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lunes, 30 de noviembre de 2009

LA MEDICINA DE LA ENERGIA: SU «CUENTA CORRIENTE CELULAR»


Para comprender las peligrosas implicaciones de la heridalogía, en primer lugar debemos examinar la naturaleza de la energía que anima nuestra vida en la tierra. Cada uno de nosotros posee centenares de circuitos de energía conectados entre sí, una energía que diversas culturas han denominado de forma diferente: el aliento divino de la vida que late en cada uno de nosotros. Lo que los indios llaman prona y los chinos chi'i, los cristianos lo denominan grada a Espíritu Santo, y los secularistas, vitalidad o fuerza vital. Podemos pensar que esta energía penetra en nosotros desde el universo, desde Dios o desde el Tao y, a medida que fluye a través de nosotros, nos proporciona la savia que precisamos para alimentar nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestras emociones, además de para controlar nuestro medio exterior. Todo en nuestra vida —cada pensamiento, cada acción en la que participamos—• requiere esta energía. Aunque todos poseemos esa fuerza vital, que fluye a través de nosotros, seamos conscientes de ello o no —al igual que Dios «hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos» (Mateo 5,45)—, podemos maximizar nuestra cantidad de energía y el uso que hacemos de ella. En efecto, potenciar nuestra conciencia psíquica significa ser conscientes del flujo de tuerca vital que fluye a través de nosotros, y de nuestra capacidad de dirigirla hacia determinadas zonas del cuerpo, sin por ello retirarla involuntariamente de otras.
Imagine este flujo de energía como una asignación equivalente a cien dólares diarios. Su labor consiste en aprender a invertir bien ese capital, porque sus inversiones pueden proporcionarle grandes intereses o hacer que se endeude. Evidentemente, unas inversiones positivas le rendirán unos ingresos positivos, no sólo incrementando su energía sino creando una energía adicional. Las inversiones negativas, por el contrario, le ocasionarán deudas. Si la deuda es mayor que su asignación diaria, tendrá que pedir un préstamo. En términos energéticos, deberá tomar energía prestada.
Esta cantidad adicional de energía puede obtenerse de dos fuentes. Una es la energía de otras personas, con las cuales usted se comporta de forma parasitaria a fin de obtener la energía necesaria para alimentar su sistema físico y emocional. Esta utilización de la energía de los demás crea adicción, y hace que usted se vuelva cada día más incapaz de valerse por sus propios medios y más dependiente de los demás. Necesita de los demás para potenciar su autoestima y para que le indiquen cómo debe vivir, comportarse o pensar, porque carece de la energía necesaria para crear su propia vida. Esta fuente de energía suele ser de corta duración, porque las personas que se la proporcionan no tardan en darse cuenta de que el hecho de estar con usted les hace sentirse agotadas, faltas de energía, y le rehuirán.
La otra fuente de capital energético adicional son los recursos energéticos que usted posee en sus tejidos celulares. Todas las células de su cuerpo deben cargarse de energía diariamente para sobrevivir, al igual que también necesitan agua todos los días. Debe emplear su asignación diaria de capital energético en alimentar su sistema físico y emocional. Si mantiene su cuerpo en perfectas condiciones puede alimentar su creatividad, sus relaciones su necesidad vital de optimismo. Pero cuando extrae demasiada energía de su cuenta corriente celular, se endeuda. Cuanto mayor es ¡adeuda más se debilita su tejido celular. Si no modifica este esquema, saldando sus deudas con la asignación diaria de energía, corre el riesgo de enfermar.
El seguir aferrado a los acontecimientos negativos de nuestro pasado resulta caro, prohibitivamente caro. Es como tratar cíe mantener vivos a los muertos, y exige una tremenda cantidad de energía. Cuando experimentamos un trauma, la naturaleza nos proporciona unos fondos adicionales, por así decir, para protegernos durante ese período de crisis, pero se trata de un «préstamo» limitado. Ningún préstamo dura eternamente, y la señal de que debemos saldar el préstamo es que comenzamos a sentir que el tiempo se ha detenido, que nuestra vida se ha estancado. Cuando nos negamos a librarnos del dolor que albergamos en nuestro sistema, caemos en la depresión. La energía tóxica de la depresión alimenta nuestras actitud es negativas hacia los demás y agota nuestros recursos energéticos. Comenzamos a proyectar las causas de nuestro fracaso sobre los demás y les achacamos la culpa de nuestra desgracia. Esta respuesta irresponsable a nuestros problemas se convierte en una actitud rutinaria. Nos aferramos a las relaciones ya los hechos negativos del pasado y del presente, porque así podemos considerarnos las víctimas y a lodos los demás la fuente de nuestras desgracias.
La única forma de modificar ese esquema es librándonos de la carga del pasado, saldando esa deuda energética que ya no podemos mantener. El perdón es un medio de conseguirlo. Perdonar no significa restar importancia a lo ocurrido, o decir que no importa que alguien Ie haya violado. Significa librarnos de los sentimientos negativos que albergamos sobre ese hecho y sobre la persona o las personas que lo realizaron. Evidentemente, se trata de un proceso psicológico difícil y complicado, y en el capítulo 3 hablaré más extensamente sobre el perdón. Pero existe una clara referencia al valor del perdón en el Evangelio cristiano: cuando Jesús perdona a sus asesinos mientras se halla en !a cruz, comí» acto previo a liberar la energía necesaria para que se cumpla la resurrección. Y al referirse a la oración, que para Jesús consumía la clave de la comunión con lo Divino, dijo claramente: «Y cuando estéis orando, si tenéis algo contra alguien, perdonadlo para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados» (Marcos, 11:25). La energía divina no penetrará en usted mientras no esté dispuesto a perdonar y a seguir adelante con su vida.
El perdón posee un valor extraordinario, pero no es el único medio de liberar energía. Algunos acontecimientos del pasado de los que debemos librarnos no son hechos negativos sino episodios placenteros. Quizás no pueda usted librarse del hecho de que ya no tiene veinte años, de que ha cumplido cincuenta, u ochenta, Qui?,á no pueda librarse del recuerdo del aspecto juvenil que tenía antes, o de sus dotes atléticas, o de su agilidad mental. Esta incapacidad es otra forma de malgastar energía en el pasado. Una de mis mejores amigas era incapaz de librarse del recuerdo de sus años en el instituto. En aquella época de su vida, creía tener el mundo a sus pies y ser capaz de lograr lo que se propusiera. Pero después de dejar el instinto, cada vez que se le presentaba una oportunidad, mi amiga hallaba un pretexto para no aprovecharla. De hecho, temía no querer hacer nada en realidad. Esa combinación de temor a participar en la vida y de aferrarse a un momento del pasado, aparentemente lleno de posibilidades, llevó a mi amiga a la quiebra energética y contrajo una enfermedad terminal. Veinte años después de la época del instituto, seguía obsesionada con ella y era incapaz de avanzar. Hace unos años, contrajo lupus —una enfermedad relacionada directamente con el temor a desprenderse del pasado— y murió.
Muchas mujeres que han cumplido los cincuenta o los sesenta se aterran a sus treinta, luciendo un estilo juvenil en lugar de reconocer que han alcanzado la edad madura, o anciana, o senil. Los hombres de cierta edad hacen lo mismo: se compran un coche deportivo rojo y persiguen a mujeres de veinte años. Esas conductas son lógicas y tan nocivas para la salud como el no querer desprenderse de los hechos; negativos del pasado. Se debe aceptar la etapa de la vida en la que se uno encuentra y ser consciente de ello. Si es usted una persona de edad avanzada, no tiene por qué pensar que esa etapa equivale a un deterioro, pero no puede vivir lamentándose por haber perdido la juventud.
El rechazo a librarnos del pasado, ya se trate de hechos negativos o positivos, significa el desperdicio de una parte de su cuota diaria de energía. Si comienza a perder energía y no hace nada para recuperarla, su cuerpo físico se debilitará inevitablemente. El problema puede comenzar de manera muy simple: usted empieza a sentirse decaído o nota que está falto de energía. Si no presta atención, eso puede llevarle a contraer una infección vírica, gripe, jaqueca, migrañas o náuseas. Si sigue perdiendo energía sin tomar medidas para evitarlo, esas pequeñas dolencias pueden degenerar en una enfermedad grave. Y, aunque es una idea que muchos rechazan, yo creo que la propensión a sufrir accidentes se debe añadir a este conjunto. La persona propensa a sufrir accidentes está endeudada energéticamente. Su sistema está des compensa do y puede sufrir desde pequeñas desgracias hasta un accidente mortal. Esas personas deben aprender a reconocer sus días malos, o épocas —al igual que notamos que nos hemos resfriado y procuramos descansar más o tomar vitaminas—, porque, por ejemplo, no son el momento adecuado para acudir a una entrevista de trabajo o tomar una decisión importante.
Como intuitiva médica, yo distingo con más facilidad que otras personas un déficit de energía, aunque, tal como explico en Anatomía del espíritu, con un poco de práctica es posible aprender a diagnosticar esa pérdida de energía en uno mismo. Las lecturas diagnósticas que realizo consisten en la observación de los circuitos energéticos que fluyen a través de una persona y la «interpretación» de lo que me dicen. Observar un circuito energético es un poco como leer un electrocardiograma, donde uno busca algún blip que indique peligro. Yo retrocedo en el tiempo y, cuando observo un blip en el circuito, espero hasta obtener alguna impresión sobre lo ocurrido, que me revele en qué circunstancias la persona perdió parte de su espíritu.
Hace unos años, hice una lectura a una mujer que padecía un dolor crónico. Cuando retrocedí once años en su pasado, sentí que había perdido a su hija en un accidente de carretera. Esa es una desgracia y una herida totalmente legitima; de hecho, nuestra sociedad probablemente la colocaría en terreno sagrado por considerarla la más grave de las heridas sociales.
Mientras yo observaba su circuito energético, la imagen de la herida cambió y se convirtió en un bote de salvamento con numerosos pasajeros a bordo. La observé durante unos minutos, hasta que de golpe comprendí que tenía ante mi a una mujer extremadamente manipuladora que, por primera vez en su vida, había recibido una herida legítima y no estaba dispuesta a renunciar a ella. ¿Lloraba la pérdida de su hija? Por supuesto. Pero otra parte de su personalidad pensaba: «Esto no está mal.» Esta mujer utilizaba la herida para legitimar el aspecto manipulador de su carácter. He conocido a muchas personas que utilizan un trauma de su infancia y lo convierten en el derecho a manipular a ¡os demás, a mostrarse amargadas o enojadas con el mundo entero. Esta mujer acabó reconociendo que era una persona carente de principios éticos en lo tocante a su negocio, y que cada vez que alguien le plantaba cara, ella esgrimía su herida para obligar a la otra persona a pedirle disculpas: «¡Dios mío! Perdóneme si la he contrariado.» Sinceramente, ¿quién es capaz de renunciar a ese tipo de poder?
De modo que yo le dije;
—Sin duda la muerte de su hija representó para usted un dolor muy intenso y grave. Pero usted se ha beneficiado de esa trágica situación, \c ha sacado el máximo partido y no está dispuesta a renunciar a ella. Esta herida le ha proporcionado un poder que nunca tuvo antes.
La mujer reconoció que yo estaba en lo cierto. Pero pese a confesarlo, observé en su rostro que deseaba seguir aferrándose a su herida.
¿Por qué es tan difícil renunciar a una herida? Yo creo que lodos nacemos con una serie de percepciones sobre «lo que creemos que es cierto». Una de esas percepciones es que si renunciamos a ciertas cosas nuestra vida cambiará. Y lo cierto es que tememos más el cambio que la muerte. En cierta ocasión, ofrecí una charla sobre ese tema en la Universidad de New Hampshire. Ante un público de unas seiscientas personas. Una mujer, de aspecto muy pacífico e incluso sumiso, me pidió que aclarara lo que estaba diciendo sobre renunciar a nuestro lenguaje de heridalogía. Yo repuse que nos negamos a renunciar a él porque se ha convertido en nuestro principal lenguaje de intimidad, y que todo lo demás —nuestras relaciones sentimentales, nuestra vida social— lo hemos creado en torno a nuestras heridas. Para la mayoría de la gente, añadí, la idea de renunciar a ello es insoportable. En ese momento, la mujer se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica, y gritó:
—No me gusta lo que dice. No me gusta porque si renuncio a este lenguaje de heridas no tendré nada que decirle a nadie. ¡No me gusta ni pizca!

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