"Durante la dictadura, obtuvieron prebendas y adularon a los verdugos y luego, sin ningún pudor, pasaron, a ser los intelectuales de la democracia".
Sus libros, laboriosos en el recuento de sevicias y traiciones, urden la vasta pesadilla de un mundo donde se mueven hacia la muerte hombres que nunca terminan de morir. Algunos dicen que la voz de Osvaldo Bayer habla desde la soledad y el pasado. Otros intuyen que este rastreador de sombras hurga en los arrabales de la historia, para que no quede fantasma sin vengar. El los nombra, desanda sus penurias, arma la trama que los une y derrumba y, como en un juego de espejos, obliga a que el presente se revele, con sus quebraduras, sus trampas, su ferocidad.
¿Cómo silenciar esa voz que, para algunos, resulta intolerable? ¿Cómo frenar ese continuo pedir cuentas en un país donde hay cuentas que han quedado sin saldar? Nada parece escapar a su obstinado ejercicio de la memoria: ni la impunidad de los poderes, ni la complicidad del mundo intelectual. Por los textos mayores de Bayer—Los vengadores de la Patagonia trágica; Radowitzky: ¿mártir o asesino?; Los anarquistas expropiadores; La Rosales, una tragedia argentina y Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia— se abre paso una certidumbre: la de que es posible, a través de la palabra, "desnudar la banalidad de lo perverso, la pornografía de las armas y la obscenidad del privilegio".
Ese empecinamiento le valió, en el '75, cuando la muerte acechaba en los yuyales de Ezeiza, ser incluido en una lista de condenados por la Triple A. Entonces juntó todo —vida, familia, recuerdos— y se exilió en Alemania, país del que partió hacia la Argentina, en el siglo pasado, algún antepasado suyo, herrero de profesión.
Un libro escrito en colaboración con Juan Gelman —Exilio— rescata, como imagen de esos años, las manifestaciones que el segundo jueves de cada mes juntaban a los argentinos desterrados frente a la embajada de la dictadura militar, en Bonn. "Nuestra marcha provoca el desagrado de los ocupantes de los Mercedes. Y desazón hasta en los mismos peatones. Es como si lleváramos la estrella amarilla", se lee en ese libro, donde Bayer terminará recordando otra marcha más lejana en el tiempo: la que en 1938, y en protesta contra el régimen nazi de su país, organizaron los exiliados alemanes en Buenos Aires. De esa pequeña manifestación de "vencidos y humillados", el Deutsche La Plata Zeitung diría después: "Sólo un par de intelectuales, judíos y comunistas"
La vuelta a la Argentina, en el '84, le deparó una evidencia: la de que ya no era posible recuperar un lugar. "Muchos exiliados volvimos pensando que acá íbamos a tener un porvenir en la cultura, que se nos iba a utilizar. Pero nada de eso pasó", dice ahora, como quien ha tomado distancia.
La residencia en lo que Bayer llama "la amada tierra enemiga" lo arrinconó en esa vieja casa de departamentos de Berlín, que se alza en un barrio hoy habitado por inmigrantes turcos, y cuya fachada perforada de balas muestra el paso de la Alemania del Tercer Reich. Trata de sortear la confusión de "vivir allá y pensar aquí" escribiendo guiones para films que hablan de la Argentina, de dolores y heridas no lo suficientemente antiguas y que después en el el país nadie se anima a exhibir.
En el centro de ese ir y venir por desdichas pasadas y presentes, está Severino Di Giovanni, más que una biografía sobre el anarquista italiano, una acusadora reflexión sobre el poder. Es, entre sus libros, el de más azaroso destino. Publicado en 1970, sufrió la persecución y el destierro de las librerías cuando el gobierno de Lastiri lo prohibió, por decreto, en el '73. Hubo más tarde una edición pirata y varios intentos de filmar la historia —de Ricardo Becher, de Héctor Olivera y de Leonardo Favio— que la censura hizo fracasar. Para Bayer, nada de esto es casual. "Yo creo que lo que pasó con el Severino ... es un poco el reflejo de toda la tragedia de nuestra cultura", dice.
—¿Por qué Severino Di Giovanni? ¿Qué lo atrajo de su historia?
—La posibilidad de descubrir y dejar al desnudo toda una época del radicalismo que ha sido muy mistificada. La represión que hubo bajo Yrigoyen es desconocida por mucha gente, así como el poder que tenía la policía, la corrupción de los jueces y las torturas a que se sometía a los presos en el penal de Ushuaia, sin contar las tres grandes masacres de trabajadores. Hoy se habla de aquello como de una gran democracia. Yo creo que Severino Di Giovanni sólo estuvo equivocado en sus métodos, pero no en su búsqueda. Es el prototipo de alguien que fue elegido por una sociedad para cargarle todas sus culpas. Acá lo fusilaron y pasó a la crónica roja como un delincuente común. Y a eso contribuyeron algunos intelectuales del establishment. Ernesto Sábato ayudó a enterrar a Di Giovanni cuando en Sobre Héroes y tumbas lo mostró como un ladrón que vestía camisas de seda. Y Beatriz Guido cuando, en El incendio y las vísperas, le adjudicó la propiedad de tres departamentos en Burzaco.
—El fenómeno de la violencia atraviesa toda la historia de nuestro país. ¿Cómo han tratado el terna los hombres de la cultura?
—En general, con una superficialidad que huele a oportunismo. El "yo estoy contra toda violencia" fue la respuesta característica de muchos de ellos en la terrible década del setenta. Era algo obvio. ¿Quién no está contra toda violencia? Pero vivíamos en medio de la violencia —y seguimos viviendo hoy más que nunca—y era una violencia estructural, y de arriba para abajo. Faltó en la Argentina de esos años el grupo de intelectuales que analizara seriamente las raíces históricas de esa violencia, que determinaron, en los 70, el surgimiento de los Montoneros y el ERP. Hace poco leí, en un diario alemán, un reportaje a Bioy Casares, donde él señala que saludó a la dictadura militar, pero que a los pocos meses se dio cuenta de su régimen criminal. Nuestros intelectuales tienen muy poca memoria. En mayo de 1979 —se puede buscar en los diarios y se verá— Bioy Casares almorzó con Videla y tuvo palabras de encomio para el dictador, cuando ya había pasado la gran represión, cuando ya nadie lo ignoraba.
—¿Qué otras complicidades con la dictadura hubo entre los intelectuales argentinos?
—En un ensayo escrito para leer en el simposio "Argentina: reconstrucción de una cultura", dirigido por Saúl Sosnovsky, en Maryland, Estados Unidos, y que titulé "Pequeño recordatorio para un país sin memoria", hago una reflexión sobre el comportamiento, durante la dictadura militar, de los llamados intelectuales "consagrados". Lo hice porque lo sentí necesario. Había llegado el momento de decir basta a toda la superficialidad con que nuestra sociedad había tomado la historia. Había pasado lo peor en nuestro país. El secuestro, el asesinato, la tortura, el robo de hasta los niños de las víctimas. Cabía, entonces, preguntarse, en 1983, cómo había sido posible todo eso. Cómo se habían comportado los factores de poder, los distintos estamentos de la sociedad, la iglesia, la intelectualidad.
Ya se podían prever los resultados del gatopardismo alfonsinista, que no sólo se hizo acompañar por intelectuales ex revolucionarios, arrepentidos y módicamente socialdemocratizados, sino también por aquellos que habían acompañado a los militares mientras el horror se paseaba por las calles. No sólo habían apoyado a la dictadura con comentarios periodísticos, sino que gozaron de sus prebendas y de los premios culturales. Todo está escrito, nada se puede disimular. Además, en esos años se atacaba impunemente a los escritores que habían tenido que marchar al exilio. Luis Gregorich —quien cruzó el Rubicón un poquito tarde, aunque pudo entreverarse bien en las filas del alfonsinismo— me acusó en una crónica de "querer que el país fuera una inmensa cárcel". Esto lo escribió en un matutino de gran circulación en el tiempo de la peor represión. Además de la cobardía que representa atacar a alguien que no puede defenderse, lo hizo con una calumnia. Si hubo alguien en el exterior que luchó más por los presos políticos argentinos fui yo, y lo digo con orgullo. Testigos son las organizaciones de derechos humanos de Alemania Federal y del propio ministerio de Relaciones Exteriores de Bonn, ante el cual propusimos que ese país recibiera a quinientos presos argentinos y sus familiares. Fue una lucha durísima, lo saben bien varios diputados alemanes a quienes perseguí, hasta debajo de la cama para que hicieran algo por todos esos compatriotas. Cuando le envié el derecho a réplica a este luego neodemócrata, por supuesto, no lo publicó. '
A mi regreso, numerosos artículos y polémicas qué sostuve sirvieron para aclarar la conducta de muchos intelectuales, tanto en el exterior como los que pudieron quedarse en el país. Por supuesto, como fui uno de los pocos que salió a expresar la verdad, fui tomado como blanco. Me convirtieron en una especie de verdugo de los intelectuales que habían permanecido en el país. Nada más falso. En ningún articulo o ensayo mío ataco a los que se quedaron, sino sólo a aquellos que obtuvieron prebendas y adularon a los verdugos y luego, con toda tranquilidad, pasaron a ser los grades demócratas. Siempre defendí a los que sufrieron el exilio interno, y más, todavía, a los que se quedaron para combatir a la dictadura. El más alto ejemplo lo dieron las Madres de Plaza de Mayo. Pero se tergiversó todo.
El lobby de los colaboracionistas de antes no perdió su poder. Pagué caro todo eso: se puede notar en todas las publicaciones financiadas por fundaciones políticas extranjeras (todas de apoyo sutil al alfonsinismo) donde la izquierda consecuente —que no había sido guerrillera ni colaboracionista con los militares— fue objeto de la aplicación de una lista negra tan estricta como en los tiempos de Videla en las publicaciones oficiales. La polémica que tuve en;marzo de 1985 con Ernesto Sábato, donde describo con documentos una vida de oportunismos y besamanos a los poderosos, me costó muy cara. Había tocado al intelectual modelo argentino, al daguerrotipo de su sociedad.
"El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del Presidente". Esto lo dijo Sábato el 19 de mayo de 1976, luego de una entrevista con el jefe máximo del Estado terrorista. Ya para entonces a menos de dos meses del golpe de marzo, habían sido secuestrados y asesinados 51 periodistas, escritores, artistas plásticos, hombres de cine y teatro. Nada dijo Sábato acerca de estos crímenes. En cambio se preocupó por aclarar que en su charla con Videla —que duró dos horas y de la que participaron, entre otros, Borges y Hugo Ratti, el entonces presidente de la SADE— "hubo un altísimo grado de comprensión y de respeto mutuo", y que "en ningún momento el diálogo descendió a la polémica literaria o ideológica". Quien quiera conocer otros detalles de aquella entrevista puede consultar la versión que ofreció La Nación, el 20 de mayo del 1976. Todo está en los archivos. Nada se puede borrar.
—¿Cómo se reubicó el campo intelectual durante el gobierno de Alfonsín? ¿Qué papel cumplió, por ejemplo, el Club Socialista?
—Para responder la pregunta, que toca un aspecto importante de la cultura posdictadura, debo decir que de ninguna manera fui antialfonsinista. Pero eso sí, a mi regreso me propuse hacer uso de la libertad en la democracia, que es el derecho a la resistencia ciudadana al cual todo legítimo demócrata no debe renunciar nunca. Desconfiaba de Alfonsín, porque nunca, durante la dictadura, se jugó por la democracia. Nunca estuvo ni un minuto en el exilio, ni un minuto en la cárcel, nunca le golpearon la puerta a medianoche. Pero bien, todos éramos optimistas en diciembre de 1983 y había que dar oportunidades. Exigí, en ese tiempo, de los intelectuales una crítica firme, para que no se volvieran a repetir los "gatopardismos" de los partidos populistas que eternamente nos gobernaron y que dieron paso, primero, a las denominadas dictablandas y luego a la más criminal dictadura de nuestra historia, la de Videla-Massera. Había tres puntos fundamentales en los cuales no se debía pactar: democratización de las Fuerzas Armadas, democratización de los medios de comunicación, condena sin renunciamientos a todos los torturadores, violadores, asesinos, lo que a su vez significaba esclarecimiento de la suerte de los desaparecidos
Hay un ejemplar paradigmático del intelectual alfonsinista: el Pacho O’Donnell, que fue uno de sus funcionarios culturales. Ya en agosto de 1982 había escrito en el diario Clarín una propuesta para "olvidar el pasado". Un pasado que todavía no había pasado, porque aún gobernaba la dictadura. Dice Pacho O’Donnell en 1982: "Déjenme soñar, enciendo la televisión y en un canal Sábato y Gancedo discuten y discurren sobre la política cultural más apta para nuestro país. En otro, Bernardo Neustadt y Rodolfo Terragno —cada uno desde su propia óptica— reportean a Alfonsín. O quiza se trate de una emisión sobre música nacional, con un libre entrevero de elegidos y entenados: Mercedes Sosa, Susana Rinaldi, Atahualpa Yupanqui, Astor Piazzolla... con Miguel Ángel Merellano como conductor". Pacho nos propone a los argentinos la Biblia y el calefón discepolianos cuando todavía estaban los cadáveres en el ropero. Pero luego se pone apocalíptico y amenaza con el dedo levantado: "Y ojo, que el advenimiento de la democracia no deberá significar (...) con ninguna excusa una instancia revanchista contra aquellos que durante estos sombríos años han podido actuar, decidir y crecer sin obstáculos, y aún, favorecidos. Porque la mejor de las democracias es aquella en que cada uno ocupa el lugar que se merece, capaces o incapaces". El Pacho pasó de funcionario de Alfonsín a funcionario de Menem, toda una línea consecuente.
El denominado Club Socialista fue un apéndice de la tortuosa política alfonsinista en esos tres aspectos que acabamos de citar: democratización de los militares, de los medios de comunicación y castigo a los genocidas. En las tres propuestas se fracasó: ninguno de los tres puntos se logró; los intelectuales del Club Socialista nos aconsejaban esperar desde publicaciones afines: La ciudad futura, Punto de vista, Plural, etc. Nada de prisas, "Realpolitik". Los resultados están a la vista. Después de Alfonsín, Menem.
Entonces cabe preguntarse ¿por qué Menem? Menem no es otra cosa que el colofón de Alfonsín. El resultado final de una política oportunista, miedosa, sobre moldes del Primer Mundo. Lo mismo cabe la pregunta: durante la dictadura los dos de más rating en los medios de comunicación fueron Neustadt y Grondona; durante el alfonsinismo, salvo unos primeros escarceos, fueron también Neustadt y Grondona (me refiero al Grondona de antes, afilado y feroz perseguidor de todo intento de la izquierda democrática. Y no al de ahora, que ha vestido el disfraz del liberal comprensivo y permisivo, inteligente etapa de quien se propone terminar con aquellos que tienen como evangelio los principios de la ética social: "Pobrecitos —se habrá dicho—, están vencidos; abramos una puertita para integrarlos, así desaparecen definitivamente").
Pero volvamos al Club Socialista. Después de Punto Final y Obediencia Debida, ya no había pretextos. Por supuesto, en el Club Socialista hubo honestos que sólo pensaban en el bien de la democracia. Pero ésos, antes de ingresar, habían sido lo suficientemente valientes como para autocriticar su pasado. Había muerto mucha juventud como para hacerse los desentendidos . Pero aquellos, los que desde sus cátedras o libros habían mandado a la juventud a morir a las calles, eran los que ahora, con una especie de bendición, no ya papal sino de la socialdemocracia alemana, francesa o española, nos venían a decir: "Hay que ser cautos, nada de exigir demasiado". Fue así como llegamos a esas leyes, al "Felices Pascuas", a la ratificación por el Senado de ascensos militares a conocidos asesinos.
El caso Astiz, cuando la Marina se burló de Alfonsín y lo dejó a la altura de un portero de hotel de citas, deja bien en claro que los integrantes del Club Socialista —y repito, no todos, porque hubo planteamientos valientes y edificantes en su seno— se equivocaron. Lo que duele es que no fue por ingenuidad sino por oportunismo. Fue y es una asociación con todos los defectos y plagas de las "intrigas"de nuestras universidades.
Lo que sí no perdono a algunos de esos intelectuales alfonsinistas es haber llegado a la delación cobarde y calumniosa. El habernos mencionado a Eduardo Galeano, a Juan Gelman y a mí como autores intelectuales del asalto a La Tablada. Fue en el periódico alfonsinista El ciudadano, dirigido por Emilio Weinschelbaum y Ramiro de Casasbellas y con una redacción donde pululaba la gente del Club Socialista. Se quería entregar, así, nuestros nombres como presa de caza libre a una sociedad en ese momento fascistizada, que gritaba fusilamientos y linchamientos frente al televisor. Se quería enlodar de alguna manera a quienes no entraban en la negociación de la memoria.
—¿Cómo han sido las relaciones de los intelectuales con el poder en tiempos de Menem?
—En el tobogán hacia el abismo. Y no quiero ser trágico. Me refiero aquí al abismo del ridículo, al exhibicionismo tonto, a la corrupción de cuerpo y ahua. El señor embajador ante la UNESCO es nada menos que Jorge Asís, el "pollo" intelectual de Luis Gregorich —por ironías, o como resultado de conductas ad hoc dentro de nuestros partidos populistas— también éste propuesto para embajador ante la UNESCO, en su tiempo. El libro de Asís Flores robadas... fue el best-seller de la dictadura, y quien lo lanzó a su fama mercantil fue Gregorich, crítico literario en ese entonces. El personaje de esa novela, "Samantha", fue elegido por el peronismo de derecha para agraviar a todo el exilio argentino que luchó contra la dictadura. Asís es, pues, el justo representante que se merece Menem. Intelectuales peronistas como Fermín Chavez se han retirado indignados y humillados ante toda esa caterva de seudointelectuales que concurren a "Fechoría" y que se dicen menemistas. Es trágico, cuando se piensa en Scalabrini Ortiz, en Marechal, en Jauretche. Pero así como el peronismo cierra su ciclo histórico desnudo y pedigüeño ante el liberalismo que dijo siempre combatir, de la misma manera se cierra un ciclo populista. Y esto es lo bueno para las nuevas generaciones: vislumbrar nuevas soluciones, luchar por ellas.
Yo lo, siento como el haber llegado a un oasis —sin agua y lleno de mercaderes del templo— luego de haber caminado toda mi vida sediento por el desierto. Pero un oasis del que se abre un sendero ya sin falsos profetas, porque estos ya han fracasado todos, aunque el último haya parado la inflación y nos prometa collares de vidrio pintado. Un oasis para repensar, para empezar de cero. Esa es la oportunidad que nos da la Argentina de hoy: estamos tan bajo que no podemos seguir cayendo, vamos a empezar a levantarnos, a pesar de Menem y del nuevo orden mundial.
—¿Qué está pasando hoy con los intelectuales europeos? ¿Sirven al poder? ¿Cómo es en Alemania?
—De alguna manera, la caída del llamado socialismo real ha provocado primero un asombro extremo, un pasmo; el intelectual típico de izquierda está anonadado. Pero siente como una especie de liberación de antiguas ataduras, de paternalismos no queridos, pero qué traían cargos de conciencia si se se los combatía. Aquel típico: "¿con mis críticas al Este no estoy haciendo el papel de servidor del Oeste?" Falta grave en la que cayeron hasta pensadores tan honestos y humanistas como Ernst Bloch. Esto se ha acabado. Por el momento, la derecha se ha entregado a la orgía de hacer trizas a todos aquellos intelectuales que siguieron fieles a las burocracias del Este. Ahora tienen la palabra los eternos voceros del establishment. Pero es un triunfo efímero, porque representan a un sistema injusto que sigue trayendo hambre, muerte y guerras a este desgraciado planeta.
Mientras tanto, los intelectuales que no son comprables ni con premios, ni con becas ni con cargos; los que, en cualquiera de los dos sistemas, se basaron en los principios no adulterables de libertad y justicia, sienten en su espíritu como una melancolía por la gran oportunidad histórica perdida por la humanidad. Pero, por otra parte, intuyen que ha llegado el fin de las confusiones, donde ahora sí, de un lado estarán los oportunistas de siempre y del otro, los que van aportando ejemplos e ideas para construir otra sociedad y no ésta, llena de egoísmos y fatuidades. En este momento, se nota en Europa la ausencia de ese gran intelectual que se llamó Heinrich Böll, que nunca se calló la boca, ni cuando toda la sociedad enloquecida perseguía a los guerrilleros de la Baader-Meinhoff, olvidando los principios morales. Él fue el hombre que se paró en el medio de la calle cuando llegaban los linchadores y dijo: "No, así no.". En Alemania, como en toda Europa, se ha iniciado la marcha por el nuevo desierto para tratar un vez más de crear ilusiones que se conviertan en soluciones.
—¿Se puede hablar hoy de una decadencia de los intelectuales respecto del compromiso de los años '60 y '70? ¿Se han asimilado?
—Si volvemos al caso argentino, hay intelectuales que siguen manteniendo su compromiso como en el primer día, con sus equivocaciones y sus ingenuidades, tal vez. Y hay un espacio intermedio lleno de confusiones, prisas y oportunismos. Pero no hay que olvidar que hubo una dictadura feroz, que luego vino un alfonsinismo que jugó entre la ilusión de buscar a fondo la verdad y el quedar bien con Dios y con el Diablo. Tal vez lo que mejor lo defina es el "Felices Pascuas". Por lo menos es lo que va a quedar de él para la historia, como característica. Con la traición de los intelectuales que salvaron sus vidas y optaron por cubrir cargos, en vez de enseñar nuevos caminos a propósito de la experiencia sufrida, comienza —precisamente después de la traición a las expectativas del '83— lo que dio en llamarse la generación del "posmodernismo". Un hippismo con computadora y video. Un fenómeno típico de reacción ante la aparente falta de perspectivas en un planeta que perdió el sentido de la aventura, pero que va a producir otra vez, poco a poco, sus rebeldes y apóstatas. Porque justo ése es el papel del intelectual que no muere: ser insumiso, sí, sí ser subversivo.
—La sociedad argentina ha sido tradicionalmente expulsora de los intelectuales críticos a los que después, en épocas de mayor bonanza, no vuelve a reincorporar. ¿Cómo fue su experiencia?
—Aquí el que no se sometió al status radical, o al menemista, no ha tenido ninguna participación. Yo he sido absolutamente discriminado y silenciado, quizá porque no estaba dispuesto a transar. Lo viví a través de mis películas. Todo es ausencia, Cuarentena y Juan, como si nada hubiera sucedido —con dirección de Rodolfo Kuhn, la primera, y de Carlos Echeverría las restantes— fueron hechas en el extranjero, pero sus temas eran argentinos. Son films para la televisión, pero ningún canal los ha querido mostrar.
—¿Qué siente cada vez que vuelve a la Argentina?
—Un desgarramiento terrible. Y esto es más que una metáfora. Es lo que me pasa.
Lo ha dicho casi en un susurro y como para no seguir hablando. Será posible recordar, entonces, aquello que escribió Juan Grelman en ese libro sobre el exilio, que hizo con Bayer: "No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida"
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