Inicié mi trabajo como intuitiva médica en 1983, cuando empecé a intuir enfermedades en otras personas. En aquella época, carecía de una formación profesional, pero había fundado, con otra gente, una editorial dedicada a libros relacionados con la conciencia psíquica, la salud y la medicina alternativa o complementaria. La editorial publicaba relatos en primera persona sobre curaciones ¡unto a obras de autores con una orientación científica que escribían sobre las últimas novedades y hallazgos en tratamientos médicos que entonces se consideraban alternativos. Esos años en que trabajé como editora e intuitiva médica me proporcionaron una educación complementaria tan rica, que ahora pienso que esta formación personal debía de estar dirigida por una fuerza superior.
Los innumerables manuscritos que recibíamos relatando historias personales revelaban el profundo temor que sienten las personas al enfrentarse a una enfermedad terminal. Pero muchas historias mostraban, al mismo tiempo, el poder del espíritu humano para catalizar un proceso de sanación capaz de restituir la fuerza vital, otorgar significado a una dolencia y curar una enfermedad crónica o presuntamente terminal. De vez en cuando, llegaba a mis manos el manuscrito de un paciente que había perdido la batalla por la vida física pero había conquistado una profunda paz interior, la sensación de haber completado su vida y estar dispuesto a pasar al estado siguiente: la muerte del cuerpo.
Nuestra cultura, a principios de los años ochenta, estaba ávida de métodos curativos y buscaba la experiencia o estado anímico que encendiera un fuego sanador. Cuando yo inicié mis talleres, en 1984, el campo de la medicina alternativa había establecido un nuevo vocabulario para describir la curación psicológica y emocional. La gente hablaba abiertamente sobre su salud física, mental y espiritual. Compartir los detalles del pasado de uno se convirtió en una práctica habitual, y la gente comentaba sin recato sus experiencias de incesto y abusos sexuales. Los límites sociales que, con anterioridad, habían delimitado lo que era aceptable socialmente, se habían disipado dando paso a una nueva forma de intimidad instantánea.
Esta nueva intimidad surgió de la cultura terapéutica de los años sesenta. Con anterioridad, los secretos de familia, informes financieros, afiliación política, problemas laborales y rumores sobre quién se acostaba con quién eran considerados una información «íntima», compartida sólo por miembros de la familia y allegados. Hasta el hecho de preguntar a alguien a qué candidato presidencial había votado era considerado una pregunta extremadamente personal. Se consideraban temas difíciles de comentar abiertamente, incluso con amigos de confianza: antes de los años sesenta carecíamos de vocabulario para compartir con otros el contenido más íntimo de nuestra vida emocional. Las necesidades emocionales personales aún no se habían introducido en nuestra cultura. No estábamos acostumbrados a hablar de nuestras experiencias psicológicas más profundas, y creíamos que bastaba con cumplir con nuestro trabajo y nuestras responsabilidades familiares para satisfacer nuestras necesidades físicas y emocionales básicas.
Además, con anterioridad a los años sesenta la sociedad consideraba que las personas que acudían a un psiquiatra padecían trastornos psíquicos. En 1972, la noticia de que el candidato a la vicepresidencia, Thornas Eagleton, compañero de candidatura a la Casa Blanca de George McGovern, se había sometido a psicoterapia bastó para frustrar sus esperanzas políticas. La noción de superar un trauma por medios terapéuticos no se había impuesto en la sociedad, por lo que la gente creía que cualquier trastorno no físico equivalía a una enfermedad mental. Las personas temían hurgar en las regiones recónditas de la mente y el corazón, y se resistían a explorarlas. Quienes lo hadan adquirían fama de rebeldes, excéntricos, mis-ticos, eremitas o marginados. La mayoría de la gente no quería saber nada de sus fuerzas internas y vivía convencida de que si su mundo externo era estable, su mente y su corazón alcanzarían de forma natural un cierto grado de satisfacción.
La era terapéutica generó una nueva dimensión de pensamiento: nos reveló nuestro mundo interior. Cada paso que dábamos nos aproximaba a nuevas percepciones sobre nosotros mismos, las cuales derribarían las barreras que habíamos erigido en torno a nuestra psique y nuestras emociones. El concepto de «nosotros creamos nuestra realidad» se puso de moda. La fascinante idea de que poseemos un poder decisivo, personal y espiritual arraigó en la imaginación popular, y la «auto responsabilidad» se convirtió en un nuevo término de poder. Aplicábamos esos criterios a cada aspecto de nuestra vida, y muy especialmente al proceso de curación.
La gente anhelaba «levantarse y proclamar» no sólo que estaba enferma sino que era responsable de su enfermedad, como si esa confesión pública tuviera en sí misma un poder que garantizara la curación. En mis talleres y otros a los que asistí, las personas, tras describir la enfermedad que padecían, se apresuraban a añadir: «Sé que es mi responsabilidad.» Si antes se consideraba tabú comentar en público nuestras emociones, en ese momento había pasado a ser un requisito imprescindible para curarnos.
Animada por la noción de que sus dolencias físicas eran consecuencia de una herida emocional, la gente se ponía a hurgar en su vida interior a fin de exorcizar toda actitud, recuerdo o pensamiento negativo. Creía que si lograba rescatar ese impulso emocional secreto, o liberar esa experiencia infantil negativa, su sistema biológico le recompensaría restituyéndole la salud. Prácticamente todas las personas que conocí durante esos años estaban convencidas de que les bastaba con profundizar en las zonas recónditas de su psique para recuperar la salud. Curiosamente, todos los asistentes a mis talleres que llevaban a cabo ese rito espontáneo de confesión pública irradiaban entusiasmo y esperanza. En ocasiones, cuando su pasado era extremadamente dramático, su confesión arrancaba encendidos aplausos del resto de participantes.
Yo también creía, al igual que los asistentes a mis talleres, que la clave de la curación física se ocultaba en la psique. Estaba convencida de que poseíamos una energía interior que contenía el combustible necesario para reorganizar nuestra bioquímica y reconstruir nuestro cuerpo.
En ocasiones una persona que había logrado superar una enfermedad —que no sólo había conseguido que la enfermedad remitiera sino que se había curado por completo— se convertía, en nuestros talleres, en una celebridad. Durante las pausas, todos nos congregábamos en torno a la persona que se había curado a sí misma para preguntar: « ¿Cómo lo has conseguido?» Yo también estaba pendiente de su respuesta, impaciente por averiguar un nuevo y extraordinario tratamiento, programa nutricional o psicoterapia, que garantizara la curación.
Esos auto sanadores atribuían su éxito a múltiples factores, entre ellos: cambio de dieta, terapia de vitaminas, baños de lodo, hipnosis, recuerdos de experiencias anteriores, ejercicios físicos y limpieza del colon. En la mayoría de los casos, describían unos tratamientos que afectaban conjuntamente al cuerpo, la mente y el alma. Al margen del tratamiento o programa nutricional que describieran, el mayor regalo que esos auto sanadores hacían al resto del grupo era la esperanza. Los que lograban recuperar la salud eran considerados una prueba viviente de que el esfuerzo personal encaminado a descubrir los secretos de la psique y a sanar —asistiendo a talleres, leyendo libros y aprendiendo a expresarse—llevaba invariablemente a una total curación.
EL PUNTO DE INFLEXIÓN
Por razones que tal vez jamás llegue a entender, en 1988 se produjo un cambio súbito en las creencias y los criterios sobre la curación, por lo menos entre los grupos en los que yo me movía. En aquella época, yo dirigía talleres en varios países, pero aquel año me encontré con la misma reacción en todas partes: los asistentes a los talleres no sólo deseaban sanar, sino que querían saber por qué no se curaban.
Habían probado numerosos tratamientos alternativos, pero seguían sin tener éxito. El entusiasmo que despertara la búsqueda personal del tratamiento adecuado, la mágica combinación de tratamientos de cuerpo y mente, había dado paso a una terrible frustración y a una persistente pregunta: « ¿Qué ocurre? ¿Por qué fracasan todos los tratamientos?» La desesperación que sentían era enorme. No recuerdo las veces que alguien me preguntó: « ¿Crees que se trata de un castigo divino?» En aquel entonces, yo no tenía la respuesta adecuada, sólo la socorrida: «Ten fe y persiste con el tratamiento. No te conviene adoptar una actitud negativa.» Sin duda eso les resultaba tan útil como si yo les hubiera dicho: «No pienses en los peces de colores.» Quizás incluso aumentara el sentimiento de culpabilidad que tenían respecto de su enfermedad.
Ciertamente, la fe y el optimismo son factores importantes a la hora de resolver cualquier crisis vital, incluso una enfermedad. En cualquier caso, en 1988 la gente había comenzado a perder la fe en la medicina holista y en la auto-responsabilidad, y comenzaba a recurrir a las supersticiones de lo que yo denomino la mentalidad tribal. Sospechaban que eran víctimas de un castigo por alguna falta terrible que habían cometido; consideraban su enfermedad o su sufrimiento como una condena divina. Debo reconocer que yo me sentía tan perpleja como ellos. Mientras observaba sus denodados esfuerzos por sanar, empecé a pensar que quizá se estaban equivocando en algo, que tal vez, no debían curarse, o que aún no se había descubierto el tratamiento adecuado...
EL PODER SEDUCTOR DE LAS HERIDAS
A raíz del fatídico almuerzo con Alary en Findhorn, y posterior encuentro con la víctima de incesto en mí taller, empecé a vislumbrar en dónde residía el problema. Duran te ios años si guíenles, me centré en mi idea déla heridalogía. Aprendí a leer entre líneas en lo que decían los asistentes a mis talleres. Empecé a discernir cuándo una persona se hallaba en un estadio concreto del proceso de curación, en el cual requería un testigo, cuando alguien había descubierto el valor «comercia]» de su herida, es decir, su valor manipulador.
—Cuantío aprendas una nueva palabra, escucha con atención —me había dicho mi tía favorita, siendo yo niña—, porque comprobarás que todo el mundo la utiliza.
Mi ría tenía razón, y en cuanto empecé a comprender la heridalogía, constaté que la mayoría de asistentes a mis talleres conversaba en ese nuevo lenguaje, mientras compartía abiertamente sus historias personales con otros participantes. En ocasiones, esos intercambios asumían un cariz competitivo y daba ía impresión de que una persona trataba de eclipsar las experiencias dolorosas de otra.
El hecho de compartir experiencias traumáticas y heridas se había convertido en un nuevo lenguaje cié intimidad, el medio de desarrollar confianza y comprensión. E! intercambio de revelaciones íntimas, que en principio había servido para establecer el necesario diálogo entre terapeuta y cliente, se había convertido en un rito de unión para personas míe acababan de conocerse. En cierra ocasión, conocí a una mujer que, tras el saludo de rigor, se apresuró a explicarme que para ella las «normas» de la amistad se basaban en que la gente «respetara sus heridas-. Cuando le pedí que me aclarara el significado de sus palabras, respondió que había comenzado a procesar todas las violaciones que había padecido de niña, y que durante el proceso de curación experimentaba frecuentes cambios de ánimo y crisis depresivas. El «respetar sus heridas» significaba que los demás respetaran sus altibajos emocionales en lugar de criticarlos. En definitiva, esa mujer reclamaba el derecho a imponer el tono de cualquier acto soda] en el que participara. Si se hallaba en un «momento bajo», confiaba en que su grupo de apoyo no introdujera una nota de humor en el ambiente sino que se adaptara a su estado anímico. Cuando le pregunté cuánto tiempo creía que iba necesitar ese nivel intensivo de ayuda, repuso:
—Quizá varios años, en cuyo caso espero que mi grupo cíe apoyo me conceda ese tiempo.
Este tipo de autoritarismo social puede ser muy poderoso, incluso crear adicción; la curación no requiere esa exhibición de autoridad. Cuando pregunté a esa mujer qué motivos tenía para curarse, dado «lo bien que llevaba su mal», por así decir, se sintió ofendida por mi pregunta y mi incapacidad de «respetar sus heridas». Aunque traté de explicarle que trataba sinceramente de comprender su proceso de curación, no respondió a mi pregunta.
La gente utiliza la heridalogía para entablar intensas relaciones románticas. Muchas personas me han confesado que asisten a mis talleres más por el deseo de contacto social que por una necesidad de sanar. Dada la soledad que invade nuestra cultura, cuando dos personas solteras y sin compromiso se conocen en un taller, a menudo contunden la intimidad de la información que intercambian con un vínculo romántico. Algunas personas, que yo denomino «las del paso trece», utilizan los grupos de apoyo que siguen un programa terapéutico de doce pasos para -«ligarse» a posibles compañeros sentimentales, cuando éstos atraviesan una fase anímica que les hace extremadamente vulnerables.
Muchos asistentes a mis talleres describen a su «alma gemela» como la persona que comprende el dolor emocional que han experimentado de niños. Ese lazo puede parecer romántico en las primeras fases de una amistad, pero lo cierto es que se basa en un hecho traumático, en dolor y temor. En estos casos, el dolor se convierte en un factor indispensable para mantenerse u ni dos y necesitarse mutuamente, y la curación constituye una amenaza para ese lazo. Inevitablemente, la relación corre un serio peligro cuando uno de los dos decide que ha llegado el momento de liberarse del pasado y seguir adelante.
No me mal interpreten: todo tipo de grupos de ayuda, desde los AA hasta los programas de doce pasos, pasando por ¡agente que ayuda a las personas que perdieron a su padre o su madre de niños, proporcionan un apoyo vital. El hecho de compartir heridas, evidentemente, establece un clima de liberación entre los miembros del grupo —en ocasiones, por primera vez en sus vidas— y les permite evocar recuerdos dolorosos, y explorar sus sentimientos y temores junto a unos compañeros comprensivos que les apoyan sin juzgarles.
El ambiente cálido y comprensivo, que constituye prácticamente una consecuencia automática de este nivel de intercambio de experiencias, ofrece, asimismo, a los miembros del grupo una vida social que antes de asistir a sus talleres no tenían. Otra amiga mía, Jane, me dijo en cierta ocasión:
—Las personas de mi grupo de apoyo se han convertido en mi nueva familia. No me juzgan como lo hace mi familia biológica. Ahora ya no necesito acudir a mi familia.
Ciertamente, la intención que anima a esos grupos de apoyo es honrosa y merece nuestro aplauso; muchas personas se han beneficiado y siguen beneficiándose de su participación en ellos.
Sin embargo, aparte del apoyo que ofrecen, existe otra dinámica que me hace cuestionar su valor terapéutico. Las personas para quienes el grupo de apoyo se ha convertido en una parte importante de su vida social desea, naturalmente, continuar formando parte del mismo indefinidamente. Pero debido a que el criterio implícito para seguir siendo miembro del grupo es que se debe necesitar continuamente su apoyo, es preciso aceptar el mensaje; no explícito que el grupo transmite: -
Esta dinámica me recuerda un célebre dicho de Buda:
—Mis enseñanzas son una balsa destinada a ayudarte a cruzar el río. Cuando alcances la otra orilla, abandónala y sigue adelante con tu vida.
La «otra orilla» era la metáfora que empleaba Buda para describir la iluminación, la meta de todas sus enseñanzas, Una vez iluminado, signe adelante con tu vida, no cargues constantemente con la balsa.
No tenemos por qué cargar continuamente con nuestras heridas. Debemos ir más allá de nuestras tragedias y desafíos, y ayudarnos mutuamente a superar los numerosos episodios traumáticos que jalonan nuestra vida. Si permanecemos atrapados por el poder de nuestras heridas, impedimos nuestra transformación. Pasamos por alto los grandes dones inherentes a nuestras heridas: la fuerza de superarlas y las lecciones que podemos aprender mediante ellas. Las heridas constituyen el medio a través del cual penetramos un el corazón de otras personas. Nos enseñan a ser compasivos y prudentes.
¿Qué ocurriría, por ejemplo, si los miembros del grupo de Jane le dijeran que su papel sólo consistía en procurarle la fuerza necesaria para resolver sus problemas con su familia, en lugar de convertirse ellos mismos en su familia sustitutiva? Supongamos que le dijeran que mientras Jane se empecinara en no tener tratos con su familia lo que hacía era huir en lugar de curarse, y que disponía de un plazo limitado durante el cual, el grupo le ayudaría a desarrollar las técnicas necesarias para resolver sus diferencias con su familia. Al término de ese plazo, Jane debería incorporarse de nuevo a su familia biológica para valorar su fuerza y su energía, para ver si le era posible relacionarse con ellos sin esperar ni necesitar su aprobación. Si era capaz de conseguirlo, habría curado su mayor herida.
Yo se lo sugerí Jane, pero ella se puso de inmediato a la defensiva. Para ella, abandonar a su nueva familia significaba caer en un agujero negro emocional. Estaba ran unida a su grupo de apoyo que no creía ser capa?, de seguir adelante sin él. Su grupo representaba mucho más que una reunión semanal: era el centro de su vida social. Jane no concebía «acabar» con ellos, aunque ellos le exigieran seguir «activamente herida» y en necesidad de curación.
Los innumerables manuscritos que recibíamos relatando historias personales revelaban el profundo temor que sienten las personas al enfrentarse a una enfermedad terminal. Pero muchas historias mostraban, al mismo tiempo, el poder del espíritu humano para catalizar un proceso de sanación capaz de restituir la fuerza vital, otorgar significado a una dolencia y curar una enfermedad crónica o presuntamente terminal. De vez en cuando, llegaba a mis manos el manuscrito de un paciente que había perdido la batalla por la vida física pero había conquistado una profunda paz interior, la sensación de haber completado su vida y estar dispuesto a pasar al estado siguiente: la muerte del cuerpo.
Nuestra cultura, a principios de los años ochenta, estaba ávida de métodos curativos y buscaba la experiencia o estado anímico que encendiera un fuego sanador. Cuando yo inicié mis talleres, en 1984, el campo de la medicina alternativa había establecido un nuevo vocabulario para describir la curación psicológica y emocional. La gente hablaba abiertamente sobre su salud física, mental y espiritual. Compartir los detalles del pasado de uno se convirtió en una práctica habitual, y la gente comentaba sin recato sus experiencias de incesto y abusos sexuales. Los límites sociales que, con anterioridad, habían delimitado lo que era aceptable socialmente, se habían disipado dando paso a una nueva forma de intimidad instantánea.
Esta nueva intimidad surgió de la cultura terapéutica de los años sesenta. Con anterioridad, los secretos de familia, informes financieros, afiliación política, problemas laborales y rumores sobre quién se acostaba con quién eran considerados una información «íntima», compartida sólo por miembros de la familia y allegados. Hasta el hecho de preguntar a alguien a qué candidato presidencial había votado era considerado una pregunta extremadamente personal. Se consideraban temas difíciles de comentar abiertamente, incluso con amigos de confianza: antes de los años sesenta carecíamos de vocabulario para compartir con otros el contenido más íntimo de nuestra vida emocional. Las necesidades emocionales personales aún no se habían introducido en nuestra cultura. No estábamos acostumbrados a hablar de nuestras experiencias psicológicas más profundas, y creíamos que bastaba con cumplir con nuestro trabajo y nuestras responsabilidades familiares para satisfacer nuestras necesidades físicas y emocionales básicas.
Además, con anterioridad a los años sesenta la sociedad consideraba que las personas que acudían a un psiquiatra padecían trastornos psíquicos. En 1972, la noticia de que el candidato a la vicepresidencia, Thornas Eagleton, compañero de candidatura a la Casa Blanca de George McGovern, se había sometido a psicoterapia bastó para frustrar sus esperanzas políticas. La noción de superar un trauma por medios terapéuticos no se había impuesto en la sociedad, por lo que la gente creía que cualquier trastorno no físico equivalía a una enfermedad mental. Las personas temían hurgar en las regiones recónditas de la mente y el corazón, y se resistían a explorarlas. Quienes lo hadan adquirían fama de rebeldes, excéntricos, mis-ticos, eremitas o marginados. La mayoría de la gente no quería saber nada de sus fuerzas internas y vivía convencida de que si su mundo externo era estable, su mente y su corazón alcanzarían de forma natural un cierto grado de satisfacción.
La era terapéutica generó una nueva dimensión de pensamiento: nos reveló nuestro mundo interior. Cada paso que dábamos nos aproximaba a nuevas percepciones sobre nosotros mismos, las cuales derribarían las barreras que habíamos erigido en torno a nuestra psique y nuestras emociones. El concepto de «nosotros creamos nuestra realidad» se puso de moda. La fascinante idea de que poseemos un poder decisivo, personal y espiritual arraigó en la imaginación popular, y la «auto responsabilidad» se convirtió en un nuevo término de poder. Aplicábamos esos criterios a cada aspecto de nuestra vida, y muy especialmente al proceso de curación.
La gente anhelaba «levantarse y proclamar» no sólo que estaba enferma sino que era responsable de su enfermedad, como si esa confesión pública tuviera en sí misma un poder que garantizara la curación. En mis talleres y otros a los que asistí, las personas, tras describir la enfermedad que padecían, se apresuraban a añadir: «Sé que es mi responsabilidad.» Si antes se consideraba tabú comentar en público nuestras emociones, en ese momento había pasado a ser un requisito imprescindible para curarnos.
Animada por la noción de que sus dolencias físicas eran consecuencia de una herida emocional, la gente se ponía a hurgar en su vida interior a fin de exorcizar toda actitud, recuerdo o pensamiento negativo. Creía que si lograba rescatar ese impulso emocional secreto, o liberar esa experiencia infantil negativa, su sistema biológico le recompensaría restituyéndole la salud. Prácticamente todas las personas que conocí durante esos años estaban convencidas de que les bastaba con profundizar en las zonas recónditas de su psique para recuperar la salud. Curiosamente, todos los asistentes a mis talleres que llevaban a cabo ese rito espontáneo de confesión pública irradiaban entusiasmo y esperanza. En ocasiones, cuando su pasado era extremadamente dramático, su confesión arrancaba encendidos aplausos del resto de participantes.
Yo también creía, al igual que los asistentes a mis talleres, que la clave de la curación física se ocultaba en la psique. Estaba convencida de que poseíamos una energía interior que contenía el combustible necesario para reorganizar nuestra bioquímica y reconstruir nuestro cuerpo.
En ocasiones una persona que había logrado superar una enfermedad —que no sólo había conseguido que la enfermedad remitiera sino que se había curado por completo— se convertía, en nuestros talleres, en una celebridad. Durante las pausas, todos nos congregábamos en torno a la persona que se había curado a sí misma para preguntar: « ¿Cómo lo has conseguido?» Yo también estaba pendiente de su respuesta, impaciente por averiguar un nuevo y extraordinario tratamiento, programa nutricional o psicoterapia, que garantizara la curación.
Esos auto sanadores atribuían su éxito a múltiples factores, entre ellos: cambio de dieta, terapia de vitaminas, baños de lodo, hipnosis, recuerdos de experiencias anteriores, ejercicios físicos y limpieza del colon. En la mayoría de los casos, describían unos tratamientos que afectaban conjuntamente al cuerpo, la mente y el alma. Al margen del tratamiento o programa nutricional que describieran, el mayor regalo que esos auto sanadores hacían al resto del grupo era la esperanza. Los que lograban recuperar la salud eran considerados una prueba viviente de que el esfuerzo personal encaminado a descubrir los secretos de la psique y a sanar —asistiendo a talleres, leyendo libros y aprendiendo a expresarse—llevaba invariablemente a una total curación.
EL PUNTO DE INFLEXIÓN
Por razones que tal vez jamás llegue a entender, en 1988 se produjo un cambio súbito en las creencias y los criterios sobre la curación, por lo menos entre los grupos en los que yo me movía. En aquella época, yo dirigía talleres en varios países, pero aquel año me encontré con la misma reacción en todas partes: los asistentes a los talleres no sólo deseaban sanar, sino que querían saber por qué no se curaban.
Habían probado numerosos tratamientos alternativos, pero seguían sin tener éxito. El entusiasmo que despertara la búsqueda personal del tratamiento adecuado, la mágica combinación de tratamientos de cuerpo y mente, había dado paso a una terrible frustración y a una persistente pregunta: « ¿Qué ocurre? ¿Por qué fracasan todos los tratamientos?» La desesperación que sentían era enorme. No recuerdo las veces que alguien me preguntó: « ¿Crees que se trata de un castigo divino?» En aquel entonces, yo no tenía la respuesta adecuada, sólo la socorrida: «Ten fe y persiste con el tratamiento. No te conviene adoptar una actitud negativa.» Sin duda eso les resultaba tan útil como si yo les hubiera dicho: «No pienses en los peces de colores.» Quizás incluso aumentara el sentimiento de culpabilidad que tenían respecto de su enfermedad.
Ciertamente, la fe y el optimismo son factores importantes a la hora de resolver cualquier crisis vital, incluso una enfermedad. En cualquier caso, en 1988 la gente había comenzado a perder la fe en la medicina holista y en la auto-responsabilidad, y comenzaba a recurrir a las supersticiones de lo que yo denomino la mentalidad tribal. Sospechaban que eran víctimas de un castigo por alguna falta terrible que habían cometido; consideraban su enfermedad o su sufrimiento como una condena divina. Debo reconocer que yo me sentía tan perpleja como ellos. Mientras observaba sus denodados esfuerzos por sanar, empecé a pensar que quizá se estaban equivocando en algo, que tal vez, no debían curarse, o que aún no se había descubierto el tratamiento adecuado...
EL PODER SEDUCTOR DE LAS HERIDAS
A raíz del fatídico almuerzo con Alary en Findhorn, y posterior encuentro con la víctima de incesto en mí taller, empecé a vislumbrar en dónde residía el problema. Duran te ios años si guíenles, me centré en mi idea déla heridalogía. Aprendí a leer entre líneas en lo que decían los asistentes a mis talleres. Empecé a discernir cuándo una persona se hallaba en un estadio concreto del proceso de curación, en el cual requería un testigo, cuando alguien había descubierto el valor «comercia]» de su herida, es decir, su valor manipulador.
—Cuantío aprendas una nueva palabra, escucha con atención —me había dicho mi tía favorita, siendo yo niña—, porque comprobarás que todo el mundo la utiliza.
Mi ría tenía razón, y en cuanto empecé a comprender la heridalogía, constaté que la mayoría de asistentes a mis talleres conversaba en ese nuevo lenguaje, mientras compartía abiertamente sus historias personales con otros participantes. En ocasiones, esos intercambios asumían un cariz competitivo y daba ía impresión de que una persona trataba de eclipsar las experiencias dolorosas de otra.
El hecho de compartir experiencias traumáticas y heridas se había convertido en un nuevo lenguaje cié intimidad, el medio de desarrollar confianza y comprensión. E! intercambio de revelaciones íntimas, que en principio había servido para establecer el necesario diálogo entre terapeuta y cliente, se había convertido en un rito de unión para personas míe acababan de conocerse. En cierra ocasión, conocí a una mujer que, tras el saludo de rigor, se apresuró a explicarme que para ella las «normas» de la amistad se basaban en que la gente «respetara sus heridas-. Cuando le pedí que me aclarara el significado de sus palabras, respondió que había comenzado a procesar todas las violaciones que había padecido de niña, y que durante el proceso de curación experimentaba frecuentes cambios de ánimo y crisis depresivas. El «respetar sus heridas» significaba que los demás respetaran sus altibajos emocionales en lugar de criticarlos. En definitiva, esa mujer reclamaba el derecho a imponer el tono de cualquier acto soda] en el que participara. Si se hallaba en un «momento bajo», confiaba en que su grupo de apoyo no introdujera una nota de humor en el ambiente sino que se adaptara a su estado anímico. Cuando le pregunté cuánto tiempo creía que iba necesitar ese nivel intensivo de ayuda, repuso:
—Quizá varios años, en cuyo caso espero que mi grupo cíe apoyo me conceda ese tiempo.
Este tipo de autoritarismo social puede ser muy poderoso, incluso crear adicción; la curación no requiere esa exhibición de autoridad. Cuando pregunté a esa mujer qué motivos tenía para curarse, dado «lo bien que llevaba su mal», por así decir, se sintió ofendida por mi pregunta y mi incapacidad de «respetar sus heridas». Aunque traté de explicarle que trataba sinceramente de comprender su proceso de curación, no respondió a mi pregunta.
La gente utiliza la heridalogía para entablar intensas relaciones románticas. Muchas personas me han confesado que asisten a mis talleres más por el deseo de contacto social que por una necesidad de sanar. Dada la soledad que invade nuestra cultura, cuando dos personas solteras y sin compromiso se conocen en un taller, a menudo contunden la intimidad de la información que intercambian con un vínculo romántico. Algunas personas, que yo denomino «las del paso trece», utilizan los grupos de apoyo que siguen un programa terapéutico de doce pasos para -«ligarse» a posibles compañeros sentimentales, cuando éstos atraviesan una fase anímica que les hace extremadamente vulnerables.
Muchos asistentes a mis talleres describen a su «alma gemela» como la persona que comprende el dolor emocional que han experimentado de niños. Ese lazo puede parecer romántico en las primeras fases de una amistad, pero lo cierto es que se basa en un hecho traumático, en dolor y temor. En estos casos, el dolor se convierte en un factor indispensable para mantenerse u ni dos y necesitarse mutuamente, y la curación constituye una amenaza para ese lazo. Inevitablemente, la relación corre un serio peligro cuando uno de los dos decide que ha llegado el momento de liberarse del pasado y seguir adelante.
No me mal interpreten: todo tipo de grupos de ayuda, desde los AA hasta los programas de doce pasos, pasando por ¡agente que ayuda a las personas que perdieron a su padre o su madre de niños, proporcionan un apoyo vital. El hecho de compartir heridas, evidentemente, establece un clima de liberación entre los miembros del grupo —en ocasiones, por primera vez en sus vidas— y les permite evocar recuerdos dolorosos, y explorar sus sentimientos y temores junto a unos compañeros comprensivos que les apoyan sin juzgarles.
El ambiente cálido y comprensivo, que constituye prácticamente una consecuencia automática de este nivel de intercambio de experiencias, ofrece, asimismo, a los miembros del grupo una vida social que antes de asistir a sus talleres no tenían. Otra amiga mía, Jane, me dijo en cierta ocasión:
—Las personas de mi grupo de apoyo se han convertido en mi nueva familia. No me juzgan como lo hace mi familia biológica. Ahora ya no necesito acudir a mi familia.
Ciertamente, la intención que anima a esos grupos de apoyo es honrosa y merece nuestro aplauso; muchas personas se han beneficiado y siguen beneficiándose de su participación en ellos.
Sin embargo, aparte del apoyo que ofrecen, existe otra dinámica que me hace cuestionar su valor terapéutico. Las personas para quienes el grupo de apoyo se ha convertido en una parte importante de su vida social desea, naturalmente, continuar formando parte del mismo indefinidamente. Pero debido a que el criterio implícito para seguir siendo miembro del grupo es que se debe necesitar continuamente su apoyo, es preciso aceptar el mensaje; no explícito que el grupo transmite: -
Esta dinámica me recuerda un célebre dicho de Buda:
—Mis enseñanzas son una balsa destinada a ayudarte a cruzar el río. Cuando alcances la otra orilla, abandónala y sigue adelante con tu vida.
La «otra orilla» era la metáfora que empleaba Buda para describir la iluminación, la meta de todas sus enseñanzas, Una vez iluminado, signe adelante con tu vida, no cargues constantemente con la balsa.
No tenemos por qué cargar continuamente con nuestras heridas. Debemos ir más allá de nuestras tragedias y desafíos, y ayudarnos mutuamente a superar los numerosos episodios traumáticos que jalonan nuestra vida. Si permanecemos atrapados por el poder de nuestras heridas, impedimos nuestra transformación. Pasamos por alto los grandes dones inherentes a nuestras heridas: la fuerza de superarlas y las lecciones que podemos aprender mediante ellas. Las heridas constituyen el medio a través del cual penetramos un el corazón de otras personas. Nos enseñan a ser compasivos y prudentes.
¿Qué ocurriría, por ejemplo, si los miembros del grupo de Jane le dijeran que su papel sólo consistía en procurarle la fuerza necesaria para resolver sus problemas con su familia, en lugar de convertirse ellos mismos en su familia sustitutiva? Supongamos que le dijeran que mientras Jane se empecinara en no tener tratos con su familia lo que hacía era huir en lugar de curarse, y que disponía de un plazo limitado durante el cual, el grupo le ayudaría a desarrollar las técnicas necesarias para resolver sus diferencias con su familia. Al término de ese plazo, Jane debería incorporarse de nuevo a su familia biológica para valorar su fuerza y su energía, para ver si le era posible relacionarse con ellos sin esperar ni necesitar su aprobación. Si era capaz de conseguirlo, habría curado su mayor herida.
Yo se lo sugerí Jane, pero ella se puso de inmediato a la defensiva. Para ella, abandonar a su nueva familia significaba caer en un agujero negro emocional. Estaba ran unida a su grupo de apoyo que no creía ser capa?, de seguir adelante sin él. Su grupo representaba mucho más que una reunión semanal: era el centro de su vida social. Jane no concebía «acabar» con ellos, aunque ellos le exigieran seguir «activamente herida» y en necesidad de curación.
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