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jueves, 24 de diciembre de 2009

BIOLOGIA DEL MUNDO EMOCIONAL INFANTIL


Para entender y abordar una conducta desafiante es fundamental asomarse al mundo emocional infantil, constantemente en evolución a medida en que el niño crece.

Todo comportamiento o conducta es la expresión observable de fenómenos internos que surgen desde lo psíquica y lo emocional. En otras palabras; las ideas, creencias, supuestos, interpretaciones de la realidad y otras representaciones mentales, unidas a determinados fenómenos que tienen lugar en las estructuras cerebrales donde se lleva a cabo nuestra vida emocional, dan origen a las conductas. Los comportamientos son sólo la parte visible, la punta del iceberg de un fenómeno cuya real dimensión es preciso conocer para modificar.

Para ello nos adentraremos en la biología v la psicología de la vida emocional infantil y luego abordaremos los factores del ambiente que fomentan, desencadenan, mantienen o empeoran los distintos tipos de problemas conductuales frecuentes en niños y adolescentes.

El temperamento

El temperamento es la dimensión biológica de la personalidad. Está escrito en los genes y es heredado. En él confluyen fenómenos psicofisiológicos que deben ser decodificados, ordenados y regulados, y que se organizan en funciones biológicas con un sustrato anatómico y una expresión conductual. Estas funciones biológicas son la respuesta de ansiedad, las respuestas instintivas o impulsos, el estado de ánimo y la capacidad de disfrutar.

Ansiedad

Consiste en una cadena de eventos neuronales que bañan el cerebro con sustancias químicas específicas (tales como el cortisol y la noradrenalina) para enfrentar adecuadamente situaciones desafiantes o amenazantes, ya sean reales o imaginarias. La respuesta de ansiedad nos permite hacerles frente o huir. Cuando ésta es excesiva, provoca una sobre alerta, una especie de luz incandescente que ilumina el cerebro intensamente, bloquea la capacidad de discernir y cede paso a un conjunto de conductas inmediatas, primitivas, orientadas a la supervivencia. En cierto sentido, la ansiedad calienta la cabeza y facilita conductas impulsivas. Si la respuesta es excesiva o los mecanismos de autocontrol son deficitarios, aparecen conductas agresivas y la ansiedad lleva un apellido: ansiedad persecutoria. En algunos niños y adultos, la ansiedad excesiva paraliza.

Respuestas instintivas

Son conductas primitivas orientadas a la supervivencia. Se desencadenan de modo inmediato, no consciente, sin elaboración reflexiva. Atacar un plato de comida movidos por un hambre de días, asaltar sexualmente a una mujer indefensa o agredir para defenderse son conductas instintivas. También lo es, paradójicamente, cierta forma impulsiva de suicidio. El rasgo esencial en todas estas conductas es la rapidez con la que emergen.

Estado de ánimo

Es una percepción subjetiva y relativamente estable de bienestar psíquico y físico, que va acompañada de emociones y sentimientos positivos. Sufre leves oscilaciones por influjo de las experiencias: "bajones" y momentos jubilosos. Oscilaciones mayores, fuera de rango, constituyen una psicopatología relativamente frecuente conocida como desorden bipolar.

Capacidad de disfrutar

Es una condición inherente al ser humano y a los animales superiores. Consiste en un estado de alegría provocado por la cercanía de otros seres humanos, la naturaleza v experiencias estéticas y espirituales.

Las emociones

Las emociones son estados internos pasajeros que poseen una valencia positiva o negativa. Surgen de emociones primarias instaladas en el cerebro humano desde el nacimiento: la alegría, la quietud, la rabia y el miedo. En cambio, los sentimientos son estados internos duraderos, estables, permanentes, que se construyen a partir de las emociones.

Las emociones positivas son la alegría, la quietud, el júbilo, la euforia, el éxtasis, el gozo. Entre los sentimientos positivos reconocemos el optimismo, la confianza, la serenidad, la motivación, la bondad y el altruismo.

Las emociones negativas son el miedo y la rabia, mientras que entre los sentimientos negativos identificamos el resentimiento, la hostilidad, el pesimismo, el encono, la envidia, el rencor, el deseo de daño.

Las emociones negativas nacen tal como los ríos correntosos en la montaña: las energías de estas aguas, sin control ni cauce, se despeñan por las laderas arrasando sembrados y causando destrucción. Hasta el primer año y medio de vida, las emociones son como ríos que acaban de nacer y deben buscar su cauce para no desbordarse. Es la mamá o la cuidadora quien ha de constituir ese cauce al ofrecer una atención solícita a la rabia que se origina en el hambre o el frío del niño, el miedo que experimenta cuando se siente solo o el dolor que le producen los cólicos.

Caso de Fabián

Fabián, de tres años y cinco meses de edad, ha empezado a tener pataletas diariamente, pero sólo en casa. Pataleta para vestirse, pataleta para sentarse a la mesa, pataleta para ponerse el pijama... Fabián era el primer hijo y primer nieto hasta que nació su hermanito Andrés, hace quince días. Cuando Fabián llega del jardín infantil, la mamá no lo deja acercarse al bebé porque "puede traer microbios". La abuela ha comenzado a reprender a Fabián. Dice que grita tanto que el bebé se va a poner nervioso.

En este breve ejemplo podemos suponer que Fabián está a merced de emociones negativas: el miedo y la rabia que surgen porque se siente solo y desplazado. Percibe visceralmente que su mamá ha dejado de quererlo, que lo ha reemplazado por un bebé permanentemente en brazos y lo priva de las caricias y atenciones que hasta hace poco le pertenecían a él como hijo único. Además, Fabián se siente rechazado por una abuela que hasta hace poco se desvivía por atenderlo. En cambio en el jardín infantil se siente regaloneado. Las tías no le han perdido el cariño. Con ellas recupera la alegría y la quietud.

A partir de los ocho o diez meses de edad, el niño desarrolla lenta y gradualmente estrategias efectivas para darles un cauce adecuado a las emociones que lo desbordan. Cuando las condiciones internas y ambientales son ideales, las estructuras cerebrales van madurando y permitiendo una autorregulación relativamente eficiente, automática, espontánea e inmediata. Gracias a la progresiva maduración de conexiones entre el mundo subterráneo de las emociones y la corteza cerebral, el niño suma estrategias relativamente conscientes para autorregularse, como echar mano a la fantasía (imaginar que es un tigre feroz) o a los objetos transicionales que representan a la madre (alguna cosa que le pertenezca a ella, como una prenda de vestir) o que adquieren el carácter de amuletos que neutralizan el miedo: un pañal o "tuto", un peluche, un chupete o un pulgar en la boca (estos dos últimos son sustitutos del pezón).

Caso de Magdalena

Magdalena tiene diez meses. Regularmente despierta entre la medianoche y la una de la madrugada y llora desconsoladamente. Su madre se levanta y mueve suavemente la cuna mientras canta una canción en voz baja hasta que la pequeña retorna su sueño. El papá está cada vez más irritado y le exige a su esposa que no se levante. "Déjala llorar hasta que aprenda que lo mejor que puede hacer es volverse a dormir", le dice a su mujer. Estima que está malcriando a Magdalena.

Esta bebé aún no puede autorregular el miedo que la invade cuando despierta en medio de la noche y percibe silencio y oscuridad a su alrededor. La actitud de su mamá, que acuna suavemente a Magdalena hasta que la niña cierra nuevamente sus ojitos, es la adecuada. El consejo del papá será válido en unos meses más, cuando su hija pueda recurrir a sus propias estrategias para autoconfortarse. En efecto, doce meses más tarde, Magdalena frota el "tuto" contra su nariz hasta retomar el sueño. Su mamá no tiene que levantarse a confortarla. A los cuatro años, la niña continúa despertando a medianoche, pero ahora es un gran león de peluche, regalo de su abuela, el que la tranquiliza. Magdalena abraza a su león en la oscuridad y en voz baja le pide que dé un gran rugido para espantar a los fantasmas. A los pocos minutos, la niña duerme nuevamente.

A partir de los cinco o seis años de edad, el lenguaje como instrumento para elaborar la emoción, en sintonía con un adulto que conforta, es el cauce que impide el desborde y permite recuperar la serenidad. El adulto se sintoniza con el niño para decodificar, elaborar y entender la emoción infantil, y contiene el desborde a través de la cercanía tierna y afectuosa. El niño se autorregula refugiándose entre los brazos acogedores del adulto y replegándose en una actitud regresiva, necesaria para recuperar el control.

Desde entonces y hasta la pubertad, el niño autorregula sus emociones a través de sus recursos de fantasía y su lenguaje interno, el cual se mueve de modo veloz hacia sus recuerdos para traer a la conciencia experiencias pasadas que le sirvan para serenarse. Los niños ansiosos o inmaduros echan mano preferentemente a la fantasía para aplacar el miedo. En esta fase del desarrollo, los personajes de cuentos y de dibujos animados cumplen un rol muy importante en la elaboración del miedo, ya que el niño adopta en su imaginación el papel del héroe o del más poderoso. Pero encauzar la rabia no es fácil para él: sigue necesitando la presencia acogedora y setena de los adultos, cuya actitud, como antes, será el cauce para el desborde emocional. Cuando el niño no encuentra ese cauce, la rabia y, en ocasiones, el miedo emergen en forma de una pataleta o de un comportamiento oposicionista, como veremos más adelante.

Caso de José Tomás

José Tomás tiene un gemelo de ocho años. Ambos acaban de llegar a la ciudad, porque su padre se cambió de trabajo. Tras algunos días de clases, el hermano gemelo de José Tomás es intervenido quirúrgicamente en forma urgente, de modo que a partir de la segunda semana escolar José Tomás debe ir solo a su nuevo colegio. Está muy asustado, añora la presencia tranquilizadora de su hermano y tiene miedo de ser agredido por dos chicos con fama de matones. Cada cierto tiempo, mete la mano al fondo de su mochila, donde tiene escondido su juguete preferido, y se aferra a él con fuerza en busca de protección, mientras las mariposas en su estómago amenazan transformarse en incontenibles deseos de ir al baño. Pálido y tembloroso, permanece como atornillado al banco cuando suena el timbre del recreo, mientras el resto de los chicos sale en tropel al patio. De pronto, la profesora se acerca a José Tomás. Con una voz dulce y cálida, lo abraza y le pregunta: "¿Te gustaría ser mi ayudante por dos semanas? Te sentarás cerca de mi pupitre y tendrás a cargo varias tareas que yo no puedo hacer sola. Además, así no echarás tanto de menos a tu hermanito. ¿Sabes?, cuando yo tenía diez años también me cambiaron de colegio y al comienzo me sentía perdida, pero luego tuve muchos amigos". José Tomás respira hondo. Lo invade una oleada de paz. La profesora será su amiga hasta que vuelva su hermano o encuentre un amigo.

Durante la pubertad (entre los trece y catorce años de edad) se desarrollan áreas cerebrales que favorecen la reflexión y el autoconocimiento. El adolescente ya no necesita la mediación de un adulto para encauzar sus emociones; le basta con replegarse mentalmente sobre sí mismo (autocontrol) y analizar de modo flexible —a través de su lenguaje interno, la memoria de sus experiencias y las enseñanzas valóricas recibidas— aquellas circunstancias que le generan ira o miedo. Esto le permite buscar soluciones adecuadas. A menudo, la conversación con sus pares, un encuentro reflexivo en el cual se produce un intercambio de experiencias y posibles soluciones, es muy efectiva en devolverle la calma. Pero el adolescente protege su intimidad frente a sus padres. Guarda silencio cuando lo interrogan acerca de su mal talante, especialmente si las estrategias de comunicación afectiva en su familia son débiles. Por principio y doctrina rechaza los consejos del adulto, sobre todo cuando son entregados con la actitud benevolente de la persona sabia y experimentada que se acongoja al ver la ineptitud e inmadurez de los chicos o que pontifica en tono solemne olvidando una regla de oro: escuchar.

Los púberes y adolescentes experimentan cambios funcionales cerebrales muy particulares que les permiten enfrentar los desafíos sociales que están por venir. Entre estas modificaciones, la búsqueda de riesgo en los varones y la potenciación de la impulsividad por influjo grupal en niños y niñas deben ser conocidas por padres y profesores. Es probable que el creciente interés de los chicos varones entre trece y dieciocho años por vivir situaciones riesgosas, liberadoras de adrenalina, esté escrito en clave genética desde los tiempos en que, cumplida cierta edad, los adolescentes debían salir con los hombres de la tribu a cazar o a pelear contra los enemigos. Sin placer por el riesgo, el miedo los habría paralizado o los habría hecho huir. El deseo de liberar adrenalina fue el motor que les permitió convertirse en hábiles cazadores y guerreros. Esta búsqueda de riesgo se asocio a un incremento de la impulsividad y agresividad por influjo del grupo. Podemos imaginar la desazón y el miedo que experimentaba un adolescente obligado a acompañar a los hombres a cazar o a enfrentar a la tribu rival; pero si al grupo se sumaban otros chicos de similar edad, el miedo era reemplazado por una gozosa excitación. Los adolescentes mostraban los dientes con ferocidad y hacían gala de arrojo blandiendo sus lanzas y garrotes con aullidos amenazantes. Miles de años más tarde, un chico que camina solitario por la calle se muestra inhibido, pero si se le unen amigos se vuelve desenfadado, provocador y dispuesto a agredir a quien lo llame al orden. Su grupo de pares le da valor y decisión a la hora de mostrarse oposicionista y desafiante.

Miedo y rabia son igual a agresividad

Desde los primeros tiempos del hombre en la Tierra, las emociones y los sentimientos negativos primarios —como la rabia, el miedo, el rencor, la hostilidad, el resentimiento y el encono— están indisolublemente ligados a la agresividad, una compleja dimensión emocional orientada a la supervivencia y, probablemente, uno de los más potentes motores evolutivos biológicos. La agresividad desencadena comportamientos de daño conocidos como agresión o conducta agresiva. En la mayoría de los niños y adultos la agresividad es un rasgo normal que se agazapa la mayor parte del tiempo, cual animal salvaje en su madriguera, silencioso y latente, sin emerger como conducta a menos que las circunstancias sean propicias. En una minoría de niños, adolescentes y adultos, la agresividad no está latente, sino activa y provoca frecuentes conductas de daño inesperadas o injustificadas. Esto ocurre debido a lesiones o a un mal funcionamiento en numerosas estructuras cerebrales específicas y cae en el ámbito de la psicopatología.

Como la agresividad es una dimensión emocional muy antigua —escrita en clave biológica de supervivencia y adaptación al medio—, se activa en forma instantánea, súbita, sin mediación de tiempo ni elaboración consciente en las siguientes situaciones:

    *

      Cuando aparece un extraño en nuestro territorio.
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      Cuando percibimos provocación (real o fantaseada),especialmente si se expresa como burla o intento de sometimiento por la fuerza (control coercitivo).
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      Cuando no decodificamos adecuadamente las señales amistosas de parte de quien es percibido como extraño o antagonista.

Cuando aparece un extraño en nuestro territorio

Entre el nacimiento y los ocho o diez meses de edad, el niño no discrimina entre conocidos y desconocidos. Le sonríe abiertamente a todo el mundo, tiende sus bracitos y acepta con placer las caricias de quien se cruce en su camino. Pero el bebé sociable da paso a uno cauteloso que teme a los desconocidos, esconde su rostro contra el cuello de su madre y se aferra a ella como un koala asustado cuando un extraño intenta cogerlo en brazos. A partir de ese momento, y gracias a la maduración de estructuras cerebrales específicas, el niño —y más adelante el adulto— reaccionará "territorialmente", experimentando intensa agresividad cuando su terreno (su casa, sus juguetes) sea invadido por un extraño. Serán las reacciones amistosas del otro, como la sonrisa amplia, la mirada transparente y la actitud relajada, que también se activan automática o conscientemente al percibir una agresión inminente, las que neutralizarán el torrente agresivo que amenaza convertirse en conducta de daño y darán tiempo para organizar una elaboración consciente y un inmediato "cambio de programa".

Pero si en vez de sonrisas y miradas claras el extraño muestra el ceño fruncido, los ojos acerados, la boca apretada y la actitud tensa y alerta, la agresividad no será neutralizada, sino que se potenciará y emergerá un repertorio de conductas de daño dependientes de la edad, el género y otros factores. Un niño pequeño morderá; uno algo mayor dará patadas y golpes de puño; un adolescente varón derribará, pateará y dará bofetadas, mientras que una joven arañará y repartirá manotazos. Sin duda que todo será más veloz y definitorio si hay un arma blanca, de fuego o un objeto contundente al alcance de la mano.

Caso de José Tomás

José Tomás y su hermano gemelo llegaron juntos a su nueva escuela el primer día de clases. Minutos antes de que la profesora entrara a la sala, José Tomás se sentó en un pupitre a la espera de que le dijeran dónde sentarse. De pronto, el dueño del puesto entró a la sala y al ver a este desconocido en su pupitre se le acercó con el puño en alto y los ojos chispeantes. "¡Oye, tú, a ver si sales de mi asiento ahora!", le gritó. José Tomás lo miró con sus grandes ojos asustados, sonrió y le tendió la mano: "Hola, soy el nuevo... y éste es mi hermano José Pedro. No te estoy quitando el puesto, sólo estoy esperando que me digan en qué lugar me tengo que sentar". El rostro pecoso del dueño del pupitre se distendió. Su actitud agresiva fue reemplazada por una sonrisa y luego, por una risa alegre. "¡Oye, pero si este otro es igual a ti! Es tu clon, es tu clon", exclamaba mientras abrazaba a ambos gemelos. Lejos había quedado su primera reacción agresiva. Posiblemente ganó dos amigos.

Es probable que por muchos años los primeros hombres que habitaron el planeta hayan deambulado solos intentando sobrevivir hasta que descubrieron que la unión hace la fuerza. Entonces apareció en la evolución ese conjunto de señales amistosas que constituyen el primer paso de afiliación. Los chicos que juegan en una plaza miran al recién llegado como antagonista. Se ponen en guardia. Son las señales amistosas del que llega las que derriban las actitudes belicosas y dan paso a una invitación a formar parte del grupo. Así nacen las amistades, nutridas y sostenidas por potentes sentimientos positivos. El animal de la agresividad se oculta nuevamente en su madriguera.

Cuando percibimos provocación, especialmente si se expresa como burla o intento de sometimiento por la fuerza

A partir de los 24 meses, el niño comienza a percibir el alcance de su libertad exploratoria y su poder sobre personas y objetos. Se propone dimensionar activamente hasta dónde puede llegar en este ejercicio primario del dominio. De este modo se van gestando una voluntad y un goce ligados al ejercicio de la libertad y la manipulación, término este último que alude a la acción de mover con las manos un objeto o una marioneta a voluntad.

Manipular en la interacción con un adulto o un niño mayor es, entonces, intentar mover a voluntad al otro, modificando sus conductas, expectativas y decisiones para comprobar gozosamente que uno tiene poder y lo puede ejercer con alguien que indudablemente posee una facultad de dominio mayor. En este juego, el adulto —o el niño mayor— es un antagonista, de modo que uno moviliza energía agresiva, orientada a ponerse en guardia y atacar si el otro da señales de sometimiento o control. Este juego de poder es máximo durante los primeros cinco años de vida, en la edad preescolar, cuando el niño se va haciendo consciente de su pequeñez, por una parte, y de su capacidad pata ejercer dominio sobre alguien con poder, por otra. Es la llamada "edad de la terquedad".

Suele ocurrir que el adulto, seguro de su fuerza, reacciona con sorna, burlándose del niño y haciéndole ver su pequeñez y su carencia de verdadero poder. Esa actitud burlona también despierta en el niño una intensa agresividad que se moviliza como una energía que se desborda en conductas de daño. Años más tarde, la edad de la terquedad se reedita en el púber que siente los intentos de control de un adulto (padre, profesor) o de un hermano mayor.

Caso de Alan y Adolfo

Alan tiene siete años. Es el primer hijo de su madre y el cuarto de su padre, quien tiene tres hombres de un primer matrimonio. Alan es un chico alegre, bondadoso y dócil, según su mamá. En pleno febrero llega a la cabaña de veraneo Adolfo, el menor de los hijos del papá, un adolescente de dieciséis años, algo inmaduro. Adolfo está celoso de Alan, a quien ve como un ladrón que lo ha despojado del cetro de hijo menor y favorito de su padre. Desde el primer día, Adolfo se propone molestar a Alan. Decide que el mejor recurso es zaherirlo haciéndole sentir su superioridad: lo apoda "microbio". Disfruta proponiéndole juegos en los cuales Alan carece de destreza o velocidad y lo interrumpe cuando está conversando. "Sólo hablas estupideces", le dice. En pocos días, la alegría de Alan se esfuma y da paso a una creciente rabia que se mezcla con el agudo dolor de la impotencia. Silenciosamente, en la cabaña de veraneo se incuba una relación peligrosa que puede desencadenar una agresión de Alan hacia Adolfo. Pero el padre de ambos chicos se da cuenta del dominio que ejerce el gato, Adolfo, sobre el ratón, Alan, y decide actuar. Le llama severamente la atención al mayor y lo amenaza con privarlo de salidas con amigos por un semestre si no cambia su actitud con el más pequeño. Lo vigila, lo somete a un control implacable y en más de una ocasión, al comprobar que las descalificaciones de Adolfo hacia Alan continúan, opta por descalificar a su vez al mayor. Le dice "cretino" y le requisa el celular por varias semanas, hasta que aprenda a tratar bien a los más chicos. Con esta reacción no logra sino confirmar los temores que Adolfo tiene en su corazón: Alan es el preferido del papá. Acto seguido, Adolfo abandona a su víctima para dirigir todo su encono hacia el padre, a quien confronta cada vez que se presenta la oportunidad. Desobedece, llega tarde a comer, permanece hasta el anochecer en la playa con sus amigos y se pone un piercing en el labio superior, que exhibe en forma desenfadada ante su padre furibundo.

En este ejemplo, el niño menor puede reaccionar en forma impulsiva ante las conductas de mofa y sometimiento del hermano mayor. Podria lanzarle algún objeto contundente o una taza de leche hirviendo... También podría ocurrir que Alan sintiera a Adolfo como un Goliat invencible y, entonces, su agresividad latente podría dirigirse contra sí mismo, en forma de una repentina úlcera gástrica, la caída de manchones de cabello —alopecia areata— u otro desorden de somatización.

Cuando no decodificamos adecuadamente las señales amistosas de quien es percibido como extraño o antagonista

Hay niños que presentan alteraciones de diverso grado y naturaleza en ciertas regiones cerebrales encargadas de percibir al otro como ser humano, decodificar sus códigos comunicativos (lenguaje verbal y no verbal, como gestos, tono y timbre de voz) o interpretar lo implícito en sus conductas. Estas habilidades, esenciales para relacionarse e interactuar con otras personas, en la mayoría de los niños están activas desde antes de nacer. Ellas decodifican e interpretan correctamente una mirada, una sonrisa, gestos faciales y corporales, desplazamientos, etc. Incitan al niño a inhibir conductas de huida o ataque y a activar aquellas de acercamiento confiado.

Caso de Claudio

Claudio tiene nueve años, presenta síndrome de Asperger y entró a un colegio privado en plan de integración. Varios días después de iniciadas las clases, Claudio continúa saliendo abruptamente de la sala ante el desconcierto de la profesora, quien decide intervenir poniéndole límites. Es así como cierta mañana intercepta a Claudio antes de que franquee la puerta del aula y lo toma suavemente del brazo mientras le dice con voz gentil, pero firme: "¡Señor conejito, usted no puede entrar y salir de la sala cuando le dé la gana como si estuviera en el bosque!". Al sentir la mano de la profesora sobre su brazo, Claudio gira sobre sí mismo, le asesta un violento puntapié a la maestra y escapa por los pasillos para ocultarse en un baño mientras grita: "¡Yo no soy un conejo, no soy un conejo!".

Los niños y adultos con síndrome de Asperger tienen disfunciones de diverso grado en las estructuras cerebrales que decodifican las señales amistosas y "leen" las metáforas que solemos decir en clave cariñosa. En este caso, el contacto con la mano de la profesora fue decodificado por Claudio como control y amenaza a su integridad física. El chico no supo descifrar "conejito" como la metáfora del animalito que salta por los campos libremente. Su capacidad de discernir no funciona, está paralizada.

Discernir si la situación amerita ponerse en guardia y movilizar energía agresiva para atacar o defenderse exige una cabeza lo suficientemente fría, capaz de seleccionar, evaluar, jerarquizar y decidir antes de actuar. Una cabeza fría es una mente con eficiencia analítica. El principal enemigo del discernimiento como estrategia de autocontrol de la agresividad es el estrés excesivo, generador de una ansiedad igualmente excesiva. Debemos recordar que la ansiedad consiste en una cadena de eventos neuronales que bañan el cerebro con sustancias químicas específicas. Una ansiedad excesiva es un baño químico que inunda el cerebro e impide mantener una mente fría y analítica. El resultado es la aparición inmediata de conductas agresivas extremas que se caracterizan por su elevada connotación impulsiva, ciega. Son conductas orientadas a la supervivencia. En sentido metafórico, la ansiedad excesiva traslada velozmente al niño por el túnel del tiempo y lo deja caer en medio de una selva prehistórica, solo e inerme, a merced de los más temibles depredadores. Vaga en búsqueda de un lugar protegido con los músculos en tensión, los puños apretados, las pupilas dilatadas. Su corazón late desbocado como si se le fuera a salir del pecho. Todo le despierta una inmediata reacción defensiva; mira alerta buscando al enemigo o al depredador. Más de una vez descarga su machete sobre una rama que cruje o un animal que se desliza tras el follaje. En otras palabras, la ansiedad le calienta la cabeza, le impide discernir y facilita que surjan en él conductas agresivas. Esto se llama "ansiedad persecutoria".

Caso de un niño en un terremoto

Una ciudad ha sido devastada por un terremoto. Horas después, mientras continúan los derrumbes, un chico emerge súbitamente entre los escombros de una casa, corre sin rumbo y se agazapa en un portal, enloquecido de pavor. Un bombero rescatista acude a protegerlo, pero cuando el chico lo ve acercarse, coge una piedra enorme y se la lanza al rostro para luego reanudar su loca huida. La ansiedad extrema que lo enceguece le ha impedido discernir que el uniforme que viste el hombre es el de un bombero, que su expresión es de solícita amistad y que se ha acercado con la intención de socorrerlo.

Amanda Céspedes, Niños con pataleta, adolescentes desafiantes

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