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lunes, 9 de mayo de 2011

Las Gabarras del Sena.

Las Gabarras del Sena.
(Gabarra, barcaza de piso plano).

Lo que tiene de encantador una gabarra, es que no trata de ser encantadora. Por el valle del Sena, va bogando río abajo, siguiendo su camino, aparte, irradiando indiferencia, soledad, laboriosidad, y esa virtud de no meterse donde no le importa. Por ésta u otra razón, las gabarras o lanchones del Sena han tenido legiones de admiradores, entre los cuales estuvimos durante algún tiempo mi mujer y yo. El verano pasado, al saber que iba a poder disponer de unos cuantos días, al volver a casa después de pronunciar una conferencia en la Unión Soviética, decidimos que había llegado la hora de observar una gabarra más de cerca que como se divisa desde las orillas del Sena. Abandonándonos a este impulso, cuyos lóbregos orígenes dejaremos explorar a otros, escribimos a la Esso Standard Company de París, que explota algunas de las gabarras petroleras más hermosas y les explicamos que éramos admiradores de las gabarras, pero que nunca habíamos estado a bordo de ninguna. Ignoro si el patetismo de esta petición dará resultado a otros, pero a nosotros sí. En menos que canta un gallo, recibimos una cortés misiva del Directeur Marine de la Esso Standard, caballero cuyo nom¬bre nos inspiró confianza: B. L. Bonnefoi.

Claro que sí, decía el señor Bonnefoi, la Esso Standard tendría sumo gusto en permitirnos hacer una excursión a bordo de una de sus unités fluviales. Pero, continuaba diciendo el señor Bonnefoi, las unités fluviales de la Esso Standard habían sido construidas para el transporte de petróleo, no de pasajeros, y se creía en la obligación de advertirnos que las condiciones de comodidad a bordo "corren el peligro de parecerles mediocres a ustedes". Sin embargo, si insistíamos, decía, en nuestro deseo, la Esso Standard haría cuanto estuviese en sus manos por cooperar. Nosotros insistimos, hubo un nuevo intercambio de cartas con algunos subordinados del señor Bonnefoi, quien nos puso en guardia de nuevo contra la mediocridad que nos esperaba; y, finalmente, concertamos una cita.

Todo el tiempo que estuve en Rusia, fue creciendo mi interés por la excursión en gabarra que me esperaba. Nuestros anfitriones soviéticos invitaron a la delegación norteamericana, de la que yo era miembro, a un crucero por el Lago Ladoga en un barco grande y nuevo de placer, fletado especialmente para aquella- ocasión, y rebosante de champaña, vodka, caviar, cantantes de ópera, tocadores de balalaika y un "combo" de jazz. Al día siguiente y al otro, derrocharon esfuerzos parecidos por hacérnoslo pasar bien. Para cuando llegamos a París, yo ya estaba maduro para eutrapelias proletarias, y esperaba con ansiedad que el señor Bonnefoi tuviese razón al calificar de "mediocres" las instalaciones de las unidades fluviales de la Esso Standard.

Pero no iba a ser así. Mi mujer me esperaba en París, y juntos nos fuimos al muelle en que estaba atracada nuestra gabarra, Esso Port Marly. El capitán, hombre de unos cincuenta años, bajo, afable y sonriente, salió de la timonera para saludarnos. Se llamaba Fulbert Hecq, llevaba unos pantalones bien planchados, una camisa blanca y un suéter de lana azul que le sentaba muy bien. Resultó que ponía sus dependencias personales a nuestra disposición. Nos opusimos a ello, pero no dio su brazo a torcer, insistiendo en que tendría mucho gusto en pasar la noche en el sollado de la tripulación, con su marinero y su mecánico, que eran viejos amigos.

Luego nos llevó a la cubierta inferior. Nuestras habitaciones consistían en una gran sala de tertulia, un comedor con su cocina, en la que no faltaba la estufa, el fregadero y el refrigerador, un dormitorio doble, un dormitorio sencillo y un cuarto de baño con su ducha. Las paredes eran de paneles de madera, el linóleo resplandecía, el metal fulguraba. Nos sentimos un poco zarrapastrosos, plantados allí, con el pan y queso que llevábamos para la cena, en las bolsas de cuerda que nos colgaban de las manos.

Me volví hacia el capitán para preguntarle cómo serían las comodidades "superiores", si éstas no pasaban de la categoría de "mediocres", pero me detuve con la palabra en la boca. El Capitán Hecq estaba preguntando a mi mujer, con cierto tono de duda, si se iba a sentir verdaderamente cómoda. Al contestarle ella que sí, que se sentiría de veras muy a gusto, él se encogió de hombros, diciendo:
—Mi esposa cree que faltan algunas cosas.

Se volvió y subió a cubierta para que le siguiésemos. Aquélla era la primera vez, pero no la última, que íbamos a caer en la cuenta de que la gente de las gabarras tienen costumbres distintas de los tipos de tierra como nosotros.

Nos fuimos tras el Capitán Hecq a cubierta y entramos en la timonera, limpiándonos primero cuidadosamente los zapatos en la estera colocada ante la puerta. Nos presentó a su tripulación, Gúy Cool, marinero, hombre moreno y solemne que frisaba en los treinta y cuyos ojos hablaban más que sus palabras, y a Michel Deprick, joven enjuto de unos veinte años, que parecía más poeta que mecánico. Se retiraron para soltar amarras, los motores tomaron velocidad, y nos fuimos separando del malecón.

La Esso Port Marly es ejemplo vivo del aforismo enigmático del filósofo dieciochesco, Obispo Butler, al cual acuden en busca de consuelo muchos filósofos de hoy. "Una cosa", dijo, "es lo que es, y no otra cosa". La Esso Port Marly es una gabarra. Consta de un tanque de petróleo con una pequeña cubierta por delante, y otra pequeña cubierta con una timonera sobre ella, atrás. Bajo la cubierta de delante, están las dependencias de la tripulación; bajo la cubierta de atrás, las del capitán. La gabarra pesa 800 toneladas y tiene 55 metros de longitud.

Consecuencia de sus dimensiones, es que uno experimente ciertas sensaciones peculiares al viajar a bordo de ella. De pie junto al Capitán Hecq, que iba al timón, mientras virábamos para incorporarnos a la circulación del medio del río, observábamos la proa de la gabarra, allá adelante, abriendo la marcha. No parecía que estuviésemos en la misma embarcación. La quilla avanzaba y nosotros avanzábamos, pero no porque la quilla y la popa estuviesen unidas. Era sólo, porque estábamos en el mismo campo de gravitación.

Pero, por fin, dejamos de virar, y nos pareció que nos sentíamos devueltos a la gabarra. Una e indivisible proa y popa surcaban la corriente.

Para ser un río que ha desempeñado un papel tan importante en la imaginación del mundo occidental, el Sena resulta un poco extraño. Como río, es un aburrimiento. No tiene la majestad de los ríos jóvenes que se deslizan entre altas vallas, ni el poder o la espectacularidad de ríos como el Rin o el Ródano, que descienden de elevadas montañas. Entre Ruán y el Havre, las aguas del mar lo agitan un poco, y de cuando en cuando el Sena puede dar qué hacer. Pero hasta Ruán, el Sena. no es sino una corriente plácida, fangosa y lenta de agua que se desvanece en el paisaje campestre, y parece tan domesticada como las vacas que pastan en sus orillas. No le cabe a uno en la cabeza que nadie pudiera escribir un libro sobre la vida en el Sena, en que el río fuese la fuerza impulsora central, como el Misisipí en Huckleberry Film. El Sena no tiene suficiente energía de carácter.

En realidad, se caracteriza por su indecisión. Se ve serpentear por todo el mapa. Deslizándose sinuosamente a lo largo del Sena a veinte kilómetros por hora —la gente de las gabarras sólo habla de "nudos" cuando se van acercando al océano—, nos llevó dos horas el viaje de París a las esclusas de Bougival. Por carretera, están a dieciocho kilómetros, y quince minutos, de París. La distancia que, desde el punto al oeste de Dijon, Borgoña, donde nace el Sena, hasta el Havre, donde desemboca en el mar, recorre un cuervo en su vuelo es de unos 400 kilómetros. La que recorre el Sena en su curso vago, es de 800. Dizque el nombre latino del río, "Sequana", derivado de la palabra celta "squan", significaba "tortuga".

Pero precisamente éstas sus características, que le quitan interés físico, son las que han dado al Sena su importancia en la historia de París y de Francia. Es un río domesticado y bien, educadito. Va bajando larga y suavemente hasta el nivel del mar. Y sus meandros tortuosos, que no dificultan su uso para fines comerciales pacíficos, hacen imposible una invasión, porque aminoran la marcha del enemigo y dan a los defensores oportunidad de cortar sus líneas de comunicación con la reta¬guardia. El Rey de Francia, instalado en París, en el centro del laberinto formado por el Sena, pudo detener a los bravos noruegos lo suficiente para obligarlos a fincar en Normandía y aprender francés, cuando resultó imposible llegar a un acuerdo con ellos.

En realidad, las curvas del río han producido, a lo largo de los siglos, otras ventajas para el defensor. La acción del agua en la orilla cóncava de los meandros ha formado en muchos lugares altos despeñaderos, mientras que, en la orilla convexa, los empañes y despojos arrojados por el río han producido un paisaje ligeramente pendiente desde el cual se avizoran anchurosos horizontes. Las alturas constituyen parajes ideales para la defensa, donde pueden construirse fortalezas que dominen el valle fluvial. Ricardo Corazón de León, Duque de Normandía y Rey de Inglaterra, erigió un baluarte así, el Chateau Gaillard, en Les Andelys, a cerca de cien kilómetros de París por tierra, a fines del siglo XII. Con ello, alteró la función tradicional del Sena, utilizándolo para defender a Normandía de París, no para defender a París del mar.

En una palabra, el Sena ha proporcionado a París seguridad por parte del mar y acceso a él, !al mismo tiempo, lo cual ayuda a explicar su carácter de ciudad abierta y su independencia que no necesita de nadie. En todo caso, con sólo salir de París media hora en una gabarra, basta para recordar que es un puerto de mar. Durante millas y millas río abajo, los almacenes y malecones de París Port de Mer están abarrotados de carbón, leña, maquinaria, grava, cemento y vino de África del Norte, todo lo cual llega del mar, aguas arriba del Sena, en pontones y gabarras.

Aunque era agosto, y el tráfico estaba reducido a la cuarta parte de su volumen normal, nos encontramos rodeados de gabarras en cuanto desatracamos. La Esso Port Marly bogaba con bríos, porque acababa de descargar su petróleo, venían hacia nosotros, subiendo a contracorriente, barcazas cargadas, cuya borda sobresalía sólo unas cuantas pulgadas del agua. Con su largo morro lanzado hacia adelante, y sus timoneras erguidas como pequeños abultamientos craneales en popa, semejaban perros que remasen vigorosamente contra la corriente, sacando apenas las narices y los ojos sobre la superficie. En todo nuestro viaje a Ruán, no perdimos de vista a otras embarcaciones. Los ferrocarriles y las carreteras para camiones de carga suplementan lo que llega a París a lo largo del Sena, y se ha construido además después de la guerra, un oleoducto entre la capital y el Havre. Pero el Sena sigue siendo indispensable, y brinda una ruta insustituible por su seguridad y economía, para el desplazamiento de cargueros pesados.

Además, durante el siglo pasado, el canal del Sena entre el Havre y Ruán fue dragado para que los barcos de tonelaje trasatlántico pudieran llegar a Ruán antes de entregar su cargamento a los lanchones. Esto ha aumentado enormemente la utilidad del Sena. Hoy, puede uno subir a una montaña de Caudebec, entre el Havre y Ruán, y divisar sobre un paisaje bucólico un navio soviético procedente del Báltico, cubierto de una costra de sal, bogar a través del ameno valle interior y luego desaparecer entre los álamos que bordean un releje del río. Como observara Napoleón, París, Ruán y el Havre forman una sola ciudad, y el Sena es su calle.

Y, verdaderamente, es una calle con algo más que su función abstracta. En cuanto se ve uno en ella, advierte que tiene sus luces de circulación, sus congestionamientos de vehículos y sus señales de carretera: "Cuidado", "Curva Peligrosa", "Tuerza a la Derecha", "Estacionamiento Permitido". Y es una calle, no un camino. Porque tiene su vida social y una comunidad establecida.

Al penetrar en la circulación del río, el Capitán Hecq empezó a saludar a la gente, como un hombre que sale a dar su acostumbrado paseo matutino. Hacía señas con la mano a los ocupantes de la mitad de las gabarras con quienes nos encontrábamos, según creo, e invariablemente, ellos contestaban a su saludo. Cuando pasábamos junto a alguien a quien el capitán conocía mucho, abría la puerta de la timonera, y su ademán era más animado. Se cambiaban mensajes en lenguaje cifrado, el capitán reía, y había gritos de contestación. En cierto punto, el Capitán Hecq saludó con las manos de manera particularmente efusiva a un hombre y a una mujer que se cruzaron con nosotros en su gabarra río arriba.

—Es mi hija y mi yerno —explicó con una sonrisa.

La vida social del Sena obedece a causas naturales. Es una calle de la que depende la vida de buena parte de Francia, pero la gente que vive y trabaja allí forma una comunidad separada y aparte. El padre y el abuelo del capitán habían trabajado en gabarras, lo mismo que los de Michel Deprick. Guy Cool era biznieto de un inglés que se incorporó con su matrimonio a una familia de pontoneros. Los pequeños se crían en gabarras, y la mayor parte de ellos, cuando no están con sus padres a bordo, asisten a una escuela especial de internos para los hijos de la gente del río y reciben una educación especial que los prepara para la vida en él. Cuando se casan, sus mujeres son también de familias del río. En su conversación, el Capitán Hecq hablaba con su tripulación de "la gente del río" y de "la gente de tierra", como si fuesen dos grupos separados y hasta casi dos nacionalidades distintas.

Nos detuvimos en las esclusas de Bougival hasta que nos llegara el turno para pasar. El Capitán Hecq saltó a tierra y se acercó con pasos ágiles para hablar con el encargado de las compuertas. Un pequeño terrier que viajaba en la gabarra de adelante, sacó el morro por la puerta y ladró imperiosamente. Una mujer de pelo blanco, delgada y sarmentosa, salió, le ató una correa y se lo llevó a tierra. Una joven de la gabarra atracada junto a la nuestra se adelantó y empezó a recoger distintas prendas que habían estado secándose en una cuerda tendida sobre el tanque de petróleo. Observé que todas las mujeres, lo mismo viejas que jóvenes, llevaban faldas. (Durante todo el viaje, los únicos pantalones que vi, los llevaban mujeres que no trabajaban e iban a bordo de un crucero inglés de pasajeros que subía río arriba hacia París). En las ventanas de las gabarras, había tiestos, y las escotillas de los camarotes por debajo de las cubiertas tenían cortinas. En las timoneras, niños bien portados leían sus libros sentados tras sus padres.

Lucrecio habla, al enaltecer la sabiduría del epicúreo que se ha desentendido de las locuras de este mundo, de la "dulce emoción" que se experimenta cuando uno tiende la vista sobre el mar, ve hundirse un barco y tiene conciencia de que no va en él. "No es que produzca gusto y placer ver que otros sufren", dice, "sino que es grato ver de qué males se ha librado uno". En Bougival, entre el olor de petróleo que se cernía en el aire, cruzó por mi mente, un instante, el pensamiento de que la gente del río podía experimentar esta "dulce" emoción cuando miraba a la gente de tierra seca. Parecían haber hallado su manera de razonabilidad y sensatez, no por medio de la filosofía ni del propio examen, sino simplemente por el don de un género de vida corriente.

Cuando traspusimos las esclusas de Bougival, el Capitán Hecq empezó a hablarnos del pousseur. Al principio, a juzgar por su tono, creí que se refería a un extraño animal nuevo, o quizás a un espíritu del río que hubiese llegado de repente para alterar la vida establecida en el Sena. Pero, a medida que seguía hablando, fui cayendo en la cuenta de que se refería a un "empujador", o sea, a un remolcador en marcha atrás.

El pousseur, por lo visto, había sido inventado en Rusia o en los Estados Unidos, o quizás en ambos países a la vez —el capitán no estaba seguro del todo— haría una media docena de años. Ahora estaba empezando a introducirse en el Sena. Porque era extraordinario lo que ahorraba. Un pousseur trabajaba día y noche. La gabarra tenía que atracar por la noche. Cuando terminaba un viaje, necesitaba un descanso de veinticuatro horas, "para calentarse de nuevo", como decía el capitán. En cambio, un pousseur viraba y volvía a su trabajo, sin más.

Los ahorros principales eran en mano de obra. La tripulación de un pousseur constaba de tres equipos de cuatro hombres, cada uno de los cuales descansaba diez días en tierra todos los meses. Los otros dos equipos, que trabajaban por turnos de seis horas, corrían con la marcha del pousseur, el cual hacía algo más que trabajar seguido. Un pousseur que se llevase por delante cuatro y hasta seis chalanas o tanques flotantes, era capaz de mover cargas hasta de 3,500 toneladas. La Esso Port Marly, gabarra tan digna como la que más, no podía pasar de 800.

Las estadísticas eran imponentes. Ya las gabarras tenían contados sus días. En cinco años, no quedaría ni una. La misma Esso Port Marly iba a ser retirada del Sena en otoño, y mandada a Burdeos para prestar servicios en un río de provincias, el Garona. Y el Capitán Hecq, que iba a pasar a los pousseurs, subiría al Rin, donde ya estaba muy en boga su uso, para recibir un curso de dos semanas sobre el uso del radar.

Porque los pousseurs, nos advertía el capitán levantando el dedo índice como un maestro de escuela, funcionan de noche. Y tres hombres que sólo trabajan un día y no transportan más que 800 toneladas...

Aquella historia tenía algo de curioso, y sólo caí en la cuenta de lo que era, cuando el Capitán Hecq volvió a las estadísticas y empezó a repetir los números. Los repetía con fruición. No se quejaba, estaba embelesado. Y Guy y Michel, que habían entrado en la timonera y escuchaban las estadísticas, asentían admirados con gesto de aprobación. La atmósfera de la timonera se electrizó positivamente de reverencia hacia la eficiencia del pousseur.

Yo traté de poner de nuevo los valores en su sitio.
—¿Pero no perderán muchos de ustedes su trabajo? —inquirí.
—Claro que sí —repuso el capitán muy ufano—. Después de todo, tres hombres, transportando 800 toneladas...
—Pero todo eso —le interrumpí, señalando por la ventana a la gabarra que marchaba a nuestro lado, con una mujer y su joven hija haciendo punto en la cubierta de popa—, ¿no desaparecerá?
—Definitivamente —replicó el capitán—. Eso se acabó. No hay sitio para familias en un pousseur.
No pude resistir la tentación de deletrear la palabra, aunque me aturrullé un poco al irse formando las sílabas.
—Pero, ¿sus tradiciones familiares, las diferencias entre la gente del río y la de tierra, todo el antiguo modo de vida de ustedes...?, todo esto desaparecerá, ¿no?
—Naturalmente —dijo el capitán—. Que voulez-vous?

Bogamos en silencio un rato. De cuando en cuando sorprendía la mirada de Guy Cool clavada en mí, como para cerciorarse de que había captado toda la belleza de la historia del Capitán Hecq. Cuando volvía la vista hacia él, hacia una inclinación solemne de cabeza, como el hombre que quiere compartir con su vecino de iglesia la sabiduría del sermón del sacerdote. Michel parecía arrobado por las palabras del capitán, que lo habían transportado muy lejos. Tenía los ojos clavados en alguna perspectiva secreta y agradable que él sólo sabía. El capitán empezó a hablar otra vez.

i—Ésta no es una vida fácil —dijo—. Es una responsabilidad... todo este equipo, todo este petróleo. Lo lleva uno en la cabeza. Tiene uno muchas preocupaciones. Ahora bien, en el pousseur. .. —Sentí que se me doblaba la cabeza entre los hombros, pero el capitán no volvió a endilgarme su liturgia de cifras—. En el pousseur, hay dos capitanes a bordo, uno para cada equipo de cuatro hombres. Es usted capitán seis horas, y luego descansa. No tiene por qué preocuparse de nada. En una gabarra, la cosa es distinta. Atraca por la noche y se tumba a dormir, pero sólo duerme su cuerpo. Dentro de su cerebro, está usted despierto.

Tiene que preocuparse toda la noche por la gabarra. Su inquietud sigue en su cerebro.
Amarramos en un lugar de estacionamiento junto a la orilla, para pasar la noche. Después de oscurecido, el río fue todo para nosotros, menos una vez, cuando unos faros iluminaron el agua y pasó una larga hilera doble de chalanas empujadas. Era un pousseur. Yo me había traído de Rusia dos pequeños tarros de caviar prensado y un poco de vodka. Rogamos al capitán y a su tripulación que aceptasen nuestra invitación. Pero las responsabilidades estaban en sus cabezas, y ni qué hablar de vodka. Compartieron nuestro caviar, y según dijeron, su gusto era interesante. Se retiraron pronto a descansar, y nosotros también. Todo estaba maravillosamente silencioso. Nos quedamos dormidos en nuestro caliente dormitorio, sin una preocupación en nuestro cerebro.
Nos despertamos temprano, cuando todavía no aclaraba el día, y subimos a cubierta. El aire era frío y húmedo, y la tierra, a menos de un metro, parecía pertenecer a otro mundo. Cantó un gallo y, como si hubiese dado la señal, empezó a llover. Acaso fue la lluvia la que me hizo cambiar de humor. Dentro de mí, se revolvían pensamientos indignos y quejumbrosos. "Radar", recordé. "Día y noche, y las noches como los días. Pousseurs. Empujadores. Empujadores y parvenus". Me volví hacia mi mujer y le dije:

—Ochocientas más tres mil quinientas, divididas por cuatro...
Cállate —me recomendó mi esposa con cordura—. No somos más que pasajeros.
Entrada la mañana, nos detuvimos ante las nuevas esclusas brillantes de Notre Dame de la Garenne; el capitán saltó a tierra para saludar al encargado, que era hijo suyo. También salimos nosotros para tomar un poco de café. En el local en que nos sentamos, había todavía colillas en el suelo, y apoyada oblicuamente contra la pared, se veía la máquina de "pinball". Los pontoneros habían estado allí hasta bien entrada la noche.
—Pregunta al capitán —me dijo mi mujer—, si la suya viene alguna vez con él.
Se lo pregunté un poco más tarde. Se quedó mi¬rando a mi esposa antes de contestar.
—Viene conmigo de cuando en cuando —dijo—. Cuando quiere cambiar de escena. Pero prefiere quedarse en Ruán. Tiene mucho que hacer allí. . . su casa, sus amigas.
—¿Y Guy, está casado? —inquirí.
—Sí —contestó el Capitán Hecq—. Su familia está también en Ruán.
—¿Y Michel? —le pregunté.
—Es todavía joven y está soltero. Pero ya fue aprobado en los exámenes para piloto. Durante mis vacaciones, fue el capitán de esta gabarra. Ese joven hace progresos.
Michel subió por la escalerilla desde su camarote de proa. Avanzamos por el estrecho corredor lateral del tanque para reunimos con él.
—¿Va usted a pasar a los pousseur? —le pregunté.
—No —me contestó—. Dejo el río.
—Pero, si es usted ya piloto —dije—. ¿Es tan mala la vida aquí?
Michel se encogió de hombros.
—No, no se pasa mal —repuso—. Pero es una vida solitaria, y demasiado apartada. Y no es bueno que los niños estén tan separados de los demás.
—Pero usted es soltero, ¿no? —inquirí, desorientado.
—¡Por el momento! —replicó, un poco molesto—. Y a las mujeres no les gustan las gabarras, ni que los hombres estén fuera. —Se detuvo y sonrió a mi esposa—. No, no está del todo bien. Si se casa uno con una mujer del río, no le gustan las barcas. Pero, cuando se casa uno con una mujer de tierra, muchas veces le gusta la vida del río.
—Pues entonces, cásese con una mujer de tierra —insinuó mi esposa.
Volvió a sonreír y repuso:
—La cosa no es tan fácil, cuando se vive a bordo de una gabarra.
—¿Qué va a hacer usted? —le pregunté yo.
—Me propongo dedicarme a hombre rana. Ya tengo un empleo.
A últimas horas de la tarde, el río se hizo más ancho. Entrábamos en el puerto de Ruán. Había delante de nosotros grandes barcos fondeados, y la catedral se levantaba detrás de ellos. Después de pasar a lo largo de algunos malecones en que había montañas de papel para periódicos, el Capitán Hecq hizo sonar cuatro veces secamente el pito de la gabarra. En la orilla, a la derecha de nosotros, se abrió la puerta de una casa situada unos cuantos metros tierra adentro, y salieron corriendo hacia el río y manoteando animadamente, tres niños y una joven con un pequeño en los. brazos. Guy Cool respondió a su saludo desde cubierta. Luego entró sonriendo en la timonera.
—Es su familia —explicó el capitán.
—¿Qué edad tienen sus niños? —pregunté a Guy.
—Uno, dos, tres y cuatro —me respondió.
;—Trabaja para el General de Gaulle —dijo el Capitán Hecq.
Bogamos otro cuarto de milla y el capitán volvió a tocar el pito, esta vez dando una señal complicada.
—Mi casa está ahí, sobre la montaña —explicó—. He encargado que preparen trucha para cenar. Nos llevaron al malecón del centro de la ciudad, directamente detrás de la terminal de los autobuses. Nos despedimos y saltamos a tierra. Cuando llegamos al boulevar que corre a lo largo del río, nos volvimos y los saludamos con la mano. Ellos nos contestaron de la misma manera. Cuando cruzamos la calle, después de abrirnos camino, ya la Esso Port Marly había virado en redondo y se dirigía río abajo a su atracadero.
El primer taxi que quisimos parar no se detuvo. El chofer iba demasiado rápido para vernos. Tuvimos que esperar a otro; al tercer intento, logramos agarrar uno. Subimos por la ladera a la estación del ferrocarril, y apenas logramos coger por los pelos el tren de vuelta a París.

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