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domingo, 29 de noviembre de 2009

Los intelectuales frente al poder 10- EDUARDO PAVLOVSKY: EL CINISMO DE LA NEUTRALIDAD


"No hay posibilidad, en este continente de muerte,
de permanecer al margen. Para un intelectual, no hay otra identidad
que la del riesgo y la denuncia.
Ser neutral es una forma de la colaboración".


    Tiene un rostro duro como tallado en piedra, unos ojos que nunca se ponen de acuerdo con la risa, voz tonante, nariz de boxeador. Ni barba ni anteojos ni melena: nada que ver con el folklore intelectual. A ese cuerpo grandote y musculoso le vienen bien las ropas sueltas, mejor si son poleras negras y pantalones viejos: el desaliño del decontracté. Así suele andar, así andaría, quizás, aquella noche del '78 en que lo fueron a buscar, cuando escapó saltando por los techos, como en un policial norteamericano de Clase B.                                   
    Vida de película la de Eduardo Pavlovsky. Le ha pasado de todo. Ha hecho casi todo. Psicoanalista, inventor del psicodrama, militante trotsquista, dramaturgo, candidato a diputado, actor. ¿Qué otro destino, en la Argentina, que el del outsider, para quien ha andado mezclando cosas, eligiendo opuestos, trabajando en los bordes?

    Ya se ha acostumbrando, dice, a que lo dejen fuera de juego. Antes, durante la noche y niebla de los generales, le era más fácil entender por qué. Allí estaban, a la vista, sus pecados: la pertenencia al contestatario grupo Plataforma que rompió, por izquierda, con la poderosa Asociación Psicoanalítica Argentina, transmisora de un saber que dejaba afuera los engranajes de la realidad; la autoría de dos obras teatrales —Telarañas y El señor Galíndez— que desmontaron, en su dimensión más siniestra, los mecanismos de la represión; y finalmente, la adhesión política al Partido Socialista de los Trabajadores (PST), del que fue candidato a diputado en las elecciones de 1973. Alguien, en esos tiempos, debe haber puesto una marca al lado de su nombre. Lo sabría cinco años después, cuando un grupo de tareas intentó secuestrarlo. Fue una noche de marzo del '78, y se salvó de milagro. Después, como tantos otros, se exilió. Un nombre marcado, un cuerpo marcado. Una historia de desgarramiento, como tantas.
    A la vuelta, pensó que las cosas iban a cambiar. No cambiaron, al menos para él. Sigue transitando los círculos underground, pese a que sobre sus obras—Potestad, Paso de dos— llueven los premios internacionales. Fue invitado a estrenar en el Royal Court de Londres, una meta soñada por todas las vanguardias. En Inglaterra lo compararon con Darío Fo. En la Argentina, ningún teatro oficial le ha dado espacio como autor. La marca junto al nombre sigue todavía.

—¿Por qué cree que lo marginan en este país?
—Yo tengo que entender que aquí hay razones políticas. Si no, no se explica. Cuando volvía del Festival de las Américas, que se hizo en Canadá, al bajar del avión me encontré con Kive Staif, director del Teatro San Martín. Me preguntó: "¿De dónde venís?", como si no supiera que yo venía de representar a la Argentina y que me habían otorgado el premio a la mejor obra y a la mejor actuación. A mí me parece que esa "ignorancia" de Kive Staif tiene que ver con toda una política cultural. Es medio increíble que mis obras tengan repercusión internacional  y que acá la única mención sea la de un cable perdido en algún diario. ¡Un cable! Yo creo que ese silencio oficial está mostrando un decisión política.

—¿A qué se debe esa. política de silencio?                 
—Bueno, de alguna manera, a mi militancia socialista, que es bien clara.

—Pero Roberto Cossa y Osvaldo Dragún, que son también hombres de izquierda han podido estrenar en teatros oficiales, el primero en:el Cervantes, y el segundo en el San Martín.¿Cómo se lo explica usted?  '
—Creo que la diferencia no es ideológica sino partidaria. Yo fui candidato a diputado por el Partido Socialista de los Trabajadores, en el '73, y después volví a ser candidato del MAS en las elecciones del '83 y del '85. No es casual, entonces, que no haya sido invitado a estrenar por ningún teatro oficial.                                                                         

—¿Le preocupa ser un marginado'?
—Ya estoy muy resignado al rol de la marginación, de la exclusión. Además, lo asumo con orgullo, porque veo que en otros lugares del mundo, este discurso del marginado cultural tiene eco y encuentra fuerza para independizarse del sistema. Pero esto no significa, de todos modos, que uno, a veces, no se sienta frustrado como argentino, cuando tiene más reconocimiento afuera que acá.

—Usted dijo, hace poco: "Las dictaduras reprimen, las democracias disocian". ¿Qué significa exactamente esta frase?'                     
—A mí, durante la dictadura, casi me matan. Uno, bajo la dictadura, está escondido o desaparecido; siente temor en el cuerpo biológico, tiene miedo al ataque. La represión es en serio. Con la democracia pasa otra cosa: como el sistema queda intacto, éste puede negar lo que no le conviene. Hay mecanismos mediante los cuáles cierto nivel de pensamiento o de expresión cultural son hábilmente dejados de lado. Eso significa que uno está condenado a la disociación, al aislamiento. A mí, por ejemplo, me llamaron para escribir la revista del teatro San Martín pero no para dirigir una obra. De este modo, soy neutralizado allí dónde mi discurso no es tolerable, que es como dramaturgo. Me llaman para hacer "otra cosa": es decir, me disocian.

—¿Cómo es eso de que casi lo matan durante la dictadura?
—Vino a buscarme un grupo de tipos armados, que se ocultaban bajo capuchas y disfraces. Era marzo del '78 y yo estaba en plena sesión de psicoterapia, con varios pacientes. Los encapuchados, para entrar en el edificio, habían dicho que tenían que arreglar el gas; pero yo me di cuenta a tiempo de que no eran gasistas y me escapé por la azotea. Ahora, fijate, qué curioso: unos meses antes, a fines del '77, yo había estrenado Telarañas, en el Payró, una obra donde, en cierto momento, irrumpían en escena dos falsos gasistas que eran, en realidad, torturadores. La realidad terminó copiando a la ficción, ¿no?, pero no se trató de algo casual, sino de un gesto perverso de la represión.

—¿Qué pasó con esa obra? 
—Sólo alcanzó a darse una función, en el Payró. La prohibieron al día siguiente del estreno. Fue el primer decreto del gobierno militar contra una obra de teatro.

—¿Por qué cree que lo fueron a buscar?
—Bueno, ahí se juntaban varias cosas. Por un lado, mi militancia política en el PST; por otro, mis obras de teatro, no sólo Telarañas, sino, además, El Señor Galíndez, que era también un alegato contra la tortura y por la cual, al Payró, le pusieron una bomba en el '74. A eso se sumaban mis posiciones radicalizadas en el campo de la psicología. Yo integraba el grupo "Plataforma", que habían fundado Hernán Keselman y Armando Bauleo. Fue un movimiento muy de izquierda que rompió con la Asociación Psicoanalítica Argentina y con cierta ortodoxia reaccionaria. Habíamos escrito muchas cosas que eran muy comprometidas y cada uno de nosotros se convirtió en un blanco.

—¿Qué planteaba el grupo Plataforma?
—Cuestionaba la institución psicoanalítica en todos sus esquemas, para terminar con esa concepción elitista que había convertido al psicoanálisis en una cosa fuera de lugar respecto del contexto político, económico y social en que nos movíamos. Fue un movimiento que tuvo una conducta ética y que dejó su impronta en muchos psicólogos jóvenes que ahora entienden que el inconsciente es social e histórico, y que trabajan muy comprometidos políticamente.

—¿Qué marcas dejó en usted el episodio del intento de secuestro?
—Muchas veces sentí pánico, a pesar de que pude escapar y exiliarme en España. Me fui del país con mucho susto porque había visto los encapuchados, las armas, y me había dado cuenta de que no hubiera tenido salida. El mío, sin embargo, fue un exilio bueno, no como otros, demasiado peregrinantes.                          

—No hubo desgarramiento.     
—En lo afectivo, sí. Y fue tremendo, porque yo había dejado tres hijos acá, y soy muy familiar, me cuesta mucho estar lejos. Pero mi trabajo como psicoanalista me ayudó bastante. Con Keselman formamos mucha gente allá. Además seguí haciendo teatro, que es otra de mis pasiones.

—¿Qué lo llevó a romper con la ortodoxia en el campo del psicoanálisis? ¿No cree en la eficacia del diván?
—No se trata de eso, sino de la mistificación de los tratamientos. Descreo absolutamente de esos larguísimos tratamientos de diván que se hacen en la Argentina y que terminan por desarrollar un fenómeno iatrogénico: es decir que una persona que alguna vez se analizó apenas siente un poco de angustia se vuelve a analizar. Buenos Aires tiene la cantidad más grande de psicoanálisis-hora de la clase media en el mundo. Yo creo más en las terapias grupales, en el psicodrama, que es lo que vengo haciendo desde hace muchos años. A la gente que viene a mis grupos, lo primero que les pregunto es: ¿cuántos años tiene de psicoanálisis? ¿ocho? Y me responden: "¿cómo lo sabe?". Es el promedio. No es que esté mal analizarse. Lo que está mal es haber vendido el psicoanálisis, como posibilidad de salud mental, de esa manera masiva.

—Psicoanalista, dramaturgo, actor. ¿Qué efecto tienen estos cruces? ¿Hasta dónde cada uno de esos roles sostiene o modifica a los otros?
—El rol de actor es muy poco burgués y, en ese sentido, a mí me permitió desaburguesarme. Hay que tener en cuenta que el psicoanálisis, sobre todo en mi época, era una especie de columna burguesa bastante importante. Ahora ya está un poco de capa caída. El teatro me dio la posibilidad de vivir experiencias humanas, de grupo, muy intensas, muy regresivas, que se convirtieron en aportes valiosos para mis investigaciones en el campo de la psicología.

—El tema constante, en sus obras, es la represión, pero vista siempre desde el costado del represor. ¿Qué le interesa mostrar a través de esos personajes?
—Lo que yo llamo el "trazo fino" de la represión, un fenómeno que tiene que ver con que, en Latinoamérica, y obviamente en la Argentina, la represión es cada vez más sofisticada. Nosotros estamos ahora ante un nuevo tipo de represor, que ya vimos en la dictadura, y que no responde para nada a patologías psiquiátricas, sino que es más bien la encarnación de ideologías mesiánicas. Antes, el torturador era un psicópata, un lumpen. Ahora, a partir de la influencia norteamericana en la formación de los militares, el que aplica tormentos es alguien que ha sido adoctrinado ideológicamente, y está convencido de que lo hace "para salvar a la Patria". Esa es su justificación. Se han hecho investigaciones psicológicas sobre los grandes torturadores griegos, los oficiales jóvenes, y se ha comprobado que no tenían personalidades patológicas sino que habían incorporado un mesianismo que no era, muy distinto del que exhibían Astiz o Videla.

—¿Es decir que, con un determinado adoctrinamiento ideológico, cualquiera puede conuertise en un torturador?
—No sé si cualquiera, pero sí mucha más gente de lo que uno puede llegar a imaginar. Ese "teatro del represor" que yo hago está dirigido a que se tome conciencia de eso, a que la gente se dé cuenta de que la represión que se viene, o se va a venir, estará menos hecha por los Guglielminetti y los Gordon y mucho más por personajes comunes, más parecidos a nosotros.

—¿Y por eso mismo más peligrosos?
—Claro, mucho más. Por eso, nunca muestro al represor como un monstruo, como un ser atípico y fácilmente detectable, sino como a un tipo cotidiano, con familia y hasta con apariencia de bueno. Ese tipo que hoy convive con nosotros, que está mezclado en la democracia y que opina, incluso, democráticamente. Pero que en cualquier momento puede entrar en la complicidad, en la denuncia.

—¿Existe hoy algún caldo de cultivo en la sociedad que haga posible el resurgimiento de esos personajes?
—Por desgracia, sí. Ese caldo de cultivo lo están fomentando los fabricantes del olvido, los que dicen que hay que correr el telón sobre el pasado, que no hay que mirar para atrás; los que hablan de "coyunturas politicas" y de "realismo". Pienso que la colaboración y la complicidad parten de muy pequeños movimientos con los que uno va transando, digamos, frente al miedo, frente al poder. Y como hay miedo, en Latinoamérica no es difícil transar

—¿Es lo que está pasando ahora en la Argentina?
—Acá hay una masa gris, informe, que ha perdido noción de los crímenes que han ocurrido y de la responsabilidad que tenemos frente al hecho de que estén libres quienes los cometieron. Me preocupa esa masa indiferente que está mostrando un pensamiento adaptativo, marginal y que no tiene en cuenta aquello que para mí es fundamental: la ética. Por eso me interesa el discurso del oprimido, de la gente que trata de expresarse fuera de lo oficial. Ese discurso hostigante, utópico si se quiere, alejado de la realidad coyuntural, es el único que puede contrabalancear al otro, al de los borramientos y la opacidad.

—En los hechos, ese discurso denuncialista tiene muy poca repercusión.
—Es probable que haya que cambiar las palabras. Cuando se dice que hay una explotación caníbal y que las diferencias sociales son cada vez más grandes, siempre aparece alguien que responde: "¡Otra vez con lo mismo!" Creo que la izquierda tiene que encontrar otra forma de decir las cosas. Una vez escuché a Galeano en Casa de las Américas. Habló una hora sobre Latinoamérica, la dependencia, el imperialismo, la forma de quebrarnos, de masacrarnos, la imposibilidad de lograr una identidad. Lo extraordinario es que en ningún momento utilizó ninguno de los lenguajes habituales. Y sin embargo, todo lo que dijo tenía una fuerza tremenda. Creo que, allí, él estaba marcando un camino, una posibilidad nueva de expresión.

—¿Qué pasó con los profesionales de la psicología bajo el régimen militar? ¿Qué respuestas hubo desde su especificidad?
—El terror era demasiado grande y la posibilidad de expresarse podía significar la muerte. Yo tengo mucho respeto por los que se quedaron en el país. Pero se registraron conductas diferentes. Hubo gente que se ligó a las derechos humanos y que trató de utilizar el instrumento intelectual que da la psicología para entender los efectos que la represión producía en el inconsciente y para trabajar, desde el saber psicológico, todo el fenómeno del terror social. Paralelamente, hubo una psicología elitista que lo que hizo fue borrar lo que hacía la anterior, con ciertas terminologías metafísicas que intentaban eludir la realidad. Este sector, ligado en general a los grupos lacanianos, no asumió ningún compromiso frente a lo que estaba pasando. Recuerdo que en un congreso internacional, el psiquiatra francés Jacques Alain Miller, conocido lacaniano, me dijo que no había represión en la Argentina y que, por lo tanto, él podía hablar perfectamente de psicoanálisis.

—¿Dónde coloca usted al intelectual en un país como la Argentina? ¿Es posible la neutralidad?
—Ser intelectual en Latinoamérica es un privilegio. Significa haber comido bien, haber tenido todas las posibilidades de educación, de salud, de formación, de crecimiento, en países donde la mayoría de los niños muere sin haber alcanzado siquiera su desarrollo orgánico, donde el nivel de injusticia es tremendo y la desigualdad roza lo intolerable.
No hay posibilidad, en este continente de muerte, de permanecer al margen. Yo creo que un intelectual, acá, tiene que vivir en riesgo permanente. No hay otra salida, no hay otra identidad que no sea la del riesgo, no sólo político sino del que supone la denuncia constante, el enfrentamiento constante con un sistema que destruye a los hombres. Lo otro, la neutralidad, es una especie de negociación de identidad para ocupar posiciones. Un espectáculo penoso, más allá de la retórica con que se lo intente adornar.





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