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lunes, 7 de diciembre de 2009

MAGIA,CIENCIA Y RELIGION: II. EL DOMINIO RACIONAL QUE EL HOMBRE LOGRA DE SU ENTORNO


II. EL DOMINIO RACIONAL QUE EL HOMBRE LOGRA DE SU ENTORNO

El problema del conocimiento primitivo se ha visto singularmente descuidado por la antropología.
Los estudios sobre la psicología del salvaje se han confinado exclusivamente a la religión primitiva, mitología y magia. Tan sólo recientemente las obras de varios estudiosos ingleses, alemanes y franceses, en especial las osadas y brillantes especulaciones del profesor Lévy Bruhl, han dado ímpetu al interés del científico por lo que el salvaje hace en su más sobrio estado mental. Los resultados han sido en verdad sorprendentes: el salvaje, nos dice el profesor Lévy-Bruhl, por poner sus enunciados en pocas palabras, carece en absoluto de tal sobriedad mental y está, sin remisión y de modo completo, inmerso en un marco espiritual de carácter místico. Incapaz de observación desapasionada y congruente, horro del poder de abstracción, y con el obstáculo de «una decidida aversión al razonamiento», no consigue extraer beneficio alguno de la experiencia, ni construir o comprender siquiera las más elementales leyes de la naturaleza. «Para mentes así orientadas no hay hecho alguno que sea meramente físico.» Tampoco existirá para ellas ninguna idea clara de sustancia y atributo, de causa y efecto, de identidad y contradicción. Su mentalidad es la de una confusa superstición, «prelógica», hecha a base de «participaciones místicas» y de «exclusiones». He resumido aquí un cuerpo de opinión del que el brillante sociólogo francés es el más decidido y competente portavoz, pero que está respaldado por muchos antropólogos y filósofos de renombre.

Existen, sin embargo, voces que disienten. Cuando un estudioso y antropólogo de la categoría del profesor J. L. Myres intitula un artículo de Notes and Queries con las palabras «Ciencia Natural» y cuando en él leemos que el «conocimiento del salvaje basado en la observación es definido y correcto», tenemos que hacer una pausa antes de aceptar como un dogma la irracionalidad del hombre primitivo. Otro autor de gran competencia, el doctor A. A. Goldenweiser al hablar de los «descubrimientos, invenciones y progresos» del primitivo ―que con dificultad podrían atribuirse a una mente preempírica y prelógica― afirma que «no sería prudente atribuir a la mecánica primitiva únicamente un papel pasivo en el origen de las invenciones. Muchos pensamientos felices han de haber cruzado la mente del salvaje y éste no ha de haber sido indiferente a la emoción que nace de una idea de acción realmente efectiva». Aquí contemplamos, pues, al salvaje dotado de una actitud mental del todo afín a la de un moderno hombre de ciencia.

Para salvar la enorme distancia entre las dos opiniones extremas al uso, a propósito de la razón del hombre primitivo, será mejor que dividamos el problema en dos cuestiones.
La primera, ¿posee el salvaje una actitud mental que sea racional y detenta un dominio también racional sobre su entorno, o, cual mantienen Lévy-Bruhl y su escuela, es completamente «místico»? La respuesta será que toda comunidad primitiva está en posesión de una considerable cuantía de saber, basado en la experiencia y conformado por la razón.

A continuación viene nuestro segundo problema: ¿puede considerarse a este conocimiento primitivo como una forma rudimentaria de ciencia o, por el contrario, es totalmente distinto, tratándose de una tosca empiría, de un corpus de habilidades prácticas y técnicas, reglas rutinarias y de oficio que carecen de valor teórico alguno? Esta segunda cuestión, que es epistemológica antes que perteneciente al estudio del hombre, será ligeramente estudiada al final de este apartado y a ella daremos sólo una respuesta provisional.

Al referirnos al primer problema hemos de examinar el lado «profano» de la vida, las artes, oficios y actividades económicas y trataremos de descubrir en todo ello un tipo de conducta, claramente separada de la religión y la magia y basada en el conocimiento empírico y en la confianza en la lógica. Trataremos de hallar si las líneas de tal conducta vienen definidas por reglas tradicionales, son conocidas, tal vez incluso discutidas en algunas ocasiones, y probadas. Investigaremos si el escenario sociológico de la conducta racional y emotiva difiere de la del ritual y el culto. Ante todo preguntaremos: ¿distinguen los nativos los dos terrenos y los mantienen separados o está el campo del conocimiento continuamente invadido por la superstición, el ritualismo, la religión y la magia?

Siendo el caso que en el asunto sobre el que estamos disertando la falta de observaciones pertinentes y dignas de confianza es aterradora, me veré obligado a hacer uso a gran escala del material que, en su mayor parte inédito, yo mismo compilé durante varios años de prácticas sobre el terreno con las tribus melanesias y papuo melanesias del este de Nueva Guinea y de archipiélagos adyacentes. Sin embargo, como los melanesios tienen la reputación de ser particularmente dados a la magia, esto nos proporcionará una prueba concluyente de la existencia de conocimientos racional y empírico en salvajes que viven en la edad de la piedra pulimentada en el tiempo presente.

Estos nativos, y me refiero principalmente a los melanesios que habitan los atolones coralinos del NE de la isla principal, esto es, el archipiélago de las Trobriand y los grupos adyacentes, son expertos pescadores, industriosos comerciantes y fabricantes de manufacturas, pero la horticultura es el principal soporte de su subsistencia.

Con los instrumentos más rudimentarios, una pequeña hacha y una vara de excavar terminada en punta, son capaces de conseguir cosechas que resultan suficientes para mantener una densa población e incluso almacenar un sobrante que hoy se exporta para alimentar a los braceros de las plantaciones, pero que antaño dejaban pudrir sin ser consumido. El éxito de su agricultura depende ―aparte de las excelentes condiciones naturales de las que gozan― de su extenso saber sobre todas las clases de suelo, las diversas plantas cultivadas, la mutua adaptación de esos dos factores y, por último, pero no en menor medida, de su conocimiento de la importancia de un trabajo adecuado y serio. Han de seleccionar el suelo y las semillas, han de fijar con propiedad el tiempo de desmonte y desbrozamiento del matorral, de plantación y escarda, y de poner en espaldar las viñas del ñame.

En todo esto se guían por un conocimiento claro del tiempo y las estaciones, las plantas y las enfermedades, el suelo y los tubérculos, y por la convicción de que tal saber es cierto y seguro, de que se puede contar con él y, de que es menester obedecerlo escrupulosamente.

Sin embargo, en medio de todas estas actividades encontramos la magia, esto es, una serie de ritos realizados año tras año en los huertos de acuerdo con una secuencia y orden rigurosos. Como la dirección del trabajo hortícola está en las manos del brujo, y como el trabajo ritual Y práctico están asociados íntimamente, un observador superficial podría suponer que la conducta mística y racional se ha mezclado y que ni los nativos distinguen sus efectos ni éstos resultan ya discernibles en un análisis científico. ¿Ocurre así de verdad?
Indudablemente, la magia está considerada por los aborígenes como algo absolutamente indispensable para el bienestar de sus huertos. Nadie podría decir qué sucederá sin ella, pues a pesar de unos treinta años de gobierno europeo e influencia misionera y a pesar de más de un siglo de relaciones comerciales con los blancos, ningún huerto ha sido plantado sin tal ritual. Pero es cierto que varias formas de desastre, cual una enfermedad en las plantas, o tal vez lluvias o sequías extemporáneas, cerdos salvajes y langostas podrían destruir el jardín que la magia no hubiera santificado.

¿Significa esto, sin embargo, que los aborígenes atribuyen todo buen resultado a la magia? Por supuesto que no. Si sugiriésemos a un nativo que al plantar su huerto atendiera ante todo a la magia y descuidase las labores se sonreiría de nuestra simplicidad. Él sabe, tan bien como nosotros, que existen condiciones y causas naturales y, gracias a sus observaciones, conoce también que es capaz de controlar tales fuerzas naturales por medio del esfuerzo físico y mental. Su conocimiento es limitado, sin duda, pero en tanto existe es resoluta y abiertamente antimístico. Si las vallas se quiebran, si la semilla se destroza o se seca o se la lleva el agua el nativo echará mano no a la magia, sino a su trabajo, guiado por el conocimiento y la razón. Por otro lado, su experiencia también le ha enseñado que, a pesar de toda su previsión y allende todos sus esfuerzos, existen situaciones y fuerzas que un año prodigan inesperados e inauditos beneficios de fertilidad, hacen que todo resulte perfectamente, que sol y lluvia aparezcan en los momentos en los que son menester, que los insectos nocivos permanezcan lejos y que la cosecha rinda un superabundante fruto; y otro año esas mismas circunstancias traen mala suerte y adversa fortuna, persiguiéndole del principio a fin y dando al traste con sus más arduos esfuerzos y su mejor fundado saber. Es para controlar tales influencias para lo que empleará la magia.

Por consiguiente, existe aquí una división claramente diferenciada: tenemos, en primer lugar, el conjunto de condiciones conocidas, cual el curso natural del crecimiento y las enfermedades y peligros ordinarios de los que el desmonte y escarda pueden dar cuenta. Por otro lado está el terreno de las influencias adversas e imprevisibles, así como del inaudito incremento de coincidencias afortunadas. A las primeras condiciones se las hace frente con el conocimiento y el trabajo, a las segundas con la magia.

Tal línea divisoria puede trazarse también en lo relativo al status social respectivo de ritual y trabajo. Aunque el brujo del huerto es también, por regla general, el jefe de las actividades prácticas, estas dos funciones permanecen separadas con todo rigor. Toda ceremonia mágica tiene su propio nombre distintivo, su tiempo apropiado y su lugar en el esquema de la labor, y, queda completamente fuera del curso ordinario de las actividades. Algunas de éstas son ceremonias a las que asiste toda la comunidad, y todas son públicas en el sentido de que se sabe cuándo se llevan a término y de que cualquiera puede estar presente. Se celebran en parcelas seleccionadas dentro de los huertos y, dentro de tal parcela, en un rincón especial. El trabajo es tabú en tales ocasiones, a veces sólo por el tiempo que dura la ceremonia, a veces por uno o dos días. El jefe y brujo dirige, en su carácter laico, la labor, fija las fechas para el comienzo y arenga y exhorta a los hortelanos perezosos o descuidados. Pero ambos papeles nunca se interfieren ni confunden: siempre están claros y cualquier nativo nos informará, sin sombra de duda, si el hombre actúa como brujo o como director del trabajo hortícola.

Lo que se ha dicho referente a la horticultura halla su paralelo en cualquiera de las muchas otras actividades en las que trabajo y magia tienen lugar uno al lado del otro sin que nunca existan interferencias. Así, en la construcción de canoas el conocimiento empírico del material, de la tecnología y de ciertos principios de estabilidad e hidrodinámica funcionan en compañía y cercana asociación con la magia, aunque no se inmiscuyan mutuamente.

Por ejemplo, los aborígenes entienden perfectamente bien que cuanto más ancho es el espacio del pescante de la piragua, más grande será la estabilidad, pero menor  la resistencia contra la corriente. Pueden explicar con claridad por qué han de dar a tal espacio una tradicional anchura, medida en fracciones de la longitud de la canoa. También pueden explicar, en términos rudimentarios pero claramente mecánicos, cómo han de comportarse en un temporal repentino, por qué la piragua ha de estar siempre del lado de la tempestad, por qué un tipo de canoa puede voltejear y el otro no. De hecho poseen todo un sistema de principios de navegación, al que da cuerpo una terminología rica y variada que se ha trasmitido tradicionalmente y a la que obedecen de modo tan congruente y racional como hacen con la ciencia moderna los marinos de hoy. ¿Cómo les sería posible navegar de otra manera en condiciones eminentemente peligrosas y en sus frágiles y primitivas barcas?

Pero incluso con todo su sistemático conocimiento metódicamente aplicado están a la merced de mareas incalculables y poderosas, de temporales repentinos en la estación de los monzones y de desconocidos arrecifes. Y aquí es donde entra en escena su magia, que se celebra sobre la canoa durante su construcción y que se continúa al comienzo y fin de singladura en momentos de auténtico peligro. Si el marinero de hoy, entrenado en ciencia y razón, con previsión de toda suerte de instrumentos de seguridad y navegando en buques de acero, si incluso él tiene una singular tendencia hacia la superstición ―que no le despoja de su conocimiento o razón ni le hace enteramente prelógico―, ¿podemos acaso maravillarnos de que su salvaje colega, en condiciones más precarias, y con mucho, recurra a la seguridad y alivio de la magia?

La pesca y sus ritos mágicos de las islas Trobriand nos proporcionan aquí una prueba que, además de interesante, es crucial. Mientras que en los poblados de la laguna interior la pesca se lleva a cabo de manera fácil y absolutamente confiada mediante el método de envenenamiento de las aguas, que produce resultados abundantes sin peligro ni incertidumbre alguna, existen a la orilla del mar abierto peligrosos modos de pesca y también ciertos tipos en los que la captura varía sobremanera de acuerdo con el evento de si hay bancos de peces que aparecen de antemano o no. Es del todo significativo que en la pesca de laguna, en la que el hombre puede confiar por entero en su conocimiento y pericia, la magia no existe, mientras que en la pesca de mar abierto, preñada de peligros o incertidumbres, se haga uso de un extenso ritual mágico para asegurar protección y resultados prósperos.

Asimismo, en la guerra, saben los aborígenes que la fuerza, la valentía y la agilidad representaba un papel decisivo. Sin embargo, también aquí practican la magia para domeñar los elementos de la suerte y el azar.

En parte alguna, empero, está la dualidad de causas naturales y sobrenaturales divididas por línea tan delgada e intrincada, aunque, de seguirla cuidadosamente, tan bien marcada, tan decisiva e instructiva, cual en las dos más fatídicas fuerzas del destino humano: la salud y la muerte. La salud es, para los melanesios, un estado de cosas natural y, a menos que se altere, el cuerpo humano se conservará en perfectas condiciones. Pero los nativos saben perfectamente bien que existen medios naturales que pueden afectar la salud e incluso destruir el cuerpo. Venenos, heridas, quemaduras, caídas causan, como ellos saben, incapacitaciones o muertes por vía natural, y tal cosa no es un asunto de opinión privada de éste o aquel individuo, sino que está establecido por un saber tradicional e incluso por creencias religiosas, pues se considera que hay varios caminos hacia el mundo del más allá para los que han muerto por brujería y para los que han hallado su muerte «natural». También se reconoce que el calor, el frío, el exceso de ejercicio, de sol o de comida, pueden causar desarreglos menores que se tratan con remedios naturales, cual los masajes, el vapor, el calor del fuego y ciertas pociones.

Saben que la vejez conduce a la decrepitud corporal, y los nativos explican el óbito de los muy ancianos diciendo que se debilitan y que su esófago se cierra, con lo cual les sobreviene, lógicamente, la muerte.

Pero además de estas causas naturales está el campo enorme de la brujería y la mayoría, con mucho, de los casos de enfermedad y muerte se le adscriben a ésta. La línea divisoria entre brujería y las demás causas es clara en teoría y en la mayor parte de los casos de la práctica, pero ha de entenderse que está sujeta a lo que pudiera llamarse la perspectiva personal. Esto es, cuanto más cercanamente le pertine un caso a la persona que lo considera, menos será «natural» y más será «mágico». Así, un anciano cuya amenazadora muerte será considerada natural por los demás miembros de la comunidad, temerá tan sólo a la brujería y nunca pensará en lo que es su natural destino. Una persona con algún ligero trastorno diagnosticará brujería en su propio caso, mientras que los demás quizás hablarán de excesos en el consumo de betel, en la comida o en algún otro plano.

Y, no obstante, ¿quién de nosotros cree que los propios trastornos corporales y la muerte que los sigue son sucesos puramente neutros, tan sólo un evento insignificante en la cadena infinita de las causas? La salud, la enfermedad, la amenaza de morir flotan para el más racional de los hombres civilizados en una niebla emotiva que puede tornarse cada vez más densa y más impenetrable según se nos aproximan esas fatales formas. Es en verdad sorprendente que unos «salvajes» puedan lograr una actitud mental tan desapasionada y sobria, cual de hecho es la suya.

De suerte que en su relación con la naturaleza y el destino, ya sea que se trate de explotar a la primera o de burlar al segundo, el hombre primitivo reconoce las fuerzas e influencias naturales y sobrenaturales, y trata de usar de ambas para su beneficio. En las ocasiones en que la experiencia le ha enseñado que el esfuerzo que guía el conocimiento es de alguna eficacia, no escatimará el uno ni echará al otro en olvido. Sabe que una planta no crecerá por influjo mágico tan sólo, o que una piragua no podrá flotar o navegar sin haber sido adecuadamente construida y preparada, o que una batalla no puede ganarse sin habilidad y valentía. El nativo nunca fía en su magia solamente, aunque en algunas ocasiones prescinda de ésa en absoluto, cual en encender el fuego o en ciertos oficios y quehaceres. Pero recurrirá a ella siempre que se vea compelido a reconocer la impotencia de su conocimiento y de sus técnicas racionales.

He dado las razones por las que, en esta argumentación, he tenido que basarme principalmente en el material recogido en la tierra clásica de la magia, o sea, en Melanesia. Pero los hechos discutidos son tan fundamentales y las conclusiones obtenidas de naturaleza tan universal que será fácil probarlas en cualquier relación etnográfica detallada y moderna. Comparando el trabajo hortícola y su magia en otras regiones, la construcción de armas, el arte de curar con ella y con remedios naturales, las ideas en torno a las causas del morir, podría establecerse fácilmente la validez universal de lo que se ha probado aquí. Sin embargo, como no hay observación metódica alguna que se haya hecho con referencia al problema del conocimiento primitivo, los datos procedentes de otros estudiosos sólo podrán espigarse aquí y allí Y su testimonio, por más que claro, habrá de ser indirecto.

He preferido enfocar la cuestión del conocimiento racional del hombre primitivo de manera directa contemplándolo en sus principales ocupaciones, viéndole pasar del trabajo a la magia y de ésta al trabajo otra vez, entrando en su mente, prestando oído a sus opiniones. El problema podría haberse enfocado por el camino del lenguaje, pero esto nos hubiese llevado demasiado lejos en cuestiones de lógica, semántica y teoría de las lenguas primitivas. Las palabras que sirven para expresar ideas generales, cual existencia, sustancia y atributo, causa y efecto, lo fundamental y lo secundario; las palabras y expresiones usadas en complicados quehaceres como la navegación, la edificación, la medida y la prueba; los numerales y las descripciones cuantitativas, las clasificaciones correctas y detenidas de los fenómenos naturales, de los animales y las plantas, todo ello, nos habría llevado exactamente a la misma conclusión: el hombre primitivo puede observar y pensar y posee, incorporados en su lenguaje, sistemas de conocimiento que es en verdad metódico, aunque rudimentario.

Se podrían extraer conclusiones similares a partir de un examen de aquellos esquemas mentales y artefactos físicos que pueden describirse como diagramas o fórmulas. Los métodos de indicar los puntos principales del círculo, los agrupamientos de estrellas en constelaciones, la coordinación de éstas con las estaciones, los nombres de las lunas en el año, los nombres de los cuartos de la luna: todos estos logros son propiedad de los salvajes más simples. También saben dibujar mapas diagramáticos en la arena o el polvo, indicar convenios mediante piedras, conchas o bastones colocados en la tierra, y planear expediciones o ataques sobre tales rudimentarios mapas.

Coordinando espacio y tiempo son capaces de organizar grandes concentraciones tribales y combinar los movimientos de la tribu sobre extensas áreas.  El uso de hojas, bastones mellados y similares recursos nemotécnicos es bien conocido y parece ser casi universal. Todos los diagramas de esa suerte son medios de reducir un complejo e indómito girón de realidad a una forma manejable y simple y proporcionan al hombre un control mental relativamente sencillo sobre aquélla. ¿En cuanto tales no son acaso ―en forma muy rudimentaria, sin duda― fundamentalmente afines a las desarrolladas fórmulas y «modelos» científicos, que también son paráfrasis manejables y simples de un complejo de realidad abstracta y que proporcionan al físico civilizado dominio mental sobre ella?

Esto nos lleva al segundo problema: ¿podemos considerar que el conocimiento del primitivo, el cual, como hemos visto, es racional y empírico a la vez, es un estadio rudimentario del saber científico o, por el contrario, no guarda relación alguna con él? Si entendemos por ciencia un corpus de reglas y concepciones basadas en la experiencia y derivadas de ella por inferencia lógica, encarnadas en logros materiales y en una forma fija de tradición, continuada además por alguna suerte de organización social, entonces no hay duda de que incluso las comunidades salvajes menos evolucionadas poseen los comienzos de la ciencia, por más que éstos sean rudimentarios.

Es cierto, sin embargo, que la mayor parte de los epistemólogos no se satisfarían con tal «definición mínima» de ciencia, pues también podría ser válida para las reglas de un arte u oficio. Mantendrán que las leyes de la ciencia han de formularse de manera explícita, y han de permanecer abiertas a control por el experimento y a crítica por la razón. No han de ser leyes de conducta práctica tan sólo, sino leyes teóricas del conocimiento. Pero incluso aceptando esta crítica apenas podremos abrigar duda alguna sobre que muchos de los principios del conocimiento salvaje sean científicos en tal sentido. El nativo constructor de canoas no sabe de flotación, palancas y equilibrio únicamente de un modo práctico, ni ha de obedecer tales leyes tan sólo en el agua, sino que le es menester tenerlas en mientes mientras hace su canoa. Los que le ayudan reciben instrucción en ellas. Les enseña las reglas tradicionales y, de manera tosca y, simple, haciendo uso de las manos, de trocitos de madera y de un limitado vocabulario técnico, les explica algunas leyes generales de equilibrio e hidrodinámica. La ciencia no se ha separado del oficio, ello es ciertamente verdad, es sólo un medio para un fin, es tosca, rudimentaria e incipiente, pero cuenta con todo aquello que es la matriz de la que han de haber brotado los progresos superiores.

Si aplicamos además otro criterio, a saber, el de la actitud realmente científica o búsqueda desinteresada del conocimiento y la comprensión de razones y causas, la respuesta no será, ciertamente, una negación directa. Es claro que en una comunidad salvaje no existe una ansia extendida por conocer; las cosas nuevas, cual los temas europeos, les resultan francamente aburridas y lo que constituye su interés es casi exclusivamente el mundo tradicional de su cultura.
Pero en éste existe la actitud del anticuario que apasionadamente se interesa por mitos, cuentos, detalles tic costumbres, genealogías y acontecimientos antiguos, y también la del naturalista que es paciente y esforzado en sus observaciones, y capaz de generalizaciones y de poner en relación largas cadenas de sucesos en la vida de los animales, en el mundo marino y en la jungla. Ya es bastante con que tengamos en cuenta lo mucho que los naturalistas europeos a menudo han aprendido de sus salvajes colegas en la apreciación del interés que por la naturaleza siente el aborigen. Filialmente está, como todo estudioso sobre el terreno sabe bien, el sociólogo y el informador ideal entre los nativos, que es capaz de dar, con maravillosa pulcritud y penetración, la raison d'être, la función y la organización de muchas de las instituciones más simples que existen en la tribu.

Está claro que la ciencia no existe en ninguna sociedad incivilizada en cuanto poder conductor que critica, renueva y construye. La ciencia nunca se hace, allí, de manera consciente. Pero según tal criterio tampoco tendrían los salvajes ley, gobierno o religión.

La cuestión, sin embargo, de si hemos de llamar a tal cosa ciencia o solamente conocimiento empírico y racional no es de importancia primaria en este contexto. Hemos tratado de clarificar la idea de si el salvaje tiene tan sólo un dominio de la realidad o dos, y hallamos que, además de la región sacra del credo y culto, cuenta con un mundo profano de actividades prácticas y de puntos de vista racionales. Nos ha sido posible señalar separaciones entre ambos terrenos y dar del uno una descripción más detallada. Ahora pasaremos al otro.



  B. Malinowski, Argonautas del Pacífico Occidental, cap. XVI.

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