masas oprimidas. Como la anterior, la manipulación es también un instrumento de conquista, en función de la cual giran todas las dimensiones de la teoría de la acción antidialógica.

A través de la manipulación, las élites dominadoras intentan conformar progresivamente las masas a sus objetivos. Y cuanto más inmaduras sean, políticamente, rurales o urbanas, tanto más fácilmente se dejan manipular por las élites dominadoras que no pueden desear el fin de su poder y de su dominación.

La manipulación se hace a través de toda la serie de mitos a que hicimos referencia. Entre ellos, uno más de especial importancia: el modelo que la burguesía hace de sí misma y presenta a las masas como su posibilidad de ascenso, instaurando la convicción de una supuesta movilidad social. Movilidad que sólo se hace posible en la medida en que las masas acepten los preceptos impuestos por la burguesía.

Muchas veces esta manipulación, en ciertas condiciones históricas especiales, se da por medio de pactos entre las clases dominantes y las masas dominadas. Pactos que podrían dar la impresión en una apreciación ingenua, la de la existencia del diálogo entre ellas.

En verdad, estos pactos no son dialógicos, ya que, en lo profundo de su objetivo, esta inscrito el interés inequívoco de la élite dominadora. Los pactos, en última instancia, son sólo medios utilizados por los dominadores para la realización de sus finalidades.

El apoyo de las masas populares a la llamada “burguesía nacional”, para la defensa del dudoso capital nacional, es uno de los pactos cuyo resultado, tarde o temprano, contribuye al aplastamiento de las masas.

Los pactos sólo se dan cuando las masas, aunque ingenuamente, emergen en el proceso histórico y con su emersión amenazan a las élites dominantes. Basta su presencia en el proceso, no ya como meros espectadores, sino con las primeras señales de su agresividad, para que las élites dominadoras, atemorizadas por esta presencia molesta, dupliquen las tácticas de manipulación.

La manipulación se impone en estas fases como instrumento fundamental para el mantenimiento de la dominación.

Antes ele la emersión de las masas, no existe la manipulación propiamente tal, sino el aplastamiento total de los dominados. La manipulación es innecesaria al encontrarse los dominados en un estado de inmersión casi absoluto. Esta, en el momento de la emersión y en el contexto de la teoría antidialógica, es la respuesta que el opresor se ve obligado a dar frente a las nuevas condiciones concretas del proceso histórico.

La manipulación aparece como una necesidad imperiosa de las élites dominadoras con el objetivo de conseguir a través de ella un tipo inauténtico de “organización”, con la cual llegue a evitar su contrario, que es la verdadera organización de las masas populares emersas y en emersión.

Éstas, inquietas al emerger, presentan dos posibilidades: o son manipuladas por las élites a fin de mantener su dominación, o se organizan verdaderamente para lograr su liberación. Es obvio, entonces, que la verdadera organización no puede ser estimulada por los dominadores. Esta es tarea del liderazgo revolucionario.

Ocurre, sin embargo, que grandes fracciones de estas de estas masas populares, fracciones que constituyen, ahora, un proletariado urbano, sobre todo en aquellos centros industrializados del país, aunque revelando cierta inquietud amenazadora carente de conciencia revolucionaria, se ven a sí mismas como privilegiadas.

La manipulación, con toda su serie de engaños y promesas, encuentra ahí, casi siempre, un terreno fecundo.

El antídoto para esta manipulación se encuentra en la organización críticamente consciente, cuyo punto de partida, por esta misma razón, no es el mero depósito de contenidos revolucionarios, en las masas, sino la problematización de su posición en el proceso. En la problematización de la realidad nacional y de la propia manipulación.

Weffort  tiene razón cuando señala: “Toda política de izquierda se apoya en las masas populares y depende de su conciencia. Si viene a confundirla, perderá sus raíces, quedara en el aire en la expectativa de la caída inevitable, aun cuando pueda tener, como en el caso brasileño, la ilusión de hacer revolución por el simple hecho de girar en torno al poder”.

Lo que pasa es que, en el proceso de manipulación, casi siempre la izquierda se siente atraída por “girar en torno del poder” y, olvidando su encuentro con las masas para el esfuerzo de organización, se pierde en un “diálogo” imposible con las elites dominantes. De ahí que también terminen manipuladas por estas élites, cayendo, frecuentemente, en un mero juego de capillas, que denominan “realista”.

La manipulación, en la teoría de la acción antidialógica, como la conquista a que sirve, tiene que anestesiar a las masas con el objeto de que éstas no piensen.

Si las masas asocian a su emersión, o a su presencia en el proceso histórico, un pensar crítico sobre éste o sobre su realidad, su amenaza se concreta en la revolución.

Este pensamiento, llámeselo conecto, de “conciencia revolucionaria” o de “conciencia de clase”, es indispensable para la revolución.

Las elites dominadoras saben esto tan perfectamente que, en ciertos niveles suyos, utilizan instintivamente los medios más variados, incluyendo la violencia física, para prohibir a las masas el pensar.

Poseen una profunda intuición sobre la fuerza criticizante del diálogo. En tanto que, para algunos representantes del liderazgo revolucionario, el diálogo con las masas es un quehacer burgués y reaccionario, para los burgueses, el diálogo entre las masas y el liderazgo revolucionario es una amenaza real que debe ser evitada.

Insistiendo las elites dominadoras en la manipulación, inculcan progresivamente en los individuos el apetito burgués por el éxito personal.

Manipulación que se hace ora directamente por las élites, ora a través de liderazgos populistas. Estos liderazgos, como subraya Weffort, son mediadores de las relaciones entre las élites oligárquicas y las masas populares. De ahí que el populismo se constituya como estilo de acción política, en el momento en que se instala el proceso de emersión de las masas, a partir del cual ellas pasan a reivindicar, todavía en forma ingenua, su participación; el líder populista, que emerge en este proceso, es también un ser ambiguo. Dado que oscila entre las masas y las oligarquías dominantes, aparece como un anfibio. Vive tanto en la “tierra” como en el “agua”. Su permanencia entre las oligarquías dominadoras y las masas le deja huellas ineludibles. Como tal, en la medida en que simplemente manipula en vez de luchar por la verdadera organización popular, este tipo de líder sirve poco o casi nada a la causa revolucionaria.

Sólo cuando el líder populista supera su carácter ambiguo y la naturaleza dual de su acción, optando decididamente por las masas, deja de ser populista y renuncia a la manipulación entregándose al trabajo revolucionario de organización. En este momento, en lugar de mediador entre las masas y las élites, se transforma en contradicción de éstas, impulsando a las elites a organizarse a fin de frenarlo en la forma más rápida posible.

Es interesante observar la dramaticidad con que Vargas se dirigió a las masas obreras, en un 1ro. de mayo de su última etapa de gobierno, llamándolas a la unidad.

“Quiero deciros —afirmó Vargas en su célebre discurso— que la obra gigantesca de la renovación que mi gobierno empieza a ejecutar, no puede ser llevada a un buen término sin el apoyo de los trabajadores y su cooperación cotidiana y decidida.” Después de referirse a los primeros noventa días de su gobierno, a los que denominaba “un balance de las dificultades y de los obstáculos que, de acá y allá, se levantan en contra de la acción gubernamental”, decía al pueblo en un lenguaje directísimo cómo le tocaba “en el alma el desamparo, la miseria, la carestía de la vida, los salarios bajos... los desesperos de los desvalidos y las reivindicaciones de la mayoría del pueblo que vive en la esperanza de mejores días”.

Inmediatamente, su llamado se iba haciendo más dramático y objetivo; “...vengo a decir que, en este momento, el gobierno aún está desarmado en lo que a leyes y elementos concretos de acción para la defensa de la economía del pueblo se refiere. Se impone que el pueblo se organice, no sólo para defender sus propios intereses, sino también para dar al gobierno el punto de apoyo indispensable para la realización de sus propósitos”. Y sigue: “Necesito de vuestra unión, necesito que os organicéis solidariamente en sindicato.; necesito que forméis un bloque fuerte y cohesionado al lado del gobierno para que éste pueda disponer de toda la fuerza de que necesita para resolver vuestros propios problemas. Necesito de vuestra unión para que pueda luchar en contra de los saboteadores, para no quedar prisionero de los intereses de los especuladores y de los gananciosos en perjuicio de los intereses del pueblo”. Y con el mismo énfasis: “Llegó por esto la hora de que el gobierno apele a los trabajadores diciéndoles: uníos en vuestros sindicatos como fuerzas libres y organizadas. En la hora presente, ningún gobierno podrá sobreexistir o disponer de fuerza suficiente para sus realizaciones si no cuenta con el apoyo de las organizaciones obreras”.

Al apelar vehementemente a las masas para que se organizasen, para que se unieran en la reivindicación de sus derechos, y al señalarles, con la autoridad de jefe de Estado, los obstáculos, los frenos, las innumerables dificultades para realizar un gobierno con ellas, su gobierno inició los tropiezos que lo condujeron al trágico final de agosto de 1954.

Si Vargas no hubiera revelado, en su última etapa de gobierno, una inclinación tan ostentosa hacia la organización de las masas populares, consecuentemente ligada a la toma de una serie de medidas para la defensa de los intereses nacionales, posiblemente las élites reaccionarias no hubiesen llegado al extremo que llegaron. Esto ocurre con cualquier líder populista al aproximarse, aunque directamente, a las masas populares no ya como el exclusivo mediador de las oligarquías. Estas, por las fuerzas de que disponen, acaban por frenarlo.

En tanto la acción del líder se mantenga en el dominio de las formas paternalistas y de extensión asistencialista, sólo pueden existir divergencias accidentales entre él y los grupos oligárquicos heridos en sus intereses, pero difícilmente podrán existir diferencias profundas.

Lo que pasa es que estas formas asistencialistas, como instrumento de manipulación, sirven a la conquista. Funcionan como anestésico. Distraen a las masas populares desviándolas de las verdaderas causas de sus problemas, así como de la solución concreta de éstos. Fraccionan a las masas populares en grupos de individuos cuya única expectativa es la de “recibir” más.

Sin embargo, existe en esta existencialización manipuladora un momento de positividad, cual es el que los individuos asistidos desean, indefinidamente, más y más, y los no asistidos, frente al ejemplo de los que lo son, buscan la forma de ser igualmente asistidos.

Teniendo en cuenta que las élites dominadoras no pueden dar ayuda a todos, terminan por aumentar en mayor grado la inquietud de las masas.

El liderazgo revolucionario debería aprovechar la contradicción planteada por la manipulación, problematizándola a las masas populares a fin de lograr el objetivo de la organización.

Invasión cultural

Finalmente, sorprendemos, en la teoría de la acción antidialógica, otra característica fundamental — la invasión cultural. Característica que, como las anteriores, sirve a la conquista.

Ignorando las potencialidades del ser que condiciona, la invasión cultural consiste en la penetración que hacen los invasores en el contexto cultural de los invadidos, imponiendo a éstos su visión del mundo, en la medida misma en que frenan su creatividad, inhibiendo su expansión.

En este sentido, la invasión cultural, indiscutiblemente enajenante, realizada discreta o abiertamente, es siempre una violencia en cuanto violenta al ser de la cultura invadida, que o se ve amenazada o definitivamente pierde su originalidad.

Por esto, en la invasión cultural, como en el resto de las modalidades de acción antidialógica, los invasores son sus sujetos, autores y actores del proceso; los invadidos, sus objetos. Los invasores aceptan su opción (o al menos esto es lo que de ellos se espera). Los invasores actúan; los invadidos tienen la ilusión de que anima, en la actuación de los invasores.

La invasión cultural tiene así una doble fase. Por un lado, es en si dominante, y por el otro es táctica de dominación.

En verdad, toda dominación implica una invasión que se manifiesta no sólo físicamente, en forma visible, sino a veces disfrazada y en la cual el invasor se presenta como si fuese el amigo que ayuda. En el fondo, la invasión es una forma de dominar económica y culturalmente al invadido.

Invasión que realiza una sociedad matriz, metropolitana, sobre una sociedad dependiente; o invasión implícita en la dominación de una clase sobre otra. en una misma sociedad.

Como manifestación de la conquista, la invasión cultural conduce a la inautenticidad del ser de los invadidos. Su programa responde al cuadro valorativo de sus actores, a sus patrones y finalidades.

De ahí que la invasión cultual, coherente con su matriz antidialógica e ideológica, jamás pueda llevarse a cabo mediante la problematización de la realidad y de los contenidos programáticos de los invadidos. De ahí que, para los invasores, en su anhelo por dominar, por encuadrar a los individuos en sus patrones y modos de vida, sólo les interese saber cómo piensan los invadidos su propio mundo con el objeto de dominarlos cada vez más.

En la invasión cultural, es importante que los invadidos vean su realidad con la óptica de los invasores y no con la suya propia. Cuanto más mimetizados estén los invadidos, mayor será la estabilidad de los invasores. Una condición básica para el éxito de la invasión cultural radica en que los invadidos se convenzan de su inferioridad intrínseca. Así, como no hay nada que no tenga su contrario, en la medida que los invadidos se van reconociendo como “inferiores”, irán reconociendo necesariamente la “superioridad” de los invasores. Los valores de éstos pasan a ser la pauta de los invadidos. Cuando más se acentúa la invasión, alienando el ser de la cultura de los invadidos, mayor es el deseo de éstos por parecerse a aquellos: andar como aquellos, vestir a su manera, hablar a su modo.

El yo social de los invadidos que, como todo yo social, se constituye en las relaciones socioculturales que se dan en la estructura, es tan dual como el ser de la cultura invadida.

Esta dualidad, a la cual nos hemos referido con anterioridad, es la que explica a los invadidos y dominados, en cierto momento de su experiencia existencial, como un yo casi adherido al TU opresor.

Al reconocerse críticamente en contradicción con aquél es necesario que el YO oprimido rompa esta casi “adherencia” al TU opresor, “separándose” de él para objetivarlo. Al hacerlo, “ad-mira” la estructura en la que viene siendo oprimido, como una realidad deshumanizante.

Este cambio cualitativo en la percepción del mundo, que no se realiza fuera de la praxis, jamás puede ser estimulado por los opresores, como un objetivo de su teoría de la acción.

Por el contrario, es el mantenimiento del statu quo lo que les interesa, en la medida en que el cambio de la percepción del mundo, que implica la inserción crítica en la realidad, los amenaza. De ahí que la invasión cultural aparece como una característica de la acción antidialógica.

Existe, sin embargo, un aspecto que nos parece importante subrayar en el análisis que estamos haciendo de la acción antidialógica. Es que ésta, en la medida en que es una modalidad de la acción cultural de carácter dominador, siendo por lo tanto dominación en sí, como subrayamos anteriormente, es por otro lado instrumento de ésta. Así, además de su aspecto deliberado, volitivo, programado, tiene también otro aspecto que la caracteriza como producto de la realidad opresora.

En efecto, en la medida en que una estructura social se denota como estructura rígida, de carácter dominador, las instituciones formadoras que en ella se constituyen estarán, necesariamente, marcadas por su clima, trasladando sus mitos y orientando su acción en el estilo propio de la estructura. Los hogares y las escuelas, primarias, medias y universitarias, que no existen en el aire, sino en el tiempo y en el espacio, no pueden escapar a las influencias de las condiciones estructurales objetivas. Funcionan, en gran medida, en las estructuras dominadoras, como agencias formadoras de futuros “invasores”. Las relaciones padres-hijos, en los hogares, reflejan de modo general las condiciones objetivo-culturales de la totalidad de que participan. Y si éstas son condiciones autoritarias, rígidas, dominadoras, penetran en los hogares que incrementan el clima de opresión.

Mientras más se desarrollen estas relaciones de carácter autoritario entre padres e hijos, tanto más introyectan, los hijos, la autoridad paterna.

Discutiendo el problema de la necrofilia y de la biofilia, analiza Fromm, con la claridad que lo caracteriza, las condiciones objetivas que generan la una y la otra, sea esto en los hogares, en las relaciones padres-hijos, tanto en el clima desamoroso y opresor como en aquel amoroso y libre, o en el contexto socio-cultural. Niños deformados en un ambiente de desamor, opresivo, frustrados en su potencialidad, como diría Fromm, si no consiguen enderezarse en la juventud en el sentido de la auténtica rebelión, o se acomodan a una dimisión total de su querer, enajenados a la autoridad y a los mitos utilizados por la autoridad para “formarlos”, o podrán llegar a asumir formas de acción destructiva.

Esta influencia del hogar y la familia se prolonga en la experiencia de la escuela. En ella, los educandos descubren temprano que, como en el hogar, para conquistar ciertas satisfacciones deben adaptarse a los preceptos que se establecen en forma vertical. Y uno de estos preceptos es el de no pensar.

Introyectando la autoridad paterna a través de un tipo rígido de relaciones, que la escuela subraya, su tendencia, al transformarse en profesionales por el miedo a la libertad que en ellos se ha instaurado, es la de aceptar los patrones rígidos en que se deformaron.

Tal vez esto, asociado a su posición clasista, explique la adhesión de un gran número de profesionales a una acción antidialógica.

Cualquiera que sea la especialidad que tengan y que los ponga en relación con el pueblo, su convicción inquebrantable es la de que les cabe “transferir”, “llevar” o “entregar al pueblo sus conocimientos, sus técnicas”.

Se ven a sí mismos como los promotores del pueblo. Los programas de su acción, como lo indicaría cualquier buen teórico de la acción opresora, entrañan sus finalidades, sus convicciones, sus anhelos.

No se debe escuchar al pueblo para nada, pues éste, “incapaz e inculto, necesita ser educado por ellos para salir de la indolencia provocada por el subdesarrollo”.

Para ellos, la “incultura del pueblo” es tal que les parece un “absurdo” hablar de la necesidad de respetar la “visión del mundo” que esté teniendo. La visión del mundo la tienen sólo los profesionales...

De la misma manera, les parece absurdo que sea indispensable escuchar al pueblo a fin de organizar el contenido programático de la acción educativa. Para ellos, “la ignorancia absoluta” del pueblo no le permite otra cosa sino recibir sus enseñanzas.

Por otra parte, cuando los invadidos, en cierto momento de su experiencia existencial, empiezan de una forma u otra a rechazar la invasión a la que en otro momento se podrían haber adaptado, los invasores, a fin de justificar su fracaso, hablan de la “inferioridad” de los invadidos, refiriéndose a ellos como “enfermos”, “mal agradecidos” y llamándolos a veces también “mestizos”.

Los bien intencionados, vale decir, aquellos que utilizan la “invasión” no ya como ideología, sino a causa de las deformaciones a que hicimos referencia en páginas anteriores, terminan por descubrir, en sus experiencias, que ciertos fracasos de su acción no se deben a una inferioridad ontológica de los hombres simples del pueblo, sino a la violencia de su acto invasor. De modo general, éste es un momento difícil por el que atraviesan muchos de los que hacen tal descubrimiento.

A pesar de que sienten la necesidad de renunciar a la acción invasora, tienen en tal forma introyectados los patrones de la dominación que esta renuncia pasa a ser una especie de muerte paulatina.

Renunciar al acto invasor significa, en cierta forma, superar la dualidad en que se encuentran como dominados por un lado, como dominadores, por otro.

Significa renunciar a todos los mitos de que se nutre la acción invasora y dar existencia a una acción dialógica. Significa, por esto mismo, dejar de estar sobre o “dentro”, como “extranjeros”, para estar con ellos, como compañeros.

El “miedo a la libertad” se instaura entonces en ellos. Durante el desarrollo de este proceso traumático, su tendencia natural es la de racionalizar el miedo, a través de una serie de mecanismos de evasión.

Este “miedo a la libertad”, en técnicos que ni siquiera alcanzaron a descubrir el carácter de acción invasora, es aún mayor cuando se les habla del sentido deshumanizante de esta acción.

Frecuentemente, en los cursos de capacitación, sobre todo en el momento de descodificación de situaciones concretas realizadas por los participantes, llega un momento en que preguntan irritados al coordinador de la discusión: “¿A dónde nos quiere llevar usted finalmente?” La verdad es que el coordinador no los desea conducir, sino que desea inducir una acción. Ocurre, simplemente, que al problematizarles una situación concreta, ellos empiezan a percibir que al profundizar en el análisis de esta situación tendrán necesariamente que afirmar o descubrir sus mitos.

Descubrir sus mitos y renunciar a ello es, en el momento, un acto “violento” realizado por los sujetos en contra de sí mismos. Afirmarlos, por el contrario, es revelarse. La única salida, como mecanismo de defensa también, radica en transferir al coordinador lo propio de su práctica normal: conducir, conquistar, invadir, como manifestaciones de la teoría antidialógica de la acción.

Esta misma evasión se verifica, aunque en menor escala, entre los hombres del pueblo, en la medida en que la situación concreta de opresión los aplasta y la “asistencialización” los domestica.

Una de las educadoras del “Full Circle”, institución de Nueva York, que realiza un trabajo educativo de efectivo valor, nos relató el siguiente caso: “Al problematizar una situación codificada a uno de los grupos de las áreas pobres de Nuera York sobre una situación concreta que mostraba, en la esquina de una calle —la misma en que se hacía la reunión— una gran cantidad de basura, dijo inmediatamente uno de los participantes: —Veo una calle de África o de América Latina. —¿Y por qué no de Nueva York?, preguntó la educadora. —Porque, afirmó, somos los Estados Unidos, y aquí no puede existir esto.”

Indudablemente, este hombre y algunos de sus compañeros, concordantes con él con su indiscutible “juego de conciencia”, escapaban a una realidad que los ofendía y cuyo reconocimiento incluso los amenazaba.

Al participar, aunque precariamente, de una cultura del éxito y del ascenso personales, reconocerse en una situación objetiva desfavorable, para una conciencia enajenada, equivalía a frenar la propia posibilidad de éxito.

Sea en éste, sea en el caso de los profesionales, la fuerza determinante de la cultura en que se desarrollan los mitos introyectados por los hombres es perfectamente visible. En ambos casos, ésta es la manifestación de la cultura de la clase dominante que obstaculiza la afirmación de los hombres como seres de decisión.

En el fondo, ni los profesionales a que hicimos referencia, ni los participantes de la discusión citada en un barrio pobre de Nueva York están hablando y actuando por sí mismos, como actores del proceso histórico. Ni los unos ni los otros son teóricos o ideólogos de la dominación. Al contrario, son un producto de ella que como tal se transforma a la vez en su causa principal.

Este es uno de los problemas serios que debe enfrentar la revolución en el momento de su acceso al poder. Etapa en la cual, exigiendo de su liderazgo un máximo de sabiduría política, decisión y coraje, exige el equilibrio suficiente para no dejarse caer en posiciones irracionales sectarias.

Es que, indiscutiblemente, los profesionales, con o sin formación universitaria y cualquiera que sea su especialidad, son hombres que estuvieron bajo la “sobredeterminación de una cultura de dominación que los constituyó como seres duales. Podrían, incluso, haber surgido de las clases populares, y la deformación en el fondo sería la misma y quizá peor. Sin embargo estos profesionales son necesarios a la reorganización de la nueva sociedad. Y, dada que un gran número de ellos, aunque marcados por su “miedo a la libertad” y renuentes a adherirse a una acción liberadora, son personas que en gran medida están equivocadas, nos parece que no sólo podrían sino que deberían ser recuperados por la revolución.

Esto exige de la revolución en el poder que, prolongando lo que antes fue la acción cultural dialógica, instaure la “revolución cultural”. De esta manera, el poder revolucionario, concienciado y concienciador, no sólo es un poder sino un nuevo poder; un poder que no es sólo el freno necesario a los que pretenden continuar negando a los hombres, sino también la invitación valerosa a quienes quieran participar en la reconstrucción de la sociedad.

En este sentido, la “revolución cultural” es la continuación necesaria de la acción cultural dialógica que debe ser realizada en el proceso anterior del acceso al poder.

La “revolución cultural” asume a la sociedad en reconstrucción en su totalidad, en los múltiples quehaceres de los hombres, como campo de su acción formadora.

La reconstrucción de la sociedad, que no puede hacerse en forma mecanicista, tiene su instrumento fundamental en la cultura, y culturalmente se rehace a través de la revolución.

Tal como la entendemos, la “revolución cultural” es el esfuerzo máximo de concienciación que es posible desarrollar a través del poder revolucionario, buscando llegar a todos, sin importar las tareas especificas que éste tenga que cumplir.

Por esta razón, este esfuerzo no puede limitarse a una mera formación tecnicista de los técnicos, ni cientificista de los científicos necesarios a la nueva sociedad. Esta no puede distinguirse cualitativamente de la otra de manera repentina, como piensan los mecanicistas en su ingenuidad, a menos que ocurra en forma radicalmente global.

No es posible que la sociedad revolucionaria atribuya a la tecnología las mismas finalidades que le eran atribuidas por la sociedad anterior. Consecuentemente, varía también la formación que de los hombres se haga.

En este sentido, la formación técnico-científica no es antagónica con la formación humanista de los hombres, desde el momento en que la ciencia y la tecnología, en la sociedad revolucionaria, deben estar al servicio de la liberación permanente, de la humanización del hombre.

Desde este punto de vista, la formación de los hombres, por darse en el tiempo y en el espacio, exige para cualquier quehacer: por un lado, la comprensión de la cultura como supraestructura capaz de mantener en la infraestructura, en proceso de transformación revolucionaria, “supervivencias” del pasado;  y por otro, el quehacer mismo, como instrumento de transformación de la cultura.

En la medida en que la concienciación, en y por la “revolución cultural”, se va profundizando, en la praxis creadora de la sociedad nueva, los hombres van descubriendo las razones de la permanencia de las “supervivencias” míticas, que en el fondo no son sino las realidades forjadas en la vieja sociedad.

Así podrán, entonces, liberarse más rápidamente de estos espectros, que son siempre un serio problema para toda revolución en la medida en que obstaculizan la construcción de la nueva sociedad.

Por medio de estas “supervivencias”, la sociedad opresora continúa “invadiendo”, invadiendo ahora a la sociedad revolucionaria.

Lo paradójico de esta “invasión” es, sin embargo, que no la realiza la vieja élite dominadora reorganizada para tal efecto, sino que la lucen los hombres que tomaron parte en la revolución.

“Alojando” al opresor, se resisten, como si fueran el opresor mismo, de las medidas básicas que debe tomar el poder revolucionario.

Como seres duales, aceptan también, aunque en función de las supervivencias, el poder que se burocratiza, reprimiéndolos violentamente.

Este poder burocrático y violentamente represivo puede, a su vez, ser explicado a través de lo que Althusser  denomina “reactivación de los elementos antiguos”, favorecidos ahora por circunstancias especiales, en la nueva sociedad.

Por estas razones, defendemos el proceso revolucionario como una acción cultural dialógica que se prolonga en una “revolución cultural”, conjuntamente con el acceso al poder. Asimismo, defendemos en ambas el esfuerzo serio y profundo de concienciación  para que finalmente la revolución cultural, al desarrollar la práctica de la confrontación permanente entre el liderazgo y el pueblo, consolide la participación verdaderamente crítica de éste en el poder.

De este modo, en la medida en que ambos —liderazgo y pueblo— se van volviendo críticos, la revolución impide con mayor facilidad el correr riesgos de burocratización que implican nuevas formas de opresión y de “invasión”, que sólo son nuevas imágenes de la dominación.

La invasión cultural, que sirve a la conquista y mantenimiento de la opresión, implica siempre la visión focal de la realidad, la percepción de ésta como algo estático, la superposición de una visión del mundo sobre otra. Implica la “superioridad” del invasor, la “inferioridad” del invadido, la imposición de criterios, la posesión del invadido, el miedo de perderlo.

Aún más, la invasión cultural implica que el punto de decisión de la acción de los invadidos esté fuera de ellos, en los dominadores invasores. Y, en tanto la decisión no radique en quien debe decidir, sino que esté fuera de él, el primero sólo tiene la ilusión de que decide.

Por esta razón no puede existir el desarrollo socioeconómico en ninguna sociedad dual, refleja, invadida.

Por el contrario, para que exista desarrollo es necesario que se verifique un movimiento de búsqueda, de acción creadora, que tenga su punto de decisión en el ser mismo que lo realiza. Es necesario, además, que este movimiento se dé no sólo en el espacio sino en el tiempo propio del ser, tiempo del cual tenga conciencia.

De ahí que, si bien todo desarrollo es transformación, no toda transformación es desarrollo.

La transformación que se realiza en el “ser en sí” de una semilla que, en condiciones favorables, germina y nace, no es desarrollo. Del mismo modo, la transformación del “ser en sí” de un animal no es desarrollo. Ambos se transforman determinados por la especie a que pertenecen y en un tiempo que no les pertenece, puesto que es el tiempo de los hombres.

Estos, entre los seres inconclusos, son los únicos que se desarrollan. Como seres históricos, como “seres para sí”, autobiográficos, su transformación, que es desarrollo, se da en un tiempo que es suyo y nunca se da al margen de él.

Esta es la razón por la cual, sometidos a condiciones concretas de opresión en las que se enajenan, transformados en “seres para otros” del falso “ser para sí” de quien dependen, los hombres tampoco se desarrollan auténticamente. Al prohibírseles el acto de decisión, que se encuentra en el ser dominador, éstos sólo se limitan a seguir sus prescripciones.

Los oprimidos sólo empiezan a desarrollarse cuando, al superar la contradicción en que se encuentran, se transforman en los “seres para sí”.

Si analizamos ahora una sociedad desde la perspectiva del ser, nos parece que ésta sólo puede desarrollarse como sociedad “ser para sí”, como sociedad libre. No es posible el desarrollo de sociedades duales, reflejas, invadidas, dependientes de la sociedad metropolitana, en tanto son sociedades enajenadas cuyo punto de decisión política, económica y cultural se encuentra fuera de ellas: en la sociedad metropolitana. En última instancia, es ésta quien decide los destinos de aquéllas, que sólo se transforman.

Precisamente entendidas como “seres para otro”, como sociedades oprimidas, su transformación interesa a la metrópoli.

Por estas razones, es necesario no confundir desarrollo con modernización. Ésta, que casi siempre se realiza en forma inducida, aunque alcance a ciertos sectores de la población de la “sociedad satélite”, en el fondo sólo interesa a la sociedad metropolitana. La sociedad simplemente modernizada, no desarrollada, continúa dependiente del centro externo, aun cuando asuma, por mera delegación, algunas áreas mínimas de decisión. Esto es lo que ocurre y ocurrirá con cualquier sociedad dependiente, en tanto se mantenga en su calidad de tal.

Estamos convencidos que a fin de comprobar si una sociedad se desarrolla o no debemos ultrapasar los criterios utilizados en el análisis de sus índices de ingreso per cápita que, estadísticamente mecanicistas, no alcanzan siquiera a expresar la verdad. Evitar, asimismo, los que se centran únicamente en el estudio de la renta bruta. Nos parece que el criterio básico, primordial, radica en saber si la sociedad es o no un “ser para sí”, vale decir, libre. Si no lo es, estos criterios indicarán sólo su modernización mas no su desarrollo.

La contradicción principal de las sociedades duales es, realmente, la de sus relaciones de dependencia que se establecen con la sociedad metropolitana. En tanto no superen esta contradicción, no son “seres para sí” y, al no serlo, no se desarrollan.

Superada la contradicción, lo que antes era mera transformación asistencializadora principalmente en beneficio de la metrópoli se vuelve verdadero desarrollo, en beneficio del “ser para sí”.

Por esto, las soluciones meramente reformistas que estas sociedades intentan poner en práctica, llegando algunas de ellas a asustar e incluso aterrorizar a los sectores más reaccionarios de sus élites, no alcanzan a resolver sus contradicciones.

Casi siempre, y quizás siempre, estas soluciones reformistas son inducidas por las mismas metrópolis como una respuesta renovada que les impone el propio proceso histórico con el fin de mantener su hegemonía.

Es como si la metrópoli dijera, y no es necesario decirlo: “Hagamos las reformas, antes que las sociedades dependientes hagan la revolución”.

Para lograrlo, la sociedad metropolitana no tiene otros caminos sino los de la conquista, la manipulación, la invasión económica y cultural (a veces militar) de la sociedad dependiente.

Invasión económica y cultural en que las élites dirigentes de la sociedad dominada son, en gran medida, verdaderas metástasis de las élites dirigentes de la sociedad metropolitana.

Después de este análisis en torno de la teoría de la acción antidialógica, al cual damos un carácter solamente aproximativo, podemos repetir lo que venimos afirmando a través de todo este ensayo: la imposibilidad de que el liderazgo revolucionario utilice los mismos procedimientos antidialógicos utilizados por los opresores para oprimir. Por el contrario, el camino del liderazgo revolucionario debe ser el del diálogo, el de la comunicación, el de la confrontación cuya teoría analizaremos a continuación.

Previamente, discutamos, sin embargo, un punto que nos parece de real importancia para lograr una mayor aclaración de nuestras posiciones.

Queremos hacer referencia al momento de la constitución del liderazgo revolucionario y a algunas de sus consecuencias básicas, de carácter histórico y sociológico, para el proceso revolucionario.

En forma general, este liderazgo es encarnado por hombres que de una forma u otra participaban de los estratos sociales de los dominadores.

En un momento determinado de su experiencia existencial, bajo ciertas condiciones históricas, éstos renuncian, en un acto de verdadera solidaridad (por lo menos así lo esperamos), a la clase a la cual pertenecen y adhieren a los oprimidos. Dicha adhesión, sea como resultante de un análisis científico de la realidad o no, cuando es verdadera implica un acto de amor y de real compromiso.

Esta adhesión a los oprimidos implica un caminar hacia ellos. Una comunicación con ellos.

Las masas populares necesitan descubrirse en el liderazgo emergente y éste en las masas. En el momento en que el liderazgo emerge como tal, necesariamente se constituye como contradicción de las élites dominadoras.

Las masas oprimidas, que son también contradicción objetiva de estas élites, “comunican” esta contradicción al liderazgo emergente.

Esto no significa, sin embargo, que las masas hayan alcanzado un grado tal de percepción de su opresión, de la cual puede resultar el reconocerse críticamente en antagonismo con aquéllas.

Pueden estar en una postura de “adherencia” al opresor, tal como señalamos con anterioridad.

También es posible que, en función de ciertas condiciones históricas objetivas, hayan alcanzado, si no una visualización clara de su opresión, una casi “claridad” de ésta.

Si, en el primer caso, su “adherencia” o casi “adherencia” al opresor no les posibilita localizarlo, repitiendo a Fanon, fuera de ellas, en el segundo, localizándolo, se reconocen, a un nivel crítico, en antagonismo con él.

En un primer momento, “alojado” en ellas el opresor, su ambigüedad las lleva a temer más y más a la libertad. Apelan a explicaciones mágicas o a una falsa visión de Dios —estimulada por los opresores— a quien fatalmente transfieren la responsabilidad de su estado de oprimidos.

Sin creer en sí mismas, destruidas, desesperanzadas, estas masas difícilmente buscan su liberación, en cuyo acto de rebeldía incluso pueden ver una ruptura desobediente a la voluntad de Dios —una especie de enfrentamiento indebido con el destino. De ahí la necesidad, que tanto subrayamos, de problematizarlas con respecto a los mitos con que las nutre la opresión.

En el segundo caso, vale decir una vez alcanzada la claridad o casi claridad de la opresión, factor que las lleva a localizar el opresor fuera de ellas, aceptan la lucha para superar la contradicción en que están. En este momento superan la distancia mediadora entre las “necesidades de clase” objetivas y la “con-ciencia de clase”.

En la primera hipótesis, el liderazgo revolucionario se transforma, dolorosamente y sin quererlo, en contradicción de las masas.

En la segunda, al emerger el liderazgo, recibe la adhesión casi instantánea y simpática de las masas, que tiende a crecer durante el proceso de la acción revolucionaria.

De ahí que el camino que hace hasta ellas el liderazgo es espontáneamente dialógico. Existe una empatía casi inmediata entre las masas y el liderazgo revolucionario. El compromiso entre ellos se establece en forma casi repentina. Ambas se sienten cohermanadas en la misma representatividad, como contradicción de las elites dominadoras.

En este momento se instaura el diálogo entre ellas y difícilmente puede romperse. Diálogo que continúa con el acceso al poder, el cual las masas realmente saben suyo.

Esto no disminuye en nada el espíritu de lucha, el valor, la capacidad de amor, la valentía del liderazgo revolucionario.

El liderazgo de Fidel Castro y de sus compañeros, llamados en su época “aventureros irresponsables”, un liderazgo eminentemente dialógico, se identificó con las masas sometidas a una brutal violencia, la de la dictadura de Batista.

Con esto no queremos afirmar que esta adhesión se dio fácilmente. Exigió el testimonio valeroso, la valentía de amar al pueblo y de sacrificarse por él. Exigió el testimonio de la esperanza permanente por reiniciar la tarea después de cada desastre, animados por la victoria que, forjada por ellos con el pueblo, no era sólo de ellos, sino de ellos y del pueblo o de ellos en tanto pueblo.

Fidel polarizó sistemáticamente la adhesión de las masas que, además de la situación objetiva de opresión en que estaban, hablan, de cierta forma, empezado a romper su “adherencia” con el opresor en función de su experiencia histórica.

Su “alejamiento del opresor las estaba llevando a “objetivarlo”, reconociéndose así como su contradicción antagónica. De ahí que Fidel jamás se haya hecho contradicción de ellas. Era de esperarse alguna deserción, o alguna traición como las registradas por Guevara en su Pasajes de la guerra revolucionaria, en el que hace referencia a las múltiples adhesiones del pueblo por la Revolución.

De esta manera, el camino que recorre el liderazgo revolucionario hasta las masas, en función de ciertas condiciones históricas, o se realiza horizontalmente, constituyendo ambas un solo cuerpo contradictorio del opresor o. verificándose triangularmente, lleva el liderazgo revolucionario a “habitar” el vértice del triángulo, contradiciendo también a las masas populares.

Esta condición, como ya hemos señalado, se les impone por el hecho de que las masas no han alcanzado aún la visión crítica o poco menos de la realidad opresora. Sin embargo, el liderazgo revolucionario casi nunca percibe que está siendo contradicción de las masas. Quizá por un mecanismo de defensa se resiste a visualizar dicha percepción que es realmente dolorosa.

No es fácil que el liderazgo, que emerge por un gesto de adhesión a las masas oprimidas, se reconozca como contradicción de éstas.

Esto nos parece un dato importante para analizar ciertas formas de comportamiento del liderazgo revolucionario, que aunque sin ser necesariamente una contradicción antagónica y sin desearlo se constituyen como contradicción de las masas populares.

El liderazgo revolucionario, indudablemente, necesita de la adhesión de las masas populares para llevar a cabo la revolución.

En la hipótesis en que la contradiga, al buscar esta adhesión y sorprender en ellas un cierto alejamiento, una cierta desconfianza, puede confundir esta desconfianza y aquel alejamiento como si fuesen índices de una natural incapacidad de ellas. Reduce, entonces, lo que es un momento histórico de la conciencia popular a una deficiencia intrínseca de las mismas. Y, al necesitar de su adhesión a la lucha, para llevar a cabo la revolución y desconfiar al mismo tiempo de las masas desconfiadas, se deja tentar por los mismos procedimientos que la élite dominadora utiliza para oprimir. Racionalizando su desconfianza, se refiere a la imposibilidad del diálogo con las masas populares antes del acceso al poder, inscribiendo de esta manera su acción en la matriz de la teoría antidialógica. De ahí que muchas veces, al igual que la élite dominadora, intente la conquista de las masas, se transforme en mesiánica, utilice la manipulación y realice la invasión cultural. Por estos caminos, caminos de opresión, el liderazgo o no hace la revolución o, si la hace, ésta no es verdadera.

El papel de liderazgo revolucionario, en cualquier circunstancia y aún más en ésta, radica en estudiar seriamente, en cuanto actúa, las razones de esta o de aquella actitud de desconfianza de las masas y buscar los verdaderos caminos por los cuales pueda llegar a la comunión con ellas. Comunión en el sentido de ayudarlas a que se ayuden en la visualización critica de la realidad opresora que las torna oprimidas.

La conciencia dominada existe, dual, ambigua, con sus temores y desconfianzas.

En su diario sobre la lucha en Bolivia, el comandante Guevara se refiere, en varias oportunidades, a la falta de participación campesina, afirmando textualmente: “La movilización campesina es inexistente, salvo en las tareas de información que molestan algo, pero no son muy rápidos ni eficientes; los podremos anular”. Y en otro párrafo: “Falta completa de incorporación campesina aunque nos van perdiendo el miedo y se logra la admiración de los campesinos. Es una tarea lenta y paciente”.  Explicando este miedo y la poca eficiencia de los campesinos, vamos a encontrar en ellos, como conciencias dominadas, al opresor introyectado. “...Son impenetrables como las piedras: cuando se les habla parece que en la profundidad de sus ojos 'se mofaran'.” Es que, por detrás de estos ojos desconfiados, de esta impenetrabilidad de los campesinos, estaban los ojos del opresor, introyectado en ellos.

Las mismas formas y comportamiento de los oprimidos, su manera de “estar siendo” resultante de la opresión y del alojo del opresor, exigen al revolucionario otra teoría de la acción radicalmente diferente de la que ilumina la práctica de la acción cultural que acabamos de analizar.

Lo que distingue al liderazgo revolucionario de la élite dominadora no son sólo los objetivos, sino su modo distinto de actuar. Si actúan en igual forma sus objetivos se identifican.

Por esta razón afirmamos con anterioridad que era paradójico que una élite dominadora problematizara las relaciones hombre-mundo a los oprimidos, como lo es el que el liderazgo revolucionario no lo haga.

Analicemos ahora la teoría de la acción cultural dialógica, intentando, como en el caso anterior, descubrir sus elementos constitutivos.

Colaboración

En tanto en la teoría de la acción antidialógica la conquista, como su primera característica, implica un sujeto que, conquistando al otro, lo transforma en objeto, en la teoría dialógica de la acción, los sujetos se encuentran, para la transformación del mundo, en colaboración. El yo antidialógico, dominador, transforma el tú dominado, conquistado, en mero “esto”.

El yo dialógico, por el contrario, sabe que es precisamente el tú quien lo constituye. Sabe también que, constituido por un tú —un no yo— ese tú se constituye, a su vez, como yo, al tener en su yo un tú. De esta forma, el yo y el tú pasan a ser, en la dialéctica de esas relaciones constitutivas, dos tú que se hacen dos yo.

No existe, por lo tanto, en la teoría dialógica de la acción, un sujeto que domina por la conquista y un objeto dominado. En lugar de esto, hay sujetos que se encuentran para la pronunciación del mundo, para su transformación.

Si las masas populares dominadas, por todas las consideraciones que hemos ido haciendo son incapaces, en un cierto momento de la historia, de responder a su vocación de ser sujeto, podrán realizarse a través de la problematización de su propia opresión, que implica siempre una forma determinada de acción.

Esto no significa que, en el quehacer dialógico, no exista lugar para el liderazgo revolucionario.

Significa, sólo, que el liderazgo no es propietario de las masas populares, a pesar de que a él se le reconoce un papel importante, fundamental, indispensable.

La importancia de su papel, sin embargo, no lo autoriza para mandar a las masas populares, ciegamente, hacia su liberación. Si así fuese, este liderazgo repetiría el mesianismo salvador de las élites dominadoras, aunque, en este caso, estuviera intentando la “salvación” de las masas populares.

En esta hipótesis, la liberación o la salvación de las masas populares sería un regalo, una donación que se hace a las masas, lo que rompería el vinculo dialógico entre ambas, convirtiéndolas, de coautores de la acción liberadora, en objetos de esta acción.

La colaboración, como característica de la acción dialógica, la cual sólo se da entre sujetos, aunque en niveles distintos de función y por lo tanto de responsabilidad, sólo puede realizarse en la comunicación.

El diálogo, que es siempre comunicación, sostiene la colaboración. En la teoría de la acción dialógica, no hay lugar para la conquista de las masas para los ideales revolucionarios, sino para su adhesión.

El diálogo no impone, no manipula, no domestica, no esloganiza.

No significa esto que la teoría de la acción dialógica no conduzca a nada. Como tampoco significa qua el dialógico deje de tener una conciencia clara de lo que quiere. de los objetivos con los cuales se comprometió.

El liderazgo revolucionario, comprometido con las masas oprimidas, tiene un compromiso con la libertad. Y, dado que su compromiso es con las masas oprimidas para que se liberen, no puede pretender conquistarlas, sino buscar su adhesión para la liberación.

La adhesión conquistada no es adhesión, es sólo “adherencia” del conquistado al conquistador por medio de la prescripción de las opciones de éste hacia aquél. La adhesión verdadera es la coincidencia libre de opciones. Sólo puede verificarse en la intercomunicación de los hombres, mediando la realidad.

De ahí que, por el contrario de lo que ocurre con la conquista, en la teoría antidialógica de la acción, que mitifica la realidad para mantener la dominación, en la colaboración, exigida por la teoría dialógica de la acción, los sujetos se vuelcan sobre la realidad de la que dependen, que, problematizada, los desafía. La respuesta a los desafíos de la realidad problematizada es ya la acción de los sujetos dialógicos sobre ella, para transformarla.

Problematizar, sin embargo, no es esloganizar, sino ejercer un análisis critico sobre la realidad-problema.

Mientras en la teoría antidialógica las masas son el objeto sobre el que incide la acción de la conquista, en la teoría de la acción dialógica son también sujetos a quien les cabe conquistar el mundo. Si, en el primero de los casos, se alienan cada vez más, en el segundo transforman el mundo para la liberación de los hombres.

Mientras en la teoría antidialógica la élite dominadora mitifica el mundo para dominar mejor, con la teoría dialógica exige el descubrimiento del mundo. Si en la mitificación del mundo y de los hombres existen un sujeto que mitifica y objetos mitificados, no se da lo mismo en el descubrimiento del mundo, que es su desmitificación.

En este caso, nadie descubre el mundo al otro, aunque cuando un sujeto inicie el esfuerzo de descubrimiento de los otros, es preciso que éstos se transformen también en sujetos en el acto de descubrir.

El descubrimiento del mundo y de si mismos, en la praxis auténtica, hace posible su adhesión a las masas populares.

Dicha adhesión coincide con la confianza que las masas populares comienzan a tener en si mismas y en el liderazgo revolucionario, cuando perciben su dedicación, su autenticidad en la defensa de la liberación de los hombres.

La confianza de las masas en el liderazgo, implica la confianza que éstas tengan en ellas.

Por esto, la confianza en las masas populares oprimidas no puede ser una confianza ingenua.

El liderazgo debe confiar en las potencialidades de las masas a las cuales no puede tratar como objetos de su acción. Debe confiar en que ellas son capaces de empeñarse en la búsqueda de su liberación y desconfiar siempre de la ambigüedad de los hombres oprimidos.

Desconfiar de los hombres oprimidos, no es desconfiar de ellos en tanto hombres, sino desconfiar del opresor “alojado” en ellos.

De este modo, cuando Guevara , llama la atención del revolucionario —“desconfianza, desconfiar al principio hasta de la propia sombra, de los campesinos amigos, de los informantes, de los guías, de los contactos”—, no está rompiendo la condición fundamental de la teoría de la acción dialógica. Está sólo siendo realista.

Es que la confianza, aunque base del diálogo, no es un a priori de éste, sino una resultante del encuentro en que los hombres se transforman en sujetos de la denuncia del mundo para su transformación.

De ahí que, mientras los oprimidos sean el opresor que tienen “dentro” más que ellos mismos, su miedo natural a la libertad puede llevarlos a la denuncia, no de la realidad opresora sino del liderazgo revolucionario.

Por esto mismo, no pudiendo el liderazgo caer en la ingenuidad, debe estar atento en lo que se refiere a estas posibilidades.

En el relato que hemos citada, hecho por Guevara sobre la lucha en Sierra Maestra, relato en el cual se destaca la humildad como una constante, se comprueban estas posibilidades, no sólo como deserciones de la lucha, sino en la traición misma de la causa.

Muchas veces al reconocer en su relato la necesidad del castigo para el desertor, a fin de mantener la cohesión y la disciplina del grupo, reconoce también ciertas razones explicativas de la deserción. Una de ellas, quizá la más importante, es la de la ambigüedad del ser del desertor.

Desde la perspectiva que defendemos, es impresionante leer un trozo del relato en que Guevara se refiere a su presencia, no sólo como guerrillero sino como médico, en una comunidad campesina de Sierra Maestra. “Allí empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio definitivo en la vida del pueblo. La idea de la Reforma Agraria se hizo nítida y la comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva de nuestro ser. La guerrilla y el campesinado —continúa— se iban fundiendo en una sola masa, sin que nadie pueda decir en qué momento se hizo íntimamente verídico lo proclamado y fuimos parte del campesinado. Sólo sé —agrega Guevara—, en lo que a mí respecta, que aquellas consultas a los guajiros de la Sierra convirtieron la decisión espontánea y algo lírica en una fuerza de distinto valor y más serena.

“Nunca han sospechado —concluye con humildad— aquellos sufridos y leales pobladores de la Sierra Maestra, el papel que desempeñaron como forjadores de nuestra ideología revolucionaria.”

Fue así, a través de un diálogo con las masas campesinas, como su praxis revolucionaria tomó un sentido definitivo. Sin embargo, lo que Guevara no expresó, debido quizá a su humildad, es que fueron precisamente esta humildad y su capacidad de amar las que hicieron posible su “comunión” con el pueblo. Y esta comunión, indudablemente dialógica, se hizo colaboración.

Obsérvese cómo un líder como Guevara, que no subió a la Sierra con Fidel y sus compañeros como un joven frustrado en busca de aventuras, reconoce que su comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva de su ser (en el texto; nuestro ser).

Incluso en su estilo inconfundible al narrar los momentos de su experiencia y la de sus compañeros, al referirse a sus encuentros con los campesinos “leales y humildes”, en un lenguaje a veces evangélico, este hombre excepcional revelaba una profunda capacidad de amar y comunicarse.

De ahí la fuerza de su testimonio, tan ardiente como el del sacerdote guerrillero, Camilo Torres.

Sin esta comunión, que genera la verdadera colaboración, el pueblo había sido objeto del hacer revolucionario de los hombres de la Sierra. Y, como tal, no habría podido darse la adhesión a que se refiere. Cuando mucho, habría “adherencia”, con la cual no se hace una revolución, sino que se verifica la dominación.

Lo que exige la teoría de la acción dialógica es que, cualquiera que sea el momento de la acción revolucionaria, ésta no puede prescindir de la comunión con las masas populares.

La comunión provoca la colaboración, la que conduce al liderazgo y, a las masas, a aquella “fusión” a que se refiere el gran líder recientemente desaparecido. Fusión que sólo existe si la acción revolucionaria es realmente humana  y, por ello, simpática, amorosa, comunicante y humilde, a fin de que sea liberadora.

La revolución es biófila, es creadora de vida, aunque para crearla sea necesario detener las vidas que prohíben la vida.

No existe la vida sin la muerte, así como no existe la muerte sin la vida. Pero existe también una “muerte en vida”. Y la “muerte en vida es, exactamente, la vida a la cual se le prohíbe ser”.

Creemos que ni siquiera es necesario utilizar datos estadísticos para demostrar cuántos, en Brasil y en América Latina en general, son los “muertos en vida”, son “sombras” de gente, hombres, mujeres, niños, desesperados y sometidos  a una permanente “guerra invisible” en la que el poco de vida que les resta va siendo devorado por la tuberculosis, por la diarrea infantil, por mil enfermedades de la miseria, muchas de las cuales son denominadas “dolencias tropicales” por la alienación.

Frente a situaciones como ésta, señala el padre Chenu, muchos, tanto entre los padres conciliares como entre los laicos informados, temen que, al considerar las necesidades y miserias del mundo, nos atengamos a una apostasía conmovedora a fin de paliar la miseria y la injusticia en sus manifestaciones y sus síntomas, sin que se llegue a un análisis de las causas, a la denuncia del régimen que segrega esta injusticia y engendra esta miseria.

Lo que defiende la teoría dialógica de la acción es que la denuncia del “régimen que segrega esta injusticia y engendra esta miseria” sea hecha con sus victimas a fin de buscar la liberación de los hombres, en colaboración con ellos.

Unir para la liberación

Si en la teoría de la acción antidialógica se impone, necesariamente, el que los dominadores provoquen la división de los oprimidos con el fin de mantener más fácilmente la opresión, en la teoría dialógica de la acción, por el contrario, el liderazgo se obliga incansablemente a desarrollar un esfuerzo de unión de los oprimidos entre sí y de éstos con él para lograr la liberación.

Como en cualquiera de las categorías de la acción dialógica, el problema central con que en ésta, como en las otras, se enfrenta, es que ninguna de ellas se da fuera de la praxis.

Si a la élite dominante le es fácil, o por lo menos no le es tan difícil, la praxis opresora, no es lo mismo lo que se verifica con el liderazgo revolucionario al intentar la praxis liberadora.

Mientras la primera cuenta con los instrumentos del poder, los segundos se encuentran bajo la fuerza de este poder.

La primera se organiza a sí misma libremente, y, aun cuando tenga divisiones accidentales y momentáneas, se unifica rápidamente frente a cualquier amenaza a sus intereses fundamentales. La segunda, que no existe sin las masas populares, en la medida en que es una contradicción antagónica de la primera, tiene, en esta condición, el primer óbice a su propia organización.

Sería una inconsecuencia de la élite dominadora si consintiera en la organización del liderazgo revolucionario, vale decir, en la organización de las masas oprimidas, pues aquélla no existe sin la unión de éstas entre sí.

Y de éstas con el liderazgo.

Mientras que, para la élite dominadora, su unidad interna implica la división de las masas populares para el liderazgo revolucionario, su unidad sólo existe en la unidad de las masas entre si y con él. La primera existe en la medida en que existe su antagonismo con las masas; la segunda, en razón de su comunión con ellas que, por esto mismo, deben estar unidas y no divididas.

La situación concreta de opresión, al dualizar el yo del oprimido, al hacerlo ambiguo, emocionalmente inestable, temeroso de la libertad, facilita la acción divisora del dominador en la misma proporción en que dificulta la acción unificadora indispensable para la práctica liberadora.

Aún más, la situación objetiva de dominación es, en sí misma, una situación divisora. Empieza por separar el yo oprimido en la medida en que, manteniendo una posición de “adherencia” a la realidad que se le presenta como algo omnipotente, aplastador, lo aliena en entidades extrañas, explicadoras de este poder.

Parte de su yo se encuentra en la realidad a la que se haya “adherido”, parte afuera, en la o las entidades extrañas, a las cuales responsabiliza por la fuerza de la realidad objetiva y frente a la cual no le es posible hacer nada. De ahí que sea éste igualmente un yo dividido entre un pasado y un presente iguales y un futuro sin esperanzas que, en el fondo, no existe. Un yo que no se reconoce siendo, y por esto no puede tener, en lo que todavía ve, el futuro que debe construir en unión con otros.

En la medida en que sea capaz de romper con la “adherencia”, objetivando la realidad de la cual emerge, se va unificando como yo, como sujeto frente al objeto. En este momento, en que rompe también la falsa unidad de su ser dividido, se individualiza verdaderamente.

De este modo, si para dividir es necesario mantener el yo dominado “adherido” a la realidad opresora, mitificándola, para el esfuerzo de unión el primer paso lo constituye la desmitificación de la realidad.

Si a fin de mantener divididos a los oprimidos se hace indispensable una ideología de la opresión, para lograr su unión es imprescindible una forma de acción cultural a través de la cual conozcan el porqué y el cómo de su “adherencia” a la realidad que les da un conocimiento falso de sí mismos y de ella. Es necesario, por lo tanto, desideologizar.

Por eso el esfuerzo por la unión de los oprimidos no puede ser un trabajo de mera esloganización ideológica. Este, distorsionando la relación auténtica entre el sujeto y la realidad objetiva, separa también lo cognoscitivo de lo afectivo y de lo activo, que, en el fondo, son una totalidad no dicotomizable.

Realmente, lo fundamental de la acción dialógico-liberadora, no es “desadherir” a los oprimidos de una realidad mitificada en la cual se hallan divididos, para “adherirlos” a otra.

El objetivo de la acción dialógica radica, por el contrario, en proporcionar a los oprimidos el reconocimiento del porqué y del como de su “adherencia”, para que ejerzan un acto de adhesión a la praxis verdadera de transformación de una realidad injusta.

El significar, la unión de los oprimidos, la relación solidaria entre sí, sin importar cuáles sean los niveles reales en que éstos se encuentren como tales, implica, indiscutiblemente, una conciencia de clase.

La “adherencia” a la realidad en que se encuentran los oprimidos, sobre todo aquellos que constituyen las grandes masas campesinas de América Latina, exige que la conciencia de la clase oprimida pase, si no antes, por lo menos concomitantemente, por la conciencia del hombre oprimido.

Proponer a un campesino europeo, posiblemente, su condición de hombre como un problema, le parecerá algo extraño.

No será lo mismo hacerlo a campesinos latinoamericanos cuyo mundo, de modo general, se “acaba en las fronteras del latifundio y cuyos gestos repiten, de cierta manera, aquellos de los animales y los árboles; campesinos que, “inmersos” en el tiempo, se consideran iguales a éstos.

Estamos convencidos de que es indispensable que estos hombres, adheridos de tal forma a la naturaleza y a la figura del opresor, se perciban como hombres a quienes se les ha prohibido estar siendo.

La “cultura del silencio”, que se genera en la estructura opresora. y bajo cuya fuerza condicionante realizan su experiencia de “objetos”, necesariamente los constituye ele esta forma.

Descubrirse, por lo tanto, a través de una modalidad de acción cultural, dialógica, problematizadora de sí mismos en su enfrentamiento con el mundo, significa, en un primer momento, que se descubran como Pedro, Antonio o Josefa, con todo el profundo significado que tiene este descubrimiento.

Descubrimiento que implica una percepción distinta del significado de los signos. Mundo, hombre, cultura, árboles, trabajo, animal, van asumiendo un significado verdadero que antes no tenían.

Se reconocen ahora como seres transformadores de la realidad, algo que para ellos era misterioso, y transformadores de esa realidad a través de su trabajo creador.

Descubren que, como hombres, no pueden continuar siendo “objetos” poseídos, y de la toma de conciencia de sí mismos como hombres oprimidos derivan a la conciencia de clase oprimida.

Cuando el intento de unión de los campesinos se realiza en base a prácticas activistas, que giran en torno de lemas y no penetran en esos aspectos fundamentales, lo que puede observarse es una yuxtaposición de los individuos, yuxtaposición que le da a su acción un carácter meramente mecanicista.

La unión de los oprimidos es un quehacer que se da en el dominio de lo humano y no en el de las cosas. Se verifica, por eso mismo, en la realidad que solamente será auténticamente comprendida al captársela en la dialecticidad entre la infra y la supra-estructura.

A fin de que los oprimidos se unan entre sí, es necesario que corten el cordón umbilical de carácter mágico o mítico, a través del cual se encuentran ligados al mundo de la opresión.

La unión entre ellos no puede tener la misma naturaleza que sus relaciones con ese mundo.

Por eso la unión de los oprimidos es realmente indispensable al proceso revolucionario y ésta le exige al proceso que sea, desde su comienzo, lo que debe ser: acción cultural.

Acción cultural cuya práctica, para conseguir la unidad de los oprimidos, va a depender de la experiencia histórica y existencial que ellos están teniendo, en esta o aquella estructura.

En tanto los campesinos se encuentran en una realidad “cerrada”, cuyo centro de decisiones opresoras es “singular” y compacto, los oprimidos urbanos se encuentran en un contexto que está “abriéndose” y en el cual el centro de mando opresor se hace plural y complejo.

En el primero, los dominados se encuentran bajo la decisión de la figura dominadora que encarna, en su persona, el sistema opresor en sí; en el segundo caso, se encuentran sometidos a una especie de “impersonalidad opresora”.

En ambos casos existe una cierta “invisibilidad” del poder opresor. En el primero, dada su proximidad a los oprimidos; en el segundo, dada su difusividad.

Las formas de acción cultural, en situaciones distintas como éstas, tienen el mismo objetivo: aclarar a los oprimidos la situación concreta en que se encuentran, que media entre ellos y los opresores, sean aquéllas visibles o no.

Sólo estas formas de acción que se oponen, por un lado, a los discursos verbalistas inoperantes y, por otro, al activismo mecanicista, pueden oponerse también a la acción divisora de las elites dominadoras y dirigir su atención en dirección a la unidad de los oprimidos.

Organización

En tanto en la teoría de la acción antidialógica, la manipulación útil a la conquista se impone como condición indispensable al acto dominador, en la teoría dialógica de la acción nos encontramos con su opuesto antagónico: el de la organización de las masas populares.

Organización que no está sólo directamente ligada a su unidad, sino que es un desdoblamiento natural, producto de la unidad de las masas populares.

De este modo, al buscar la unidad, el liderazgo busca también la organización de las masas, factor que implica el testimonio que debe prestarles a fin de demostrar que el esfuerzo de liberación es una tarea en común.

Dicho testimonio, constante, humilde y valeroso en el ejercicio de una tarea común —la de la liberación de los hombres—, evita el riesgo de los “dirigismos antidialógicos”.

Lo que puede variar en función de las condiciones históricas de una sociedad determinada es la forma de dar testimonio. El testimonio en sí, es, sin embargo, un elemento constitutivo de la acción revolucionaria.

Es por esto por lo que se impone la necesidad de un conocimiento claro y cada vez más crítico del momento histórico en que se da la acción de la visión del mundo que tengan o estén teniendo las masas populares, de una clara percepción sobre lo que sea la contradicción principal y el principal aspecto de la contradicción que vive la sociedad, a fin de determinar el contenido y la forma del testimonio.

Siendo históricas estas dimensiones del testimonio, el dialógico que es dialéctico no puede simplemente trasladarse de uno a otro extremo sin un análisis previo. De no ser así, absolutiza lo relativo y, mitificándolo, no puede escapar a la alienación.

El testimonio, en la teoría dialógica de la acción, es una de las connotaciones principales del carácter cultural y pedagógico de la revolución.

Entre los elementos constitutivos del testimonio, los cuales no varían históricamente, se cuentan la coherencia entre la palabra y el acto de quien testifica; la osadía que lo lleva a enfrentar la existencia como un riesgo permanente; la radicalización, y nunca la sectarización, de la opción realizada, que conduce a la acción no sólo a quien testifica sino a aquellos a quienes da su testimonio; la valentía de amar que, creemos quedó claro, no significa la acomodación a un mundo injusto, sino la transformación de este mundo para una creciente liberación de los hombres; la creencia en las masas populares, en tanto el testimonio se dirige hacia ellas, aunque afecte, igualmente, a las élites dominadoras que responden a él según su forma normal de actuar.

Todo testimonio auténtico, y por ende crítico, implica la osadía de correr riesgos, siendo uno de ellos el de no lograr siempre, o de inmediato, la adhesión esperada de las masas populares.

Un testimonio que, en cierto momento y en ciertas condiciones, no fructificó, no significa que mañana no pueda fructificar. En la medida en que el testimonio no es un gesto que se dé en el aire, sino una acción, un enfrentamiento con el mundo y con los hombres, no es estático. Es algo dinámico que pasa a formar parte de la totalidad del contexto de la sociedad en que se dio. De ahí en adelante, ya no se detiene.

Mientras que, en la teoría de la acción antidialógica, la manipulación, “al anestesiar a las masas populares”, facilita su dominación, en la acción dialógica la manipulación cede lugar a la verdadera organización. Así como en la acción antidialógica la manipulación sirve sólo para conquistar, en la acción dialógica el testimonio osado y amoroso sirve a la organización. Esta, a su vez, no sólo está ligada a la unión de las masas sino que es una consecuencia natural de esta unión.

Es por eso por lo que afirmamos: al buscar la unidad, el liderazgo busca también la organización de las masas populares.

Es importante, sin embargo, destacar que, en la teoría dialógica de la acción, la organización no será jamás una yuxtaposición de individuos que, gregarizados, se relacionen mecanicistamente.

Éste es un riesgo sobre el cual debe estar advertido el hombre verdaderamente dialógico.

Si para la élite dominadora la organización es la de sí misma, para el liderazgo revolucionario la organización es de él con las masas populares.

En el primer caso, la élite dominadora organizándose estructura cada vez más su poder con el cual cosifica y domina en forma más eficiente; en el segundo, la organización corresponde sólo a su naturaleza y a su objetivo si es, en sí, práctica de la libertad. En este sentido no es posible confundir la disciplina indispensable a toda organización con la mera conducción de las masas.

Sin liderazgo, disciplina, orden, decisión, objetivos, tareas que cumplir y cuentas que rendir, no existe organización, y sin ésta se diluye la acción revolucionaria. Sin embargo, nada de esto justifica el manejo y la cosificación de las masas populares.

El objetivo de la organización, que es liberador, se niega a través de la cosificación de las masas populares, se niega si el liderazgo manipula a las masas. Estas ya se encuentran manipuladas y cosificadas por la opresión.

Hemos señalado ya, mas es bueno repetirlo, que los oprimidos se liberan como hombres y no como objetos.

La organización de las masas populares en clases es el proceso a través del cual el liderazgo revolucionario, a quienes, como a las masas, se les ha prohibido decir su palabra,  instauran el aprendizaje de la pronunciación del mundo. Aprendizaje que por ser ververdadero es dialógico.

De ahí que el liderazgo no pueda decir su palabra solo, sino con el pueblo.

El liderazgo que no procede así, que insiste en imponer su palabra de orden, no organiza sino que manipula al pueblo. No libera ni se libera, simplemente oprime.

Sin embargo, el hecho de que en la teoría dialógica el liderazgo no tenga derecho a imponer arbitrariamente su palabra, no significa que deba asumir una posición liberalista en el proceso de organización, ya que conduciría a las masas oprimidas —acostumbradas a la opresión— a desenfrenos.

La teoría dialógica de la acción niega tanto el autoritarismo como el desenfreno. Y, al hacerlo, afirma tanto la autoridad como la libertad.

Reconoce que, si bien no existe libertad sin autoridad, tampoco existe la segunda sin la primera.

La fuente generadora, constitutiva de la auténtica autoridad, radica en la libertad que, en un determinado momento, se transforma en autoridad. Toda libertad contiene en sí la posibilidad de llegar a ser, en circunstancias especiales (y en niveles existenciales distintos), autoridad.

No podemos tomarlas aisladamente, sino en sus relaciones que no son necesariamente antagónicas.

Por eso la verdadera autoridad no se afirma como tal en la mera transferencia, sino en la delegación o en la adhesión simpática. Si se genera, en un acto de transferencia o de imposición antipática sobre las mayorías, degenera en un autoritarismo que aplasta las libertades.

Sólo al existenciarse como libertad constituida en autoridad, puede evitar su antagonismo con las 1ibertades.

La hipertrofia de una de ellas provoca la atrofia de la otra. De este modo, dado que no existe la autoridad sin libertad y viceversa, no existe tampoco autoritarismo sin la negación de las libertades, y desenfrenos sin la negación de la autoridad.

Por lo tanto, en la teoría de la acción dialógica, la organización que implica la autoridad no puede ser autoritaria y la que implica la libertad no puede ser licenciosa.

Por el contrario, lo que ambos, como un solo cuerpo, buscan instaurar es el momento altamente pedagógico en que el liderazgo y el pueblo hacen juntos el aprendizaje de la autoridad y de la libertad verdadera, a través de la transformación de la realidad que media entre ellos.

Síntesis cultural

Hemos afirmado a lo largo de este capítulo, ora implícita ora explícitamente, que toda acción cultural es siempre una forma sistematizada y deliberada de acción que incide sobre la estructura social, en el sentido de mantenerla tal como está, de verificar en ella pequeños cambios o transformarla.

De ahí que, como forma de acción deliberada y sistemática, toda acción cultural tiene su teoría, la que, determinando sus fines, delimita sus métodos.

La acción cultural —consciente o inconscientemente— o está al servicio de la dominación o lo está al servicio de la liberación de los hombres.

Ambas, dialécticamente antagónicas, se procesan, como lo afirmamos, en y sobre la estructura social, que se constituye en la dialecticidad permanencia-cambio.

Esto es lo que explica que la estructura social, para ser, deba estar siendo o, en otras palabras, estar siendo es el modo de “duración que tiene la estructura social, en la acepción bergsoniana del término.

Lo que pretende la acción cultural dialógica, cuyas características acabamos de analizar, no puede ser la desaparición de la dialecticidad permanencia-cambio (lo que sería imposible, puesto que dicha desaparición implicaría la desaparición de la estructura social y, por ende, la desaparición de los hombres), sino superar las contradicciones antagónicas para que de ahí resulte la liberación de los hombres.

Por otro lado, lo que pretende la acción cultural antidialógica es mitificar el mundo de estas contradicciones a fin de obstaculizar o evitar, de la mejor manera posible, la transformación radical de la realidad.

En el fondo, en la acción antidialógica, implícita o explícitamente, encontramos la intención de perpetuar en la “estructura” las situaciones que favorecen a sus agentes.

De ahí que éstos, al no aceptar jamás la transformación de la estructura que supera las contradicciones antagónicas, acepten las reformas que no afecten su poder de decisión, del que depende la fuerza de prescribir sus finalidades a las masas dominadas.

Éste es el motivo por el cual esta modalidad de acción implica la conquista de las masas populares, su división, su manipulación y la invasión cultural. También por esto es siempre, en su totalidad, una acción inducida, no pudiendo jamás superar el carácter que le es fundamental.

Por el contrario, lo que caracteriza esencialmente a la acción cultural dialógica, también como un todo, es la superación de cualquier aspecto inducido.

En el objetivo dominador de la acción cultural antidialógica radica la imposibilidad de superar su carácter de acción inducida, así como en el objetivo liberador de la acción cultural dialógica radica su condición para superar la inducción.

En tanto en la invasión cultural, como ya señalamos, los actores necesariamente retiran de su marco de valores e ideológico el contenido temático para su acción, iniciándola así desde su mundo a partir del cual penetran en el de los invadidos, en la síntesis cultural los actores no llegan al mundo popular como invasores.

Y no lo hacen porque, aunque vengan de “otro mundo”, vienen para conocerlo con el pueblo y no para “enseñar”, trasmitir o entregar algo a éstos.

En tanto en la invasión cultural los actores, que ni siquiera necesitan ir personalmente al mundo invadido, ven que su acción depende cada vez más de los instrumentos tecnológicos —son siempre actores que se superponen con su acción a los espectadores, que se convierten en sus objetos—, en la síntesis cultural los actores se integran con los hombres del pueblo, que también se transforman en actores de la acción que ambos ejercen sobre el mundo.

En la invasión cultural, los espectadores y la realidad, que debe mantenerse como está, son la incidencia de la acción de los actores. En la síntesis cultural, donde no existen espectadores, la realidad que debe transformarse para la liberación de los hombres es la incidencia de la acción de los actores.

Esto implica que la síntesis cultural es la modalidad de acción con que, culturalmente, se enfrenta la fuerza de la propia cultura, en tanto mantenedora de las estructuras en que se forma.

De este modo, esta forma de acción cultural, como acción histórica, se presenta como instrumento de superación de la propia cultura alienada y alienante.

Es en este sentido que toda revolución, si es auténtica, es necesariamente una revolución cultural.

La investigación de los “temas generadores” o de la temática significativa del pueblo, al tener como objetivo fundamental la captación de sus temas básicos a partir de cuyo conocimiento es posible la organización del contenido programático para el desarrollo de cualquier acción con él, se instaura como el punto de partida del proceso de acción, entendido como síntesis cultural.

De ahí que no sea posible dividir en dos los momentos de este proceso: el de la investigación temática y el de la acción como síntesis cultural.

Esta dicotomía implicaría que el primero sería un momento en que el pueblo sería estudiado, analizado, investigado, como un objeto pasivo de los investigadores, lo cual es propio de la acción antidialógica.

De este modo, la separación ingenua significarla que la acción, como síntesis, se iniciarla como una acción invasora.

Precisamente, dado que en la teoría dialógica no puede darse esta dicotomización, la investigación temática tiene, como sujetos de su proceso, no sólo a los investigadores profesionales, sino también a los hombres del pueblo cuyo universo temático se busca encontrar.

En este primer momento de la acción, momento investigador entendido como síntesis cultural, se va constituyendo el clima del acto creador, que ya no se detendrá, y que tiende a desarrollarse en las etapas siguientes de la acción.

Este clima no existe en la invasión cultural, la que, alienante, adormece el espíritu creador de los invadidos y, en tanto no luchan contra ella, los transforma en seres desesperanzados y temerosos de correr el riesgo de la aventura, sin el cual no existe el verdadero acto creador.

Es por esto por lo que los invadidos, cualquiera que sea su nivel, difícilmente sobrepasan los modelos prescritos por los invasores.

Dado que en la síntesis cultural no existen los invasores, ni tampoco existen los modelos impuestos, los actores, haciendo de la realidad el objeto de su análisis crítico al que no dicotomizan de la acción, se van insertando, como sujetos, en el proceso histórico.

En vez de esquemas prescritos, el liderazgo y el pueblo, identificados, crean en forma conjunta las pautas de su acción. Unos y otros, en cierta forma, renacen, a través de la síntesis, en un saber y actuar nuevos, que no generó el liderazgo, sino que fue creado por ellos y por el pueblo. Saber de la cultura alienada que, implicando la acción de transformación, abrirá paso a la cultura que se desenajena.

El saber más elaborado del liderazgo se rehace en el conocimiento empírico que el pueblo tiene, en tanto el conocimiento de éste adquiere un mayor sentido en el de aquél.

Todo esto implica que sólo a través de la síntesis cultural se resuelve la contradicción existente entre la visión del mundo del liderazgo y aquella del pueblo, con el consiguiente enriquecimiento de ambos.

La síntesis cultural no niega las diferencias que existen entre una y otra visión sino, por el contrario, se sustenta en ellas. Lo que sí niega es la invasión de una por la otra. Lo que afirma es el aporte indiscutible que da una a la otra.

El liderazgo revolucionario no puede constituirse al margen del pueblo, en forma deliberada, ya que esto sólo lo conduce a una inevitable invasión cultural.

Por esto, aun cuando el liderazgo, dadas ciertas condiciones históricas, aparezca como contradicción del pueblo, tal como hemos planteado nuestra hipótesis en este capitulo, su papel es el de resolver esta contradicción accidental. Y esto no podría hacerlo jamás a través de la “invasión”, la que sólo contribuiría a aumentar la contradicción. No existe otro camino sino el de la síntesis cultural.

El liderazgo cae en muchos errores y equívocos al no considerar un hecho tan real, cual es el de la visión del mundo que el pueblo tenga o esté teniendo. Visión del mundo en que van a encontrarse, implícita o explícitamente, sus anhelos, dudas, esperanzas, su forma de visualizar el liderazgo, su percepción de sí mismos y del opresor, sus creencias religiosas casi siempre sincréticas, su fatalismo, su reacción rebelde. Y como señalamos ya, no puede ser encarado en forma separada, porque, en interacción, se encuentran componiendo una totalidad.

Para el opresor, el conocimiento de esta totalidad sólo le interesa como ayuda a su acción invasora, a fin de dominar o mantener la dominación. Para el liderazgo revolucionario, el conocimiento de esta totalidad le es indispensable para el desarrollo de su acción como síntesis cultural.

Ésta, por el hecho de ser síntesis, no implica, en la teoría dialógica de la acción, que los objetivos de la acción revolucionaria deban permanecer atados a las aspiraciones contenidas en la visión del mundo del pueblo.

De ser así, en nombre del respeto por la visión popular del mundo, respeto que debe existir, el liderazgo revolucionario acabaría sometido a aquella visión.

Ni invasión del liderazgo en la visión popular del mundo, ni adaptación de éste a las aspiraciones, muchas veces ingenuas, del pueblo.

Concretemos: si en un momento histórico determinado, la aspiración básica del pueblo no sobrepasa la reivindicación salarial, el liderazgo revolucionario, a nuestro parecer, puede cometer dos errores. Restringir su acción al estímulo exclusivo de esta reivindicación, o sobreponerse a esta aspiración, proponiendo algo que va más allá de ella. Algo que todavía no alcanza a ser para el pueblo un “destacado en sí”.

En el primer caso, el liderazgo revolucionario incurriría en lo que denominamos adaptación o docilidad a la aspiración popular. En el segundo, al no respetar las aspiraciones del pueblo, caería en la invasión cultural. La solución está en la síntesis. Por un lado, incorporarse al pueblo en la aspiración reivindicativa. Por otro, problematizar el significado de la propia reivindicación.

Al hacerlo, estará problematizando la situación histórica, real, cometa que, como totalidad, tiene una de sus dimensiones en la reivindicación salarial.

De este modo, quedará claro que la reivindicación salarial sola no encarna la solución definitiva. Que ésta se encuentra, como afirmaba el obispo Split, en el documento de los obispos del Tercer Mundo, que ya citamos, que “si los trabajadores no alcanzan, de algún modo, a ser propietarios de su trabajo, todas las reformas estructurales serán ineficientes”.

Lo fundamental, insiste el obispo Split, es que ellos deben llegar a ser “propietarios y no vendedores de su trabajo”, ya que “toda compra-venta del trabajo es una especie de esclavitud”.

Tener conciencia crítica de que es preciso ser el “propietario del trabajo” y que “éste constituye una parte de la persona humana”, y que “la persona humana no puede ser vendida ni venderse” es dar un paso que va más allá de las soluciones paliativas y engañosas. Equivale a inscribirse en una acción de verdadera transformación de la realidad a fin de humanizar a los hombres humanizándola.

Finalmente, la invasión cultural, en la teoría antidialógica de la acción, sirve a la manipulación que, a su vez, sirve a la conquista y ésta a la dominación, en tanto la síntesis sirve a la organización y ésta a la liberación.

Todo nuestro esfuerzo en este ensayo fue hablar de una obviedad: tal como el opresor para oprimir requiere de una teoría de la acción opresora, los oprimidos, para liberarse, requieren igualmente de una teoría de su acción.

Necesariamente, el opresor elabora la teoría de su acción sin el pueblo, puesto que está contra él. A su vez, el pueblo, en tanto aplastado y oprimido, introyectando al opresor, no puede, solo, construir la teoría de la acción liberadora. Sólo en el encuentro de éste con el liderazgo revolucionario, en la comunión de ambos, se constituye esta teoría.

La ubicación que, en términos aproximativos e introductorios, intentamos hacer de la pedagogía del oprimido, nos condujo al análisis también aproximativo e introductorio de la teoría antidialógica de la acción y de la teoría dialógica, que sirven a la opresión y a la liberación respectivamente.

De este modo, nos daremos por satisfechos si de nuestros posibles lectores surgen críticas capaces de rectificar errores y equívocos, de profundizar afirmaciones y de apuntar a nuevos horizontes.

Es posible que algunas de esas críticas se hagan pretendiendo quitarnos el derecho de hablar sobre materias, como las tratadas en este capítulo, sobre las cuales nos falta una experiencia participante. Nos parece, sin embargo, que el hecho de no haber tenido experiencias en el campo revolucionario no nos imposibilita de reflexionar sobre el tema.

Aún más, dado que a lo largo de la experiencia relativa que hemos tenido con las masas populares, como educador, a través de una acción dialógica y problematizante, hemos acumulado un material rico que fue capaz de desafiarnos a correr el riesgo de dar a conocer las afirmaciones que hicimos.

Si nada queda de estas páginas, esperamos que por lo menos algo permanezca: nuestra confianza en el pueblo. Nuestra fe en los hombres y en la creación de un mundo en el que sea menos difícil amar.

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