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martes, 21 de junio de 2011

Pragmatismo antifilosófico

El Pragmatismo Antífílosófíco.

Ya es hora de formular algunas preguntas sobre el uso excesivo de una de las palabras sagradas del vocabulario contemporáneo norteamericano: "pragmatismo". Los hombres de negocios, los diplomáticos, los policías y los líderes de los movimientos de protesta de las masas se jactan por igual de su pragmatismo. Eminentes eclesiásticos nos traen vehementemente a la memoria las verdades eternas de Dios, y enseguida se apresuran a añadir que deben interpretarse, claro está, pragmáticamente. Y si un hombre no está seguro totalmente de adonde va o adonde trata de ir, siempre puede afirmar que está procediendo pragmáticamente. Esto es mejor que la misma explicación de sus acciones. Hace parecer candoroso pedirle una explicación.

¿Somos los norteamericanos tan pragmáticos como creemos? ¿Debemos congratularnos de ser pragmáticos? ¿Y, después de todo, qué significa la palabra "pragmatismo"? Estas preguntas llegan al corazón de la cultura y estilo moral norteamericanos. Y las contestaciones que demos a ellas —las  implícitas en nuestras acciones y las expresadas con palabras— se relacionan con nuestra economía nacional, con nuestra política exterior, nuestras ciudades, escuelas y vida política e intelectual.

En la acepción que le suele dar la mayor parte de la gente, el vocablo "pragmatismo", significa sencillamente a primera vista "ser práctico". Ser pragmático es tomar las cosas, apegándose a la cruda realidad, reconocer que no se puede aspirar a la perfección en este valle de lágrimas e ineptitud, sino que hay que contentarse con lo que dé resultado. Tienen que evitarse las grandes teorías y los principios rígidos, deben estudiarle los problemas a su tiempo, y hay que estar preparados para improvisar, porque habrá que hacerlo sin lugar a dudas.

Así, por ejemplo, los organizadores de una empresa nueva de negocios podrán tener una idea muy clara de lo que quisieran que fuese la empresa en cinco años, y de lo que habrá que hacer para conseguirlo; pero, después de comenzar a moverse, verán que no todas esas cosas pueden llevarse a cabo. Verán también que están ocurriendo muchas otras cosas, buenas y malas, que no estaban previstas en sus planes originales. Por eso, se decidirán a proceder "pragmáticamente", enfrentándose con los problemas según se vayan presentando, aprovechando lo mejor posible las oportunidades, con la esperanza de que si, al cabo de cinco años, no han llegado adonde se proponían, habrán logrado una meta igualmente buena. Este enfoque pragmático puede ser adoptado lo mismo por una misión de ayuda técnica a un país extranjero, o por un médico que trata a un paciente crónico.

Sin embargo, cuando se adopta este punto de vista y se le llama "pragmático", no puede describirse como cualquier otro enfoque "práctico" de cada día. Porque es un enfoque, la expresión de un tiene cierta forma normal, de modo que sólo tienen probabilidades de triunfar ciertos modos de progreso.

Trataremos, por tanto, de describir esta actitud, teniendo presente que no nos referimos al pragmatismo filosófico, que constituye un enfoque estudiado, razonado y autoconsciente del mundo, sino al pragmatismo popular, que cada día se hace más agresivo y emprendedor. (Tendríamos que preguntar si el pragmatismo filosófico y el popular tienen relación entre sí, pero de momento suspenderemos nuestro juicio). La primera característica del pragmatismo como actitud hacia la vida, yo diría que es su recelo de las doctrinas y de los credos, su desconfianza de las palabras y de las argumentaciones. El pragmatista prefiere la acción a la conversación, está inquieto por obtener resultados, y suele valorarlos en función de alguna diferencia física o visible que se haya producido en el mundo. No siempre pierde el respeto a asuntos como la religión o la filosofía, pero tampoco le admira demasiado la religión o la filosofía de nadie. Lo que quiere ver, es de qué forma alteran la vida de ese hombre.

Porque el pragmatista supone implícitamente que, en los campos en que se desarrolla la verdadera actividad del mundo, la vida es demasiado dura y movida para distinciones bizantinas, y demasiado variable y heterogénea para amoldarse a teorías. Lo que más le importa a él es la adaptabilidad, para bandearse en estos campos. Y lo que teme, es la fórmula engañosa que le impida acaso utilizar su instinto de caballo, el principio fijo que no le permita cambiar sus planes a medio camino, la paparrucha aprendida de las grandes teorías y filosofías que puedan impedirle mirar cara a cara a los hechos. La mente pragmática repudia una elaborada teoría social como la del marxismo, no porque tenga otra que considere mejor, sino porque todas las teorías le parecen un poco candidas —y hasta un poco estrambóticas— en este picaro mundo.

En relación íntima con esta desconfianza de las ideas generales, está la actitud pragmática respecto a la reflexión profunda sobre las metas y fines de la vida. En términos generales, el pragmático no suele decir nada sobre los fines de la vida. Al contrario, parece sospechar que sacarlos a colación no es sino una manera de escapar a la realidad de la vida, que es amarrarse al trabajo. Tiende a creer —si esta palabra puede aplicarse a algo tan instintivo— que, cuando se atiende como es debido al aspecto material de la vida, cuando se vela por la seguridad, las comodidades y las facilidades de la vida, la mayor parte de los llamados problemas espirituales pierden su apremiante gravedad. Por eso, se exaspera con la gente que pierde el tiempo y los recursos limitados de la humanidad, andando formulando preguntas que no pueden jamás contestarse.

Pero, en esta actitud, no hay sólo tosquedad mental. El pragmático mira con recelo los estudios sobre los fines de la vida, muchas veces, porque la experiencia le ha enseñado que, generalmente, de esos estudios sale calor pero no luz, y crean hostilidades que impiden a los hombres unirse para afrontar problemas que podrían resolverse con un esfuerzo conjunto. Además, supone que anda uno silbando a la luna, cuando habla de grandes propósitos, sin plantear nunca la cuestión de cómo realizarlos. En realidad, está convencido de que lo que logran los hombres generalmente depende más de los métodos que emplean que de los fines que se proponen.

Finalmente, el pragmático posee una aguda intuición para adivinar la forma en que se desarrolla la actividad creadora. Probablemente ha descubierto lo que muchos hombres activos, incluso en el campo de las artes, de las ciencias y de la filosofía, fe dominante tras la idea de que el progreso del ingenio humano significa un avance en la dignidad y felicidad del hombre, es la fe de que la mayor parte de los que desarrollan el juego pragmático deben ser individuos deportivos, miembros de un equipo, que aman el juego por sí mismo y quieren que la partida siga adelante. Si el pragmatismo, como actitud diaria, consiste en dominar y triunfar, tiene que haber un depósito de confianza mutua y buena voluntad en la sociedad, y ciertas normas más o menos firmes y restrictivas de la conducta. Y así es, claro está, precisamente como ven la cosa la mayor parte de los partidarios corrientes del pragmatismo ordinario. La estabilidad esencial y la dignidad de la sociedad, junto con un consentimiento básico moral, han sido las premisas implícitas en que se ha fundamentado el pragmatismo popular Porque, sólo en tales condiciones, puede salvarse de caer en maquiavelismo puro la concentración sobre el método y el amor a la técnica.

Entonces, ¿son pragmáticos los norteamericanos? ¿Procedemos la mayor parte de nosotros normalmente a base de los supuestos y postulados que acabamos de exponer? Hay que contestar con mucho cuidado a esta pregunta. Suele, por egemplo, responderse a ella, sobre todo en el extranjero, señalando el hecho de que se ha desarrollado aquí, y es principalmente creación norteamericana, una filosofía técnica, llamada "pragmatismo". Lo cual es verdad. De hecho, la"palabra "pragmatismo" fue inventada hace unos ochenta años por el filósofo Charles Peirce, autor de la mayor parte de las ideas filosóficas importantes del pragmatismo.

Pero afirmar, como afirman muchos observadores extranjeros, que esta filosofía constituye nuestro credo nacional es hacernos un elogio que no merecemos. El pragmatismo filosófico tiene alguna semejanza con el antifilosófico, cuya heterogeneidad y extensión hemos expuesto en párrafos anteriores. Pero en su aspecto más importante, viene a ser todo lo contrario de lo que comúnmente se entiende por pragmatismo. Este aspecto más importante se refiere al valor clave de las ideas, como reguladoras y directrices de la experiencia humana. De hecho, constituye una reafirmación del antiguo sueño filosófico de que los hombres podían estar guiados en su vida por ideas y principios detenidamente examinados y elegidos. Podrá decirse lo que se quiera contra esta filosofía, pero no carece de respeto suficiente a las ideas. Si está errada, será en las esperanzas irreales que abriga respecto a la función que la filosofía y las ideas razonables puedan desempeñar en el gobierno de las cosas humanas. Y, si los norteamericanos son pragmáticos en el sentido corriente de la palabra, de eso mismo se deduce que no se inclinarán de manera especial por el pragmatismo filosófico, por lo menos en algunos aspectos,

Pero ¿son pragmáticos los norteamericanos? Creo que debe contestarse que sí y que no. Quizás tendamos más a la acción que muchos otros pueblos, quizás nos agrade más ir pasando de un caso a otro y fiarnos sencillamente a la expansión del ingenio y de la capacidad humana, sin preocuparnos por los fines a que se apliquen este ingenio y esta capacidad. Tal pragmatismo espontáneo fue más característico de nuestra generación anterior, acaso, que de la actual; pero, aún hoy nuestra economía se caracteriza por su pasión por la tecnología, nuestra ciencia social por su fe en la metodología, y nuestro concepto del mundo —como lo demuestran nuestras primeras actividades de ayuda exterior— por un convencimiento evidente de que, si los hombres saben cómo hacer las cosas y son capaces de resolver sus problemas materiales, la mayor parte de los demás encontrarán su solución.

También los distintos credos religiosos norteamericanos han dado más importancia a la ética que al dogma, a un sentido de entrega que a la teología. En ningún otro* país se ha acusado una tendencia tan fuerte a encauzar a la cristiandad por un evangelio social, ni a identificar al cristianismo tan positivamente con los ideales de la democracia civil.

Pero esto dista mucho de ser todo. Junto a nuestro recelo pragmático de los absolutos, ha habido en los Estados Unidos religiones apocalípticas, que nos han puesto en guardia contra el diablo y nos han predicado el milenarismo. También se ha advertido repetidas veces en nuestra política una tendencia milenarista. Aunque la mayor parte de los políticos norteamericanos parecen capaces de negociar y pactar, y de negarse cuerdamente a creer que el mundo se va a acabar, nuestros debates públicos siguen plagados de expresiones apocalípticas y credos rígidos, y hacen demasiado caso a los metemiedos ideológicos y a las teorías simplistas de la historia. Y, cuando descendemos a problemas concretos que la gente considera cuestiones de principios últimos —de las cuales, es el ejemplo principal la integración de los negros en la vida norteamericana—- se pone dolorosamente de relieve lo inexacto del mote de "pragmáticos" aplicado a los norteamericanos.

Más importante es todavía, según creo, el que las limitaciones del pragmatismo se vean claramente cuando nos enfrentamos con esos problemas. Los postulados del pragmatismo, como hemos observado, sólo están justificados en determinadas condiciones bastante especiales, cuando es profundo y amplio el consentimiento moral de la sociedad, y cuando las instituciones básicas de la misma parecen razonablemente estables. La convicción implícita en la fe en el pragmatismo como método de acción social, es que la mayor parte de los problemas pueden resolverse con sólo que se junten las personas buenas y utilicen el cerebro que Dios les dio. Esta convicción, es preciso decirlo, está justificada pragmáticamente muchas veces, cuando se procede a base de ella. Tiende a hacer buena a la gente. Porque cuando los hombres obran inspirados por ella, suelen comprobar que es más fácil de lo que creían dejar de lado sus principios rígidos y resolver sus dificultades en cooperación con otros.

Pero este supuesto no siempre da resultado. No lo da, cuando hay que tomar decisiones de principios que no pueden posponerse ni bastardearse con subterfugios. Quizás sea posible hacerlo de cuando en cuando, pero no siempre. Por ejemplo, en el caso de la segregación racial, lo que se ventila de hecho, no es esta o aquella reforma limitada, sino una cuestión de principios: el reconocimiento de la igualdad del negro con los demás ciudadanos y su integración completa en la socidad norteamericana como miembro de ella. 

Mejores escuelas o viviendas, más oportunidades para trabajar, no bastan para acreditar esta cuestión de principios y acatarla; más aún, estas soluciones pragmáticas probablemente no produzcan efecto mientras no se haya acatado y consolidado la cuestión de principios. Sólo en un plano así, puede imponerse el método pragmático de las concesiones mutuas. En último término, por eso es por lo que es importante la aprobación de la legislación de los derechos civiles. Esta legislación tiene alguna importancia práctica directa, pero su uso más trascendental es simbólico. Registra el hecho de que los representantes de la nación, legítimamente congregados, han decidido un punto de principios. Por tanto, dentro del marco de esa decisión, es posible hablar de conciliación y transacción.

En general, el recelo pragmático de los credos abstractos no es una actitud viable, cuando el cambio social es rápido y radical. En estos casos, no puede esperarse que el pueblo se acomode automáticamente al cambio, y aprenda paso a paso los nuevos modos de pensar y de sentir que lo hará encajar en su nuevo ambiente. Probablemente necesitará saber un poco adonde va y por qué pasa por esas experiencias. Necesita poder interpretar y comprender lo que le está ocurriendo. El pragmatismo tout court, no satisface esta necesidad. Y lo que es peor todavía, en su indiferencia positiva hacia el problema, deja entender que los empleos, las escuelas o una nueva burocracia gubernamental son sustitutos bastante adecuados de un claro sentido de dirección y de comprensión de lo que significan los hechos. Esta debilidad del pragmatismo se hace particularmente palmaria cuando la actitud pasa al extranjero y los norteamericanos se esfuerzan por laborar con las naciones en desarrollo y comprenderlas y ser comprendidos por ellas. En realidad, hay en el pragmatismo una peculiar orientación moral que no podemos esperar de todos. La mente pragmática tiende a pensar que el mérito de una idea consiste en el poder que da a la acción, que la razón para hacer un comentario sobre la vida es mejorar la vida. Pero resulta igualmente fácil pensar al revés, y creer que la razón de la vida es la oportunidad de comentarla. En muchas partes del mundo, los hombres civilizados, entre los cuales hay muchísimos que son pobres, no encuentran su mayor satisfacción en la negociación próspera o en la acción práctica y afanosa. Conceden más importancia, y les produce mayor fruición inmediata, el gesto significativo que libera una emoción, la anécdota que ilumina una situación, la acción que dramatiza un problema o esclarece indeleblemente un principio. Los valores que buscan —los "resultados" que esperan—en su vida cotidiana y en la palestra pública son primordialmente contemplativos y teatrales, no prácticos ni musculares. A las satisfacciones de un trabajo bien hecho, prefieren un sentimiento de comprensión, y hasta de diversión quizás.

No todas las virtudes están de su parte. Una de las utilidades de las ideas, es que, generalmente, son más puras, más limpias y más ordenadas que el complejo mundo de la acción. Por eso producen placer, y muchos prefieren afrontar la vida y la política sin que se perturben sus ideas con cuestiones nimias de modos, medios y procedimientos. Pero también se comprende fácilmente por qué esta política —la política de la retórica, del café, de la tertulia, de las casas de estudiantes, la política que es la diversión principal de muchas naciones del mundo— no atrae al pragmático normal, sobrio, sensitivo e impaciente, sino que más bien lo deja sorprendido e indignado, aunque estas emociones tienen poco de pragmáticas.

Porque el pragmatismo cree que los hombres podrían construirse una vida mejor con sólo prescindir de raciocinios doctrinarios y concentrarse en cuestiones prácticas en que puedan cooperar. Y tildar a esta fe de vulgar, materialista y antihumanística es una autosugestión intelectualista. Porque es una fe noble. Los que han actuado inspirados por ella han apagado incendios mientras los doctrinarios tocaban la cítara con sus teorías. Muchas de las mayores realizaciones de la historia norteamericana se deben sin duda alguna a este pragmatismo, y la escena internacional estaría hoy mucho peor si no influyese en nuestra conducta.

Y, sin embargo, cuándo el pragmatismo norteamericano no parece ser sino actividad infatigable, sonrisas a la buena voluntad y a la incapacidad de quedarse de brazos cruzados, puede desagradar a muchos que, de otra manera, lo, encontrarían atractivo. El pragmatismo ignora que mucha gente espera de la política y del cambio social, algo más que el mejoramiento de su estado físico. Quieren un sentimiento de finalidad general y cohesiva; quieren que las cosas tengan un significado. El pragmatismo sólo da resultados, como en los Estados Unidos, cuando esto se logra en gran parte, cuando la orientación general de los hechos parece clara y conveniente. Por eso, el "enfoque pragmático" sin nada más, es contraproducente pragmáticamente en áreas como la América Latina.

Me inclino a creer que a eso se debe también el que no podamos fiarnos tanto como antaño en el método práctico los norteamericanos. Nuestros rápidos e intensos cambios sociales nos han dejado a muchos, sentimientos profundos de desorientación. Gran parte de nuestra política es más claramente un esfuerzo por elaborar lemas verbales liberadores de estos sentimientos de desorientación, que discutir los problemas prácticos de la nación. Por eso es por lo que las abstracciones e ideologías, precisamente cuando creemos haberlas dominado definitivamente, invaden una y otra vez, siempre con un poco de sorpresa para nosotros, nuestras gratas actividades pragmáticas.

Porque el deseo de dar finalidad y significado a las cosas, la aversión radical a un sentimiento de desorientación, es un factor de la mayor importancia en la política. Y no puede descartarse simplemente con la magia pragmática de la buena voluntad y de las buenas palabras. El gran error pragmático es suponer que la gente quiere acción sin un plan de acción, que sólo desean llegar a donde van y no tienen interés por el mapa general del territorio que están atravesando. Esto no es verdad. Ya no reza esto con muchos norteamericanos bastante pragmáticos. Se ha acelerado demasiado el ritmo del cambio; no es asimilable emocionalmente mientras la mente no descubra un módulo más amplio en los hechos. A pesar de su atractivo alegre, sano y apegado a la tierra, el pragmatismo tendrá que recibir el suplemento de la filosofía.

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