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lunes, 25 de junio de 2012

LAS ILUSIONES DE LOS PADRES -2-

CAPITULO II 
LAS ILUSIONES DE LOS PADRES -I-

Cuando los padres contemplan a sus hijos, tienen los ojos cegados por algún demonio. No se aperciben de que la flor de su inocencia está languideciendo, se marchita y muere. 

¿Por qué son tan poco clarividentes? La naturaleza tal vez baste a crear el espejismo del candor eterno de los niños. Difícilmente puede uno imaginar que aquél a quien siempre ha amado como a un ángel, se haya convertido en un ángel caído, sin accidente, sin enfermedad y sin agonía. 

El demonio de la impureza, como un ladrón en medio de la noche, ha entrado subrepticiamente en esa alma, en la cual, desde el bautismo, no había dejado de habitar la Santísima Trinidad. Ha echado de allí al huésped divino. 

Y sin embargo, los padres no guardan duelo por esa defunción espantosa. Ni siquiera sienten oprimido el corazón por la tristeza y la inquietud. Porque se ilusionan completamente. Siguen creyendo que ese muerto a la gracia está vivo. 

Mientras duran las apariencias de la inocencia, ellos jurarían que esa alma ha permanecido pura. No les aconsejamos, por cierto, que hagan juicios temerarios sobre la conciencia de sus hijos y de sus hijas. No tienen derecho a iniciar un proceso sobre el estado de gracia de las almas. Las pruebas más auténticas y las más convincentes no permiten llegar a una condenación. 

La juventud, hasta en las provocaciones que a veces nos escandalizan, tiene tal ligereza de espíritu, que si uno penetrara hasta el fondo de las almas, se sorprendería de encontrarlas tan puras. 

Las hojas muertas cubren la superficie de un agua que se conserva limpia. Habría que ser muy superficial para acusar a los jóvenes que juegan al libertinaje, de ser tan malos como lo aparentan. 

También debemos poner nuestra confianza en la bondad paciente de Dios. El huésped santísimo que ha poseído durante tanto tiempo un alma de niño, no la abandona si no es echado por la voluntad. Se esfuerza por permanecer en ella, con más obstinación que la de la vida en el cuerpo de un enfermo. Porque El es la verdadera vida. Pero la naturaleza, entregada a sí misma, no puede darnos esperanzas de que el estado de gracia resistirá a los asaltos de la concupiscencia. 

Podemos pedir a la naturaleza todos los secretos de su arte para tratar de impedir la caída por los sentidos. Ella no podrá satisfacernos. Es incapaz de resistir al demonio. Por hábiles que sean los psicólogos, los médicos, los sabios de todas clases, son impotentes para conjurar la crisis del crecimiento, a la cual necesariamente está sujeta la vida sentimental, tanto como la vida corporal. No hay, pues, razón alguna que permita cegarse sobre los peligros que el amor hace correr a los adolescentes. Hay que abrir los ojos. 

Hay que ver. El encanto de la ingenuidad primera, termina alrededor de los trece años. Disipemos nuestros ensueños; una vez terminado el primer acto de las existencias, empieza el drama. Pero a muchos padres cristianos les costará creemos. Antes que perder la voluptuosidad de la admiración a sus hijos, preferirán acusarnos de pesimismo. Los dos ejemplos que vamos a referir, tal vez los hagan reflexionar sobre el engaño de sus ilusiones halagadoras. Antes de que los novelistas modernos hayan denunciado las ilusiones que las madres se forjan, Racine, en su Britannicus, ¿no nos ha revelado acaso las sorpresas de una mujer tan ingenua como Agripina? 

Una Agripina misma, no llegaba a comprender que un hijo tan tiernamente cuidado y mimado, aunque fuera Nerón, pudiera pasar de la inocencia al crimen. El conflicto entre Agripina y Nerón, a la edad de la primera emancipación, es un conflicto eterno. 

Contemplamos en él, como en un espejo, nuestras propias equivocaciones. A esta madre ciega le resulta imposible comprender que las relaciones entre ella y su hijo se han modificado con la edad. ¡Cuántos signos precursores de tormenta le sirven sin embargo de presagio sombrío! Pero la costumbre de mandar siempre y de ser siempre obedecida, le impide ver que su reinado ha concluido. 

Eso les sucede siempre a todos los padres autoritarios. No pueden concebir que no son ya dueños de corazones que han formado entre sus manos. Todavía gobiernan la casa, pero sin apercibirse de que, cada día, bajo el aspecto dócil de la infancia, el alma escapa cada vez más a su imperio. El impaciente Nerón deja de contenerse. La joven prometida de su hermano, Junia, es raptada bruscamente, en medio de la noche por orden de Nerón. La madre no había previsto ese atentado. 

El escándalo, hecho público, la enloquece; despierta en ella alguna sospecha, pero no la saca de su sueño. Sólo pensar en la educación que ha dado a su hijo, la ofusca. Está dispuesta a creer que ese principio de perversión no es más que un accidente pasajero. Piensa que seguramente las cosas no han de pasar de ahí; está pronta para intervenir. Al reflexionar, sin embargo, se estremece. 

El rapto de Junia sigue siendo un misterio para ella. ¿Qué quiere? ¿Es el odio, es el amor lo qiie lo mueve? ¿Cómo no ve que ese apasionado de diez y seis años está “enamorado” y “celoso” a la vez? ¿Cómo no se da cuenta de que ya es demasiado tarde para ponerle un dique al torrente? Vamos rápidamente A pedirle razón de ese rapto. Sorprendamos, si es posible, los secretos de su alma. ¡Si es posible !¡Qué cosa más fácil para quien conozca la naturaleza humana! Pero para una madre, acostumbrada a las docilidades de la infancia, nada es más incomprensible que las audacias de la pasión. 

La lucha se inicia. Pero contra toda previsión, el joven no le cede a su madre. Otros crímenes siguen al primero; otros más son de prever. Sin embargo, Agripina siempre se cree dueña del porvenir, demasiado poderosa para que el mal le parezca irreparable. Hace a su hijo una escena tan violenta que éste no tiene sino un medio de salir del paso. 

Pero ese medio es infalible. El joven hará caer a su madre en la trampa de la credulidad maternal. Sí, señora, quiero que mi agradecimiento Grabe, en adelante, vuestro poder en los corazones. Nerón aparenta volver a aquellos tiempos en que el yugo de su autoridad era para él un yugo amado. Id, pues, y llevad a mi hermano esa alegría. ¡Guardias! ¡Que se obedezcan las órdenes de mi madre! 

Contra todo lo que nos enseña la experiencia, Agripina se felicita de haber puesto fin, con su palabra terminante, al desarrollo de la pasión, cortándola como si fuera un hilo. Corre a casa de Britannicus, segura de su victoria. Príncipe, ¿por qué tardáis? 

Partid con diligencia; Nerón, impaciente, lamenta vuestra ausencia. La alegría y el placer de todos los convidados Espera a que os abracéis, para estallar. Ya sabemos con qué envenenamiento termina esa comida de reconciliación. Sin embargo, Agripina no siente ya temor alguno. 

Mientras “Britannicus expira” y Junia manifiesta sus aprensiones, la madre ciega, tranquiliza a la joven: He hablado, eso basta, todo ha cambiado: Sus atenciones no dan ya lugar a vuestras sospechas. Yo respondo de una paz sellada entre sus manos. Nerón me ha dado de ello prendas bien seguras. Los padres que tienen una venda sobre los ojos son legión. 

Viendo sus imprudencias, sus ingenuidades, sus piadosas torpezas, diríase que sus hijos no están o no pueden estar atacados de un mal profundo. Tal madre, muy amorosa, escrupulosamente fiel a sus deberes de conciencia, se ha dado cuenta de que una nube ensombrecía el rostro cándido de su hijo. “La mirada huía de la suya, ensueños desconocidos se ocultaban en ella; un deseo se escondía, como esos peces que enturbian el agua y luego se escabullen”. Pero ella no admitirá que el amor pueda haber turbado la paz de esa alma. Creerá que esa tristeza “sólo es el recogimiento de un alma, para quien la presencia de la noche confunde con la presencia de Dios”. Así nos la presenta Frangois Mauriac. Inquieta, a pesar de todo, ronda alrededor de su hijo grande; espía su rostro; rechaza como a malos pensamientos ciertas hipótesis infamantes. 

Después pide consejo a su director. De esas conversaciones saca la conclusión de que abriendo a la sociedad su casa que hasta entonces ha mantenido demasiado cerrada, alejará los lúgubres fantasmas. Por fin se resuelve a abandonar a su Fabián, solo, a que se distraiga con las aventuras de un largo viaje. El joven viaja, en efecto. Pero, como un animal al que se le da caza, es presa de las bestias impuras. Al regresar a su casa, presiente que su madre, por su misma confianza, habrá de colocarlo en situación embarazosa. 

Efectivamente, esa misma mañana, el Señor Cura debía celebrar la Santa Misa, a las siete de la mañana, por el eterno descanso del alma de su hermano. Pero dejemos a Mauriac pintar el candor de esa mujer, “Mañana por la mañana podríamos comulgar juntos por José, le dice a su hijo. Ya le he avisado al señor Cura que tal vez tú quisieras confesarte antes de la Misa”. “Ingenuamente, como cuando su hijo tenía doce años, ella disponía de su vida interior”. “—Os olvidáis de mi edad, madre. ¡No tenía intención de comulgar aquí!” “Ella, sin entender, protestaba: ¡Cómo podía dudar de sus buenos deseos! El sabía cuál es el valor de los méritos aplicados a una pobre alma... Ella no podía creer que quisiera privar de ellos a su hermano. Le hablaba en el mismo tono que antes, sin llegar a imaginar que él pudiera ser distinto de aquel niñito devoto, de aquel adolescente casto; y, súbitamente inquieta, levantaba su rostro demacrado y, quemado por las lágrimas de ese día. A mil leguas de sospechar las costumbres de su hijo, temía más bien una crisis de su fe”.

La pérdida de la fe, en los seres inteligentes, no parece tanto deshonor como la impudicia. Su hijo consiguió tranquilizarla sobre ese punto, y hasta darle el consuelo de rezar esa noche con ella algunas oraciones. ¡Ah!, si la ceguera fuera una virtud, dejaríamos que la naturaleza mistificara a los pobres padres. Y si fuera una condición de felicidad familiar, tal vez valdría más tolerar las mentiras de la vida. Pero el deber de la educación se opone a tales compromisos. Sólo la verdad permite a los educadores cumplir con sus obligaciones. Antes de emprender su tarea, los padres empezarán, pues, por hacer un acto de je en la corrupción de la naturaleza humana. 

No todos los padres son tuberculosos, ni todos los hijos están predispuestos, por herencia, a la tuberculosis. Pero todos los padres tienen el pecado original, y todos los hijos nacen contaminados. Los hijos, a pesar del bautismo, han adquirido por vía de la sangre, esa enfermedad inevitable que llaman concupiscencia. Creer en ello es el principio de la sabiduría. 

El acto de fe en la realidad del pecado original, para ser útil y saludable en la educación, debe ir acompañado de un acto de humildad, sincera. Si los padres tienen la alegría y el honor de haber dado, con la ayuda de Dios, la vida a un ser, a un miembro de Jesucristo, tienen también el dolor, y yo agregaría la vergüenza, de haberle transmitido la mancha original. 

Esos diferentes sentimientos armonizan muy bien en el alma del cristiano. Deben de hacerla más enérgicamente generosa. Por un lado, la filiación divina, adquirida en el Sacramento de la incorporación a Cristo, hace de los padres los generadores responsables de un hijo de Dios; y por otra parte, la triple concupiscencia, adquirida por el solo hecho de nacer, hace de ellos los generadores responsables de un hijo de Adán. Esa doble responsabilidad debe estimular su prudencia y su valor. Pero son pocos los padres que aprecian el honor que les corresponde por el bautismo de sus hijos; menos sienten todavía la humillación que resulta para ellos del contagio del pecado original.

Sin embargo, esta humillación es beneficiosa. Mientras no se haya sentido intensamente esa indignidad, no se está preparado a llenar los deberes de educador. Generalmente se piensa que los novelistas eligen como héroes de sus fábulas a seres anormales, monstruosos, y que las pasiones que se apoderan de ellos, no arden en el corazón de la personas decentes. Aquí el arte engaña. 

Tal vez la lectura de novelas causara menores daños si los lectores, conscientes de sus propias debilidades, sacaran de ahí una lección de realismo moral. ¿Por qué será que la experiencia ajena no nos cura de nuestra propia ceguera? Dejemos de lado a las novelas si no sirven para abrirnos los ojos, y meditemos las enseñanzas de los grandes doctores de la Iglesia. En las confesiones de San Agustín, leídas y releídas, tratemos de reconocer ese fuego de las malas pasiones que a nadie perdona. 

No es jansenismo afirmar la realidad de la concupiscencia. Escuchemos a Bossuet; ¡pueda él mantenernos vigilantes, como las vírgenes prudentes! “Todo desorden, dice Bossuet, proviene de la carne, y del imperio de los sentidos que prevalecen sobre la razón. Ese desorden empezó en nuestros primeros padres; nacemos de él, — y ese ardor desmedido se ha vuelto el principio de nuestro nacimiento y de nuestra concepción, al mismo tiempo... 

Nuestras pasiones insensatas no se declaran de golpe, pero el germen que las produce a todas, está en nosotros desde nuestro origen. Nuestra vida comienza por los sentidos. “¿Qué otra cosa somos en la infancia, que cuerpo y carne, por decirlo así? Pero, vamos aún más lejos; nos hallaremos, en cierto modo, aún más carne y sangre en el seno de nuestras madres, desde el momento de nuestra concepción. .. Eso es lo que ha hecho decir al Salvador que todos somos carne, en tanto que de la carne nacemos. La razón está oprimida y como apagada en quienes nos producen; no tenemos el más pequeño uso de razón al principio y durante los primeros años de nuestro ser: desde que aquélla empieza a puntar, aparecen todos los vicios, poco a poco: cuando su ejercicio empieza a ser más perfecto, empiezan a declararse, al mismo tiempo, los grandes desarreglos de la sensualidad”. 

Esa doctrina es austera, pero exacta. Nos hace comprender que es necesario unir una extremada prudencia a la fe y a la humildad. Nuestra vigilancia debe empezar desde el primer día de la concepción del niño. Si hemos leído a Bossuet atentamente, notaremos que él insiste en los orígenes de la concupiscencia; a su juicio, éstos explican toda la corrupción de la vida como una fuente fétida la de un arroyo. “Entregados al cuerpo, y completamente cuerpos desde nuestra concepción, esa primera impresión nos hace seguir siendo sus esclavos”. 

Hay, pues, que purificar la fuente. La prudencia más elemental exige que no esperemos a los doce o a los catorce años del niño, para declarar la guerra a “la carne de pecado” que está en él, y de la cual nosotros hemos sido los propagadores. A los padres les corresponde tomar la iniciativa del combate. Desde los primeros días del matrimonio, y más aún, desde el momento en que el niño empieza a formarse en el seno de su madre, será sabiduría luchar contra las instigaciones carnales. 

No esperemos a que se nos ataque. Obremos, de hecho, como si lo fuéramos. Persuadámonos de que la vida moral de nuestros hijos es ya combatida en nosotros; el jardín en que ella florecerá está amenazado por una mina subterránea . No se espera a que la tuberculosis haya hecho cavernas en el pulmón enfermo para aportarle remedio. Basta que el accidente sea posible. En cuanto se apercibe uno que el temperamento no ofrece seria resistencia, hay alarma y se toman medidas preventivas. Se puede decir que de la tuberculosis se triunfa, triunfando de la pretuberculosis. La mayor parte de los males deben ser dominados al nacer: hay que impedir que nazcan, o a lo menos, que crezcan. 

Tal sucede con la concupiscencia. Si se espera la crisis de la adolescencia, siempre es tarde, y muchas veces demasiado tarde, para detener los progresos del mal. Nuestras probabilidades de éxito residen casi todas en la ofensiva previa; es de importancia el iniciarla en los primeros diez años. Aunque la rebelión futura del corazón y de los sentidos sea un accidente, no sólo probable sino seguro, tal vez ni pensamos en ello. Desde el momento en que hemos comunicado el germen de esa rebelión de la carne contra el espíritu, debemos preparar también la victoria del espíritu sobre la carne. 

Si tuviéramos más fe y más humildad, tendríamos también sabiduría. Pero, porque no tenemos bastante fe en el dogma de la caída, carecemos de previsión en el combate. Los consejos que tratamos de dar a los padres, les serán útiles, únicamente, si antes de buscar remedio a los males que asedian a las almas, están dispuestos a hacer acto de fe, de humildad y de prudencia, míentras los sitúen en la verdad. 1 

(1) Frangois Mauriac, Le Mal (Grasset), pág. 108. (1) Bossuet. Tratado de la concupiscencia. Cap. VIL

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