Es prácticamente imposible no estar influido por un pasado de heridas emocionales}'psíquicas. Tanto literal como simbólicamente, las heridas impregnan nuestra sangre y nuestro cuerpo. Nuestra biografía es en buena parte biología. Las heridas son como unos canales que desvían agua y espíritu del río de nuestra vida. Cuantas más heridas tenemos, mayor es el esfuerzo que debemos hacer para recuperar nuestra energía, frenar la pérdida energética y afanarnos en sanar. Independientemente del número y la profundidad de esos canales, para curarnos debemos recuperar nuestra fuerza vital.
Muchas personas están convencidas de que sus vidas no son sino una compilación de heridas psíquicas que ellos mismos no pueden sanar. Cuando les digo que pueden librarse de sus heridas, la mayoría responde: —Usted no lo comprende. No he vuelto a ser la misma persona desde esa experiencia. ¿Cómo puedo cambiar eso ahora?
Después de pasar por una experiencia traumática o trágica, esas personas tienden a contemplar cada nueva experiencia a través de la lente de la herida que padecen. Proyectan su experiencia anterior sobre todo cuanto forma parte de su vida actual. Inician toda relación sospechando que será igual que la anterior. Incluso advierten a la persona con la que entablan una relación que jamás podrán confiar en él n ella plenamente debido a su experiencia pasada. Y describen su vida como una serie de desastres personales y profesionales que no pueden tener fin porque su pasado herido les ha arrebatado coda oportunidad de ser felices.
Aunque este estado anímico es triste, limitador y derrotista, algunas personas derivan un gran poder de su continuidad porque les autoriza a llevar una vida de nulas expectativas y escasa responsabilidad. Les permite apoyarse en otros, explotando sus sentimientos de culpabilidad para seguir beneficiándose de esa ayuda. Se expresan cotí tristeza o amargura sobre las metas creativas que jamás lograrán alcanzar debido a su historial de traumas físicos o emocionales. Buscan un sistema de apoyo que les conceda un espacio social en el que se sientan cómodos, donde puedan desarrollar libremente su heridalogía sin que les critiquen por ello. Dado que no se espera nada de una personalidad herida, no pueden fracasar.
Con el paso de los arios, a medida que esas personas se acostumbran a este poder y a esta autoprotección, cada vez les cuesta más cambiar. A medida que nos hacemos mayores, nos resulta muy difícil abandonar nuestras heridas y modificar nuestros criterios. Pero lo cierto es que el hecho de conceder tanta importancia a sus heridas puede dañar su psique tanto como las mismas heridas. El recrearse en una herida equivale a herirnos a nosotros mismos, constituye una auto flagelación, mantiene nuestra conciencia siempre centrada en la debilidad y nunca en la recuperación. Además, una psique convencida de su vulnerabilidad emocional y psicológica sólo puede producir un cuerpo físico que refleje esa condición. Si la fuerza y la independencia le producen temor, le resultará muy difícil conservar o recuperar la salud.
En uno de mis talleres, conocí a un hombre llamado Frank i|ue estaba absolutamente convencido de que sus heridas habían creado unas limitaciones inamovibles con respecto a lo que podía conseguir en la vida. Frank se quejaba continuamente de que podría haber sido un científico o un médico, pero, como algunos de sus profesores en la escuela le criticaban constantemente, se vio obligado a dedicarse a trabajos que requerían un menor nivel educativo y así evitarse más humillaciones.
Durante el taller, cada vez que la discusión se centraba en los diversos tratamientos médicos, Frank se apresura ha a aportar su opinión, que siempre era negativa. Los médicos no saben cómo tratar una enfermedad, decía, porque la mayoría de ellos no saben lo que es el sufrimiento. En cierto momento, un hombre objetó que muchos médicos tienen un pasado complicado, y que eligen la profesión médica precisamente para ayudar a los demás. El mismo era médico, dijo. Frank despachó esa objeción aduciendo que el hombre se limitaba a reprimir su dolor y que, como médico, era incapaz de entrar en contacto con sus emociones. A medida que la discusión se prolongaba, cuatro personas más relataron sus crisis personales, que habían conseguido resolver. Pero Frank interpretó esos comentarios positivos como una ofensa. Se levantó y declaró que nadie había padecido unas heridas emocionales tan profundas como él. Tras lo cual se marchó y abandonó el grupo de apoyo.
Pese a la actitud de Frank, a menudo me he sentido inspirada por las maravillosas historias de curación que otras personas de este grupo relataron, y por muchas otras que he oído en otros talleres. Esas personas habían superado unas experiencias atroces y habían logrado no sólo construir una vida productiva, sino dichosa.
En un taller conocí a una mujer llamada Alison que había padecido cáncer de mama y se había curado. Poco después de cumplir treinta años, se descubrió un bulto en el pecho que resultó ser maligno. En esa época, Alison mantenía una relación con un hombre llamado Sam y habían empezado a hablar de matrimonio. Cuando Alison contó a Sam que tenía cáncer, él respondió que «lucharían juntos contra eso» y luego se dedicarían a disfrutar de la vida. Pero no Fue así, porque, según explicó Alison, «Sam necesitaba que yo dependiera de é!. Mi dependencia le hacía sentirse seguro: le daba la sensación de que controlaba nuestra relación».
Mientras Alison se esforzaba en sanar, también curó su personalidad, y comprendió que, aunque amaba a Sam, su dependencia de él ¡e impedía progresar. Dependía de él hasta el punto de pretender que fuera él quien consiguiera curarla. Al mismo tiempo, Alison temía ser fuerte porque asociaba la fortaleza con la independencia.
—Yo era inca paz, de relacionarme con otras personas sin proporcionarles una lista de mis puntos débiles —dijo—. Yo sabía cómo ser incompleta, y siempre me había parecido el medio de sentirme unida a alguien. Con Sam dio resultado, al igual que con otros hombres con los que había tenido una relación. Pero comprendí que debía convertirme en una persona distinta, una persona fuerte y capaz de afrontar sola el cáncer.
Incluso la idea de curarse por sí sola asustaba a Alison, porque temía que Sam pensara que había hecho algo sin su participación.
—Me atormentaba tanto el temor de curarme como el de no curarme —nos explicó Alison—. Comprendí que, si me curaba, tendría que analizar esas facetas de mi personalidad que había utilizado para comunicarme con la gente, en particular con Sam. Una noche me di cuenta de que debía tomar mía decisión, y dije a Sam que necesitaba un poco de espacio para reorganizar mis pensamientos. El lo interpretó como un rechazo, y nuestra relación terminó.
La doctora de Alison le proporcionó una perspectiva bien distinta. Le aseguró que ser una persona fuerte no significaba vivir sola, sin» gozar de una vida más satisfactoria, porque la independencia implica poder elegir. La fuerza le permitiría no tener que «conformarse con lo primero que se presentara»-, sino poder decidir con qué hombre deseaba compartir su vida.
—Al principio no la creí —dijo Alison—, pero me gustó lo que decía.
Alison recordaba esas palabras cada vez que experimentaba temor ante la soledad, especialmente ahora que vivía s«la-
—Me dije que sola o con otra persona, deseaba disfrutar de una vida sana y placentera —dijo—. Lo que me pareció más interesante de esa decisión es que una vez que me dije eso, empecé a creer que era capaz de controlar mi vida yo misma. Pero, al mismo tiempo, sabía que no estaría sola.
Después de nuestra conversación, experimenté una sensación muy positiva con respecto a la situación de Alison. Vi en ella todos los elementos de responsabilidad y firmeza de carácter que necesita una persona cuando se enfrenta a una enfermedad grave. Pero más que eso, vi que ella estaba convencida de lo que decía. Al cabo de un tiempo, recibí una carta de Alison comunicándome que su cáncer había remitido y que confiaba en que lograría sanar por completo.
No subestimo la dificultad de renunciar a la creencia de que tu vida está y siempre estará definida por tus heridas. Es muy difícil abandonar este mito porque resulta muy útil: nos permite pensar que cualquier fracaso o falta de logros por nuestra parte es culpa de otra persona. La única forma de librarse del dominio que este mito ejerce sobre la psique es asumir una mayor responsabilidad por la calidad de nuestra vida, como hizo Alisen. En lugar de lamentarse de no haber ido a la universidad, vaya a la universidad. Empiece por apuntarse sólo a una asignatura por año, por correspondencia si es necesario. En lugar de lamentarse de no pesar veinte kilos menos, modifique su dieta, camine más, aunque sólo sea un par de kilómetros al día, y reduzca grasas. Cuando sienta la tentación de decir u pensar «yo pude haber conseguido..., pero mis heridas pasadas me lo impidieron», tome las medidas necesarias para cumplir esa meta «inalcanzable»-.
Preguntas para un auto-examen
• ¿Busca siempre algún pretexto para no hacer cosas más positivas en su vida?
• ¿Compara su historial de heridas con el de otras personas? En caso afirmativo, ¿por qué?
• Si se siente más herido que otras personas, ¿hace eso que se sienta más poderoso?
Muchas personas están convencidas de que sus vidas no son sino una compilación de heridas psíquicas que ellos mismos no pueden sanar. Cuando les digo que pueden librarse de sus heridas, la mayoría responde: —Usted no lo comprende. No he vuelto a ser la misma persona desde esa experiencia. ¿Cómo puedo cambiar eso ahora?
Después de pasar por una experiencia traumática o trágica, esas personas tienden a contemplar cada nueva experiencia a través de la lente de la herida que padecen. Proyectan su experiencia anterior sobre todo cuanto forma parte de su vida actual. Inician toda relación sospechando que será igual que la anterior. Incluso advierten a la persona con la que entablan una relación que jamás podrán confiar en él n ella plenamente debido a su experiencia pasada. Y describen su vida como una serie de desastres personales y profesionales que no pueden tener fin porque su pasado herido les ha arrebatado coda oportunidad de ser felices.
Aunque este estado anímico es triste, limitador y derrotista, algunas personas derivan un gran poder de su continuidad porque les autoriza a llevar una vida de nulas expectativas y escasa responsabilidad. Les permite apoyarse en otros, explotando sus sentimientos de culpabilidad para seguir beneficiándose de esa ayuda. Se expresan cotí tristeza o amargura sobre las metas creativas que jamás lograrán alcanzar debido a su historial de traumas físicos o emocionales. Buscan un sistema de apoyo que les conceda un espacio social en el que se sientan cómodos, donde puedan desarrollar libremente su heridalogía sin que les critiquen por ello. Dado que no se espera nada de una personalidad herida, no pueden fracasar.
Con el paso de los arios, a medida que esas personas se acostumbran a este poder y a esta autoprotección, cada vez les cuesta más cambiar. A medida que nos hacemos mayores, nos resulta muy difícil abandonar nuestras heridas y modificar nuestros criterios. Pero lo cierto es que el hecho de conceder tanta importancia a sus heridas puede dañar su psique tanto como las mismas heridas. El recrearse en una herida equivale a herirnos a nosotros mismos, constituye una auto flagelación, mantiene nuestra conciencia siempre centrada en la debilidad y nunca en la recuperación. Además, una psique convencida de su vulnerabilidad emocional y psicológica sólo puede producir un cuerpo físico que refleje esa condición. Si la fuerza y la independencia le producen temor, le resultará muy difícil conservar o recuperar la salud.
En uno de mis talleres, conocí a un hombre llamado Frank i|ue estaba absolutamente convencido de que sus heridas habían creado unas limitaciones inamovibles con respecto a lo que podía conseguir en la vida. Frank se quejaba continuamente de que podría haber sido un científico o un médico, pero, como algunos de sus profesores en la escuela le criticaban constantemente, se vio obligado a dedicarse a trabajos que requerían un menor nivel educativo y así evitarse más humillaciones.
Durante el taller, cada vez que la discusión se centraba en los diversos tratamientos médicos, Frank se apresura ha a aportar su opinión, que siempre era negativa. Los médicos no saben cómo tratar una enfermedad, decía, porque la mayoría de ellos no saben lo que es el sufrimiento. En cierto momento, un hombre objetó que muchos médicos tienen un pasado complicado, y que eligen la profesión médica precisamente para ayudar a los demás. El mismo era médico, dijo. Frank despachó esa objeción aduciendo que el hombre se limitaba a reprimir su dolor y que, como médico, era incapaz de entrar en contacto con sus emociones. A medida que la discusión se prolongaba, cuatro personas más relataron sus crisis personales, que habían conseguido resolver. Pero Frank interpretó esos comentarios positivos como una ofensa. Se levantó y declaró que nadie había padecido unas heridas emocionales tan profundas como él. Tras lo cual se marchó y abandonó el grupo de apoyo.
Pese a la actitud de Frank, a menudo me he sentido inspirada por las maravillosas historias de curación que otras personas de este grupo relataron, y por muchas otras que he oído en otros talleres. Esas personas habían superado unas experiencias atroces y habían logrado no sólo construir una vida productiva, sino dichosa.
En un taller conocí a una mujer llamada Alison que había padecido cáncer de mama y se había curado. Poco después de cumplir treinta años, se descubrió un bulto en el pecho que resultó ser maligno. En esa época, Alison mantenía una relación con un hombre llamado Sam y habían empezado a hablar de matrimonio. Cuando Alison contó a Sam que tenía cáncer, él respondió que «lucharían juntos contra eso» y luego se dedicarían a disfrutar de la vida. Pero no Fue así, porque, según explicó Alison, «Sam necesitaba que yo dependiera de é!. Mi dependencia le hacía sentirse seguro: le daba la sensación de que controlaba nuestra relación».
Mientras Alison se esforzaba en sanar, también curó su personalidad, y comprendió que, aunque amaba a Sam, su dependencia de él ¡e impedía progresar. Dependía de él hasta el punto de pretender que fuera él quien consiguiera curarla. Al mismo tiempo, Alison temía ser fuerte porque asociaba la fortaleza con la independencia.
—Yo era inca paz, de relacionarme con otras personas sin proporcionarles una lista de mis puntos débiles —dijo—. Yo sabía cómo ser incompleta, y siempre me había parecido el medio de sentirme unida a alguien. Con Sam dio resultado, al igual que con otros hombres con los que había tenido una relación. Pero comprendí que debía convertirme en una persona distinta, una persona fuerte y capaz de afrontar sola el cáncer.
Incluso la idea de curarse por sí sola asustaba a Alison, porque temía que Sam pensara que había hecho algo sin su participación.
—Me atormentaba tanto el temor de curarme como el de no curarme —nos explicó Alison—. Comprendí que, si me curaba, tendría que analizar esas facetas de mi personalidad que había utilizado para comunicarme con la gente, en particular con Sam. Una noche me di cuenta de que debía tomar mía decisión, y dije a Sam que necesitaba un poco de espacio para reorganizar mis pensamientos. El lo interpretó como un rechazo, y nuestra relación terminó.
La doctora de Alison le proporcionó una perspectiva bien distinta. Le aseguró que ser una persona fuerte no significaba vivir sola, sin» gozar de una vida más satisfactoria, porque la independencia implica poder elegir. La fuerza le permitiría no tener que «conformarse con lo primero que se presentara»-, sino poder decidir con qué hombre deseaba compartir su vida.
—Al principio no la creí —dijo Alison—, pero me gustó lo que decía.
Alison recordaba esas palabras cada vez que experimentaba temor ante la soledad, especialmente ahora que vivía s«la-
—Me dije que sola o con otra persona, deseaba disfrutar de una vida sana y placentera —dijo—. Lo que me pareció más interesante de esa decisión es que una vez que me dije eso, empecé a creer que era capaz de controlar mi vida yo misma. Pero, al mismo tiempo, sabía que no estaría sola.
Después de nuestra conversación, experimenté una sensación muy positiva con respecto a la situación de Alison. Vi en ella todos los elementos de responsabilidad y firmeza de carácter que necesita una persona cuando se enfrenta a una enfermedad grave. Pero más que eso, vi que ella estaba convencida de lo que decía. Al cabo de un tiempo, recibí una carta de Alison comunicándome que su cáncer había remitido y que confiaba en que lograría sanar por completo.
No subestimo la dificultad de renunciar a la creencia de que tu vida está y siempre estará definida por tus heridas. Es muy difícil abandonar este mito porque resulta muy útil: nos permite pensar que cualquier fracaso o falta de logros por nuestra parte es culpa de otra persona. La única forma de librarse del dominio que este mito ejerce sobre la psique es asumir una mayor responsabilidad por la calidad de nuestra vida, como hizo Alisen. En lugar de lamentarse de no haber ido a la universidad, vaya a la universidad. Empiece por apuntarse sólo a una asignatura por año, por correspondencia si es necesario. En lugar de lamentarse de no pesar veinte kilos menos, modifique su dieta, camine más, aunque sólo sea un par de kilómetros al día, y reduzca grasas. Cuando sienta la tentación de decir u pensar «yo pude haber conseguido..., pero mis heridas pasadas me lo impidieron», tome las medidas necesarias para cumplir esa meta «inalcanzable»-.
Preguntas para un auto-examen
• ¿Busca siempre algún pretexto para no hacer cosas más positivas en su vida?
• ¿Compara su historial de heridas con el de otras personas? En caso afirmativo, ¿por qué?
• Si se siente más herido que otras personas, ¿hace eso que se sienta más poderoso?
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