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miércoles, 8 de diciembre de 2010

J. Hessen y la Teoría del Conocimiento 11.

EL CRITERIO DE LA VERDAD.

1. El concepto de la verdad.

Falta por investigar una última cuestión: la del criterio de la verdad. No es bastante que nuestros juicios sean verdaderos; necesitamos la certeza de que lo son. ¿Qué nos presta esta certeza? ¿En qué conocemos que un juicio es verdadero o falso? Ésta es la cuestión del criterio de la verdad. Antes de poder responderla necesitamos tener un concepto claro de la verdad.

Hemos hablado ya con frecuencia de este concepto. En la descripción del fenómeno del conocimiento encontramos que, para la conciencia natural, la verdad del conocimiento consiste en la concordancia del contenido del pensamiento con el objeto. Designamos esta concepción como el concepto trascendente de la verdad. Pero frente a éste hay otro que podemos designar como concepto inmanente de la verdad. 

Según éste, la esencia de la verdad no radica en la relación del contenido del pensamiento con algo que se halla frente a nuestro pensamiento, algo trascendente al pensamiento, sino con algo que reside dentro del pensamiento mismo. La verdad es la concordancia del pensamiento consigo mismo. Un juicio es verdadero cuando está formado con arreglo a las leyes y a las normas del pensamiento. La verdad significa, según esto, algo puramente formal; coincide con la corrección lógica.

La decisión sobre cuál de ambos conceptos de la verdad sea el justo, se halla implícita en la posición que hemos tomado en la discusión entre el idealismo y el realismo. Creímos deber decidir esta discusión a favor del realismo. Esto significa rechazar el concepto inmanente de la verdad; pues este concepto puede caracterizarse igualmente como concepto idealista de la verdad. Este concepto sólo tiene sentido en el terreno del idealismo. Pues sólo si no hay objetos extraconscientes reales tiene sentido concebir la verdad de puro modo inmanente. Esta concepción es entonces necesaria. Pues si no hay objetos independientes del pensamiento, sino que todo ser se halla dentro de la esfera de éste, la verdad sólo puede residir en la concordancia mutua de los contenidos de aquél, en la corrección lógica.

El concepto inmanente de la verdad puede conciliarse también con aquella posición epistemológica que Eduard von Hartmann llama el "idealismo inconsecuente" y que nosotros hemos estudiado bajo el nombre de fenomenalismo. Según éste hay objetos independientes del pensamiento, cosas en sí. Pero son completamente incognoscibles. Por eso no tiene sentido, desde este punto de vista, considerar la verdad como la concordancia del pensamiento con los objetos; sobre esta concordancia nada podemos decir, porque no conocemos los objetos. La verdad del conocimiento sólo puede consistir, por ende, en la producción correcta —conforme a las leyes— del objeto, esto es, en que el pensamiento concuerde con sus propias leyes.

Como hemos visto, esta posición, defendida por Kant, no puede sostenerse. El dilema es: o se borran las cosas en sí y se estatuye un riguroso idealismo, como ha hecho el neokantismo, desarrollando las ideas kantianas, o se reconocen objetos reales, independientes de la conciencia, como ha hecho el mismo Kant. Pero en este caso es imposible prescindir de la relación con los objetos en los conceptos del conocimiento y de la verdad. También en Kant representan los objetos un papel importante en la explicación genética del conocimiento. Ellos son la causa de las sensaciones, que se producen porque las cosas en sí afectan nuestra conciencia. Cierto que las sensaciones carecen, según Kant, de todo orden y determinación. Pero como ya vimos anteriormente, el hecho de que apliquemos a las sensaciones ya esta, ya aquella forma de la intuición o del pensamiento, hace menester que supongamos un fundamento objetivo del mismo en el material de las sensaciones. Aunque el espacio y el tiempo sólo existan formalmente en nuestra conciencia, debemos admitir que los objetos tienen en sí ciertas propiedades que nos inducen a emplear esas formas de la intuición. Y lo mismo cabe decir de las formas del pensamiento, de las categorías. Aunque la causalidad sea primariamente una forma del pensamiento, necesitamos suponer que tiene un jundamentum in re, si queremos explicar el hecho de que determinadas percepciones nos induzcan a emplear justamente esta categoría. Exactamente observa Heinrich Maier: "Ya la forma en que los elementos de nuestras representaciones de la realidad aluden a lo transubjetivo nos fuerza a suponer en esta cierta estructura, ciertas propiedades positivas". 

Pero esta manera de ver, se objetará, ¿no nos hace tornar a aquel concepto del conocimiento que considera éste como una reproducción, una copia del mundo objetivo y que hemos declarado exclusivista e inadmisible? Esta objeción, empero, es precipitada. Descansa en este dilema: el conocimiento es o una producción o una reproducción del objeto. Pero esta disyuntiva es incompleta. Con razón advierte Külpe: "Hay que guardarse de la disyuntiva incompleta según la cual el conocimiento es necesariamente o una creación o una copia. Hay un tercer término: una aprehensión de las realidades no dadas, pero que se revela por medio de lo dado". Nuestro conocimiento está y estará en relación con los objetos. No hay idealismo que pueda soslayar este punto. Pero esta relación no necesita consistir en una reproducción; basta admitir que entre el contenido del pensamiento y el objeto existe una coordinación, una relación regular. Los contenidos de nuestro pensamiento no son reproducciones, sino más bien "símbolos de las propie dades transubjetivas", para hablar con Maier. Pero, añade, "este conocimiento simbólico-abstracto es capaz de penetrar profundamente en el reino de lo transubjetivo".

De este modo venimos a confirmar la concepción que la conciencia natural tiene del conocimiento humano y que describimos al principio. Pero esta confirmación significa a la vez una depuración crítica de aquella concepción. La idea básica, según la cual el conocimiento representa una relación entre un sujeto y un objeto, ha resultado sostenible. Pero con este concepto del conocimiento queda justificado también, en principio, el concepto de la verdad que tiene la conciencia natural. Para ésta es esencial la relación del contenido del pensamiento con el objeto. Esta relación no significa, empero, una reproducción, sino una coordinación regular, y aquí es donde la concepción natural sufre una corrección.

El idealismo representa el intento de suprimir el dualismo del sujeto y el objeto en el problema del conocimiento y de estatuir un monismo epistemológico. El idealismo hace este intento, porque creer poder suprimir de este modo todas las dificultades inherentes al problema del conocimiento. Pues éstas le parecen tener su causa más profunda en dicho dualismo. Pero esta interpretación monista del fenómeno del conocimiento violenta la realidad. Se funda, en efecto, en hacer valer una sola de las tres esferas a que toca el fenómeno del conocimiento. Esta esfera es la lógica. El aspecto psicológico y el aspecto ontologico del fenómeno del conocimiento son escamoteados, por decirlo así, en favor del lógico. Por eso pudimos designar esta posición con el nombre de logicismo.

2. El criterio de la verdad..

La cuestión del criterio de la verdad está en conexión estrechísima con la cuestión del concepto de la verdad. Esto puede demostrarse fácilmente en el idealismo lógico.

La verdad significa, para él, como hemos visto, la concordancia del pensamiento consigo mismo. ¿En qué podemos conocer esta concordancia? La respuesta dice: en la ausencia de contradicción. Nuestro pensamiento concuerda consigo mismo cuando está libre de contradicciones y sólo entonces. El concepto inmanente o idealista trae consigo necesariamente el considerar la ausencia de contradicción como criterio de la verdad.

La ausencia de contradicción es, en efecto, un criterio de la verdad; pero no un criterio general, válido para todo el conocimiento, sino un criterio válido solamente para una clase determinada de conocimiento, para una esfera determinada de éste. Resulta palmario cuál es esta esfera: es la esfera de las ciencias formales o ideales. Piénsese en la lógica o en la matemática. El pensamiento no se encuentra con objetos reales, sino con objetos mentales, ideales; permanece en cierto modo dentro de su propia esfera. Es válido, por tanto, el concepto inmanente de la verdad, y, por consiguiente, también el criterio de la misma, dado con él. Mi juicio es, en este caso, verdadero cuando está formado con arreglo a las leyes y normas del pensamiento. 

Y conocemos que es así en la ausencia de contradicción.

Pero este criterio fracasa tan pronto como no se trata de objetos ideales sino de objetos reales o de objetos de conciencia. Para este caso necesitamos buscar otros criterios de la verdad. Detengámonos ante todo en los datos de la conciencia. Poseemos una certeza inmediata del rojo que vemos o del dolor que sentimos. Aquí tenemos otro criterio de la verdad. Consiste en la presencia o realidad inmediata de un objeto. Según esto, son verdaderos todos los juicios que descansan en una presencia o realidad inmediata del objeto pensado. Se habla también de una "evidencia de la percepción interna". Lo mismo quiere decir Volkelt cuando habla de una "autocerteza de la conciencia". Ésta es para él "un principio de certeza absolutamente último". Caracteriza esta certeza más concretamente como una certeza pre-lógica. Esto significa que en esta certeza todavía no tiene parte el trabajo del pensamiento. Volkelt incluye en esta clase de certeza, no sólo la percepción inmediata de determinados contenidos de conciencia, sino también la de las relaciones existentes entre ellos. En el círculo de la autocerteza de la conciencia no sólo entra el juicio "veo un negro y un blanco", sino también el juicio "el negro es distinto del blanco". Esto se funda en que "simultá¬neamente con estos dos contenidos de la sensación, que llamamos negro y blanco, con arreglo al lenguaje usual, nos es dada su diversidad".

Ahora bien, cabe preguntar si el criterio de la evidencia inmediata es válido, no sólo para los contenidos de la percepción, sino también para los contenidos del pensamiento. Esta cuestión equivale a la de si además de la evidencia de la percepción hay una evidencia del pensamiento conceptual y si podemos ver en ella un criterio de la verdad.

Muchos filósofos responden desde luego afirmativamente a esta cuestión. Esta afirmación puede tener un doble sentido. Se puede entender por evidencia algo irracional y algo racional. En el primer caso, la evidencia es sinónima del sentimiento de evidencia, esto es, de una certeza emocional inmediata. Este sentimiento se da en todo conocimiento intuitivo. Representa algo subjetivo y no puede pretender, por tanto, validez universal. La peculiaridad de la certeza intuitiva consiste justamente en que no puede ser probada de un modo lógicamente convincente, universalmente válido, sino que sólo puede ser vivida personalmente. Pero esto no significa en modo alguno renunciar a la objetividad. El juicio: "una personalidad moralmente pura encarna un valor moral más alto que un hombre entregado a bajos goces" expresa un hecho ético objetivo y puede, por ende, pretender la objetividad, aunque no quepa obtener por la fuerza de la lógica su reconocimiento y carezca, por tanto, de validez universal. Hay que distinguir entre la objetividad y la validez universal. Muchas objeciones contra la intuición y el conocimiento intuitivo descansan justamente en no saber distinguir entre la objetividad y la validez universal del conocimiento.

Todo conocimiento científico posee validez universal. Cabe identificar el conocimiento científico con el conocimiento universalmente válido. Por consiguiente, no puede tomarse en consideración la evidencia en el sentido descrito, como criterio de la verdad, en la esfera teórica y científica. Si alguien quisiera, por ejemplo, justificar las leyes supremas del pensamiento acudiendo al sentimiento de evidencia que acompaña a la comprensión de estas leyes, y dijese, verbigracia: "estos juicios son verdaderos, porque me siento íntimamente compelido a tenerlos por verdaderos", ello significaría renunciar a la validez universal y, por ende, poner fin a toda filosofía científica.

No obstante, muchos filósofos sostienen que la evidencia es un criterio de la verdad en la esfera teórica. Pero entienden la evidencia en el segundo sentido antes indicado. La evidencia no es para ellos algo emocional, irracional, sino algo intelectual, racional. Significa para ellos la visión inmediata de lo dado objetivamente. Esta evidencia se presenta como una evidencia lógica u objetiva en contraste con la evidencia psicológica o subjetiva anteriormente tratada. Pero esta distinción no conduce al fin buscado. Los filósofos que la hacen no pueden menos de distinguir dentro de la evidencia lógica u objetiva entre evidencia verdadera y falsa, real y aparente, auténtica y apócrifa. Pero esto es abandonar la evidencia como propio y iiltimo criterio de la verdad. Pues ahora necesitamos otro criterio que nos diga cuándo y dónde se trata de una evidencia verdadera y auténtica; y cuándo y dónde, de una evidencia meramente aparente y apócrifa.

No es verdadera solución de la dificultad la que ofrece Geyser en su opúsculo Sobre la verdad y la evidencia. Geyser distingue entre la evidencia y la vivencia de la evidencia y entiende por la primera el hecho objetivo a que se refiere el juicio. Esta solución parece a primera vista vencer la dificultad. Pues la distinción entre evidencia auténtica v evidencia apócrifa no se referiría entonces a la evidencia misma, sino a la vivencia de la evidencia. Pero no es lícito colocar la evidencia fuera de la conciencia, como lo hace Geyser. Entiéndase por evidencia lo que se quiera, en todo caso no se puede prescindir en ella de la relación con la conciencia cognoscente, ya se caracterice esta relación —desde el objeto o el hecho— como un ver claramente, ya desde la conciencia, como un intuir o percibir. Como Geyser emplea, pues, la palabra evidencia en un sentido contrario al uso filosófico, sólo escapa aparentemente a la dificultad que existe en este punto.

Sin duda hay también una evidencia en la esfera del pensamiento. Juicios como: "todos los cuerpos son extensos" o "el todo es mayor que la parte" son juicios cuya verdad brilla inmediatamente para nosotros. 

Pero no puede considerarse la evidencia como la verdadera base de la validez de estos juicios. La evidencia sólo es la forma en que lo lógico se hace sentir en nuestra conciencia. "Lo único que cabe decir es que la pura necesidad objetiva de lo lógico se presenta subjetivamente a nuestra conciencia en la forma de una certeza inmediata... Por eso cuando se trata de fundamentar lógicamente un juicio, no puede responderse a la pregunta de en qué consiste el criterio de la rectitud de la fundamentación, diciendo que consiste en la certeza inmediata con que el juicio se impone; sino que hay que decir que consiste sólo en que el fundamento aducido funde el juicio en cuestión de un modo lógicamente convincente".

El fundamento lógico de los dos juicios citados no reside en la evidencia, sino en las leyes lógicas del pensamiento. Si analizamos el concepto de cuerpo, encontramos en él la nota de la extensión; asimismo encontramos al analizar el concepto de "todo" que éste es necesariamente mayor que su parte. En estos análisis de conceptos dirígennos las leyes lógicas del pensamiento, el principio de identidad y el principio de contradicción. En ellas radica últimamente la verdad de aquellos juicios. Quien no reconoce aquellos juicios niega indirectamente las leyes lógicas del pensamiento. Éstas constituyen, por ende, el último fundamento de la validez de aquellos juicios.

Si preguntamos cuál es el fundamento de las mismas leyes supremas del pensamiento, es evidente que estas leyes tienen que fundarse a sí mismas. Pero esta autofundamentación no reposa a su vez en la evidencia, sino en el carácter de supuestos necesarios de todo pensamiento y conocimiento que tienen esas leyes. En estas leyes se revela la estructura, la esencia del pensamiento. No son otra cosa que formulaciones de las leyes esenciales del pensamiento. Su negación significa, por ende, la anulación del pensamiento mismo. Todo pensamiento y conocimiento es imposible sin ellas. En esto reside su justificación. Es ésta aquella fundamentacion que Kant expuso por vez primera, designándola como "deducción trascendental".

Pero hay principios del conocimiento que no pueden reducirse a las leyes lógicas del pensamiento. Tal es, por ejemplo, el principio de causalidad. Como veremos más tarde, no es posible fundamentar este principio por el camino del análisis de los conceptos. Sólo es posible también darle una fundamentacion trascendental. Reside ésta en el carácter que el principio de causalidad tiene de supuesto necesario, no de todo conocimiento y pensamiento, pero sí de todo conocimiento científico real, dirigido al ser y al devenir reales. En la esfera del ser y el devenir reales no podemos dar un solo paso de conocimiento, si no partimos del supuesto de que todo cuanto sucede tiene lugar regularmente, está dominado por el principio de causalidad. El fundamento tampoco en este caso reside, pues, en la evidencia, sino en la significación de este principio destinado a servir de fundamento al conocimiento. En general podemos decir con Switalski: "Lo que garantiza la validez de los principios no es la vivencia matizada de la evidencia, sino la íntima intuición de la fecundidad sistemática de los mismos".




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