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sábado, 19 de diciembre de 2009

ECOLOGIA HUMANA CRISIS DE LA RACIONALIDAD OCCIDENTAL


Segunda Parte
Crisis de la racionalidad occidental


Desterritorialización masiva

Más que la búsqueda de viejas armonías, o la defensa empecinada de la estabilidad en un planeta donde el 98% de las especies que nos han precedido en la historia evolutiva se encuentran desaparecidas, lo que se incuba con la reflexión ecológica es una nueva forma de racionalidad, surgida de una experiencia de finitud que experimenta conmocionada una cultura que había pensado no tener ningún límite.

Las creencias y comportamientos que nos han conducido a la actual encrucijada, se constituyeron desde sus orígenes bajo la tutela simbólica de una cultura del desarraigo y el destierro. Los pueblos no occidentales, bien sea los mesopotámicos o europeos, antes de la instauración del Imperio de Occidente, o las sociedades exóticas con las que nuestra civilización ha entrado en contacto durante los últimos siglos, se han caracterizado por estar férreamente ligados a la tierra, a la geografía que los abriga, la que adquiere con sus contornos geológicos o su riqueza animal y vegetal un importante papel en sus mitos, ritos y tradiciones. Los dioses están vinculados a la tierra, la fauna y la geografía, impidiéndose una disociación entre naturaleza y cultura. La vida de los seres humanos se encuentra estrechamente ligada a la de los animales y los bosques, entendiéndose que la muerte de éstos representa también una amenaza para los primeros. La cultura occidental, al contrario, se constituye con los caracteres que le son propios al romper los pueblos sus relaciones matriciales con el entorno, produciéndose una profunda vivencia de desarraigo.

Rotos los lazos directos con el entorno geográfico, la naturaleza se convirtió en enemiga del hombre, opositora que podía ser destruida, pues sus dioses tutelares no tenían ya ningún poder para protegerla. Se favoreció la ilusión de la autonomía de la cultura y de los individuos frente a la naturaleza y sus redes de dependencia, declarándose el hombre soberano ante el cual las demás especies animales y vegetales debían someterse. La autonomía, que en las antiguas mitologías estaba reservada sólo a algunos dioses y era raramente concedida a los hombres, a no ser en términos negativos, fue atribuida en nuestra cultura al ser humano, de manera universal y genérica. Con ella, asumimos también toda la simbología guerrera que la acompaña.

La palabra espíritu, que antes del advenimiento de la cultura occidental señalaba la irreductible peculiaridad de pueblos, vivencias y comunidades —recordar el pneuma griego o la ruah hebrea—, se convirtió con el paso del tiempo en la instancia opuesta a la naturaleza, desde la cual se justifica la depredación en nombre de la voluntad soberana. Prima sobre la naturaleza una voluntad de dominio, marco valorativo que exalta la actitud del conquistador que avasalla la totalidad del planeta, destruyendo sin compasión las singularidades que se le oponen.

Pero, más que un interés heroico, lo que animó finalmente la cultura y la racionalidad occidental fue un afán productivo. Los atributos del guerrero fueron transferidos al empresario y, sin darnos cuenta, quedamos esclavizados por el efectivismo. Movido por la necesidad de progreso, el hombre occidental encuentra una figura predilecta en la acumulación monetaria y el incremento de la productividad, con lo cual la naturaleza termina siendo vista como recurso a explotar, fuente de riqueza que debe satisfacer sin límite las ambiciones empresariales. De la afirmación de autonomía sólo quedó el temor a la dependencia y la actitud arrogante de creernos por fuera de los ecosistemas y de la naturaleza. Lo otro no fue más que esclavitud burocrática.

Como consecuencia de la desterritorialización brusca y masiva —activa todavía en la migración del campo a la ciudad y la conformación de grandes cordones de miseria en las urbes del Tercer Mundo—, se generaliza una sensación de angustia y desarraigo que encuentra válvula de escape en los afanes consumistas de estas masas flotantes, a las que no se ofrece identidad diferente a la que venden empresarios y publicistas. Con su ronda de ilusiones, la dinámica de mercado encuentra la manera de capitalizar a su favor las necesidades de afirmación cultural y de sentido de pertenencia, resquebrajados en una sociedad que ha desacralizado el territorio, convirtiendo todo lo que llega a sus manos en valor contable, objeto de transacción y consumo. De esta manera, la masificación y el fetichismo de la mercancía pasan a reemplazar la ausencia de auténticos procesos de singularización y de sólidos lazos de interdependencia.

La lógica ecológica, pensada desde una perspectiva espacial y sensorial, exige en consecuencia que se produzcan nuevas territorializaciones y se establezcan redes flexibles de interdependencia, que por supuesto no serán una simple imitación de las ya perdidas. Se trata de enfrentar el reto cultural de construir un nuevo tipo de racionalidad y de subjetividad que, sin caer en idealizaciones del pasado, ponga dique a las dificultades propias del modelo de desarrollo que vivimos.


Sociedades calientes

Todo problema ecológico es, a la vez, un problema político y económico, como parece ser válido para la realidad designada con la raíz griega oikos. La crisis ecológica no es solamente una crisis de la cultura y de la racionalidad vigentes. Es también una crisis del modelo socio-económico que ha terminado por imperar en Occidente.

Claude Levi-Strauss nos ha dado la clave para entender en parte la singularidad del desarrollo occidental que conduce a los fenómenos de acumulación y explotación, que subyacen a la problemática medio ambiental. El conocido etnólogo francés ha distinguido entre dos tipos de sociedades humanas. Unas que podrían llamarse frías, cuyo medio interno está próximo al cero de temperatura histórica, por lo que se resisten a una modificación de su estructura, explotando el medio de manera que garantizan a la vez un nivel de vida modesto y la protección de los recursos naturales. Tales sociedades llevan una vida política fundada en el consentimiento, sin admitir otras decisiones que las tomadas por unanimidad. Otras sociedades, las llamadas calientes, aparecidas en diversos puntos del mundo a la zaga de la revolución neolítica, utilizan como motor de la vida colectiva separaciones diferenciales entre poder y oposición, mayoría y minoría, explotadores y explotados. Esta solicitud sin tregua a la diferenciación entre castas y clases, les permite extraer de sí mismas devenir y energía, abriendo en su estructura un hiato para que pueda irrumpir la historia.

Entre las sociedades calientes sobresalen aquellas ciudades y estados que, en la cuenca mediterránea y el Extremo Oriente, construyeron un tipo de convivencia donde las separaciones diferenciales entre los hombres —dominantes unos, dominados otros— podían ser utilizadas para producir cultura a un ritmo hasta entonces desconocido e insospechado. De la experiencia acumulada en esas ciudades-estado se alimentaría después la maquinaria burocrática y militar del Imperio Romano, nuestro ancestro directo.

Aunque sus pilares se sentaron en la antigüedad tardía, la cosmovisión que nos condujo al desastre ecológico alcanzó su punto culminante con el advenimiento del modo de producción capitalista y la revolución industrial. Se acentuó entonces hasta extremos inconcebibles la oposición entre el campo y la ciudad, dándose las condiciones para una explotación intensiva de los ecosistemas creados por el hombre, con extracción acelerada de materias primas, constitución del mercado mundial y productividad a gran escala.

La empresa tecnológica y científica de Occidente que dio soporte conceptual e instrumental a la revolución capitalista, fue abanderada por el filósofo inglés Francis Bacon, quien a comienzos del siglo XVII apadrina la racionalidad del capitalismo naciente, argumentando su planteamiento a partir de una curiosa interpretación del relato bíblico de la creación, según la cual, por designio divino, el hombre es amo absoluto de la naturaleza, siendo su destino dominarla. El "procread, multiplicaos y henchid la tierra" (Gn 1, 27), sometiendo los peces del mar, las aves del cielo y todo cuanto se mueve sobre el planeta, era para Bacon una especie de mandato a los empresarios y mercaderes que debía cumplirse como si se tratara de un celoso mandamiento.


Conquista: neolítico abortado

Las empresas de conquista europea que acompañaron los albores de la edad moderna, tendrían como consecuencia extender los desastres ecológicos a los llamados países en vía de desarrollo. En Latinoamérica, y de manera especial en la cuenca amazónica, la intromisión de la cultura occidental condujo a lo que Augusto Ángel ha llamado el neolítico tropical abortado. El gigantesco esfuerzo de adaptación realizado durante miles de años por el hombre americano, fue cortado de raíz por la conquista europea, siendo reemplazadas sus formas organizativas por un modelo de saqueo y dependencia externa, que no dio ninguna importancia a las culturas indígenas como formas exitosas de adaptación al medio tropical.

Durante siglos, los indígenas amazónicos habían mantenido y perfeccionado prácticas agrícolas que recurrían a la variedad genética disponible en el área para mantener una adecuada provisión alimentaria, no obstante los obstáculos que se presentaban para el cultivo sostenido, por la diversidad climática y ecológica de la zona.

A pesar de la crisis sufrida por el encuentro de las dos culturas, se sabe de comunidades como los Desana, que todavía en la actualidad manejan cerca de 40 variedades de yuca utilizables en diferentes medios de cultivo, y de otras etnias que han logrado, mediante cuidadosa selección de caracteres, un mejoramiento en el tamaño y productividad de los frutales. Es ya legendaria, por demás, la riqueza en plantas biodinámicas, integradas muchas de ellas a las prácticas rituales y curativas de los indígenas de la región. Al ser roto su sistema de vida por un nuevo modelo productivo que no tiene en cuenta la singularidad biológica de la zona, se dan las condiciones para que estas tierras se vean amenazadas por la deforestación masiva, la erosión y la desertificación.

La crisis ecológica es la suma de muchos fracasos de nuestra cultura que, al declararse autónoma respecto a la naturaleza, empezó a chocar con las limitaciones que le imponen sus propias cadenas de dependencia, ahora violentadas y rotas. La salida no puede ser un regreso al neolítico ni una idealización del indígena amazónico. De lo que se trata es de entender que si bien la alteración del equilibrio ecológico y la transgresión de las leyes biológicas parecen ser acompañantes ineludibles de la historia humana, es necesario pensar en la manera de reintegrar la cultura a la naturaleza, y la economía a la ecología, corrigiendo a tiempo los efectos indeseables que pueda tener la acción humana.

No se trata de expulsar al ser humano de santuarios naturales reservados para la contemplación bucólica, sino de articular competencias, sin caer en el error de abrirnos sin limitaciones a una economía cuyo único interés parece ser la maximización de la ganancia con el mínimo de inversión, concibiendo los problemas ambientales como una consecuencia inevitable del desarrollo. Articular un ecosistema singular a una cultura, no tiene por qué implicar la mutilación de una realidad vital en beneficio de otra; admitiendo que ambas se transforman en el intercambio, de lo que se trata es de enriquecerlas mutuamente, haciendo posible su coexistencia.


Límites de la acción técnica

Las fallas implícitas en la unidireccionalidad de la racionalidad operatoria y en la linealización de la actividad humana pensada por objetivos rentables e inmediatos, quedaron claras hace más de cien años a raíz del episodio suscitado entre los cultivadores de caña de Jamaica, reafirmándose en el siglo XX con el suceso bastante conocido de contaminación mundial por el DDT.
En 1872 fue llevada a la isla caribeña la mangosta para acabar con los roedores que diezmaban, las cosechas, pero una vez que éstos fueron aniquilados, aparecieron nubes de insectos portadores de nuevas plagas, que pululaban al haber desaparecido el control natural que sobre ellos realizaban los animales exterminados. Este fenómeno, que para entonces quedaba limitado solamente a la esfera biológica, tomó dimensiones alarmantes cuando comprometió, en el siglo XX, a la industria química que se extiende por doquier en la sociedad contemporánea.

La alarma se generalizó después de la victoria obtenida con el DDT para controlar, durante la Segunda Guerra Mundial, enfermedades como el tifo y la peste, al aplicar a la ropa de los soldados sustancias del grupo de los cloruros orgánicos con las que se eliminaban pulgas y piojos, insectos transmisores de las temidas enfermedades. Después del éxito obtenido durante la guerra, el uso de pesticidas químicos se extendió a la agricultura y a otros insectos transmisores de enfermedades como el paludismo, llegando a pensarse que la industria química había dado a la humanidad los medios para liberarse de algunos de sus más viejos enemigos.

No tardaron, sin embargo, en aparecer los efectos indeseables. Mucho más compleja de lo que el hombre había imaginado, la naturaleza evidenciaba lo limitado de la previsión humana. Las nuevas sustancias no sólo acabaron con insectos dañinos sino también con depredadores y parásitos que ayudaban a controlar las plagas. Peces, aves y mamíferos, y en general todo ser viviente que se pusiera en contacto con ellas, podía ser dañado. Se descubrió además que insecticidas como el DDT eran virtualmente indestructibles. Se acumulaban cada vez más sobre la tierra y el agua, o en los tejidos animales, continuando su acción devastadora con eficacia inalterable. Las aves que se alimentaban de insectos o peces fueron las primeras en resultar envenenadas, ya que el DDT afectaba su reproducción, apareciendo sus huevos con cascaras excesivamente delgadas o carentes de ellas. En aguas continentales y costeras la pesca resultó afectada al comprobarse que los peces contenían DDT en cantidades peligrosas para la salud humana. Lo que se había tomado como bendición adquirió las características de calamidad, quedando claro que los productos de la industria química, al ser introducidos en la biosfera, ponían en peligro el intrincado funcionamiento de las comunidades de animales y plantas, sin que el hombre, que los había fabricado, quedara exento de sus efectos. La racionalidad tecnológica y teleológica mostraba así sus debilidades, abriendo paso a un modelo de causalidad recíproca que se oponía tanto a la metafísica tradicional como al materialismo vulgar, absortos ambos en la absolutización de una causalidad unidireccional.


Ecología de la resíngularízación

El propósito central de una propuesta ecológica reside, según una hermosa expresión de Michel Serres, en firmar un nuevo pacto con el mundo, poniendo en práctica un derecho que haga resistencia a la violencia automantenida, que marque límites a la acción humana sin caer en reglamentaciones totalitarias, ni desconocer las variaciones que florecen alrededor de las fronteras. Un derecho abierto a la topología de lo flexible que, como anunciara Félix Guattari, favorezca la emergencia de prácticas innovadoras de recomposición de las subjetividades individuales y colectivas. Sólo las fuerzas de singularización pueden enriquecer los ecosistemas y potenciar su existencia. De allí la necesidad de recuperar sujetos o realidades singulares que han quedado atrapadas en la serialización, inventando para ello, si fuese necesario, nuevos contratos de ciudadanía.

En un mundo en que las redes de parentesco tienden a reducirse al mínimo y la vida doméstica aparece inundada por las ofertas consumistas de los medios masivos de comunicación, la ecosofía adquiere el carácter de derrotero vital para impulsar nuevas formas de sensibilidad e inteligencia, capaces de incidir con lucidez en la vertiginosa dinámica del mercado mundial de los bienes y deseos. Teniendo como égida ético-estética el simultáneo fomento de la singularidad y cuidado de la interdependencia, la ecosofía recurre a una lógica intensiva preocupada por localizar vectores de singularización, para rodearlos de un territorio existencial donde sea posible aclimatar valores que nos protejan de la avalancha consumista.

La lógica ecológica es pre-objetal y relacional, porque incluye en sus análisis de manera simultánea al sujeto y al territorio. Ecología que se muestra atenta tanto a los signos y a las ideas, como a las redes interhumanas y a los terrenos por donde los seres vivos se desplazan, sin descuidar la creación de nuevos conceptos que den cuenta de estas modalidades singulares y abiertas de autorreferencia existencial. Abordaje que permite apreciar las actividades humanas y las finalidades del trabajo en función de criterios diferentes a los del rendimiento y el beneficio mercantil inmediato. Proceso de heterogénesis, ecología de la resingularización que encuentra soporte en algunas cosmovisones de la América precolombiana que sobrevivieron al ecocidio de la conquista.

En las culturas amazónicas el chamán es, como dice Gerardo Reichel-Dolmatoff, un ecólogo consciente y eficiente, atento a los parajes liminares que separan y articulan a los ecosistemas. Para eso tiene en cuenta el color de las flores y las mariposas, el olor de las maderas, la transparencia de las aguas y las diferencias de temperatura. Perspectiva mucho más fina y singularizadora que la utilizada en nuestra cultura para el cálculo de los requerimientos o gastos energéticos en la ecología de poblaciones.
El término Desana para designar el ecosistema — kadoaro— puede ser traducido como "lugar de resonancia". La singularidad —lo que está allí, lo que está dado—, rebota y resuena en un espacio cruzado por una intensidad propia, única, que se expresa en la tonalidad de la vegetación, la intensidad de los sonidos y los olores, la luminosidad y la temperatura. Como dice Guilles Deleuze, lo propio de la singularidad es resonar hasta constituirse en ritornelo, en fuerza de enunciación que es a la vez profundidad y proyección, signo de lo propio y apertura a la diferencia.

Para los indígenas americanos la conservación del medio ambiente tiene un profundo sentido ético, actualizando en las situaciones de crisis mensajes que advierten contra el exceso y les invitan a ponderar sus acciones. La suya es una economía anti-excedente que se levanta contra el abuso y la explotación en todas sus formas. Alrededor de la singularidad y el ecosistema, las simbologías amerindias y las actuales propuestas ecosóficas levantan un espacio tabú, un territorio sacralizado que exige del intruso delicadeza y apertura mental para captar las fuerzas que allí habitan y cuyo desconocimiento puede generar destrucción y muerte. Dinámica cognitiva que nos obliga a integrar los más amplios rasgos del pensamiento abstracto con las pautas sintetizadoras, éticas y ecosóficas, capaces de orientar la acción diaria.


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