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sábado, 19 de diciembre de 2009

ECOLOGIA HUMANA ECOSISTEMA Y LIBERTAD HUMANA


Tercera Parte
Ecosistema y libertad humana


El sistema acentrado

Un ecosistema funciona de manera muy distinta al comportamiento programado de los seres humanos, pues a diferencia de éstos no cuenta con un aparato central que vigile y prevenga los desequilibrios. A falta de un sistema de control jerárquico, se beneficia de un sistema de causalidad retroactiva que encadena, a manera de bucles, cada uno de los efectos producidos por las singularidades que lo componen.

Para entender el ecosistema es necesario separarnos de la idea simplista de organismo como maquinaria de relojería que centraliza por sí mismo su constancia y regulación, protegiéndose de las inestabilidades provenientes del exterior. Dentro del ecosistema no existe centro director ni memoria que sirva de patrón constante a una función de monitoría. La lógica del ecosistema parece ser una lógica acentrada, por completo diferente a la lógica artificial de las máquinas producidas por el ser humano y a la manera de funcionar de los organismos burocráticos. No hay en los ecosistemas unidad originaria que se preocupe por integrar las diferencias, ni dispositivo que luche por asegurar su permanencia. Lo que nos revela el ecosistema es el funcionamiento de una vida sin memoria centralizada, sin programa previo, sujeta a fenómenos de campo donde cada nuevo suceso produce un reacomodo de los puntos de equilibrio a partir de un fino juego de superficies.

Illya Prigogine ha mostrado cómo los fenómenos vivientes están constituidos a partir de estructuras dísipativas propiciadoras de lo que él llama orden por fluctuación, propuesta que retoma la sugerencia de Claude Bernard de considerar la vida como una estabilidad inestable. Como las estructuras vivientes son creadas y mantenidas gracias a los intercambios con el mundo exterior en condiciones de no equilibrio, están siempre abiertas a la formación de modalidades cooperativas nuevas. El no equilibrio funciona como una coacción exterior, constatándose que una estructura nueva sólo nace después de una inestabilidad del sistema, apareciendo un nuevo orden que corresponde, esencialmente, a una fluctuación gigante, estabilizada de manera transitoria por efecto de intercambios termodinámicos con el mundo exterior.

La estructura disipativa es producto de un estado de no equilibrio que recoge pequeñas corrientes de convección que transportan energía calorífica a la manera de fluctuaciones, llegando por momentos a adquirir tal amplificación que dan lugar a estados macroscópicos más organizados. El equilibrio termodinámico ideal, caracterizado por la homogeneidad, sólo es posible en sistemas cerrados, lejanos del entorno vital donde priman los fenómenos de oscilación propios de los ecosistemas. La vida es un sistema abierto, cuyos articuladores de control consisten en dispositivos no lineales de activación, inhibición y autocatálisis, que aseguran el aporte de requerimientos termodinámicos en condiciones de no equilibrio. Conjunto de oscilaciones mantenidas que han formado sus códigos bioquímicos y genéticos a partir de una sucesión de inestabilidades.

Entendida de esta manera, la única ley que podemos afirmar como necesaria para la vida es la existencia de una inestabilidad básica en el medio. En lugar de estar centralizado por un comando jerárquico, por un monitor capital, las directrices del ecosistema emanan a la vez de todas partes, constituyendo como producto una trama con abundantes agujeros negros, zonas de ruido, ambigüedad e incertidumbre, red comunicativa muy distinta a la que necesita un jefe para transmitir órdenes a sus subordinados. El ecosistema es un típico sistema acentrado, acéfalo, que en ausencia de comando unificado ostenta muchos centros y focos de poligenesia.

Por tal motivo, la coexistencia de una diversidad no planificada es la auténtica riqueza del ecosistema, modelo siempre abierto, al borde de la destrucción, que encuentra en la más variada conjunción de singularidades, salidas efectivas pero siempre transitorias a sus exigencias de autorregulación.


Redes de vida o cadenas de destrucción

Edgar Morin, en su obra El Método: La Vida de la Vida, ha dicho que si existiera un plan único, hace mucho la vida hubiera fracasado sobre la tierra. En la ausencia de centro está la riqueza del fenómeno vital. En su diversidad, la condición misma de su persistencia.

La creciente complejidad de la vida es un fenómeno relacionado con la ausencia de un centro organizador, como si el movimiento oscilatorio, propio de los fenómenos vitales a escala molecular, terminara guiando también los acontecimientos dentro del ecosistema. El autocentrismo de la acción humana —que obliga a reducir la diversidad natural de las especies a variedades domesticadas para lograr, a través de la homogeneización de las condiciones productivas, el máximo rendimiento en la acción transformadora—, parece chocar frontalmente con el acentrismo y variabilidad de la naturaleza. Los ecosistemas artificiales humanos, actuando con una lógica propia de las máquinas, se guían con el criterio de provecho máximo e inmediato, por lo que requieren de gran centralización, especialización y señalización de la producción, con la consecuente destrucción de la diversidad, nudo gordiano de la problemática ecológica.

El pensamiento ecológico se revela como enemigo acérrimo del pensamiento tecnológico, que actúa por objetivos aislados y rentables a corto plazo, por ser este último un modelo cognitivo que se sustenta en la visión de una razón autónoma que funciona teniendo como aval un conjunto de causalidades unidireccionales. He aquí, por eso, el más preciado conocimiento derivado del pensamiento ecológico: el ambiente no es más que un conjunto de medios, de causalidades retroactivas que, dependiendo de la dirección que se les imponga, dan lugar, bien a redes de vida o a cadenas de destrucción.

En el plano de la vida humana, convertida en un ecosistema cruzado por ideas, valores y símbolos, esta posibilidad de creciente bifurcación se articula de manera plena y sutil a la dinámica de la libertad. La problemática ecológica, para un ser que tiene conciencia de sus interacciones y que puede modificarlas a partir de modelos previamente diseñados, se convierte necesariamente en ¡a problemática de la elección. La libertad es esa posibilidad de interactuar con el azar reconstruyendo, si es necesario, nuestros sistemas simbólicos, a fin de dar posibilidad a una plena emergencia de la singularidad.

De esta manera, los ejes de interdependencia y singularidad, presentes en el funcionamiento de todo ecosistema, adquieren una nueva dimensión al ser elaborados y abordados en un plano cultural, con la doble posibilidad de favorecer la dinámica ecológica o convertirse en factores ecocidas.


Orden y desorden en el ecosistema

Rastreando hasta sus orígenes la estela de la libertad, encontramos en la dinámica del universo los primordios, los ancestros de esta facultad humana, hallazgo que nos permite asegurar su profundo parentesco con la dinámica natural, al constatar la relación que existe entre libertad y entropía.

En física hablamos de grados de libertad para referirnos a la tendencia que tiene la materia hacia la entropía. La ley de la entropía, enunciada por investigadores del siglo XIX y ampliamente estudiada en el presente, establece que los cuerpos o partículas del universo tienden a un mínimo nivel de organización, o, en otras palabras, a un máximo grado de dispersión y desorden.

En contraposición a esta cualidad de la materia inerte, se ha observado que la materia viva busca su punto de equilibrio, no en la dispersión, sino en la creciente organización, lo que explica la jerarquización de los seres vivos y su tendencia a la especialización. La planta toma su energía del sol y sirve de alimento a los animales hervíboros, los que a su vez se convierten en ración de algunos carnívoros y del hombre. Configúrase en el mundo viviente una escala de predadores, que contribuye también al equilibrio ecológico.

Es corriente decir que donde hay vida hallamos un factor centralizador que pugna por lograr, para la materia, una cualidad superior. Al pensar así, minimizamos el papel de muchos seres vivientes que cumplen un papel fundamental dentro del ecosistema, sin que podamos decir que se encuentre en ellos esa tensión por la acumulación. Tal es el caso de los detritófagos, organismos reductores que se alimentan de tejidos muertos, favoreciendo la descomposición de los materiales orgánicos. No obstante la función vital que desempeñan al interior de los ecosistemas, su elevado número y el papel imprescindible que juegan como eslabones de diversas estructuras tróficas, es frecuente que se omita su mención en las pirámides ecológicas, asunto relacionado con un problema de representación mental, pues estas formas parásitas invierten y agujerean la pirámide en todos los niveles, imposibilitando la fluidez de un pensamiento progresivo y ascendente, convirtiendo en un fenómeno trabecular, rizomático o de superficie, lo que se quiere concebir como estructura piramidal.

Pero es sabido que el papel de los organismos reductores es fundamental para comprender la biotermodinámica del ecosistema y el papel fertilizante del suelo, elementos imprescindibles para el mantenimiento de la vida vegetal y animal. Los protozoarios, hongos, bacterias, insectos y miles de animalitos que hacen parte de la vida en la tierra, dan la impresión de constituir una fina red o, como algunos la han llamado, una placenta de vida que puede penetrar más de treinta metros de profundidad, surcando la corteza terrestre con pasadizos, cuevas, túneles y nidos subterráneos, desarrollando una actividad tan intensa que algunos la han comparado con la que adelantarían, para una extensión de una hectárea, 28.000 personas trabajando y viviendo en el mismo terreno de manera permanente. Estos seres diminutos, que no caben en el lenguaje ascendente de la vectorialización —pues son siempre horizontales y refractarios a cualquier jerarquía—, aseguran la presencia de miles de kilos de materia orgánica y de kilocalorías que permiten a la tierra adquirir la fertilidad requerida. Los descomponedores aseguran la disponibilidad de materia orgánica en un movimiento fascinante, imperceptible a simple vista, sin el cual sería imposible la diversidad y estabilidad del ecosistema.

El modelo detritófago no es, en ningún caso, residuo de existencias primitivas que hostigan o complican la vida de organismos más desarrollados. Creemos que la acción humana podría representarse mejor desde esta perspectiva, que con la escenificación ascendente y progresiva con que se la ha visto hasta el presente. Igual que los detritófagos, somos modificadores permanentes del entorno que sólo podemos usar restos de los demás seres del ecosistema, los que debemos transformar para integrarnos de manera plena a las cadenas vivientes. Una reciente teoría muestra al respecto que en sus orígenes los seres humanos no fuimos cazadores sino carroñeros, actitud necrófaga que en muchos aspectos persiste hasta el presente. Desde la dinámica del detritófago podrían explicarse muchas de las funciones humanas, pudiendo resaltarse las de alimentación y asimilación, sin descartar que procesos considerados superiores, como la reflexión y el pensamiento, responden más a este modelo que a las hipotéticas y esquemáticas pirámides alimenticias. Incluso, nos atrevemos a sugerir, que si en vez de pensarse como existencia autónoma el ser humano se pensara como detritófago, sus relaciones con el ecosistema serían mucho más ponderadas y enriquecedoras de lo que son en el presente. En nuestro nivel somos detritófagos de la cultura, de la escritura y los valores, residiendo en esta elaboración de lo muerto y de la muerte gran parte de nuestra singularidad como especie.


Entropía y neguentropía

Para quienes sólo ven en el ecosistema escalas de jerarquización, la vida se ha definido también como negación de la entropía. Pero no todo en la vida es orden. Si tal aconteciera, nos limitaríamos a una eterna repetición, a un movimiento circular, a una reproducción en serie que aseguraría la permanencia mas no el cambio. En la vida existe y es necesario el desorden. Sólo porque el azar hace parte de la constitución biológica se explica la mutabilidad genética en que se sustenta la evolución, y sólo porque existen individuos que divergen de las normas imperantes se pueden ofrecer, de tanto en tanto, caminos alternos al redil que en momentos de crisis resultan salvadores. La vida no es solamente neguentropía. Es, ante todo, una admirable combinación de ésta con la entropía, una imbricación de orden y desorden, una conjunción de la predictibilidad y el azar. Es a esta dualidad a la que deben los seres vivos su avance y progreso: una y otra hacen parte constituyente del fenómeno biológico y, faltando alguna de ellas, se hace imposible su existencia.

Ninguna célula, ninguna especie, a pesar de sus complejos mecanismos de control, está segura de qué va a suceder mañana, de lo que acontecerá en el próximo minuto. Aunque dediquen ingentes esfuerzos a evitar los cambios azarosos y asegurar la permanencia, desde la retaguardia los seres vivos son impulsados a un avance forzoso que les impide detenerse, pues la fotosíntesis, fenómeno básico del mundo viviente, trae a cada instante nueva vida a un mundo ya ocupado, obligando a los sedentarios, a los cansados, a los que consideran acabada la jornada, a levantarse y jugar nuevamente en los riesgos del azar el terreno que consideraban conquistado. El sol es un gran foco de entropía del que se nutre constantemente la neguentropía, fuelle que atiza sin descanso al crisol donde se cuece la vida, impidiendo que, atrapado en la seguridad que da lo conocido, el fenómeno vital llegue a detenerse.

La vida se nutre de la muerte, de la desintegración del sol, de la descomposición de los organismos que perecen. Estas formas de entropía, incorporadas al ser que crece, inducen en él oleadas de desorden que lo obligan a la contrastación, al abandono de controles inútiles, proporcionándole al final una ganancia en simplificación y eficiencia. La irrupción de la entropía dentro de la neguentropía, a la vez que constituye una fuerza que asegura el avance, representa también un riesgo para la seguridad individual, riesgo del crecimiento al que se enfrentan a diario los seres vivientes de todas las latitudes de la tierra. La entropía es la muerte y al integrarla a la esencia de la vida, reconocemos algo que nos enseña la existencia cotidiana: solamente vive quien está dispuesto a morir muchas veces.


libertad y entropía

En la mente humana, en donde se reproduce en gran medida la funcionalidad biológica, encontramos también la dualidad: la tendencia neguentrópica manifiesta en la organización perceptual, la memoria, la atención y el pensamiento abstracto, y la tendencia entrópica expresada en la curiosidad, la exploración, el juego, el placer erótico y la fantasía. La primera, responsable en el ser humano de elevados procesos cognoscitivos a que ha llegado nuestra especie, se acompaña en la esfera emocional de una sensación de seguridad, producto del dominio y control que logra el individuo sobre el medio circundante. La segunda, inductora de movilidad y creación, se acompaña en el sujeto de una sensación de goce al permitir que éste se diluya en los sentidos, abriendo nuevas posibilidades a su existencia y liberando energía sin el dique de la direccionalidad.

En el deleite que acompaña a la pérdida de control, parécenos ver un artificio de la naturaleza que asegura la inevitabilidad del avance, al ligar la sensación de placer a las rupturas entrópicas que están en la base de la creación. Negarse al crecimiento, amañarse en la seguridad, implica para el ser humano renunciar al deleite de la delicuescencia. Tal situación, contraventora de las leyes naturales, se ha convertido en directriz de vida para gran parte de nuestros congéneres: con inusitada frecuencia los seres humanos intentan encontrar placer, no en la movilidad y la expansión, sino en la retención y el control. Es el placer de los avaros y acaparadores, de los sedientos de poder que, con monótona insistenca, se nos quieren imponer como modelo.

La exploración del espacio, el juego y el goce erótico, son modelos de liberación entrópica que llegan a expresarse en la plena movilidad de la conciencia. El ejercicio de estas actividades disruptoras, carentes de utilidad inmediata, aseguran durante la infancia y la adolescencia que el futuro adulto no pierda la capacidad de jugar con símbolos y fantasías, condición sine qua non para el ejercicio de la libertad. Los adultos autoritarios, constrictores de la subjetividad, guardianes de la pulcritud y el orden, violentan de manera tan sistemática al niño desde su nacimiento, que terminan despertando en él una preocupación neurótica y desmesurada por su seguridad, inhabilitándolo para la contemplación placentera de su propia conciencia y para la vivencia de la fractura y el azar.

Incapaz de abandonar las compulsiones, los férreos mecanismos de control que le inculcaron en la infancia, teme el ser humano a la irrupción entrópica cual si fuese un peligroso enemigo del que debe defenderse a toda costa. Son tan hondas las huellas dejadas en el joven por la educación autoritaria y tanto el temor a caer nuevamente en garras de la manipulación de aquellos a quienes ama, que la entrega de cariño, la dilución afectiva y el goce sexual, quedan supeditados a la búsqueda de seguridad y le dejan imposibilitado para jugar, capaz solamente de participar en tensionantes competencias con reglas, vencedores y vencidos. Como a nada se teme más que a la pérdida del control, el placer no se buscará ya en la expansión sino en la contención y permanencia: fue a esta distorsión de una necesidad vital, a esta búsqueda del placer en el orden y la repetición, a lo que Sigmund Freud llamó pulsión de muerte.

No impunemente se viola, sin embargo, una ley natural. Si la vida no se nutre de la muerte, la muerte lo hace de la vida. La entropía no liberada, no utilizada para fomentar el crecimiento, pone en jaque mate a los mecanismos de control que intentan impedir su aparición, configurándose ese peculiar estado psíquico que conocemos como neurosis. En la lucha desesperada por no perder la guerra, el sujeto es invadido por la ansiedad y al no alcanzar la eficacia buscada, se repetirán una y otra vez los mismos errores, cual vanos intentos por encontrar la fórmula salvadora que no ha de llegar. El ser humano no puede renunciar a la liberación entrópica sin menoscabar a la vez su funcionalidad mental. Tal es el imperativo de la vida: para crecer hay que acceder al placer que acompaña la ruptura del orden, el abandono de la segundad y a la emergencia de la entropía.


Dinámica de la libertad

Libertad es la capacidad que tiene el ser humano de romper su orden simbólico y proponer nuevos modelos de acción y pensamiento. La mente, al igual que lo afirmó Claude Bernard para la vida, es también una estabilidad inestable: las estructuras simbólicas que la conforman sufren periódicos cambios que aseguran un movimiento creciente, hacia el cual tiende espontáneamente el individuo durante toda su existencia. La libertad, esa ruptura que se da en el plano de la conciencia permitiendo su singularización y ensanchamiento, no es un obsequio de gobernantes dadivosos ni una preocupación de filósofos misántropos. El ejercicio de la libertad es eje central de la existencia humana, pues, siendo el instrumento que asegura el crecimiento de la conciencia, su utilización se convierte en problema fundamental para cada individuo que existe sobre la tierra. El ejercicio de la libertad se inicia en la subjetividad y se irradia a la acción, al mundo externo, en un movimiento que requiere de la especie humana un alto desarrollo psíquico y del individuo que la practica una gran profundidad de conciencia.

El ejercicio de la libertad implica una pérdida transitoria de la seguridad que da lo conocido y un adentrarnos en la inestabilidad y el azar.

Ejercer la libertad es permitir los brotes anárquicos de la subjetividad, dándole cabida al juego y la fantasía. Lo contrario, aplastar la curiosidad y la creatividad para asegurarnos un refugio estable, es poner la vida al servicio de la muerte, embalsamar nuestra vitalidad para no molestar a los quejumbrosos y soñolientos que nos invitan a colgarnos, en plena juventud, de las paredes de un museo. El individuo sano permite que las irrupciones entrópicas rompan cuando sea necesario su organización simbólica, porque confía, como el ave fénix, en resurgir poderoso de sus cenizas. Cuando el temor a perder la seguridad no permite el avance y nos convertimos en nodrizas de nuestros temores, los símbolos que conforman la conciencia no promueven ya su expansión, pues, moviéndose en círculo vicioso, dilapidan en la repetición la energía destinada para el progreso: tal es el cuadro que configura la enfermedad mental y la compulsión ecocida.


Compulsión ecocida

Se teme tanto al ensanchamiento interior, a la convulsión que acompaña al crecimiento de la conciencia, que ésta puede ser vivida con intensa angustia y considerársela peligrosa e indeseable. El temor a la locura y a la partición, la resistencia a abandonar antiguos referentes, la ciega adhesión a razones marchitas y el aplastamiento de la fantasía, son formas de expresión de ese miedo a la libertad que se ha convertido, para muchos seres, en razón de vida. Aferrados al pasado, renuentes a avanzar y desbordar viejas fronteras, llevan a la destrucción las fuerzas destinadas al crecimiento.

Repetitivo y automático, absurdo y compulsivo, es un movimiento en círculo vicioso que dilapida la vida que lo alienta, tal como lo ejemplificaron los griegos en el mito de Sísifo o como lo señaló Sigmund Freud cuando habló de pulsión de muerte. Observó tan frecuentemente el creador del psicoanálisis esta tendencia a suplir el placer que da el avance, por la gratificación espuria que da la repetición, que elevó dicha característica a la categoría de pulsión, señalando con ello que existe en la constitución misma de la vida una fuerza que pugna por el quietismo y busca oponerse a las otras que intentan progresar. La libertad no es sólo el avance; es el paso hacia adelante que se da con dolor, en contra de las fuerzas que tienden a glorificar el pasado y que nos invitan a una vida segura y sedentaria. La libertad es ante todo la ruptura, el paso de un estado a otro, el abandono de la seguridad y la conquista de lo desconocido. Es por eso que la libertad se acompaña, como el nacimiento, de un grito desgarrador.

La compulsión es la rutina conductual que nos lleva a necesitar reiteradamente de un comportamiento, símbolo u objeto, para obtener de él la seguridad y plenitud que no hemos podido lograr en la relación interpersonal. Nacida del miedo a la libertad y de la desconfianza en la gracia, la compulsión es un círculo vicioso que dilapida en la repetición la energía destinada al crecimiento, por lo que termina disolviendo los lazos que nos unen a las personas que pueden darnos afecto y calor.

La compulsión es un mecanismo muy extendido en nuestra sociedad y así como hablamos de adicción a estimulantes del Sistema Nervioso Central, podemos hablar de adicción al trabajo, al poder, al dinero, al estrés, o de compulsión por el éxito y la eficiencia, sin que encontremos una diferencia fundamental entre los mecanismos psicodinámicos que caracterizan a unas y otras. Fácilmente el individuo puede pasar de una compulsión permitida a otra prohibida, pues ambas esconden de diversa manera el transfondo de su miseria afectiva y de su potencial peligro ecocida.

La compulsión se acompaña de una insensibilización frente a la variedad, sometiendo todo encuentro y experiencia a un afán acumulativo. Es el caso del cazador que arrasa con una especie viviente, pensando sólo en las ganancias que obtendrá de la venta del marfil o del comercio de pieles. Pero es también lo que acostumbra hacer el empresario que valora el mundo a través de las anteojeras del mercado. Desdeñando la riqueza del encuentro singular, el compulsivo se empecina en transformarlo en una realidad abstracta, que pueda poseer de manera universal, como acontece al acumulador de monedas. La compulsión es la avaricia de quien sacrifica la gratuidad del instante, por el temor a perderse en una red interpersonal cálida que exige de nosotros ser algo más que máquinas calculadoras. En un mundo completamente monetarizado, sujeto a los vaivenes de la oferta y la demanda, el dinero aparece como sustituto de la relación afectiva, fetiche que alimenta la ilusión de poder manejar a los demás mediante estrategias genéricas y despersonalizadoras. A través de la compulsión se pretende, en vano, recuperar una vinculación interpersonal perdida en la aridez de los diálogos y comunicaciones funcionales. Intento que termina siempre en todo lo contrario de lo que se busca: la destrucción de dichos vínculos y el más completo aislamiento.

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