Armada con el conocimiento de mi resistencia a emprender mi viaje personal de curación, decidí preguntar a los participantes en uno de mis talleres qué importancia tenía para ellos sanar. Al principio, todos respondieron con entusiasmo que nada se interponía en el camino para alcanzar esa meta. Pero su respuesta fue tan rápida y vehemente que supe que algo iba mal: había sido mental, no auténtica y emocional. El nivel emocional revela nuestros verdaderos sentimientos.
Decidí ponerlos a prueba y les pedí que especificaran los posibles cambios en su estilo de vida que estaban dispuestos a hacer para sanar. La curación tiene un precio, como también lo tiene comprender la naturaleza de nuestra conciencia. El precio de la salud es, en muchos aspectos, semejante a la respuesta a otra pregunta que pude haberles formulado: «¿A qué estáis dispuestos a renunciar para reuniros con Dios?» El Señor pidió a Abraham que sacrificara a su hijo. La condición de sacrificar algo simboliza nuestro acuerdo de renunciar a nuestra adherencia a la dimensión de la autoridad física; es la prueba de nuestra fe en lo Divino. Esta prueba aparece una y otra vez con cada crisis que se plantea en nuestra vida. No se nos pone a prueba una sola vez, sino que se nos formula continuamente la siguiente pregunta: «¿En qué mundo confías, en el tuyo o en el Mío?»
Teniendo esto presente, formulé al equipo una serie de preguntas, alzando con cada una de ellas el listón del compromiso.
—Si para sanar tuvierais que cambiar de trabajo, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
La mayoría de los asistentes respondió que sí.
—Si para sanar tuvierais que trasladaros a otra ciudad, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
De nuevo, la mayoría repuso afirmativamente.
—Si para sanar tuvierais que cambiar la mayor parte de vuestras actitudes hacia otros y hacia vosotros mismos ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
El grupo se lo pensó un poco más. En esta ocasión, las respuestas fueron más variadas. Algunos asistentes dijeron que no creían que tuvieran que modificar mucho su actitud. Otros respondieron que si se necesitaban esos cambios, estaban dispuestos a hacerlos.
—Si para sanar tuvierais que modificar todos vuestros hábitos físicos, como restringir el consumo de alimentos e incorporar en vuestra rutina diaria un programa de ejercicios, ¿estarías dispuestos a hacerlo?
De nuevo, las respuestas fueron variadas. Algunos dijeron que no querían renunciar a ciertas cosas y no veían la necesidad de hacerlo. En cuanto al programa de ejercicios, algunos dijeron que, aunque quisieran hacerlo, no disponían de tiempo suficiente.
—Si para sanar tuvierais que estar solos bastante tiempo, quizá comenzar un retiro espiritual prolongado que os permita hacer frente a vuestro lado oscuro, ¿lo haríais?
Las respuestas se volvieron más interesantes. Algunos asistentes se pusieron a la defensiva: «¿Por qué tendría que hacer algo así?», querían saber. Otros se negaban tajantemente, como si temieran que una respuesta positiva les fuera a obligar automáticamente a retirarse de la vida mundana durante tres meses en cuanto acabara el taller.
—Si para sanar vuestra naturaleza emocional y psicológica tuvierais que experimentar una enfermedad física, tal vez larga y complicada, como medio de establecer' contacto con esas partes de vosotros, ¿aceptaríais el desafío?
La mayoría respondió que no. Algunos dijeron que lo aceptarían si no hubiera más remedio. Uno contestó: «Desde luego.»
—Si para lograr la salud tuvierais que renunciar a todo lo que os es familiar, vuestro hogar, vuestro cónyuge, vuestro trabajo, ¿lo aceptaríais?
En esta ocasión, el grupo guardó silencio. Nadie quería responder. Yo sabía que estaban asustados. Cuando les pregunté qué temían, algunos contestaron con preguntas que, esencialmente, se reducían a las dos siguientes: «¿Por qué la curación exige tanto esfuerzo y sacrificio? ¿Por qué no puede ser más sencilla?»
Les dije que mi propósito al formularles esas preguntas no era ni aterrorizarles ni hacer que el proceso de curación pareciera un lecho de espinas. Mi propósito era demostrarles que poseemos en nosotros mismos, aunque no lo sepamos, las condiciones para poder avanzar en nuestra vida, inclusive el poder de sanar una enfermedad. Era evidente que responder a estas preguntas, aunque todos los asistentes gozaran de una salud aceptable, les atemorizaba. Entonces les propuse que imaginaran cómo se sentirían si tuvieran necesariamente que afrontar esta situación. Yo misma habría podido responder a esa pregunta.
Una mujer llamada Meg, que había venido poco tiempo antes a verme para consultarme sobre su salud, padecía un dolor constante y agudo en el centro de la espalda. También experimentaba una sensación de ardor en los muslos tan intensa, que la piel de esa zona parecía haber sufrido quemaduras de tercer grado, y tenía los pies tan hinchados que apenas podía caminar. Cuando nos vimos, su voz sonaba muy débil y era evidente que había estado llorando. Durante la sesión, intuí que acababa de romper con un hombre del que estaba muy enamorada, un hombre con el que había confiado compartir el resto de su vida. Simbólicamente, representaba a la persona en la que ella podía «apoyarse». De forma un tanto confusa, Meg confirmó mi intuición, al decirme que había roto con un hombre con el que había salido durante dos años y con quien había confiado en llegar a casarse.
Yo le pregunté si se había sentido sexualmente incompetente en esa relación, puesto que todo indicaba que, en parte, su problema se debía a un sentimiento de inferioridad sexual. Meg respondió negativamente. Yo insistí en que un profundo sentimiento de inferioridad era una de las causas de su situación, dado el emplazamiento del dolor de espalda y la sensación de ardor en los muslos.
—Yo no tenía suficiente dinero para él —contestó Meg—. Quería casarse con una millonada, y yo tengo lo justo para mis gastos.
Pese a la actitud de ese hombre y a la enfermedad de Meg, ésta seguía viéndole.
—Viene cada día a ver cómo estoy —me dijo—. Ya necesito que lo haga, porque donde vivo no hay nadie que pueda ayudarme.
Presenté a Meg un perfil de las «condiciones» que exigía su curación, y que empezaba por mudarse a otra comunidad donde contara con el apoyo de familiares o amigos, o, cuando menos, dejar de ver a ese hombre. Meg repuso que ambas cosas eran imposibles, en particular la segunda.
Entonces le pregunté si creía que, al curarse, ese hombre dejaría de visitarla. La respuesta de Meg fue tan instantánea que no le dio tiempo a pensar en lo que decía:
—No puedo curarme. El me abandonaría y se buscaría a otra mujer. ¿Y qué iba a hacer yo entonces?
Pedí a Meg que analizara su situación. Que imaginara simbólicamente que su ex novio representaba su temor de quedarse sola en la vejez, puesto que ya había cumplido los cincuenta años. Le aseguré que si hacía frente a ese temor y aprendía a valerse por sí misma, se sentiría más segura y más sana. De paso, quizá conociera a un hombre que se sintiera también seguro de sí mismo y se enamorara de ella. Le pedí que imaginara que vivía el mito de «una doncella en apuros que aguarda que aparezca el príncipe azul», quien la rescatará y la llevará a su castillo. Entonces, en lugar de contemplar a su ex novio como el príncipe azul, que procurara verse a ella misma en ese papel.
Meg no podía verse simbólicamente a ella misma ni a su ex novio en esos papeles.
—Él no es fruto de mi imaginación —dijo—. Es real. ¿De qué me sirve imaginarlo como algo simbólico?
Meg se hallaba tan inmersa en la conciencia tribal que yo sólo podía comunicarme con ella utilizando un lenguaje tribal, de modo que le propuse que se fuera a vivir «temporalmente» con un miembro de su familia que la ayudara a recuperar la salud, aunque sus hermanos y hermanas habitaban en otros estados. Megme prometió pensarlo, animada por la palabra «temporal».
No todo el mundo está tan limitado por su energía tribal. Un hombre llamado Tod me escribió para decirme que, después de haber asistido a una de mis conferencias sobre las condiciones que imponemos a nuestra curación, él había empezado a pensar seriamente sobre sus condiciones. A través del autoanálisis, Tod había comprendido que probablemente su cáncer de próstata se debía, en parte, al temor que le infundía la posibilidad de que su familia descubriera su homosexualidad. Tod siempre había mantenido oculta esa parte de su vida y temía que, si su familia lo descubría, se sentiría avergonzada de él. Tod se había dado cuenta de que su temor procedía también de que él se sentía incómodo con su sexualidad, y de que, a menos que la aceptara abiertamente, no conseguiría curarse.
De modo que Tod invitó a sus familiares a cenar en su casa y después de cenar les preguntó si existía alguna circunstancia que les impidiera quererle. Sus familiares se mostraron desconcertados por la pregunta. Al cabo de unos momentos su hermana respondió:
— ¿Te refieres a si seguiríamos queriéndote si nos dijeras que eras gay?
A Tod le sorprendió la respuesta de su hermana y la naturalidad con la que la había formulado.
—Sí —contestó—, a eso me refería.
—Luego —me comentó Tod—, mi hermana dijo: «Hombre, siempre lo hemos sabido. No tiene nada de particular. ¿Querías decirnos algo más? ¿Que te dedicas a robar bancos o algo por el estilo?» Yo me puse a reír y a llorar al mismo tiempo. Sentí una profunda sensación de amor y gratitud hacia mi familia. No se imagina cuánto quiero a mis padres y a la loca de mi hermana. Después de sincerarme con mi familia tuve el convencimiento de que curarme, para utilizar la frase de mi hermana, «no tenía nada de particular».
No podemos sanar una enfermedad grave o crónica sin cambiar algunos de nuestros hábitos, y el cambio, sin duda, constituye el aspecto más terrorífico del proceso de curación. Por supuesto, no todos los cambios son difíciles, aterradores o dolorosos. Muchos son agradables, como llevar una vida menos acelerada y dedicar más tiempo a nuestras aficiones. Incorporar un programa de ejercicios a nuestra rutina cotidiana y consumir unos alimentos sanos también resulta agradable, una vez que esas actividades pasan a formar parte integrante de nuestra vida. Pero todos ellos son unos cambios físicos o tribales.
El temor no comienza hasta que el cambio penetra en la región individual. Entonces debemos investigar qué nos perjudica emocional, psicológica y espiritualmente. A este nivel empezamos a desarrollar un enfoque condicional, negociador, al proceso de curación.
Cuando pregunté a los participantes en mi taller qué cambios estarían dispuestos a realizar para curarse, la respuesta más interesante la ofreció una mujer que llamaré Marta.
—Me gustaría no tener que trabajar todo el día —dijo—-, porque disfruto mucho de mi tiempo libre. Y me gustaría tomarme unas largas vacaciones cada año. Y visitar muchos países, porque viajar es una de mis aficiones favoritas. Y, por supuesto, no querría que se rompiera sú matrimonio ni tener que abandonar a mis hijos. Eso sería totalmente inaceptable.
La mayoría de cosas que mencionó Marta no eran aspectos de su vida que sacrificaría para curarse, sino deseos por cosas que no tenía.
Cuando Marta hubo terminado, la mayoría de los miembros del grupo hizo comentarios semejantes con los que expresaron su negativa a hacer grandes sacrificios para curar se. La franqueza de Marta les había permitido desdecirse de las respuestas positivas que habían formulado con anterioridad. Todos se sentían aliviados de poder evitar enfrentarse a decisiones difíciles.
Lamentablemente, no podemos imponer nuestros términos y condiciones al proceso de curación. Encontrar el camino indicado exige codo o nada. Cuando imponemos ciertas condiciones a nuestra curación, sólo conseguimos una curación condicional dependencia y la suposición de que otra persona puede hacerlo por nosotros
Somos, por naturaleza, seres dependientes, lo cual no es totalmente negativo. Resulta reconfortante saber que podemos apoyarnos en otros y que ellos cuentan con nosotros. Esto es algo que aprendemos como seres tribales. La curación, sin embargo, es uno de los desafíos de la vida —quizás el más extremo— que debemos afrontar solos. Otros pueden ofrecernos su ayuda y so apoyo, pero sólo la persona enferma es capa?, de llevar a cabo la tarea más ardua y profunda.
Las actitudes positivas que Ja gente muestra hacia nosotros durante el proceso de curación no son lo suficientemente potentes para mejorar nuestro estado físico, en particular cuando nos sentimos invadidos por los temores que genera una enfermedad o cuando asumimos una actitud pasiva. Una mujer, a 5a que conocí en uno de mis talleres, padecía lupo y una depresión grave. Cuando le hablé de la necesidad de alimentar cierta medida de esperanza, repuso:
—Lo tic la esperanza lo dejo para mis amigos y mi Iglesia. A mí me basta y me sobra con el esfuerzo de levantarme por las mañanas.
Este es un ejemplo clásico de una persona que depende de la voluntad tribal para que realice el trabajo que le corresponde a ella. Pese al consuelo que nos aportan nuestros familiares y amigos, ese poder disminuye cuando el receptor no trata de ayudarse a sí mismo.
En otra situación, a un hombre que padecía cáncer de próstata y había caído en la depresión le propuse que se concediera una hora al día de «depresión». Durante esa hora, podía llorar, gritar o golpear un colchón, lo que fuera con tal de eliminar su rabia, el temor y el dolor que potencian la fuerza de la depresión. Pero después de esa hora, debía dedicarse a la oración, la meditación o la lectura de un libro sobre espiritualidad que le ayudara a recobrar su esperanza. De esta forma, cuando se reuniera con sus amigos o familiares para recibir su apoyo y su cariño, estaría en mejor disposición para asimilar la potente energía que éstos transferían a su organismo.
Por más que queramos que los demás hagan el trabajo por nosotros, no pueden. Es posible estar receptivos al cariño y al apoyo de los demás, pero la labor interior que debemos llevar a cabo sólo podemos realizarla nosotros mismos.
Decidí ponerlos a prueba y les pedí que especificaran los posibles cambios en su estilo de vida que estaban dispuestos a hacer para sanar. La curación tiene un precio, como también lo tiene comprender la naturaleza de nuestra conciencia. El precio de la salud es, en muchos aspectos, semejante a la respuesta a otra pregunta que pude haberles formulado: «¿A qué estáis dispuestos a renunciar para reuniros con Dios?» El Señor pidió a Abraham que sacrificara a su hijo. La condición de sacrificar algo simboliza nuestro acuerdo de renunciar a nuestra adherencia a la dimensión de la autoridad física; es la prueba de nuestra fe en lo Divino. Esta prueba aparece una y otra vez con cada crisis que se plantea en nuestra vida. No se nos pone a prueba una sola vez, sino que se nos formula continuamente la siguiente pregunta: «¿En qué mundo confías, en el tuyo o en el Mío?»
Teniendo esto presente, formulé al equipo una serie de preguntas, alzando con cada una de ellas el listón del compromiso.
—Si para sanar tuvierais que cambiar de trabajo, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
La mayoría de los asistentes respondió que sí.
—Si para sanar tuvierais que trasladaros a otra ciudad, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
De nuevo, la mayoría repuso afirmativamente.
—Si para sanar tuvierais que cambiar la mayor parte de vuestras actitudes hacia otros y hacia vosotros mismos ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
El grupo se lo pensó un poco más. En esta ocasión, las respuestas fueron más variadas. Algunos asistentes dijeron que no creían que tuvieran que modificar mucho su actitud. Otros respondieron que si se necesitaban esos cambios, estaban dispuestos a hacerlos.
—Si para sanar tuvierais que modificar todos vuestros hábitos físicos, como restringir el consumo de alimentos e incorporar en vuestra rutina diaria un programa de ejercicios, ¿estarías dispuestos a hacerlo?
De nuevo, las respuestas fueron variadas. Algunos dijeron que no querían renunciar a ciertas cosas y no veían la necesidad de hacerlo. En cuanto al programa de ejercicios, algunos dijeron que, aunque quisieran hacerlo, no disponían de tiempo suficiente.
—Si para sanar tuvierais que estar solos bastante tiempo, quizá comenzar un retiro espiritual prolongado que os permita hacer frente a vuestro lado oscuro, ¿lo haríais?
Las respuestas se volvieron más interesantes. Algunos asistentes se pusieron a la defensiva: «¿Por qué tendría que hacer algo así?», querían saber. Otros se negaban tajantemente, como si temieran que una respuesta positiva les fuera a obligar automáticamente a retirarse de la vida mundana durante tres meses en cuanto acabara el taller.
—Si para sanar vuestra naturaleza emocional y psicológica tuvierais que experimentar una enfermedad física, tal vez larga y complicada, como medio de establecer' contacto con esas partes de vosotros, ¿aceptaríais el desafío?
La mayoría respondió que no. Algunos dijeron que lo aceptarían si no hubiera más remedio. Uno contestó: «Desde luego.»
—Si para lograr la salud tuvierais que renunciar a todo lo que os es familiar, vuestro hogar, vuestro cónyuge, vuestro trabajo, ¿lo aceptaríais?
En esta ocasión, el grupo guardó silencio. Nadie quería responder. Yo sabía que estaban asustados. Cuando les pregunté qué temían, algunos contestaron con preguntas que, esencialmente, se reducían a las dos siguientes: «¿Por qué la curación exige tanto esfuerzo y sacrificio? ¿Por qué no puede ser más sencilla?»
Les dije que mi propósito al formularles esas preguntas no era ni aterrorizarles ni hacer que el proceso de curación pareciera un lecho de espinas. Mi propósito era demostrarles que poseemos en nosotros mismos, aunque no lo sepamos, las condiciones para poder avanzar en nuestra vida, inclusive el poder de sanar una enfermedad. Era evidente que responder a estas preguntas, aunque todos los asistentes gozaran de una salud aceptable, les atemorizaba. Entonces les propuse que imaginaran cómo se sentirían si tuvieran necesariamente que afrontar esta situación. Yo misma habría podido responder a esa pregunta.
Una mujer llamada Meg, que había venido poco tiempo antes a verme para consultarme sobre su salud, padecía un dolor constante y agudo en el centro de la espalda. También experimentaba una sensación de ardor en los muslos tan intensa, que la piel de esa zona parecía haber sufrido quemaduras de tercer grado, y tenía los pies tan hinchados que apenas podía caminar. Cuando nos vimos, su voz sonaba muy débil y era evidente que había estado llorando. Durante la sesión, intuí que acababa de romper con un hombre del que estaba muy enamorada, un hombre con el que había confiado compartir el resto de su vida. Simbólicamente, representaba a la persona en la que ella podía «apoyarse». De forma un tanto confusa, Meg confirmó mi intuición, al decirme que había roto con un hombre con el que había salido durante dos años y con quien había confiado en llegar a casarse.
Yo le pregunté si se había sentido sexualmente incompetente en esa relación, puesto que todo indicaba que, en parte, su problema se debía a un sentimiento de inferioridad sexual. Meg respondió negativamente. Yo insistí en que un profundo sentimiento de inferioridad era una de las causas de su situación, dado el emplazamiento del dolor de espalda y la sensación de ardor en los muslos.
—Yo no tenía suficiente dinero para él —contestó Meg—. Quería casarse con una millonada, y yo tengo lo justo para mis gastos.
Pese a la actitud de ese hombre y a la enfermedad de Meg, ésta seguía viéndole.
—Viene cada día a ver cómo estoy —me dijo—. Ya necesito que lo haga, porque donde vivo no hay nadie que pueda ayudarme.
Presenté a Meg un perfil de las «condiciones» que exigía su curación, y que empezaba por mudarse a otra comunidad donde contara con el apoyo de familiares o amigos, o, cuando menos, dejar de ver a ese hombre. Meg repuso que ambas cosas eran imposibles, en particular la segunda.
Entonces le pregunté si creía que, al curarse, ese hombre dejaría de visitarla. La respuesta de Meg fue tan instantánea que no le dio tiempo a pensar en lo que decía:
—No puedo curarme. El me abandonaría y se buscaría a otra mujer. ¿Y qué iba a hacer yo entonces?
Pedí a Meg que analizara su situación. Que imaginara simbólicamente que su ex novio representaba su temor de quedarse sola en la vejez, puesto que ya había cumplido los cincuenta años. Le aseguré que si hacía frente a ese temor y aprendía a valerse por sí misma, se sentiría más segura y más sana. De paso, quizá conociera a un hombre que se sintiera también seguro de sí mismo y se enamorara de ella. Le pedí que imaginara que vivía el mito de «una doncella en apuros que aguarda que aparezca el príncipe azul», quien la rescatará y la llevará a su castillo. Entonces, en lugar de contemplar a su ex novio como el príncipe azul, que procurara verse a ella misma en ese papel.
Meg no podía verse simbólicamente a ella misma ni a su ex novio en esos papeles.
—Él no es fruto de mi imaginación —dijo—. Es real. ¿De qué me sirve imaginarlo como algo simbólico?
Meg se hallaba tan inmersa en la conciencia tribal que yo sólo podía comunicarme con ella utilizando un lenguaje tribal, de modo que le propuse que se fuera a vivir «temporalmente» con un miembro de su familia que la ayudara a recuperar la salud, aunque sus hermanos y hermanas habitaban en otros estados. Megme prometió pensarlo, animada por la palabra «temporal».
No todo el mundo está tan limitado por su energía tribal. Un hombre llamado Tod me escribió para decirme que, después de haber asistido a una de mis conferencias sobre las condiciones que imponemos a nuestra curación, él había empezado a pensar seriamente sobre sus condiciones. A través del autoanálisis, Tod había comprendido que probablemente su cáncer de próstata se debía, en parte, al temor que le infundía la posibilidad de que su familia descubriera su homosexualidad. Tod siempre había mantenido oculta esa parte de su vida y temía que, si su familia lo descubría, se sentiría avergonzada de él. Tod se había dado cuenta de que su temor procedía también de que él se sentía incómodo con su sexualidad, y de que, a menos que la aceptara abiertamente, no conseguiría curarse.
De modo que Tod invitó a sus familiares a cenar en su casa y después de cenar les preguntó si existía alguna circunstancia que les impidiera quererle. Sus familiares se mostraron desconcertados por la pregunta. Al cabo de unos momentos su hermana respondió:
— ¿Te refieres a si seguiríamos queriéndote si nos dijeras que eras gay?
A Tod le sorprendió la respuesta de su hermana y la naturalidad con la que la había formulado.
—Sí —contestó—, a eso me refería.
—Luego —me comentó Tod—, mi hermana dijo: «Hombre, siempre lo hemos sabido. No tiene nada de particular. ¿Querías decirnos algo más? ¿Que te dedicas a robar bancos o algo por el estilo?» Yo me puse a reír y a llorar al mismo tiempo. Sentí una profunda sensación de amor y gratitud hacia mi familia. No se imagina cuánto quiero a mis padres y a la loca de mi hermana. Después de sincerarme con mi familia tuve el convencimiento de que curarme, para utilizar la frase de mi hermana, «no tenía nada de particular».
No podemos sanar una enfermedad grave o crónica sin cambiar algunos de nuestros hábitos, y el cambio, sin duda, constituye el aspecto más terrorífico del proceso de curación. Por supuesto, no todos los cambios son difíciles, aterradores o dolorosos. Muchos son agradables, como llevar una vida menos acelerada y dedicar más tiempo a nuestras aficiones. Incorporar un programa de ejercicios a nuestra rutina cotidiana y consumir unos alimentos sanos también resulta agradable, una vez que esas actividades pasan a formar parte integrante de nuestra vida. Pero todos ellos son unos cambios físicos o tribales.
El temor no comienza hasta que el cambio penetra en la región individual. Entonces debemos investigar qué nos perjudica emocional, psicológica y espiritualmente. A este nivel empezamos a desarrollar un enfoque condicional, negociador, al proceso de curación.
Cuando pregunté a los participantes en mi taller qué cambios estarían dispuestos a realizar para curarse, la respuesta más interesante la ofreció una mujer que llamaré Marta.
—Me gustaría no tener que trabajar todo el día —dijo—-, porque disfruto mucho de mi tiempo libre. Y me gustaría tomarme unas largas vacaciones cada año. Y visitar muchos países, porque viajar es una de mis aficiones favoritas. Y, por supuesto, no querría que se rompiera sú matrimonio ni tener que abandonar a mis hijos. Eso sería totalmente inaceptable.
La mayoría de cosas que mencionó Marta no eran aspectos de su vida que sacrificaría para curarse, sino deseos por cosas que no tenía.
Cuando Marta hubo terminado, la mayoría de los miembros del grupo hizo comentarios semejantes con los que expresaron su negativa a hacer grandes sacrificios para curar se. La franqueza de Marta les había permitido desdecirse de las respuestas positivas que habían formulado con anterioridad. Todos se sentían aliviados de poder evitar enfrentarse a decisiones difíciles.
Lamentablemente, no podemos imponer nuestros términos y condiciones al proceso de curación. Encontrar el camino indicado exige codo o nada. Cuando imponemos ciertas condiciones a nuestra curación, sólo conseguimos una curación condicional dependencia y la suposición de que otra persona puede hacerlo por nosotros
Somos, por naturaleza, seres dependientes, lo cual no es totalmente negativo. Resulta reconfortante saber que podemos apoyarnos en otros y que ellos cuentan con nosotros. Esto es algo que aprendemos como seres tribales. La curación, sin embargo, es uno de los desafíos de la vida —quizás el más extremo— que debemos afrontar solos. Otros pueden ofrecernos su ayuda y so apoyo, pero sólo la persona enferma es capa?, de llevar a cabo la tarea más ardua y profunda.
Las actitudes positivas que Ja gente muestra hacia nosotros durante el proceso de curación no son lo suficientemente potentes para mejorar nuestro estado físico, en particular cuando nos sentimos invadidos por los temores que genera una enfermedad o cuando asumimos una actitud pasiva. Una mujer, a 5a que conocí en uno de mis talleres, padecía lupo y una depresión grave. Cuando le hablé de la necesidad de alimentar cierta medida de esperanza, repuso:
—Lo tic la esperanza lo dejo para mis amigos y mi Iglesia. A mí me basta y me sobra con el esfuerzo de levantarme por las mañanas.
Este es un ejemplo clásico de una persona que depende de la voluntad tribal para que realice el trabajo que le corresponde a ella. Pese al consuelo que nos aportan nuestros familiares y amigos, ese poder disminuye cuando el receptor no trata de ayudarse a sí mismo.
En otra situación, a un hombre que padecía cáncer de próstata y había caído en la depresión le propuse que se concediera una hora al día de «depresión». Durante esa hora, podía llorar, gritar o golpear un colchón, lo que fuera con tal de eliminar su rabia, el temor y el dolor que potencian la fuerza de la depresión. Pero después de esa hora, debía dedicarse a la oración, la meditación o la lectura de un libro sobre espiritualidad que le ayudara a recobrar su esperanza. De esta forma, cuando se reuniera con sus amigos o familiares para recibir su apoyo y su cariño, estaría en mejor disposición para asimilar la potente energía que éstos transferían a su organismo.
Por más que queramos que los demás hagan el trabajo por nosotros, no pueden. Es posible estar receptivos al cariño y al apoyo de los demás, pero la labor interior que debemos llevar a cabo sólo podemos realizarla nosotros mismos.
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