La Familia en su Medio Social.
La familia es una institución fundamental de nuestra sociedad, según todos. Está considerada como la unidad principal en que se forma la personalidad de cada individuo, y probablemente sea la institución más querida —o, por lo menos, más encomiada— de nuestra civilización. Y, sin embargo, por extraño que parezca, no hay, en la doctrina social del siglo XX, una gran obra clásica dedicada a la familia, que pueda compararse con el estudio que hace Max Weber de la burocracia, o Gunnar Myrdal de las relaciones raciales norteamericanas. Ha sido estudiada detenidamente y con el mayor detallé. Se reconoce que está pasando por transformaciones inmensas. Pero no hay una calibración general de su condición, de sus puntos débiles y fuertes, ni de sus perspectivas.
Yo no puedo presumir de tener un conocimiento especial sobre la familia, y lo que me propongo exponer es, sin lugar a dudas, mucho menos que una teoría de la familia. Lo que me interesa, es tratar de dos asuntos relacionados con ella. Primero, ¿cuáles son los cambios fundamentales de nuestras instituciones y actitudes, que han afectado a la familia y producido el estado de cosas en que hoy se encuentra? Segundo, ¿cuál es el valor de la familia es decir, la idea que debemos tener cuando decimos que hay que defenderla y fortalecerla, y cuando nos proponemos hacerlo así?
Permítaseme formular primero la tesis que quiero demostrar y explotar. Hela aquí: La familia de la sociedad occidental fue en un tiempo el organismo principal para desempeñar lo que hoy llamamos funciones de bien público; ahora, es el destinatario principal de estas funciones. Se ha convertido de doctor en paciente. ¿Qué supone este cambio? ¿A qué se debe? ¿Qué actitudes e ideas sociales nuevas se necesitan para enfocar eficazmente este problema?
Las respuestas a estas preguntas, las da el conjunto de cambios básicos y radicales que se han producido en la sociedad occidental durante los tres o cuatro últimos siglos. Los principales de ellos son: el paso de una economía agrícola de subsistencia a una economía comercial; la industrialización; el éxodo constante de la población rural a las ciudades; la "norteamericanización" de la cultura, como la llamaré; la aparición de ideas liberales respecto a la relación debida del individuo con los grupos sociales en que ha nacido o a que se incorpora; y por fin, la democratización del que fuera antaño ideal aristocrático del amor romántico. Echemos una ojeada a cada uno de estos factores para ver el problema de la familia en su medio social.
La transición de una economía agrícola de subsistencia a una economía comercial, es el paso primero de la tendencia secular principal que ha marcado el desarrollo de la familia moderna. Esa tendencia consiste en la expulsión constante de la familia, del campo de la economía, y hasta de la sociedad en cierto sentido. En las sociedades agrícolas tradicionales, la familia es una unidad económica, el principal instrumento social de la producción. Los hijos, sobre todo los varones, son económicamente beneficiosos, no constituyen una carga. Y las familias grandes y numerosas, que tienen abuelos, tíos, tías, primos y parientes políticos, además de hijos, constituyen formas de seguridad social, proporcionan protección básica contra las calamidades de la enfermedad, de la vejez y de la mala suerte. Por eso, la experiencia del individuo dentro de su familia, es al mismo tiempo su experiencia principal de la sociedad en general. Al darle su apellido, la familia le confiere también su lugar en la sociedad, casi siempre para toda la vida. Como miembro de una familia es como el individuo no sólo aprende funciones sociales, sino que las adquiere. Y, dentro de su familia, es donde desarrolla el trabajo del mundo.
La comercialización de la economía, por el contrario, reúne a los desconocidos. Comienza por separar el hogar de la economía, y hasta por dar al hogar su cometido moderno de refugio de los problemas prácticos, más bien que de instrumento para resolverlos. La comercialización, además, produce medios generales de cambio como el dinero, instrumentos impersonales del orden social como la policía y los funcionarios oficiales, reglas y ordenanzas uniformes y explícitas, como planes de entrega, tarifas por piezas producidas y sistemas para contabilizar los costos. Acaso no destruyan del todo estos elementos, los poderes tradicionales de los ancianos del clan, ni el hábito tradicional de tratar a los parientes de manera distinta que a los extraños. Pero limitan esos poderes y hábitos, sometiéndolos a la presión de justificarse a sí mismos. La familia tradicional se conserva unida merced a un sistema de autoridad, que se basa principalmente en la categoría "natural" —o sea, culturalmente heredada— del mayor o del padre. La comercialización de una sociedad empieza a introducir la idea de que la categoría y la autoridad se adquieren por los propios méritos, más que por una simple adjudicación. La nociones tradicionales de autoridad a base de la familia pierden su valor monopolizador. Está afectada la autoridad interna dentro de la familia.
La industrialización de la sociedad contribuyó inmensamente a acelerar este proceso. Un estudioso de la industrialización en la China moderna ha observado: "La industria moderna y la familia 'tradicional' se destruyen mutuamente".
La industrialización alejó más todavía el trabajo del hogar. Igualmente, sacó a las mujeres y a los hijos de la casa doméstica y alteró la posición del varón como director principal de la vida económica y educativa familiar. Además, la industrialización tiende a cambiar el carácter tradicional de artículo necesario, que tenía antes la familia numerosa, en un motivo de irritación. Considerada desde el ángulo de la industrialización, la gran familia tradicional dificulta más la movilidad social. Aumenta el número de dependientes familiares por los que tiene que velar el individuo. Limita sus asociaciones y circunscribe las actividades en que debe tomar parte si desea mejorar su condición. Y hay otro factor, que no es el de menos importancia: la gran familia tradicional sostiene que los viejos tienen un puesto que desempeñar en la familia; el industrialismo, por el contrario, tiene a lo viejo como anticuado.
Además, la industrialización es, en parte, invento de las técnicas para inventar, y quizás su consecuencia más importante sea el tiempo uniformemente acelerado de cambio social que produce. Crea un mundo en que las generaciones se sienten más separadas y más distantes entre sí, originando dudas razonables, tanto en los padres como en los hijos sobre la utilidad, de las lecciones que los viejos pueden dar a los jóvenes para abrirse camino en el mundo. Todavía hace cien años, la abuela que sabía cuál era su lugar, era una matriarca. Hoy, si tiene suerte y se anda con cuidado, apenas se conquistará la categoría de amiga. Indudablemente, siempre ha habido conflictos entre hijos y padres, pero la industrialización hace de este estado de cosas un rasgo estructural de la historia humana, para bien o para mal.
Pero esto no es todo. La industrialización va vinculada a la urbanización, la cual vigoriza la tendencia a la capitidisminución de la familia y a relajar sus ligaduras. El espacio vital de las ciudades está superpoblado y es caro, sobre todo para las familias que padecen las molestias mayores de la transición. Sencillamente, la gran familia que comprende a más de dos generaciones, no cabe eji los apartamentos urbanos; o, si se la hace caber, las consecuencias son enormemente desagradables y pueden constituir una fuente de nuevas y constantes fricciones. Además, los que habitan en las ciudades tienen movilidad física y sicológica. Van a sus lugares de trabajo, y sus mentes se mueven en órbitas mayores. Son más débiles, en consecuencia, sus ataduras a una determinada vecindad o a la propia familia. Las urbes son ciudades que tienen poblaciones flotantes; y constituyen además escenarios de dramas repetidos: conflictos entre la primera y segunda generación de los recién llegados, porque la segunda ha rechazado las tradiciones antiguas y se siente tentada, 'asustada, rencorosa o avara, cuando observa la vida que hay más allá del ghetto.
Pero el comercio, la técnica y la industria no son los únicos factores de la movilidad social y de la personalidad móvil. La movilidad social y de la personalidad móvil. La movilidad social, o sea, la capacidad para subir y bajar en la escala social, está enormemente acelerada por el industrialismo. Pero hay algo más, algo que no es material, que también ha alterado las perspectivas y expectaciones o aspiraciones de los hombres, sobre todo en los Estados Unidos. Una de las funciones clásicas de la familia tradicional es, sencillamente dar al individuo un apellido, y con él, una categoría que lo identifica para toda la vida. Pero se ha repetido en la novela moderna, desde los tiempos de Cervantes, la historia del hombre que se da a sí mismo un nombre, que aspira a una posición a la que no tiene derecho heredado. La perspectiva familiar, la que pone a cada individuo en su debido lugar, mirando a sus orígenes, está en conflicto con la perspectiva industrial y democrática, que considera como algo que hay que ganarse y adquirir, la propia categoría. Y, en los Estados Unidos, esta actitud ha avanzado más que en ningún otro país.
Por ejemplo, el ascenso de los hijos de los trabajadores manuales norteamericanos a empleos burocráticos, es decir, su movilidad social estricta y concreta no es mucho más elevada que la de otras naciones altamente industrializadas.
Pero, en los Estados Unidos, la movilidad social es algo esperado y percibido; los norteamericanos creen que se desarrolla dicho proceso y creen en él. Es decir, creen que la movilidad social, el movimiento arriba y abajo de la escala social según la capacidad de los hombres libres, es el mecanismo principal de la realización de la justicia social. No han solido encontrarse, como fenómeno normal, con la realización de la justicia social por medio de la lucha entre las clases sociales integradas por individuos confinados a una posición, ni lo han considerado jamás práctico y conveniente. Es parte de un estilo norteamericano característico y persistente, que puede descubrirse casi en los orígenes de nuestra historia, sin que se haya alterado grandemente pese a cuantas vicisitudes ha experimentado la estructura de nuestra sociedad.
Llámenlo, si quieren, norteamericanización de la cultura, ácido que ha corroído las relaciones sociales tradicionales desde que este país se colonizó y emergió la República de los Estados Unidos. Acaso más que ninguna otra cosa, sea lo que representó Norteamérica a la imaginación de millones de hombres inquietos del siglo XIX. "El joven norteamericano", decía Max Weber, "no respeta a nadie ni a nada, ni a la tradición ni a los cargos públicos, mientras jto sean logros personales de cada individuo. A esto es a lo que el norteamericano llama 'democracia' ".
Y el Baedeker advertía prudentemente al viajero europeo que llegaba a este país a principios de siglo, que "debía acostumbrarse desde el principio a la falta de deferencia y servilismo por parte de aquéllos a quienes considera sus inferiores sociales".
Los efectos de esta actitud en las pautas tradicionales de la autoridad dentro de la familia se observaron mucho antes de que saliese a escena John Dewey, ni de que la versión popular de las doctrinas de un médico vienes convirtiesen el "pedir permiso" en el módulo de una nueva forma de tiranía en el hogar. "La teoría de la igualdad de los hombres se impone absolutamente en la escuela de párvulos", advirtió en 1898, un visitante inglés de los Estados Unidos.
Y Arthur Calhoun ha tomado nota documental de los cambios que se introdujeron en la familia norteamericana mucho antes de la Guerra Civil.
La norteamericanización de la cultura significaba una alteración de las actitudes normales dentro de la familia: representaba la transición de la familia orientada hacia el pasado a su orientación hacia el futuro, de una familia orientada hacia los padres a otra orientada hacia los hijos, y alguien cree que orientada infantilmente, por cierto.
En las sociedades antiguas, el hombre se sentía orgulloso de su hijo cuando podía echarse las cuentas de que iba a compartir algunas de sus responsabilidades de adulto, algo del peso de la familia, de su trabajo.
En las sociedades modernas, y sobre todo en la moderna sociedad norteamericana, los padres aspiran a que sus hijos eleven a la familia, la renueven y la hagan como nunca fuera. Y esta orientación va cundiendo rápidamente en otras sociedades de hoy, digámoslo de paso. La "revolución de aspiraciones mayores", de que tanto se habla, es en primer lugar algo que se exige a innumerables hombres y mujeres, en el sentido de que sus hijos tengan oportunidades para una educación que ellos no tuvieron. Significa una revolución en lo que desean para sus hijos, en la forma en que ven sus relaciones con ellos y sus perspectivas justas para el porvenir, revolución, en una palabra, en su manera de pensar sobre la naturaleza y la función de la familia misma.
En estrecha relación con esta norteamericanización de la cultura, está la influencia de la revolución liberal de las ideas, que comenzó en el siglo XVII, se expresó intelectualmente del todo en el XVIII, y cambió el mapa social de Europa y América en el XIX. En su aspecto moral, esta revolución era portadora de una idea sencilla: la de que toda autoridad ejercida por los seres humanos sobre los demás es siempre de carácter provisional únicamente, falible, limitada, susceptible de volverse al revés cuando no sirve a las funciones para las cuales existe. Fue, y es, una idea radical, que ha sido columbrada y expuesta ya antes, pero que nunca fuera adoptada como guía para la organización de las grandes sociedades y el regimiento de los hombres en todas las clases. Y, en sus aspectos sociales, esta idea liberal representó un profundo cambio en la relación del individuo con los grupos a que pertenece.
Quería decir que la relación ideal normalmente se imaginaba revocable y alterable, pudiéndola elegir y seguir eligiéndola por sí mismo el individuo. Ejemplos de esto, es la eliminación de los vínculos feudales fijos, la protección de la libertad de asociación y del derecho a trasladarse de residencia, la suavización de las leyes del divorcio, el ataque a las prácticas restrictivas de la herencia, y la protección de los derechos de la infancia. La revolución liberal no pudo hacer de la familia una asociación totalmente voluntaria. Nadie puede escoger a sus padres, hermanas, primos y tías, por mucho que trate la ley de aumentar la libertad de elección del ciudadano. Pero la revolución liberal hizo muchos progresos en cuanto a cambiar a la familia, procurando que no fuese una agrupación totalmente hereditaria, sin que tuviese muchos más elementos de asociación voluntaria. Fortaleció, y fue fortalecida por los cambios materiales que transformaban también a la familia, convirtiéndola de la categoría de un instrumento importante para la protección de los individuos y la adjudicación de clase social y función social, en uno más de los muchos instrumentos que hoy hay para ello.
Y a esto, se añadió un cambio de las actitudes morales. El "amor" es peligroso de definir, y como recordarán los que estudiaron a Platón, los filósofos han hecho cosas notables con él y por él. Pero nosotros pudiéramos definirlo, a nuestros efectos prosaicos, como una atracción intensa entre dos personas (preferentemente de carácter erótico), que los impulsa durante un periodo de duración imprecisa, a organizar su vida y sus emociones en torno a ella. Algunos -teorizantes sociales modernos, pronunciándose tercamente contra la idea de que todo se aprende en el seno de la "cultura" y de que los hombres y las' mujeres no tienen ideas propias en cuanto se refiere a sus instintos, han llegado a sostener que este sentimiento incómodo produce turbulencias en casi todas las sociedades y brota en todas. Y quizás sea verdad: yo, por lo menos, no quiero oponerme a esta elucubración lamentable, aunque un tanto alentadora. No obstante, todavía no ha habido estudioso de las sociedades humanas que haya negado que los hombres de la civilización occidental hemos desarrollado un culto especial en torno a la idea del amor, y que este culto —el culto del amor romántico— es uno de los puntos en que el instinto se ha combinado con la imaginación para crea problemas a los padres, a los curas, a los banqueros, a los socialistas y a quien quiera que observe los asuntos humanos con un criterio sensible y natural.
Para resumir: el culto al amor romántico sostiene que no hay nada más importante que el amor, que lo justifica todo. Es la versión secularizada y materializada de la actitud religiosa del Dante hacia Beatriz, a la que transfiguró hasta convertirla en un ente sobrenatural, en una guía que dirigió sus pasos a través del Paraíso, Ésta es una grave responsabilidad para que ningún ser humano se la cargue a otro, y, en las etapas primeras del amor romántico, fue de hecho una relación que se mantenía, separando a los amantes, o sea, era más cuestión mental que material. Lo que hoy conocemos por amor romántico empezó por amor cortesano de un caballero solterón por una dama aristócrata casada. En cambio, era en la segunda etapa de su carrera histórica, un amor adúltero, basado en la idea de que amor y matrimonio, en contra del criterio contemporáneo, van tan juntos como un caballo desbocado y un carruaje.
Como se imaginará, esto era demasiado para el alma burguesa. Cuando las clases medias se impusieron en el mundo, se apoderaron del amor romántico y lo domesticaron. Se concibió como una emoción sentida propiamente por dos personas nada más sin compromiso, y como el prólogo debido del matrimonio. En suma, el amor romántico, que comenzara como un devaneo aristocrático que. preparaba las cosas para el matrimonio, ha terminado en un asunto plebeyo, que, en teoría, es el único motivo y fundamento para el matrimonio. El culto al amor romántico remata y santifica la gran transformación operada en el significado del matrimonio en la sociedad occidental. Ha dejado de ser una alianza práctica y útil de dos familias, para convertirse en una unión entre dos individuos, respecto a la cual, por lo menos así nos lo indica un gran ideal ético de nuestra cultura, resulta un tanto descarado e indebido hacer preguntas relativas a la práctica y al uso.
Así pues, éstos son algunos de los fenómenos a largo plazo que han venido alterando el alcance y función de la familia en nuestra civilización. Y, durante la última generación, ha habido otros cuantos cambios que han complicado más el problema todavía. La servidumbre doméstica ha desaparecido de casi todos los hogares de la clase media. Son muchas más las mujeres que trabajan. El acortamiento de la edad del retiro y el desplazamiento tecnológico de los trabajadores de cierta edad, ha minado más aún la autoridad que antaño gozaron en el seno de la familia los ancianos de la tribu.
Las guerras han contribuido a la movilidad social, a los matrimonios rápidos, a las separaciones largas, a un ambiente general de inseguridad e inquietud. Los grandes medios de información han penetrado en el hogar, alterando el carácter del tiempo que pasan juntas las familias. Y, a consecuencia de las leyes laborales que limitan la entrada de los jóvenes en el mercado de trabajo, y de las innovaciones técnicas, que cada día exigen periodos más y más largos de preparación, el episodio de la vida que llamamos juventud —el intervalo entre la madurez biológica y la categoría reconocida como adulto independiente —se ha ampliado mucho, tanto que ya no pueden ignorarse problemas a los que antes podíamos dar el carpetazo, problemas'que afectan a nuestras creencias morales más veneradas. Son más los que se casan jóvenes, adoptando un punto de vista más francamente experimental sobre el matrimonio. Los que no están en condiciones de seguir las reglas sociales, o toman demasiado en serio el matrimonio para casarse a la ligera, se las arreglan de otras maneras, y la mayor parte hacemos la vista gorda, salvo en explosiones esporádicas que se nos escapan en las juntas dedicadas a los problemas de la juventud.
Pero es posible que el ataque principal a nuestra paz de espíritu provenga del simple hecho de que el ideal dominante de la familia —el de la clase media, de una familia segura con un matrimonio sólido de los padres y dos o tres hijos, residentes en una ciudad en forma más o menos permanente— está más notoriamente apartado de los hechos que nunca, aunque nos aferremos a él. Pero, no sólo nos desconcierta en cuanto a los hechos, sino que nos impone un patrón único, muchas veces sin realismo y confuso, sobre la gran variedad de condiciones y relaciones que caracterizan a las familias de hoy. Por una parte, carecemos de teorías intelectuales propias sobre la familia; por otra, estamos atrapados por estereotipos en masa. Hablamos de "la familia" como si supiésemos qué quería decir eso, y como si no hubiese más que un tipo o clase de ella.
De hecho, la palabra "familia" se refiere a una gran multiplicidad de fenómenos distintos. Existe la familia numerosa tradicional, y la pequeña nuclear. Existe la familia nuclear, en que los cónyuges están divorciados; la familiar en que están oficialmente separados; la familia en que no están ni separados ni juntos, sino sólo de cuando en cuando; la familia en que uno de los cónyuges murió; la familia adoptada; la familia en que los hijos no han conocido a su padre; la familia en que, a consecuencia de los divorcios y nuevos casorios, hay dos padres o dos madres. Y, dentro de todas estas variedades distintas —y conste que hay más todavía— se acusan diferencias de origen étnico y clase social que afectan a las funciones de padres e hijos y al tono y contenido de la vida familiar. En realidad, uno de los mayores problemas que afectan al bienestar futuro de lo que llamamos "la familia", es la persistencia de la idea de que sólo hay un modelo bueno de familia, y de que todos los esfuerzos encaminados a mejorar su condición deben guiarse por la noción única de la verdadera familia.
En fin, las pruebas y tribulaciones de las familias modernas se deben, en gran parte, a que los arreglos sociales modernos, por una parte, han despojado a la familia de muchas de sus funciones y pautas tradicionales de autoridad, y a que, además, las actitudes morales modernas han aumentado considerablemente las demandas emocionales que hacemos a la familia. Esta situación plantea una cuestión fundamental. ¿Cuál es el valor de la familia? ¿Estamos tratando simplemente de conservar las viejas supersticiones, al intentar salvar las instituciones familiares? Vale la pena formular esta pregunta radicalmente escéptica. Quizás nos ayude a expresarnos con mayor claridad respecto a las razones de los programas que queramos organizar para robustecer la familia.
Estimo que la mayor parte de las contestaciones que se dan a ésta pregunta están desenfocadas. Es cierto que las familias hacen cosas muy importantes. Proporcionan ayuda emocional a sus miembros, oportunidad para su satisfacción, sexual, ambiente para el alumbramiento, crianza y educación de los hijos; con toda probabilidad, constituyen el organismo más importante de nuestra sociedad para la forja de la personalidad y el control social de la conducta individual, sobre todo entre los jóvenes. Pero las familias no son las únicas que desarrollan estas funciones, y muchas no lo hacen o lo hacen deficientemente. Si prescindimos de toda actitud religiosa y moral arraigada respecto a la familia, ¿estamos seguros de que no habría otro tipo de institución que pudiera hacerlo mejor?
Al plantear esta cuestión, creo que estamos poniendo sobre ej tapete el elemento fundamental del concepto de "familia". La idea sencilla del parentesco. Las familias son grupos de gente unida por vínculos de sangre. La misma existencia de la institución de la adopción, que se parece al parentesco, subraya este punto. Lo que hace positivamente la familia, es dar al individuo un apellido, un vínculo claro e imborrable con las generaciones pasadas y futuras, un local único en la sociedad. La familia del hombre es como el color de sus ojos, o, si ustedes lo prefieren, como el estigma facial. Podrá gustarle o asquearle, podrá explotarlo, o desfigurarlo, o extirparlo por algún procedimiento quirúrgico, pero será uno de los hechos caprichosos de su vida. Tiene que vivir con él o adoptar medidas positivas y dolorosas para desentenderse de él. La familia, la parentela, respalda y apoya a algunos; para otros, es una molestia y hasta un desastre. Pero, cualesquiera que sean sus efectos sobre el individuo, no constituye una relación que pueda adoptarse o rechazarse sin más. El hombre puede abandonar su empleo, allá él; puede hacer amistades y disolverlas, lo cual también es de su incumbencia. Pero, aunque puede abandonar a su familia, o dejar a sus padres o a sus hijos, eso no es de su incumbencia. En la familia, encuentra un tipo de relación con los demás, que no puede alterarse tan fácilmente como otras relaciones; un conjunto de compromisos que no son provisionales, sino categóricos. El grupo de los parientes proporciona al individuo otras personas que forman parte suya, o de las que él es parte, quiéralo o no.
En una palabra, la familia introduce en nuestra sociedad cada día más racionalizada, un elemento de contingencia e individualidad insoslayable. Cada vez es mayor el número de arreglos sociales que confieren a distintos individuos tareas sociales de carácter general. Nuestro valor institucional se mide precisamente en función de servicios concretamente determinados. Los puestos que ocupamos, o los empleos que desempeñamos dependen de nuestros talentos y servicios específicos, reales o supuestos. Los grupos a que pertenecemos deben contribuir a nuestro beneficio, y nosotros al suyo. En cambio, la familia envuelve al individuo en una red de relaciones que no son sólo cuestiones de quid pro quo. ni responden a un plan de ingeniero o a un sencillo concepto de eficiencia. No es posible expresar lo que esto significa para el sentimiento que de sí mismo tiene el individuo y para su perspectiva en el mundo; pero podemos estar seguros de que alguna de nuestras ideas morales más fundamentales y algunos de nuestros hábitos más arraigados de sentimientos cambiarían si creásemos instituciones que desarrollasen las demás funciones de la familia, pero eliminando la idea del parentesco.
Tocqueville hablaba de la tremenda soledad del individualismo y de la democracia, que vuelve a arrojar al individuo "para siempre contra sí mismo, a solas, y amenaza con confmarlo finalmente del todo dentro de la soledad de su propio corazón". La familia es la que nos protege a la mayor parte de nosotros contra esta soledad y nos encauza e impulsa por la corriente de las penas y alegrías de nuestro mundo. Mientras exista la familia para el niño o para el adulto, el mundo no estará totalmente burocratizado, ni será impersonal del todo, sino que tendrá un poquito de individual y personal. La justicia en las relaciones entre parientes no es la misma, como observó Aristóteles, que la que existe entre ciudadanos nada más. Desde los tiempos de Descartes, los filósofos se han empeñado en construir sistemas morales de novo, como quien arbitra teoremas geométricos a base de postulados universales y abstractos. Quizás fracasaron fatalmente estos esfuerzos, porque existe la familia. Mientras haya hombres, no podrán crearse obligaciones en virtud de un acto libre de su mente o de su voluntad. No tienen que decidir si se "comprometen" o "entregan". Nacen en medio de un conjunto de obligaciones prima facie, y de afectos o desafectos específicos y concretos. Comienzan su vida moral in medias res.
Acaso todo esto se caiga por su propio peso, pero ayuda a explicar —y creo que la justifica— una idea que ha estado presente en el desarrollo de los programas contemporáneos de bien público, a saber, que, de ser posible, las familias deberían estar unidas, y que debería ayudarse a los niños dentro de su seno.
Porque la noción de familia, de parentesco, es una de las ideas raíces que sustentan muchísimas de nuestras ideas morales. Lo cual nos lleva de nuevo a los cambios radicales de las instituciones de Occidente, que nos han producido inquietudes y desasosiegos sobre el porvenir de la familia.
La historia puede constituir la fuga de un problema, si se insiste demasiado en ella, más bien que una preparación para resolverlo. No me he referido a las grandes tendencias históricas que han influido en el carácter y posición de la familia moderna norteamericana, para unir mi voz a las otras muchas que proclaman que nuestra civilización se ha equivocado sencillamente de camino, y que los problemas a que hacen frente las familias contemporáneas sólo pueden resolverse modificando las direcciones principales del cambio que han caracterizado el desarrollo de la sociedad contemporánea. Estos puntos de vista son análogos a las protestas de que el aumento de los accidentes graves de circulación se debe al invento del automóvil. Confunden el campo en que surge un problema con su causa, y no lo resuelven, sino que se les escapa bajo un torrente de palabras huecas e indignas.
Los cambios a largo plazo de la organización social que han alterado la naturaleza y función de la familia no son susceptibles de marcha atrás. Y más todavía: si pudiese dárseles marcha atrás, pocos seríamos los que quisiésemos hacerlo. Son cambios que, valorados en sus efectos netos, han aumentado considerablemente la libertad de elección de los individuos, y deparado el clima para una nueva experiencia humana, más variada, más profunda, más intensa. En suma, son cambios que normalmente aplaudimos y a los que estamos moralmente obligados. La cuestión es, si podemos hallar la manera de que sean compatibles con nuestras ideas e instituciones de parentesco.
Opino que, indudablemente, este proceso de adaptación apenas ha empezado. Las actitudes sociales aún dominantes entre nosotros respecto a la familia son en su mayor parte anacronismos. Se dice, para poner unos cuantos ejemplos nota¬bles, que el problema del cuidado de los ancianos es privativo de cada familia; lo mismo que los hijos ilegítimos; que la delincuencia se debe únicamente a que los padres no ejercen la debida autoridad en el hogar; que la falta de confianza en sí misma, del respeto que se merece la maternidad y todos los demás valores antiguos —y conste que algunos son buenos a pesar de su antigüedad— obedece a qué hemos perdido extrañamente la fe y estamos enseñando a nuestros hijos cosas equivocadas. Estos argumentos dan por supuesto que los padres no se desconciertan tanto como los hijos por los cambios; que si al padre nunca le van bien las cosas o la madre está enferma, siempre hay un tío o una tía que les eche una mano; que la autoridad puede ejercerse en el hogar sin atender a presiones de fuera; que la confianza en sí mismo puede enseñarse cuando no hay oportunidades de ejercitarla. En una palabra, suponen cómoda y falsamente que todavía vivimos en una sociedad estática de pequeñas comunidades y de grandes familias autosuficientes.
Indudablemente, las debilidades individuales, la ignorancia, la impulsividad y la indisciplina, contribuyen a determinar dónde se producirá el mayor estrago. Pero los problemas de las familias modernas son de índole institucional. Surgen porque han perdido su fuerza los imperativos antiguos que mantenían unidas a las familias, y no se han arbitrado todavía nuevos organismos y normas para llenar su hueco. La conservación y fortalecimiento de la familia exige algo más que la atención de los individuos a sus problemas hogareños. Requiere vigorizar sus capacidades para hacerlo, y esfuerzos sociales organizados para crear un clima compatible con la existencia de familias estables. Es un momento el actual, en que parece que la solución va a consistir en el informe de un comité o en la palabra mágica "investigación". A riesgo de precipitarme, sin los servicios de un comité y sin investigación prolongada, me atrevo a indicar que ya son bien conocidos algunos de los factores principales de los problemas familiares. Entre ellos están, lo deficiente de las escuelas; el hacinamiento en la vivienda; la mala salud física y mental; ia pobreza; las presiones; las humillaciones y hostilidades constantes en que viven las minorías étnicas y raciales; la influencia de una cultura que valora en mucho la técnica, y en poco las ideas y los fines; y no podemos omitir las paradojas, sin resolver, de una perspectiva moral que al mismo tiempo, relaciona, el sexo con el pecado, utiliza el sexo para vender sus productos, y enseña a su juventud a considerar la atracción fuerte por una persona del sexo opuesto como algo casi sobrenatural, que todo lo puede y lo excusa todo. Algo tiene que ceder, y lo que cede en la mayor parte de los casos, es la fe del individuo en que se le han enseñado normas reguladoras de su vida. No espero que los trabajadores o estadistas sociales sean capaces de producir un mundo, en que todos los maridos sean enérgicos y flexibles al mismo tiempo, todas las esposas abnegadas, pero libres e iguales, todos los padres cariñosos pero no excesivamente protectores, todos los hijos felices, pero sin desarrollar criterios propios. Aunque los trabajadores y estadistas sociales tuviesen mucho más poder —y mucha más sabiduría— de la que tienen, no podrían crear un mundo así. Está bien reconocer que, cuando volvemos los ojos a la familia, los volvemos al área más íntima y preciosa de la experiencia humana ordinaria, y por tanto, a la más peligrosa. Y los peligros aumentan, porque nuestra sociedad concede tanto valor al libre albedrío individual, y en consecuencia, carga un peso tan grande sobre los poderes individuales de razón y de la autodisciplina. Pero, con todas sus intrínsecas dificultades, el problema de formar y sostener familias estables y vigorosas se complica inmensamente al no reconocer que el medio social de las familias modernas es distinto del de las tradicionales, y que se necesitan esfuerzos sociales deliberados y organizados para proporcionar nuevos apoyos a la familia.
También debe reconocerse que estos esfuerzos no son únicamente intentos de mantener a flote una antigua institución contra las olas que se abaten sobre ella. Hay esfuerzos por lograr algo singular y nuevo. Porque los cambios que han hecho de la familia una institución más precaria nos han dado también un nuevo ideal enormemente sublime de la misma. En su forma perfeccionada, es una relación libre entre un hombre y una mujer que viven juntos y comparten sus actividades y empresas por el gusto que experimentan el uno en el otro y por su consagración común al bien. Aristóteles habló de una forma ideal de la amistad, y la consideró como la recompensa principal de la vida buena, que sólo iba en zaga a la práctica de la filosofía misma. El ideal moderno de la familia es la aproximación mejor que tenemos a este concepto antiguo. Indudablemente, un ideal así sólo rara vez puede lograrse, pero su dignidad sigue siendo la misma. Sólo conservar vivo ese ideal va a requerir un esfuerzo inmenso en dinero, trabajo e ilusiones perdidas.
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