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lunes, 16 de agosto de 2010

El estado maníaco

Por: JUAN LARREA

La manía es un cambio del comportamiento derivado de una exaltación de las funciones mentales: el pensamiento se acelera, las emociones se hacen más intensas (tanto la alegría como la tristeza o la ira), disminuye la necesidad de dormir y descansar, aumenta el interés por el sexo y las relaciones sociales, etc. Muchas veces es un sinónimo de euforia, pero no siempre se acompaña de ella. A menudo el síntoma más evidente es la irritabilidad o la contrariedad ante pequeñas frustraciones.
El inicio de la fase maníaca es con frecuencia agradable, hasta tal punto que algunos pacientes afirman sentirse «mejor que nunca». De hecho, si un paciente que acaba de pasar una depresión nos dice que se siente mejor que nunca, mejor incluso que antes de caer enfermo, debemos sospechar que empieza a presentar una fase maníaca o, por lo menos, hipomaníaca. Éste es uno de los principales problemas de la manía: la falta de conciencia de enfermedad. El paciente se siente tan bien que no debe sorprendernos que se niegue a ir al médico o que crea que la familia le fastidia innecesariamente.
Por ello también muchos pacientes se niegan a tratarse o abandonan el tratamiento en curso, convencidos de que ya no lo necesitan.
En la manía, los rasgos de la personalidad del individuo se acentúan de manera caricaturesca. La exaltación de las emociones puede llevar a enamoramientos apasionados y odios intensos. La sobrevaloración de las propias capacidades puede llevar a tomar decisiones excesivamente arriesgadas, emprender negocios ruinosos o efectuar compras innecesarias y regalos sin motivo. El afectado se siente capaz de cualquier cosa, aunque para muchas de ellas no está preparado y a menudo termina perdiendo el trabajo o despilfarrando sus ahorros. La manía también puede hacer que personas en general correctas y educadas se comporten de un modo excesivamente familiar, inapropiado o incluso impertinente. También puede llevar a la promiscuidad sexual y a las infidelidades, sin que el interesado tenga conciencia clara de las consecuencias que le puede acarrear tal conducta. La aceleración psicomotora hace que el paciente mantenga una actividad constante, se interese por ejercicios físicos que quizás antes no le habían llamado la atención y planifique tareas y reuniones que le llenen el día y parte de la noche. Si la hiperactividad es excesiva, el paciente puede mostrarse inquieto o incluso agitado. Recordamos a un paciente que, una vez recuperado de una fase maníaca, explicaba que cuando llegó a urgencias estaba tan acelerado que no podía estarse ni un segundo sin moverse o levantarse.
Algunos pacientes confunden algunos síntomas de la manía con los de la depresión. Es cierto que hay síntomas comunes, como pueden el insomnio o a veces la pérdida de peso y la irritabilidad, pero muchas veces la manía se acompaña de labilidad emocional, es decir, de más emotividad y sensibilidad, lo cual puede manifestarse mediante el lloro. Así, llorar o conmoverse no es siempre un síntoma de depresión; también puede ser un síntoma de manía. En la manía también pueden observarse cambios bruscos de humor, lo cual es menos frecuente en la depresión.
En la manía, las ideas van a más velocidad de lo normal. Esto quizás implica más fluidez de pensamiento, pero no necesariamente mejor calidad del mismo. Lo que ocurre es que la euforia puede hacer creer al paciente que sus ideas son realmente brillantes, y la disminución de la autocrítica puede llevarle a exponerlas en público. El entusiasmo de algunos pacientes les ha llevado a convencer a terceros de La enfermedad de las emociones: el trastorno bipolar la bondad de un negocio, por ejemplo, que visto fríamente no tiene ni pies ni cabeza. El problema de la manía es que toda la laxitud moral que la acompaña se trastoca durante la fase depresiva y entonces el paciente sobrevalora los problemas derivados de sus propias conductas durante la manía. El contenido del pensamiento es, en general, megalomaníaco y grandilocuente. Las ideas de grandeza pueden llegar a ser tan exageradas que se vuelvan delirantes. Una idea es delirante cuando choca contra cualquier lógica racional y puede refutarse con argumentos o pruebas incuestionables. Por ejemplo, algunas personas pueden presentar
durante una fase maníaca la convicción de poder sanar con sus propias manos a otros enfermos. A veces, la incomprensión aparente de los demás puede llevar al paciente maníaco a creer que quieren perjudicarle por envidia de sus grandes cualidades, en cuyo caso pueden aparecer delirios de perjuicio o persecución. En casos más extremos, un paciente puede estar convencido de que sus cualidades son sobrehumanas y que quizá procede de otro planeta, y quizás algunas de las personas de su entorno son también seres extraplanetarios que lo vigilan constantemente.
La aparición de este tipo de síntomas, en especial los delirios y las alucinaciones, que se denominan síntomas psicóticos, dificultan el establecimiento de un diagnóstico diferencial entre el trastorno bipolar y la esquizofrenia. La clave se halla en la presencia de los síntomas afectivos y en la naturaleza cíclica de la enfermedad. Las alucinaciones son más frecuentes en la esquizofrenia, pero también las presentan muchos pacientes bipolares. En éstos, muchas veces tienen un contenido grandioso (p. ej., dicen «soy el mejor» o «el mesías»). Los fenómenos de supuesta telepatía, o que en la televisión o en los periódicos se hable del paciente, también pueden ocurrir en ambas enfermedades. Hay pacientes que presentan delirios con un gran contenido mesiánico, de salvación del mundo o místico, que pueden llegar a hacerles creerse enviados de Dios. Los síntomas psicóticos aparecen en aproximadamente el 70 % de los pacientes bipolares de tipo I. Más adelante explicaremos los subtipos de la enfermedad.

«Era el centro del mundo. Era yo quien lo decidía todo; me sentía muy importante y me enfadaba mucho cuando los de casa me llevaban la contraria. Creía que no me entendían
porque yo era demasiado superior. No paraba quieto. Iba todo el santo día arriba y abajo haciendo cualquier cosa con una pasión indescriptible. Me compré una guitarra eléctrica, una de las más caras. Aunque sólo había tocado la guitarra en el colegio durante un año y no lo hacía demasiado bien. Pero ahora, cuando tocaba la guitarra eléctrica era genial; estaba convencido de que a mi lado Eric Clapton era un debutante.
Lo más fuerte es que yo sentía realmente que mi música era la más impactante que nadie había hecho nunca. Abandoné la guitarra, ya no tenía nada que aprender, no podía ser mejor.
Me dedicaba a hablar con la gente para salvar sus vidas a partir de la dialéctica socrática. También quería hacer una revolución para salvar el mundo; daba dinero a los pobres. Bueno, quizás daba dinero a todo el mundo. Llevaba tres días sin ir por casa y sin dormir. Monté un numerito en las Ramblas.
Vinieron los municipales. Tuvieron que ingresarme a la fuerza.
Estuve en la clínica durante casi un mes. Los primeros días estaba perfecto. No me daba cuenta de nada y creía que me habían llevado allí para adoctrinar a los internos. Después, la medicación hizo su efecto y ya no fue tan agradable. Ya ha pasado un año; cada vez que veo la guitarra abandonada –no la toco nunca, no tengo ni idea–, recuerdo todo aquello. Quizás la conservaré durante algún tiempo, para no olvidar. Para no bajar la guardia. Después la venderé, tampoco es necesario que me torture constantemente; el psiquiatra me ha dicho que no debo sentirme culpable, que en aquel momento yo no tenía capacidad de decisión, que quien mandaba era la enfermedad, los malditos neurotransmisores. Quizás tiene razón.»

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