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lunes, 1 de febrero de 2010

¿Por qué ansiamos prestigio?

Antes planteé que tenemos necesidad genetica de amor, aprobación y apoyo emocional. Para obtener recompensas en la moneda del amor, nuestra especie limita las satisfacciones expresadas en las monedas de las otras necesidades y otros impulsos.
Ahora planteo que esta misma necesidad explica los improbos esfuerzos que hacen los cabecillas y mumis por aumentar el bienestar general de los suyos.
La socidad no les paga con alimentos, sexo o un mayor número de comodidades físicas sino con aprobación, admiración y respeto; en suma, con prestigio.

Las diferencias de personalidad hacen que en algunos seres humanos la ansiedad de afecto sea mayor que en otros (una verdad de Perogrullo que se aplica a todas nuestras necesidades e impulsos).
Parece verosímil, pues, que los cabecillas y mumis sean individuos con una necesidad de aprobación especialmente fuerte (probablemente como resultado de la conjunción de experiencias infantiles y factores hereditarios). Además de poseer un gran talento para la organización, la oratoria y la retórica, los líderes igualitarios descuellan como personas con enorme apetito de alabanzas, recompensa que otros no tienen reparos en ofrecer a cambio de manjares exquisitos en abundancia y una existencia más sgura, más sana y más amena.

En principio, la recompensa de servicios útiles para la sociedad mediante prestigio parecía, como la  redistribución, oponerse al progreso de las distinciones de rango basadas en la riqueza y el poder. Si Soni hubiera intentado quedarse con la carne y la grasa o pretendido conseguir la realización de tareas mediante órdenes en lugar de ruegos, la admiración y el apoyo del pueblo se hubieran dirigido a un gran hombre más auténtico; pues lo intrínseco a las sociedades igualitarias es la generosidad del gran hombre y no la naturaleza del prestigio. En la evolución de las distinciones de rango en jefaturas avanzadas y Estados, junto a la acumulación de riquezas poder siguen manteniendo las espectativas de aprobación y apoyo. Ser rico y poderoso no excluye ser amado y admirado mientras no se den muestras de un talante egoísta y tiránico.
Los jefes supremos y los reyes desean el amor de sus súbditos y a menudo lo reciben, pero, al contrario de los mumis, recibe su recompensa en todas las monedas que suscribe la naturaleza humana.

El pensamiento actual sobre la importancia del prestigio en el quehacer humano sigue los pasos de Thorstein Veblen, cuyo clásico Teoría de la clase ociosa, no ha perdido un ápice de su atractivo como
comentario mordaz sobre los puntos flacos del consumismo. Señalando la frecuencia con que los consumidores corrientes intentan emular el intercambio, la exhibición y la destrucción de bienes y servicios de lujo de los miembros de las clases sociales superiores. Veblen acuñó la expresión de "consumo conspicuo". A las agencias de publicidad y a sus clientes les ha venido muy bien, pues han integrado este concepto en sus estrategias para la venta de emplazamientos prestigiosos para edificios de oficinas y residencias, Maseratis de producción limitada, trajes de alta costura y vinos y alimentos selectos.

No obstante, debo expresar mis reservas al abordar el intento que hace Veblen de contestar a la pregunta de por qué la gente atribuye valor a la vestimenta, las joyas, las casas, los muebles, los alimentos y las bebidas, el cutis e incluso los olores corporales que  emulan las exigencias de las personas de rango superior. Su respuesta fue que ansiamos prestigio debido a nuestra necesidad innata de sentirnos superriores. Al imitar a la clase ociosa esperamos satisfacer este ansia. En palabras de Veblen: "Con excepción del instinto de conservación, la propensión a la emulación probablemente constituya la motivación económica más fuerte, alerta y persistente". Esta propensión es tan poderosa, arguye, que nos induce una y otra vez a caer en comportamientos disparatados, despilfarradores y dolorosos. Veblen cita a  modo de ejemplo la costumbre de vebdar los pies entre las mujeres chinas y de encorsetarse entre las americanas, prácticas que incapacitaban de forma conspicua a las mujeres para el trabajo y, por consiguiente, las convertían en candidatas a miembros de la clase privilegiada.
También relata la historia (evidentemente apócrifa) de "cierto rey de Francia" que, a fin de evitar "rebajarse" en ausencia del funcionario encargado de correr la silla de su señor, "permaneció sentado delante del fuego sin emitir queja alguna y soportaba el tueste de su real persona más allá de cualquier recuperación  posible".

Este impulso universal por imitar a la clase ociosa preconizado por Veblen presupone la existencia universal de una clase ociosa, cosa que eno se da en la realidad. Los !kung, los semais y los mehinacus se las arreglaron bastante bien sin manifestar ningua propensión especial a mostrarse superiores. En lugar de alardear de su grandeza, procuran restar importancia a sus méritos con el fin de garantizar, precisamente, un trato igual para todos. En cuanto al instinto emulador causa de pautas de comportamiento desquiciado, lo que podría parecer absurdo desde determinado punto de vista, desde otro tiene una razón de orden económico y político. Sin duda alguna, el consumo conspicuo satisface nuestro deseo de sentirnos superiores, incluso si por ello debemos de pagar un precio elevado.
Pero nuestra suceptibilidad a tales deseos es de orígen social y alberga motivos y consecencias que van más allá de la mera pretensión o apariencia de un rango elevado; en la perspectiva de la evolución era parte integrante y práctica del proceso de formación de las clases dirigentes, del acceso a las esferas sociales más elevadas y de la permanencia en las mismas.





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