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viernes, 19 de noviembre de 2010

El niño aprende a leer: la ayuda de los padres.

La ayuda de los padres.

Pensamos en la satisfacción —muy comprensible— de los padres que ven a su hijo descubrir con alegría el universo de los signos y probar a descifrarlos... y en la decepción de aquellos que comprueban, un día tras otro, que "no le entra" ... Pensemos en el arrebatado alborozo que conocen los lectores fervientes que sabo¬rean un libro, y en la animosidad vehemente de aquel que solo siente repulsión frente a los libros porque ellos le evocan la escuela y demasiados recuerdos tristes..

Esas reacciones, en su misma diversidad, demuestran que el aprendizaje de la lectura marca a cada persona, influye a menudo de manera decisiva sobre el porvenir de todo niño —y por consiguiente de todo adulto—, sobre lo que hará y más aún sobre lo que será en la vida.

En este aspecto, la influencia de los padres es fundamental.

Muy a menudo desconocida —pues muchos creen que es en la escuela y únicamente en la escuela donde el niño aprende a leer—, su actitud es sin embargo esencial porque condiciona en gran parte, sin que los padres tengan siempre conciencia de ello, el acceso al lenguaje escrito y a su dominio.
Por lo demás, todos los padres pueden ayudar a su hijo a superar con éxito el escollo peligroso del aprendizaje de la lectura.

En cierto modo son ellos quienes mejor pueden hacerlo, ya que disponen de un recurso indispensable:
el amor que dan a sus hijos y que estos, a su vez, les devuelven.
De manera que conviene destruir de entrada la leyenda de su incompetencia de su no calificación para la tarea.

Es cierto que algunas técnicas no pueden ser empleadas más que por especialistas que dispongan del material apropiado, pero en la mayoría de los casos bastan ampliamente el buen sentido y la paciencia si se admite que el niño puede, naturalmente, aprender a leer porque existe el conjunto de las condiciones que hacen posible y facilitan este aprendizaje.

Palabras como "yo no tengo tiempo", "yo no soy capaz", "yo tengo miedo de equivocarme" no se basan, en realidad, en ninguna justificación verdadera.

Ayudar al hijo, como lo veremos, lleva poco tiempo, no exige ningún refinamiento técnico en particular; pero si algunos padres y madres de familia creen que se necesitan conocimientos especializados, debe ser quizás porque ellos desean que sea así y tales pretextos no son a menudo más que una coartada que les permite no tomarse ningún trabajo...

La inmensa mayoría de los padres, en cambio, desearía ayudar a sus hijos en la iniciación de la lectura. Aunque dan pruebas de una extremada buena voluntad, esta no siempre resulta recompensada como lo desearían porque, a veces, ciertas iniciativas corren el riesgo de ser más nefastas que útiles.

Una mamá, convencida de que la maestra de su hijo le enseñaba muy mal a leer, había tenido la extraña idea de sustituirla. Compró en un negocio de libros usados un librito cualquiera de primeras letras y cada tarde infligía a su hijo (¡y a ella misma!) una sesión obligatoria de lectura durante la cual explicaba a su hijo, de manera completamente distinta que en la escuela, cómo se debía leer. Al cabo de varias semanas, la "lección" no era otra cosa que un agudo conflicto salpicado de lágrimas y de gritos, un drama cotidiano que, por supuesto, Hejos de permitir un progreso en el aprendizaje, lo perturbaba.

Nada de esto es deseable; así, antes de actuar, los padres deben preguntarse si su proyecto es pertinente.
Ayudar... ¿por qué?
Las respuestas que dan habitualmente los padres son diversas.
Para los unos se trata de ayudar al hijo a leer mejor a fin de que adquiera una mejor calidad de lectura.
Para otros, lo que parece esencial es que aprenda a leer lo más rápidamente posible, a fin de que no pierda tiempo.

Algunos declaran que el maestro "se conduce mal" o "no hace trabajar" y entonces quieren compensar las supuestas deficiencias del aprendizaje escolar.
Otros, en fin, persuadidos de que su hijo no puede aprender a leer sin dificultad, "hacen de todo" para que lo consiga.
Por lógicas que parezcan tales razones, reforzadas aún por los comentarios que las acompañan, tendientes a demostrar que no es necesario buscar otra explicación, son a pesar de todo insuficientes para comprender verdaderamente por qué los padres intentan ayudar a su niño en este aprendizaje.

Ciertamente, el fracaso escolar es muy común y toda familia incluye o conoce niños y adolescentes "retrasados" en su aprendizaje. Ciertamente, saber leer se presenta como un conocimiento necesario dentro de la sociedad en que vivimos, pero eso no lo explica todo.
Las actitudes de los padres frente a sus hijos provienen de su propia infancia, y están ligadas a la manera como ellos mismos fueron educados.

Quiere decir que es muy difícil y delicado interpretarlas, ya que sus raíces profundas se remontan a un pasado del cual solo han sido conservadas algunas imágenes; más o menos precisas.
Ser padre o rnadre de familia no hace, por supuesto, que uno deje de ser hijo o hija de sus padres... o de la idea que se tiene de ellos. Se lo quiera o no, esto im¬pregna toda relación con nuestros hijos. Los ayudamos entonces por tal o cual motivo, porque nosotros somos precisamente lo que somos en función de nuestra historia personal y de los acontecimientos felices o desdichados que la signaron.

Por lo pronto, las respuestas a la pregunta "¿por qué ayudar?" no pueden ser sino estrictamente personales.
A veces esas respuestas parecen asemejarse, pero no son nunca totalmente iguales, puesto que nadie más que nosotros mismos puede haber conocido jamás lo que hemos vivido.
Es posible al menos distinguir dos tipos de razones para ayudar, según que el objetivo esencial sea la satisfacción exclusiva de los deseos paternos o la verdadera preocupación por un desarrollo armonioso y progresivo del niño.

La ayuda egoísta.

Algunos padres no tienen otro interés que el propio, otra preocupación que aquella completamente personal de salvaguardar a sus ojos su propia imagen.
Lo que hagan, lo harán por ellos; cuando hablan de ayudar a su hijo, no es en él ni en su porvenir en lo que piensan, sino en su propia protección, puesto que todo lo que pueda perturbar su equilibrio es para ellos una amenaza, un peligro vital contra el cual deben luchar.

Tener un hijo que inicia el aprendizaje de la lectura, después de haber aprendido el aseo y otras adquisiciones que reclamaron de estos padres una vigilancia permanente para que todo saliera en regla, claro, perfecto, feliz, constituye entonces una prueba más, y ja señal de que el tiempo del error, de la falta, de la desgracia, ha llegado.

En algunos casos estos padres desean inconscientemente las contrariedades que no pueden faltar; en otros, están felices de tener que sacrificarse de nuevo para mostrar su "bondad" frente a la "maldad" del otro ... Pero, en cualquiera de este tipo de situaciones, ( el hijo es olvidado, su personalidad reducida a no ser otra cosa que un instrumento maleable que permitirá a los padres satisfacer exigencias existentes solo para ellos y por ellos.
Así, algunos serán "perfeccionistas", no darán ni tregua ni reposo al pequeño que aprende a leer: deberá comportarse siempre perfectamente y no cometer jamás un solo error.
De la misma manera que exigen del niño hábitos siempre impecables, un lenguaje selecto y una higiene corporal minuciosa, cada lección de lectura deberá ser sabida a la perfección y por supuesto repetida desde el principio tantas veces como los padres lo estimen necesario.
Por lo demás, permanentemente decepcionados, pues su "perfeccionismo" —por definición— no puede ser nunca plenamente satisfecho, sus exigencias irán siempre en aumento, su vigilancia será siempre reforzada. La menor tontería les parecerá un drama; la más mínima falta a la ley impuesta por ellos será un crimen abominable que castigarán tanto más severamente cuanto que sienten haber hecho todo lo que debían para que eso no se produjera.

En un grado menor, los resultados de suliijo-alumno les parecerán siempre más o menos insuficientes y de¬plorarán que "no trabaje bastante", lo que por otra parte no puede sorprender, ya que "se pasa todo el tiempo jugando", mientras que ellos, a su edad —afirman— eran "siempre los primeros" ...
Otros padres son "hiperprotectores", asfixiantes.
Con solo pensar en todo el esfuerzo que debe costar sin duda a su hijo, "tan frágil", el aprender a leer, esa mamá que ya lo cubre de besos, de tricotas y consejos, vive angustiada durante las horas de clase que el chico pasa lejos de ella.

Apenas regresa, el "pobre queridito" se ve obligatoriamente consolado, arrullado, compadecido ... Su madre está dispuesta a todo para, ayudarlo. Tiene que hacerlo porque su hijo no puede arreglárselas sin ella. Así, la mamá le leerá al niño su lectura, muy feliz de verlo tropezar enseguida, pues él se equivocará, probando así hasta qué punto tiene necesidad de ella y ella de él.
Atenta siempre a que nada moleste a su "pequeño", que para ella sigue siendo el eterno bebé sin el cual no puede vivir, sin el cual no existe, esta mamá mantendrá a su hijo en ese estado de dependencia, de infantilismo, el mayor tiempo posible, porque eso le demuestra que ella es adulta.

Otros padres son ansiosos al extremo.

Viven con el permanente miedo de que su hijo fracase en el aprendizaje de la lectura como ellos mismos creen haber fracasado en la vida, y muy pronto llegan a hacerle participar de su angustia, de su inseguridad profunda. Cada error, aun pequeño, es una catástrofe: la dislexia está en acecho... cuando no la debilidad o la enfermedad mental.
Tironeados entre la culpabilidad que los abruma —ya que se juzgan responsables de lo que ocurre y ven en ello el justo y fatal castigo de un pecado del cual se acusan— y el imperioso deseo de correr en ayuda de su hijo para socorrerse a sí mismos, su extraño comportamiento no puede dejar de perturbar al chico, enlo¬quecerlo a su vez, aplastarlo bajo el peso de amenazas que siente pero no puede comprender.

A partir de aquí, se haga lo que se haga, esta situación angustiante impide todo verdadero apoyo al reforzar más aún el sentimiento de que el mundo de la lectura es un universo peligroso y que sería preferible-no explorarlo.
Estos pocos casos, entre tantos otros posibles, ilustran un hecho relativamente trivial: muchos padres, con el pretexto de ayudar a su hijo, solo están mirando su propia satisfacción; lo que ellos realizan en "bien" del niño lo hacen en realidad en su propio beneficio. Y así podemos preguntarnos si no convendría primero ayudarlos a.ellos a ser padres adultos.

En ocasión de un reciente congreso de la Federación Internacional de Escuelas de Padres, consagrado al "porvenir de la educación de los padres", el profesor Frankard declaró: "El programa debería consistir sobre todo en enseñar a que cada uno se acepte a sí mismo para aceptar mejor al otro, al cónyuge, a los hijos, y para progresar con los demás haóia su propio desarrollo..."

La verdadera ayuda.

En oposición a la precedente, esta forma de apoyo no está centrada sobre los padres y sus exigencias, sino sobre la persona del niño considerado en una perspectiva de desarrollo, de crecimiento.
Este tipo de ayuda implica, necesariamente, que cada uno exista plenamente a los ojos del otro, o sea, que los vincule una situación de encuentro, de diálogo.
Si lo propio del amor es olvidarse de sí mismo, ponerse de algún modo entre paréntesis para no preocuparse más que del ser amado, a fin de que él pueda crecer y realizar plenamente sus posibilidades en la libertad y la dicha, amar al hijo exige un renunciamiento parecido, puesto que no la amamos para nosotros, como un objeto del que fuéramos dueños, sino muy por el contrario, como individuo destinado a una autonomía y a una independencia futuras pero ciertas.
En este enfoque, la ayuda de los padres es esencial. Solo ella permite al niño desarrollar sus capacidades al asegurarle, cuando se hace sentir la necesidad, el apoyo preciso y más o menos prolongado que le es necesario para pasar un trance difícil.

Tal ayuda, hecha de confianza y de respeto recíprocos, se manifiesta en el momento exacto en que resulta indispensable y cesa en cuanto se hace superflua.
Adaptada a las particularidades de cada situación, no tiene nada de rígida y se modifica según la evolución comprobada.
Sobre todo, se incluye resueltamente en una visión optimista, en un proyecto educativo dirigido hacia el éxito.

Seguramente no es siempre fácil aplicar estos principios. El oficio de padres —lo sabemos muy bien a través de la experiencia, a veces dolorosa—, como hasta cierto punto el de maestro, es una de las pocas actividades importantes para las cuales no se da una formación seria.
Así, es necesario aceptar por adelantado tanto ciertos errores —casi inevitables— como una cantidad de insuficiencias personales que hacen que no siempre tengamos éxito y que algunas veces quedemos sumamente decepcionados. Como la reflexión sobre la experiencia ayuda, la próxima intervención será más eficaz, pero, ¿cuántos niños habrá que educar para considerar que se los conoce verdaderamente?
La verdadera ayuda es pues compleja, une fundamentalmente la actitud afectiva y la acción educativa ya que, así como el método no basta para garantizar la calidad del aprendizaje léxico, el amor solo corre el riesgo, también, de ser insuficiente si no se traduce en la realidad por comportamientos que faciliten la conquista de la lectura.

¿Cómo ayudar?

Cualesquiera que sean su grado de instrucción y de cultura, la profesión que ejerzan, la situación socioeconómica que les caracterice, todos los padres —repitámoslo— están en condiciones de ayudar a sus hijos en el momento de iniciarse en la lectura^ puesto que todos pueden:
— crear un "clima" favorable a este aprendizaje; de responder a su deseo de aprender;
— mantener el placer de leer.

Crear un clima favorable al aprendizaje.

El ambiente familiar desempeña un papel fundamental. Aparentemente hecho de mil detalles insignificantes, de pequeñas cosas, ese clima familiar se forja progresivamente con el correr de los días, en función de la "filosofía" de los padres, de su manera de ser y de comprender el mundo que viven.
La naturaleza de los vínculos afectivos que los unen es importantísima, pues solo ellos pueden ofrecer al niño el cuadro estable, seguro, cálido, que le permitirá desarrollarse armoniosamente al tiempo que construye el universo que lo rodea.

Cuando el tiempo de la escolaridad llega, la escuela —sea el jardín de infantes o la escuela primaria— será de entrada bien recibida.
Si la escuela no se le presenta al niño como una penitencia, sino, a la inversa, como un lugar donde se hacen "cosas" interesantes, la ruptura inevitable con el medio familiar no será demasiado dolorosa y, en todo caso, no será sentida como un rechazo, como un abandono.
La actitud de los padres, sus palabras, sus gestos, tienen particular importancia.
El niño, en efecto, seguramente estará a la expectativa de lo que se dice sobre su nuevo papel de alumno. Especialmente en el momento de ingresar a primer grado, sabe que le darán libros, que aprenderá a leer, a escribir, a contar. Conviene que una cierta gravedad —no demasiada— acompañe este acontecimiento; tanto el papá como la mamá mostrarán que se trata de un acto importante del cual el hijo tiene todo el derecho de estar orgulloso y feliz.
Cualquiera que sea la opinión que ellos puedan tener de la institución escolar, antes de enunciarla eventualmente deben reflexionar en las consecuencias posibles de lo que dirán.
Evidentemente, frases simplistas, tales como "esa escuela no sirve para nada", u "ojalá que vayas pronto a la escuela, así nos dejarás tranquilos",.. tienen que ser nocivas; pero en ciertos ambientes llamados intelectuales, donde suele hacer estragos la crítica virulenta y argumentada respecto de la institución y sus maestros, el resultado puede llegar a ser totalmente desastroso.
Si el niño siente que sus padres de ninguna manera admiran ni respetan la institución escolar, ¿cómo vamos a esperar qué él no comparta ese sentimiento y no sufra tos conflictos que sin duda pronto habrán de aparecer?
Ciertos padres se caracterizan, efectivamente, por su falta de lógica: no aprecian la escuela, propician su desaparición o por lo menos desean un cambio radical, y lo dicen. ¡Y no comprenden, entretanto, que su hijo o su hija tenga solo notas mediocres, a las que juzgan inadmisibles!
En cuanto a aquellos para quienes, por el contrario, no hay bienestar posible fuera de los éxitos escolares, con sus permanentes exhortaciones y la veneración extrema que demuestran hacia las notas, corren igualmente el peligro de ser nefastos si concluyen por inferiorizar al futuro alumno convenciéndolo poco a poco de que, ciertamente, nunca llegará a satisfacerlos.

Del mismo modo, la actitud de los padres hacia los libros y la lectura no puede dejar de tener repercusiones profundas sobre el comportamiento del niño, sobre la forma en que abordará, llegado el momento, el estudio sistemático del lenguaje escrito.
Desde la existencia de una biblioteca consultada frecuentemente hasta el espectáculo que ofrecen el padre o la madre al leer, aparentemente con gusto, un libro o una revista, todos esos hechos tienen un valor de estimule; despertarán, sin duda, las ganas de "hacer como papá" o "como mamá", ¡aun si, al ensayarlo, el niño sostiene el libro al revés o lo transforma pronto en volante de automóvil...!
También aquí todo exceso resulta peligroso porque tan malo es despreciar abiertamente los libros comprados de ocasión como extasiarse ante hermosos volúmenes "encuadernados en puro cuero y fueteados en oro", comprados por esnobismo, y que nunca han sido abiertos porque está prohibido tocarlos.
Cuando el papel impreso forma parte de la vida cotidiana, el deseo de leer aparece con toda naturalidad. ¡Ahora les toca responder a los padres!

Responder al deseo de aprender.

Cuando se siente feliz de vivir, a pesar de las inevitables restricciones que se hacen a su actividad, ei niño experimenta curiosidad por todo, y se muestra continuamente deseoso de saber lo que es tal o cual cosa o
"por qué" algo es como es.
Su sed de conocer, jamás satisfecha y a menudo irritante, se aplica tanto a los objetos como a las personas sin preocuparse, por lo demás, ni de tabúes sociales ni de la complejidad de ciertos problemas que plantea. "Papá, ¿qué es la muerte?" "¿Por qué esa señora tiene una barriga tan grande?"
¿Cómo responder? Y, sobre todo, ¿cómo responder "bien" a tales preguntas?
Claro que no es fácil. Todos los padres lo saben, pues no existe ninguna "receta" mágica válida para todo y para todos.
También es grande, a menudo, la tentación de no escuchar al pequeño preguntón, de mandarlo a jugar diciéndole que esas no son cosas para su edad, que lo sabrá cuando sea grande, o que esas cosas son así "porque sí". Cuando el niño no obtiene ninguna verdadera respuesta, él miedo a lo prohibido y el sentimiento de ser culpable al preguntar se desarrollan poco a poco hasta provocarle una ansiedad tal que puede ocurrir que ya jamás haga ninguna pregunta. También aquí todo exceso resulta peligroso porque tan malo es despreciar abiertamente los libros comprados de ocasión como extasiarse ante hermosos volúmenes "encuadernados en puro cuero y fileteados en oro", comprados por esnobismo, y que nunca han sido abiertos porque está prohibido tocarlos... Cuando el papel impreso forma parte de la vida cotidiana, el deseo de leer aparece con toda naturalidad. ¡Ahora les toca responder a los padres! Responder al deseo de aprender Cuando se siente feliz de vivir, a pesar de las inevitables restricciones que se hacen a su actividad, el niño experimenta curiosidad por todo, y se muestra continuamente deseoso de saber lo que es tal o cual cosa o "por qué" algo es como es. Su sed de conocer, jamás satisfecha y a menudo irritante, se aplica tanto a los objetos como a las personas sin preocuparse, por lo demás, ni de tabúes sociales ni de la complejidad de ciertos problemas que plantea. "Papá, ¿qué es la muerte?" "¿Por qué esa señora tiene una barriga tan grande?" ¿Cómo responder? Y, sobre todo, ¿cómo responder "bien" a tales preguntas? Claro que no es fácil. Todos los padres lo saben, pues no existe ninguna "receta" mágica válida para todo y , para todos. También es grande, a menudo, la tentación de no escuchar al pequeño preguntón, de mandarlo a jugar diciéndole que esas no son cosas para su edad, que lo sabrá cuando sea grande, o que esas cosas son así "porque sí". Cuando el niño no obtiene ninguna verdadera respuesta, él miedo a lo prohibido y el sentimiento de ser culpable al preguntar se desarrollan poco a poco hasta ciearle una ansiedad tal que puede ocurrir que ya jamás haga ninguna pregunta. Desde este punto de vista, el aprendizaje de la lectura es un momento de conocimiento entre tantos otros. Si nunca se ha sentido ninguna pregunta como demasiado peligrosa, ese nuevo paso hacia adelante sé manifestará inevitablemente y será de alguna manera normal que todo niño, mucho antes de ir a la escuela, pida un día a sus padres que le enseñen a leer. Ahora falta que aquellos estén seguros de que es eso lo que el niño pide. Me acuerdo de un padre, docente, que como había aprendido a leer a los cuatro años —según creía—, quería a todo trance convencerme de que su hijo manifestaba las mismas disposiciones a la misma edad, y daba como prueba el hecho de que el niño miraba los libros ilustrados paseando su dedito sobre los textos que acompañaban los grabados... En ese caso preciso el deseo del padre de ver a su hijo capaz de leer —como él lo había hecho— era tan intenso que interpretaba en ese sentido todos los comportamientos del chico, esperando sin duda cada día que el "milagro" se realizarse y le demostrara así, después de todo, que tenía razón ... como siempre. Si bien los padres deben estar dispuestos a responder al deseo de aprender de sus hijos, no es necesario que lo descubran continuamente y en todo, espiando cada gesto para interpretarlo de inmediato de acuerdo con el significado que ellos le atribuyen, pero que puede estar muy lejos del que la criatura le da. Manipular libros, hojear revistas, pueden no ser el signo de un requerimiento, sino corresponder simplemente a una imitación postural. De la misma manera que rasgar el manual del hermano mayor o esconder la revista de la hermana pueden señalar el vivo deseo de ser grande como ellos ... Apropiarse de sus lecturas es, tal vez, intentar apropiarse de la lectura. Sea como fuere, hay algunos sujetos que no manifiestan en ninguna forma estas ganas de leer. Todas las sugerencias más o menos hábiles de la mamá (o del papá) caen en el vacío, todas sus palabras de aliento son inútiles. El interés de la recompensa no produce ningún efecto, y si el niño repite de buen grado el nombre de la letra que uno se esfuerza por enseñarle muchas veces, en cambio no conserva ningún recuerdo preciso o las mezclas alegremente cuando uno cree haberle mostrado varias. Lo mejor es entonces no insistir. Saber esperar el momento favorable, que no puede dejar de llegar naturalmente, es la única actitud educativa que corresponde. Aun si los padres están ansiosos de que su hijo esté "adelantado" o asombre por su ciencia a los amigos o al resto de la familia, es mejor que no intenten convertirlo en un mono sabio. En la mayoría de los casos no ganarán más que nerviosidad y depresión, e incluso si sus exigencias parecen triunfar, el riesgo de haber disgustado para siempre a su hijo o hija con los aprendizajes de tipo escolar debería inducirlos a no sucumbir a esta tentación... Consideremos ahora una situación más frecuente: su hijo quiere leer, se lo dice a usted, parece retener sus primeras explicaciones y hasta solicita otras. ¿Qué hacer? La respuesta es simple: continúe. Sobre todo no piense que usted no es capaz, que no está dotado ni calificado para eso. Mucho amor y buen sentido, junto a un poco de psicología práctica, son suficientes. Usted puede ayudar a su hijo a aprender a leer; la verdadera dificultad no reside tanto en conseguirlo sino en prever cómo lo acogerá más tarde la escuela si el niño no se adapta a la imagen oficial de alumno que ella debe instruir... Por lo demás, hay materiales que pueden eventualmente facilitarle la tarea. Ya se trate de cubos que llevan letras impresas, de letras movibles, magnéticas o no, de libritos con atrayentes ilustraciones acompañadas de palabras simples y usuales ... En toda librería donde haya una sección "educativa" se presentan numerosos productos, unos •más seductores que otros puesto que, de otra manera, los padres no los comprarían ... Más difícil es que estén bien concebidos y adaptados a los niños, es decir que respondan a sus posibilidades — e intereses. Basta con acordarse de esos padres que le compran a su hijo -a quien no siempre le interesa- el hermoso tren eléctrico con el cual ellos mismos han soñado siempre, para pensar que antes de cualquier compra hay que preguntarse para quién está destinada y con qué fines. Gruesos lápices de colores, o marcadores, una pila de hojas de papel, tijeras con puntas redondeadas, cartulina, algunas revistas y sobre todo paciencia, mucha paciencia, pueden reemplazar fácilmente la mayoría de los materiales a veces onerosos y a menudo insatisfactorios. Partiendo de las preguntas del niño, asociando siempre el sonido, el trazado del signo gráfico y su significado, haciendo manipular las letras, las palabras, y todo esto en clima permanente de aliento, o sea de éxito, se realizarán muchos progresos que el niño, como sus padres, vivirá y comprobará con verdadero placer. Indudablemente, hay que cuidar que esos ratos felices no se transformen en esclavitud. Si a veces es deseable un poquito de firmeza cuando se percibe que acentuando un estímulo se facilita una adquisición, no es para nada necesario que el diálogo degenere en disputa, que el deseo dé cada uno de alcanzar tal o cual objetivo se transforme en un empecinamiento enfurecido. Cuando uno de los participantes, cualquiera que sea, "se siente harto", lo cual se advierte y se entiende fácilmente, vale más no seguir y dejar para otro día lo que se había previsto. Por consiguiente, cuando el niño no manifiesta ya ningún deseo de continuar aprendiendo a leer, cuando y cesa bruscamente su interés por el lenguaje escrito, antes que reprochar su falta de atención conviene interrogarse sobre la manera como se ha desarrollado hasta entonces el aprendizaje... ¿No hemos sido demasiado exigentes? ¿Han sido los ejercicios de lectura y de copia suficientemente variados como para evi tar toda monotonía? ¿Han estado verdaderamente centrados alrededor de los intereses del niño? Tal reflexión es indispensable. Solo ella permitirá esperar serenamente que se manifieste un nuevo pedido de aprendizaje. Se necesita, en consecuencia, una extrema flexibilidad. Si durante mucho tiempo se ha creído que era deber exclusivo de los hijos adaptarse a sus padres, ahora se sabe que la adaptación, para tener éxito, debe ser recíproca. Los hijos, a su vez, también educan a sus padres, en particular con las conductas de oposición, llevándolos a reflexionar sobre su actitud educativa, lo que a veces concluye en útiles replanteos. Hasta aquí hemos considerado únicamente el caso del niño no escolarizado. Ahora bien: si es cierto que conviene desde el comienzo de la escuela primaria mantener un clima favorable al aprendizaje, es igualmente necesario ofrecer una permanente respuesta al deseo de aprender que el niño manifestará todavía más a menudo. Este tipo de apoyo es tanto más necesario cuando los numerosos cambios que sobrevienen en la vida del pequeño provocan, inevitablemente, ciertas perturbaciones. Lejos de disminuir en importancia, el papel de los padres es siempre esencial, puesto que en ellos recae, en gran parte, el cuidado de sostener el gusto por la lectura que la escuela no siempre puede satisfacer plenamente. Mantener el gusto por la lectura Todas las tardes, cuando Marina vuelve de la escuela, su mamá, muy concienzudamente, le hace leer su lección, copiar las palabras nuevas. En tanto que su hija logre hacerlo sin errores, ella la obliga a empezar de nuevo, exigiendo una dicción y una grafía perfectas. Cuando la "clase particular" ha terminado, pero en ningún caso antes, y si le quedan algunos minutos antes de la cena —lo que es poco frecuente—, Marina puede jugar. . Cosa muy curiosa, la niña no lee los libros que su madre le ofrece. Para obligarla a ello, puesto que Marina no quiere "hacer un esfuerzo", su bicicleta quedará colgada en la pared del garaje el día sábado, al menos hasta que no haya leído "como se debe" las páginas que se le han indicado. Para Marina, la lectura constituye una obligación, una exigencia de lo más pesada, ya que no tiene escapatoria: su madre es inflexible. Peor aún: leer se convierte en un castigo, puesto que el sábado -su día libre- no podrá andar en bicicleta. En tales condiciones, ¿cómo podrá nacer y desarrollarse el placer de la lectura? Javier, por su parte, no sufre los mismos tormentos. Sus padres no se interesan casi por su vida de escolar y para ellos solo cuenta el boletín de calificaciones, poco peligroso además, pues sus notas son bastante satisfactorias y las observaciones muy triviales. Por cierto, a Javier le gustaría que alguna vez lo escucharan contar su día de clase y mostrar qué bien sabe leer; pero su mamá no tiene tiempo para eso, así que ya ni siquiera lo intenta... En clase Javier se aburre un poco. Cada día hay que leer y releer el texto del libro o del pizarrón, o seguir la lectura con el dedo o con los ojos, esperando que le llegue el turno. Como muchos compañeritos se equivocan todavía, las mismas palabras y las mismas frases se siguen estudiando durante muchas lecciones... Para distraerse, ya ha probado a leer las páginas siguientes de su libro, pero la maestra lo ha retado por falta de atención. Ahora él entiende... La alegría de leer, que sentía al iniciar el año, va desapareciendo poco a poco... Dos niños, dos fracasos. ¿Cómo asombrarse despuésjscuando comprobamos qué poco leen los adultos? Realmente, no deberíamos sorprendernos del escaso interés que la gente manifiesta por la lectura...' Además, por algunos apasionados de la lectura que conocemos, ¿cuántos entre nuestros vecinos, nuestros parientes, nuestros colegas, no leen jamás o muy poco? Digan que no tienen tiempo o declaren que les aburre, un hecho es cierto: no sienten ningún placer en leer y toda lectura que se vieran obligados a realizar les parecería penosa o inútil. Sin embargo, todos han aprendido a leer, es decir, a descifrar los signos escritos que la escuela les impuso cuando eran niños. Alguna vez, milagrosamente, uno de ellos descubre, tardíamente, la dicha de la lectura; pero la mayoría solo experimenta hacia ella aversión o indiferencia. Lamblin, en su obra reciente Los libros para niños, escribe: "Si no se quiere al libro, esto ocurre a fuerza de haber sido sacralizado por los adultos; ellos lo convirtieron en símbolo de la cultura en conserva, en objeto que se ofrece solo en grandes ocasiones, que no se toca si no es con las manos limpias y resulta, además, tanto más recomendable cuando es un poco aburrido." Ciertamente, la institución escolar tiene su parte de responsabilidad en este fracaso colectivo, pero los padres tienen también la suya si se limitan a comprobar o a lamentar sin intervenir nunca, olvidando que la educación de sus hijos les corresponde sobre todo a ellos más que a la escuela. Mantener el gusto del niño por la lectura depende pues, en gran parte, de la actitud de los padres. Según les guste leer o no, según consideren la lectura como una actividad digna de interés o por el contrario como una pérdida de tiempo, según el libro sea para ellos un amigo de familia o un extraño solemne, sus reacciones varían, suscitan comportamientos diferentes. Ya hemos dado numerosos ejemplos; así que nos conformaremos con recordar algunos puntos que, por simples y evidentes que parezcan, no siempre son observados. Es deseable, por ejemplo, que el niño que aprende a leer disfrute de un ambiente físico propicio. ¿Cómo leer si el aparato de radio o de televisión colma de ruido el departamento? El silencio o al menos una atmósfera apacible son tan necesarios como una luz suficiente y bien orientada, la única que evitará toda fatiga visual. Más que cualquier otro plan, convendrá evitar todo lo que cause un excesivo aburrimiento, una monotonía demasiado grande. Al pedir al niño que lea la página que ha estudiado durante el día de clase habrá que evitar el enervamiento o el cansancio. Es inútil y perjudicial obligarlo a insistir hasta que la dicción sea perfecta, si se tiene la seguridad de que los numerosos obstáculos que dificultan la lectura se deben a una comprensión insuficiente del texto o a la fatiga. Más vale, en ese caso, aclarar el significado de algunas palabras ilustrándolas concretamente, o convenir una pausa, destinada al descanso. Sobre todo es necesario fomentar el gusto por la lectura, la alegría de leer, multiplicar las ocasiones que permitirán al niño mostrar su saber, sus logros. Proponerle descifrar las indicaciones para un juego, la receta de una torta que podrá realizar enseguida, escucharlo con atención cuando lea una breve historia y felicitarlo —no demasiado— por la calidad de su lectura, dejarlo a él mismo elegir en una librería un libro adaptado a su edad en lugar de ofrecérselo simplemente... Todas esas situaciones provendrán de una única preocupación: hacer las cosas de tal manera que leer se incluya naturalmente en las actividades cotidianas del niño y, se convierta, progresivamente, en un placer sierrfpre renovado. amigo de familia o un extraño solemne, sus reacciones varían, suscitan comportamientos diferentes. Ya hemos dado numerosos ejemplos; así que nos conformaremos con recordar algunos puntos que, por simples y evidentes que parezcan, no siempre son observados. Es deseable, por ejemplo, que el niño que aprende a leer disfrute de un ambiente físico propicio. ¿Cómo leer si el aparato de radio o de televisión colma de ruido el departamento? El silencio o al menos una atmósfera apacible son tan necesarios como una luz suficiente y bien orientada, la única que evitará toda fatiga visual. Más que cualquier otro plan, convendrá evitar todo lo que cause un excesivo aburrimiento, una monotonía demasiado grande. Al pedir al niño que lea la página que ha estudiado durante el día de clase habrá que evitar el enervamiento o el cansancio. Es inútil y perjudicial obligarlo a insistir hasta que la dicción sea perfecta, si se tiene la seguridad de que los numerosos obstáculos que dificultan la lectura se deben a una comprensión insuficiente del texto o a la fatiga. Más vale, en ese caso, aclarar el significado de algunas palabras ilustrándolas concretamente, o convenir una pausa, destinada al descanso. Sobre todo es necesario fomentar el gusto por la lectura, la alegría de leer, multiplicar las ocasiones que permitirán al niño mostrar su saber, sus logros. Proponerle descifrar las indicaciones para un juego, la receta de una torta que podrá realizar enseguida, escucharlo con atención cuando lea una breve historia y felicitarlo —no demasiado— por la calidad de su lectura, dejarlo a él mismo elegir en una librería un libro adaptado a su edad en lugar de ofrecérselo simplemente... Todas esas situaciones provendrán de una única preocupación: hacer las cosas de tal manera que leer se incluya naturalmente en las actividades cotidianas del niño y, se convierta, progresivamente, en un placer siempre renovado. Y además hay un medio que permite, muy pronto, alcanzar este objetivo. Consiste en leer al niño cuentitos, pequeñas historias, desde que adquiere los primeros rudimentos del lenguaje oral, hacia los tres o cuatro años. Esta práctica, muy poco extendida en algunos países (como en Francia, por ejemplo), se está desarrollando en otros cada vez más. Así, una encuesta hecha en Estados Unidos mostraba que aproximadamente a un 50 % de los niños de tres años y al 70 % de los de cuatro años se les leen libros.
Esas lecturas familiarizan progresivamente al niño pequeño con la estructura del lenguaje escrito. Sobre todo, crean o refuerzan entre él y el adulto que lee lazos afectivos de los cuales el libro también se beneficia,, puesto que es el intermediario que hace posible y placentera esa relación.
Si todos los padres, tomando conciencia de la importancia de la lectura para el desarrollo ulterior de su hijo, hicieran este agradable esfuerzo, no cabe duda de que se facilitaría el aprendizaje léxico, así como la escolaridad en general.

Si bien el aprendizaje de la lectura suele ser, para los padres, fuente de inquietud, el hecho de que su hijo sepa leer no marcará por eso el fin de sus dificultades. Se preguntarán si pueden dejarlo leer tal o cual libro, se asombrarán de que no lea más o lea demasiado, o tratarán de ayudarlo a orientarse en el laberinto de las publicaciones que se le ofrecen. Siempre surgirá algún problema nuevo que resolver.
Educar no es cosa sencilla...


El 57% de los franceses —pcor ejemplo— no lee jamás un libro, si se cree a una encuesta efectuada en 1967 por el Sindicato Nacio¬nal de Editores. El INSEE, por el contrario, mencionaban en 1968 el 36%. Un sondeo más reciente (abril de 1972) permite precisar que un frarffcés sobre dos no había comprado libros en curso de los 12 meses precedentes.

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