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jueves, 31 de diciembre de 2009

La madre de todas las crisis


por ARIEL HIDALGO

Los antiguos sacerdotes mayas vaticinaban que en cierto día de 1519 llegaría, ''como una mariposa'', un antiguo antepasado para iniciar una época de opresión y calamidades. En esa fecha, el domingo de pascua, indígenas que caminaban por la costa de Vera Cruz avistaron en el horizonte las ondulantes velas de las carabelas de Hernán Cortés y les parecieron --pues nunca habían visto embarcaciones semejantes-- mariposas aleteando a ras del mar. La mariposa es también símbolo de resurrección para muchos pueblos
 
A partir de entonces comenzaría una nueva era de nueve períodos de 52 años. Multiplicando 9 por 52 y sumando el resultado a 1519 nos da el año 1987. A partir de entonces se iniciaría una etapa de transición donde la humanidad enfrentaría una gran crisis cuyo momento culminante sería el año 2012, en particular el 21 de diciembre, cuando la Tierra alcanzará la mayor distancia del Sol en 26 mil años y se situará en el mismo centro de la galaxia. Según los mayas ese sería el punto de partida de otra nueva era.
 
Muchos de los que han nacido y crecido en medio de una época de guerras arrasadoras, de hambrunas, de huracanes que hunden a ciudades enteras bajo las aguas, de poderosas mafias que asesinan familias y pueblos enteros sin excluir mujeres y niños, de fanáticos religiosos capaces de desatar cataclismos, épocas de padres contra hijos y hermanos contra hermanos, de enfermedades ya olvidadas que retornan del Medioevo como cadáveres salidos de sus tumbas, de inundaciones bíblicas y de ambiciones exterminadoras de todo signo de vida, de bosques, del aire y hasta del cielo azul, les puede parecer que es ese el estado natural de la existencia, sin percatarse de que vivimos tiempos apocalípticos y hasta, quizás, si un día las asfixiantes nubes se disipan y los cañones callan, nos parecerá que la paz y la armonía vienen a perturbar el curso ''normal'' de las cosas.
 
Y sin embargo, ya en los preludios de la gran crisis, entre fines de los 70 y principios de los 80, mentes lúcidas advertían del peligroso derrotero que tomaba la humanidad. El propio Papa Juan Pablo II, durante su primer viaje a México en 1979, había calificado aquella época como ''era de la degradación del hombre a niveles anteriormente insospechados, era de valores humanos pisoteados como nunca antes''. Y el físico Fritjof Capra, por su parte, expresaba: ''Nos hallamos en un estado de profunda crisis mundial, crisis compleja y multidimensional que afecta todos los aspectos de nuestras vidas: la salud y el sustento, la calidad del medio ambiente y la relación con nuestros semejantes, la economía, la política y la tecnología [...] La amplitud y la urgencia de la situación no tienen precedentes en la historia de la humanidad. Dos décadas después el secretario general de la ONU, Kofi Annan, en su discurso de aceptación del premio Nobel de la paz en diciembre de 2001, llamó al siglo XX ``el más mortífero en la historia'' y agregó: ``hemos entrado al tercer milenio a través de una puerta de fuego''.
 
¿Por qué alarmarse? ¿No ha habido en todas las épocas guerras, depresiones, mafias, desastres naturales y derrumbes morales generalizados? Cierto, pero nunca todos estos males juntos elevados a la quinta potencia.
Cuando entre 1989 y 1991 hizo implosión el segundo mundo integrado por los regímenes de Europa del este y la Unión Soviética, muchos analistas proclamaron jubilosos el triunfo del primer mundo y vaticinaron la perpetuidad del sistema capitalista. En ningún momento pasó por sus mentes que se trataba de un derrumbe general a partir del eslabón más débil de la cadena industrial. Hoy el centro financiero mundial ha colapsado y el sistema capitalista, tal y como lo hemos conocido, ya no volverá a ser el mismo.
 
Los valores culturales de nuestra civilización siempre fueron portadores de gérmenes mortíferos: por una parte el creernos la especie elegida para avasallar todo lo existente en detrimento de la flora y la fauna, posturas etnocéntricas de supuesta superioridad racial, y la idea del universo como inmenso campo de batalla entre huestes divinas y demoníacas son concepciones que justificaban el exterminio o sometimiento de otros pueblos en nombre de Dios; y por otra, la creencia de que la felicidad depende de factores externos y por tanto es válido el uso de todos los medios para conquistarla. Esos gérmenes revelaron su alto poder letal sólo cuando el ser humano alcanzó un gran potencial tecnológico para arrasar toda la vida del planeta.
 
Esto impuso la urgencia de un cambio de paradigma civilizatorio. Está a punto de estallar una gran revolución del pensamiento humano que transformará radicalmente esas premisas hacia un mundo de paz y fraternidad, pero no será un estallido violento, sino que llegará casi inadvertido en medio de las calamidades, suavemente, como una mariposa.

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