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lunes, 30 de noviembre de 2009

LA MEDICINA DE LA ENERGIA: Enfermedad, intimidad y el temor a sanar


La auténtica curación es uno de los viajes más temibles que podemos emprender. A algunas personas, la enfermedad les proporciona una sensación de seguridad física que, en ocasiones, les lleva a reducir la velocidad a la que transcurre o se modifica su vida. Asimismo, la enfermedad les ofrece la seguridad de no tener que hacer frente a sus cuestiones internas o realizar cambios importantes en su forma de ser. Y, como ya he comentado, ai contraer una enfermedad grave se reciben atenciones y cuidados que no suelen ser habituales. Esta situación resulta seductora y puede inducir a pensar que si sanamos cambiará.
El estudio de arquetipos, a medida que emergen durante la exploración de nuestro ser interior y de nuestros hábitos, constituye la puerta de acceso a los espacios más grandes y luminosos de la conciencia humana. Sin embargo, debo reconocer que yo no lo comprendí hasta que una enfermedad me obligó a examinar mis hábitos y mis temores. A través de aquel largo y doloroso viaje, desarrollé la capacidad intuitiva de percibir esos hábitos y temores en otras personas.
En 1982, me trasladé a New Hampshire para fundar junto con otras personas la Stillpoint Publishing Company. Como be comentado en el capítulo 1, las tres personas que fundamos la editorial deseábamos especializarnos en la publicación de libros que fomentaran el movimiento de la conciencia humana, pero para mí eso representaba una meta profesional y no el compromiso personal de asumir una vida más consciente. Antes de interesarme en la curación holista, había trabajado como periodista en Chicago y gozaba de una salud perfecta, aunque llevaba una vida nada saludable. Fumaba, bebía litros de café al día, no hacía ejercicio y no me preocupaba lo más mínimo de lo que comía. No consumía bebidas alcohólicas ni drogas, pero, teniendo en cuenta mis otros hábitos nocivos, tenía el organismo repleto de toxinas. Poco después de llegar a New Hampshire, empecé a experimentar un dolor tan intenso en ía zona lumbar que a veces tenía que visitar a mi masajista dos veces al día. Aún le estoy agradecida por hacerme un precio reducido, una especie de «precio al por mayor» debido a las numerosas visitas que le hice.
Al mismo tiempo, sufría dolores de cabeza constantes: migrañas, sinusitis y jaquecas debidas al estrés. A veces duraban unos días, otras una semana entera. Recuerdo una jaqueca que tuve durante cinco semanas. Creí que sería el peor dolor de cabeza que iba a experimentar en mi vida, pero me equivocaba. Un año más tarde padecí uno que duró desde principios de mayo hasta fines de agosto.
Durante esa época, contraje también el síndrome de fatiga crónica, lo cual, pensándolo ahora, no me sorprende, ya que los eres socios de la editorial trabajábamos prácticamente las veinticuatro horas del día para levantar nuestra empresa. Debido a ese horario y a los constantes dolores de cabeza, empecé a dormir mal. Con frecuencia pasaba buena parte de la noche vomitando a causa del dolor, y al día siguiente, agotada y sin haber pegado ojo, trabajaba en la oficina diez o doce horas seguidas, mientras bebía una taza de café tras otra para mantenerme despierta.
Por esa época, el arquetipo del «niño herido» empezó a popularizarse en los libros y los ambientes de psicología. Yo oía continuamente a personas que hablaban del niño que llevaban dentro y que achacaban la culpa de su conducta a las heridas que ese «niño interior» no había sanado. Yo pensaba que estaban locos y, dada mi propensión a soltar lo que pienso, solia decirlo sin ambages, lo cual me valió la fama de ser una persona a evitar en una situación de crisis.
Durante la época álgida de mi síndrome de fatiga crónica, una buena amiga mía llamada Sally propuso llevarme a un sanador que ella conocía.
—¿Y cómo va a ayudarme? —pregunté con el máximo tacto.
Sally me explicó que ese sanador curaba a la gente con sus manos. Yo le dije, sin ningún miramiento, lo que pensaba sobre esos métodos y dejamos el tema hasta un día en que casi no pude levantarme de la cama. Llamé a Sally aquella misma mañana y le pedí que concertara una cita para ir a ver al sanador. De paso, le pedí que viniera a recogerme, pues me sentía demasiado débil para conducir.
Al cabo de una hora, mi amiga vino a buscarme y me llevó a conocer al sanador. Sally no paró de hablar, durante todo el trayecto, de la habilidad de ese hombre y de la fe que tenía en él. Cuando llegamos al cobertizo que el sanador utilizaba como despacho, éste me pidió que entrara en la habitación donde visitaba a sus pacientes. Me preguntó qué me ocurría y repuse que no tenía energía y que necesitaba algo que me pusiera en marcha. El sanador me miró a los ojos y luego miró por encima de mi cabeza. Después de hacer ese movimiento con los ojos tres veces, se apoyó en el respaldo de su silla y cruzó los brazos.
—Me niego a ayudarte —declaró.
Acto seguido, me acompañó hasta la puerta, mientras comentaba que yo regresaría a verlo. Le dije que esperara sentado, y salí del cobertizo sintiéndome abandonada de la mano de Dios y más sola que la una.
Cuando conté a Sally lo sucedido, ésta se quedó desconcertada. Durante el viaje de vuelta, Sally no cesó de disculparse por la forma en que el sanador se había comportado conmigo y, aunque insistí en que ella no tenía nada que ver, me di cuenta de que se sentía culpable. Nos quedamos calladas unos minutos, y después Sally dijo suavemente:
—Creo que debes entrar en contacto con la niña que llevas en tu interior.
Eso era lo peor que me podía haber dicho, y en el peor momento.
—¡No quiero oír una palabra sobre esta estupideces de una niña interior! —protesté—. Mi niña interior, suponiendo que exista, no está herida. No tuve una infancia traumática, no provengo de una familia desunida, mis padres se aman profundamente y siempre nos han querido a mis hermanos y a mí. Así que ¿dónde ha recibido sus heridas esta supuesta niña interior?
Sally repuso que las heridas de la infancia tienen muchas causas diferentes y que, aunque yo hubiera sido una niña feliz, todos adquirimos algún tipo de herida durante nuestros primeros años de vida. Yo le advertí que no se dejara llevar por esas tonterías.
Después de que Sally me dejara en casa, entré en mi habitación, me tumbé en la cama y me tiré de cabeza al pozo de la autocompasión. Creía tener toda ¡a razón para sentir lástima de mí misma porque había dedicado mí vida a tratar de curar a los demás publicando libros sobre tratamientos alternativos y, cuando yo misma necesitaba ayuda, esos tratamientos alternativos me habían fallado.
Me quedé en ese agujero negro de autocompasión hasta unos diez días después de mi entrevista con el sanador. Cuando Sally se armó de valor y le preguntó por qué se había negado a ayudarme, el sanador le contestó que había notado una presencia detrás de mí que le había advertido que no me tocara. Cuando Sally me comentó esa extraña revelación, me quedé más desconcertada que antas. Al cabo de unos días, un grupo de estudiantes que trabajaba con ese hombre averiguó que, además de ejercer sus presuntas dotes curativas, había tratado de abusar sexualmente de algunas de sus clientes femeninas. Cuando me enteré de eso, comprendí que, justamente cuando me había sentido abandonada, en realidad había estado protegida. Pese a este extraño episodio, no lograba recuperar las fuerzas y seguí sintiendo pena por mí misma.
En 1985, debido a mi incipiente fama de intuitiva dentro del mundillo editorial, empecé a recibir invitaciones para dar unas conferencias sobre la relación entre la energía y la enfermedad por el área de Nueva Inglaterra. Poco después, me pidieron que organizara un taller para un maravilloso grupo de dentistas en el norte de New Hamps-hire. Mis métodos de enseñanza incluyen la utilización de casos clínicos y anécdotas que me han explicado personas con las que he trabajado, pero puesto que en aquella época había tenido escasa experiencia con otra gente, decidí hablar sobre mi enfermedad. Cuando ya llevaba un rato hablando de mí misma, uno de los dentistas airó la mano y preguntó:
—¿Cómo es posible que una persona de su edad agarre tantas enfermedades infantiles?
En aquel instante sentí como si esa niña interior, la que yo creía que no existía, saltara de pronto fuera de mi pecho, me mirara a los ojos y se riera en mis narices como diciendo: «¡ilusa! ¿Creías que controlabas tu vida? Pues estás muy equivocada.»
Me sentí, al mismo tiempo, perpleja, disgustada, confundida e intrigada. Cuando acabó el taller, reflexioné sobre esa experiencia y su significado. Empecé a tomarme en serio a mi niña interior y percibí áreas de mi vida que requerían ser exploradas más a fondo.
Seguía teniendo dolores de cabeza; a finales de los años ochenta, empecé a creer que no conseguiría librarme jamás de ellos. Mientras tanto, seguía enseñando a muchas personas en los talleres, cada vez más grandes, que organizaba por todo el país, insistiendo en que cualquiera puede sanar de una enfermedad. Cuando pronunciaba esas palabras en voz alta, pensaba en mi fuero interno: «Excepto yo.» A menudo me alejaba del estrado sintiéndome como una estafadora, o, en todo caso, mino una persona en profundo conflicto. Aunque creía sinceramente en mis enseñanzas, no lograba conectar con el poder que contenían mis palabras y mis ideas. Me sentía como esos eruditos en la India llamados pandits, los cuales se dedican a estudiar e interpretar las escrituras hindúes y todas las sutilezas que encierran las prácticas místicas pero que no buscan aplicar para sí mismos esas enseñanzas. En resumidas cuentas, era incapaz de usar los métodos que propuganaba para airar-
me a mi misma.

En agosto de 1988, tuve que someterme a una pequeña intervención en la nariz. Fui a mi ciudad natal, Chicago, para la operación porque necesitaba descansar. Sabía que después de la operación tendría la cara corno si me hubieran atracado por la calle, así que decidí quedarme en casa de mis padres hasta recuperarme por completo. Dos semanas después de la intervención, que fue perfectamente, regresé a mi granja de New Hampsbire. En cuanto entré por la puerta, empecé a sangrar lentamente por la nariz. Eso me chocó, puesto que nunca antes había sufrido una hemorragia nasal, ni siquiera de niña.
Al poco rato, la hemorragia se volvió un torrente que me bajaba por la garganta. Corrí al baño y vomité sangre por todas partes. Llamé a mis vecinos, Karol y Ray, quienes me llevaron a su casa, me tendieron en el sofá y me dieron un bol enorme para recoger la sangre que no paraba de chorrear.
—Tranquilízate, cielo —dijo Karol en tono maternal—. Nadie se muere de una hemorragia nasal.
Cuarenta y cinco minutos después, en los que no había dejado de sangrar, oí a Ray que le decía a Karol en voz baja:
—Tenemos que llamar a una ambulancia.
Cuando llegó el equipo de rescate, yo estaba demasiado débil para moverme. Me metieron en la ambulancia, y dos mujeres roe atendieron durante el trayecto hacia el hospital. Tuve que incorporarme porque me ahogaba con la sangre que estaba tragando. Entonces, oí a una de las asistentes preguntar a su compañera:
— ¿Crees que se salvará?
Al oír ese comentario, miré por la ventana de la ambulancia, y en aquel instante mi cabeza cayó en el bol de sangre que sostenía en las rodillas. De pronto, sentí que flotaba fuera del vehículo, y miraba a esas dos mujeres, que intentaban desesperadamente levantar mi cabeza del bol. De algún modo comprendí que estaba muerta o que vivía una experiencia cercana a la muerte. Comencé a alejarme de la Tierra basta quedar suspendida en el espacio. De improviso, me sentí abrazada por una presencia, amorosa y extrañamente familiar, la cual me dijo que aún no había llegado el momento de regresar al hogar, que debía volver porque aún tenía muchas cosas que hacer.
Vi imágenes de lo que el futuro me reservaba, pero eran muy tenues, casi corno si mirara a través del aire. Cuando me disponía a regresar —suponiendo que fuera realmente a regresar— vi mi cuerpo, que en la distancia no parecía mayor que un grano de arena. Mientras flotaba en el espacio, tuve la sensación de ser del tamaño del infinito y me pregunté: « ¿Cómo volveré a mi cuerpo? No voy a caber.»
La imagen de un genio metiéndose en mía botella apareció por un segundo en mi mente y, en aquel instante, me sentí atraída como por imán hacia mi cuerpo, mientras pensaba: «¿Es esto lo que representa la imagen de un genio en una botella?, ¿el espíritu que penetra en el cuerpo?»
Después de esa experiencia, me dediqué a examinar más a fondo a la niña que llevaba dentro. Durante ese proceso, comprendí que el motivo por el que me resistía a bucear en el interior de mi ser era por temor a reencontrar viejos sentimientos, como si examinar mi interior supusiera abrir una caja que había permanecido sepultada durante miles de años. En mi conciencia, iban apareciendo diversas imágenes. Mis sueños pasaran de ser normales y corrientes, con acontecimientos cotidianos, a ser imágenes de una niña asustada tratando de abrirse paso en un mundo de adultos. Poco a poco, comprendí que me había sentido de esa forma durante toda mi vida adulta. Mientras comenzaba a captar la magnitud de mi inseguridad, comprendí por qué desempeñaba siempre el papel de «niña» en la mayoría de mis relaciones. No conocía el significado de las fronteras personales, y solía reaccionar con comentarios sarcásticos ante situaciones conflictivas, un método infantil de comunicación que había desarrollado porque no había aprendido a expresar mis temores y deseos. No obstante, comprendí que, para curarme físicamente, primero debía encararme con mi niña interior y resolver los temores que este arquetipo contenía para mí. Yo no quería tener que hacer ese trabajo interior; en primer lugar, porque sabía que no era fácil, y en segundo lugar, porque sabía que se trataba de un largo trayecto. En el momento de redactar estas líneas aún no he llegado al final del trayecto, pero estoy a muchos kilómetros del principio. Por medio de esta experiencia logré conectar con la energía sanadora que, durante años, me había parecido inaccesible. En vez de simplemente creer en la existencia de unas energías arquetípicas, ahora sé que son reales. Sé que no son únicamente unos lugares abstractos que hemos inventado para describir unas fuerzas imaginarias que operan dentro de nosotros. Estas energías son reales, y existen en cada uno de nuestros pensamientos y nuestras experiencias. Muchos cíe nosotros tememos, como yo temía, establecer una relación íntima con nuestro ser interior. Esa intimidad, a la vez humillante, iluminadora y aterradora, constituye una experiencia esencial para sanar. La curación requiere una honestidad personal, y pocas cosas son más íntimas que ésa.


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