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domingo, 29 de noviembre de 2009

Los intelectuales frente al poder 11- EDUARDO GALEANO: EL SILENCIO DE LOS HOMBRES DE MADERA



"...no tenían sangre en las venas y de sus bocas no salía
ninguna palabra que valiera la pena escuchar ".


"He andado siempre de un lugar a otro, empujado por el viento; soy un hombre del viento", dirá, con esa voz lenta y grave de fogonero de Paysandú. En algún punto de ese andar por el mundo, de vuelta de algún extravío, Eduardo Galeano supo que, para encontrarse, primero había que perderse y que, "al fin de cuentas, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos".
Para cambiar lo que fue (el adolescente que a los 18 años intentó suicidarse; el muchachito arrogante que a los 21 posaba de "maldito" a lo Hemingway desde su puesto de jefe de redacción de Marcha), este uruguayo hizo unas cuantas cosas. Las hizo o le pasaron. Pruebas en las que fue sabiendo que de los miedos nacen los corajes, que las dudas suelen parir certezas y que eso que llaman identidad "no es una pieza de museo, quietecita en la vitrina" sino algo que se va modificando a fuerza de reconocer —y de amansar—las propias contradicciones.
    Podría decir, como Vallejo, que hay golpes en la vida tan duros, yo no sé, y que eso fue el primer exilio (del Uruguay a la Argentina, en el '73, por un zarpazo militar seguido de dictadura), y que eso fue el segundo exilio (de la Argentina a España, en el '76, por otro cuartelazo y otra dictadura), y que eso fueron los amigos desaparecidos, asesinados, perdidos, en esta orilla, en la otra orilla.
    ¿Cuántos dolores puede acumular un hombre? ¿De cuántas muertes puede renacer? Dice que el exilio le ha arrancado telarañas de los ojos, le ha multiplicado el alma, no se la encogió. Le faltó, como a todos, la tierra, la gente. Pero el oficio de la palabra fue algo a su favor. "Escribir se convirtió en una manera de sobrevivir", dirá, aunque en su caso haya sido, también, algo así como un acto de guerra.
    Del tiempo del destierro es su libro-río —Memoria del fuego— un largo viaje por la América negra y vencida y tantas veces humillada y vuelta a nacer. "Abrazar la historia en todas sus dimensiones, escucharle todas las voces, atrapar todos los colores y los jugos de la vida, convertir el pasado en presente, hacerlo respirar". Eso ha querido, dice. Los nacimientos, Las caras y las máscaras y El siglo del viento —nombres de la trilogía— son un intento de recuperar "lo que nos ha sido robado, el propio rostro, la identidad perdida "de esta tierra de la que hemos brotado".                                                   
    La misma dirección, la misma búsqueda, ya habían alumbrado Las venas abiertas de América Latina, libro que lleva más de 50 ediciones y es-quizá el único texto de historia que no aburre a los jóvenes, porque la historia se cuenta desde abajo, desde adentro, sin grandes palabras o con palabras que se hacen grandes al narrar.
    "Desatar las voces, desensoñar los sueños", dice Galeano, con ese lenguaje suyo que recuerda, recrea las cadencias mayas del Popol Vuh. "Del pecho de los que creen, está escrito, brotarán ríos de agua viva", dice, y parece un indio viejo que ha venido guardando los secretos, para perpetuar, más allá de cualquier peligro, una cultura sin escritura. A través de los libros de Galeano, esa cultura habla y es hablada. Ahí está, a salvo de cualquier olvido, "la escondida cara múltiple de América"; ahí se intenta revelar "su incesante capacidad de horror y de belleza.
    Ahora que ya ha olfateado el olor  de la muerte, sigue creyendo, dice, en ciertas cosas que la muerte no ha podido matar. Entre ellas, que la lucha por la dignidad vale la pena "aunque sea perdiendo", y que al mundo hay que cambiarlo, para que deje de ser ,"un lugar de maldición". Certidumbres que atraviesan no sólo lo mejor de sus textos, sino que lo encuentran cuando se pierde, y le devuelven el rumbo. "¡Qué viva esa flor! Y si la cortan, ¡qué viva esa flor!", escribió alguien en un muro de Montevideo, en el barrio de Malvín. Esa inscripción, que vio Galeano cuando volvió del exilio, resume un poco su porfiada fe.   
         
—Flor exótica, ¿no?, tanta certeza, en estos tiempos donde el escepticismo se vende hasta en los supermercados y hay tanto intelectual dispuesto a comprarlo.                              
—Hay como una moda internacional ahora. No es un triste privilegio de los países del sur o del Río de la Plata. Ese culto del desaliento sirve muy bien para que los que tuvieron alguna vez actitividades solidarias puedan arrepentirse y borrar huellas sin que la conciencia se les lastime demasiado. La tranquilizan diciéndole: "Al fin y al cabo hay que ser realistas". Esta es una coartada que utilizan muchos intelectuales y muchos políticos, que han desandado el camino de la lucha para incorporarse dócilmente a un sistema que niega las cosas en que antes creían, un sistema que considera que la muerte, como el dinero, mejora a la gente. Época de ventajeros y de camaleones, donde la cobardía y el conformismo se han disfrazado de prudencia

    Dice, y agrega, para que quede claro, que el conformismo de los camaleones no ha prendido en la gente, por más que los medios de información, "que tanto desinforman", y que los medios de educación; "que tanto deseducan", anden propalando discursos de prudencia. "Acá nadie se resigna", desafía, sin eludir los riesgos que implica toda conjetura. "Creo  que las reservas de dignidad de los sectores populares son infinitamente mayores que las que los intelectuales suponen".

— El desencanto, entonces, ¿es cosa de intelectuales, nada más? ¿Y por qué en Latinoamérica? ¿No es incoherente que esa moda funcione en países tan diferentes a los europeos? ¿Cómo se explica?                    
— El Latinoamérica funciona porque nuestros países están entrenados
para ignorarse entre sí y para ignorar lo mejor de sí —dice, con un tono ahora más intenso—. La herencia colonial y el sistema neocolonial, que nos han obligado a aceptar la humillación como costumbre, nos han forzado, también, a aceptar la ceguera como destino. Desde el poder, y desde siempre, nos preparan para el desvínculo y nos organizan para el autodesprecio. Y algunos intelectuales, consciente o inconscientemente, se prestan al juego.

    En esto no hay inocentes, ¿no?, habrá que deslizar. Y él estará de acuerdo en que no, y terminará completando: "En la medida en que uno ejerce alguna tarea que influye sobre los otros es responsable de lo que escribe y es responsable de lo que dice y es responsable de la cara que tiene
    La cara de Galeano es la de alguien que ha vivido largo tiempo con el alma a la intemperie. Hace veinte años, las fotos mostraban un rostro menos duro, unos rasgos menos afilados, una boca más blanda. Ahora los ojos miran con fijeza, y la expresión, generalmente impasible, sólo se altera cuando algo lo convoca ala pelea. Algo como preguntarle cuál es hoy la historia oficial en su país.

—¿Cómo se está contando la realidad en Uruguay?
—A partir de la impotencia, de la certeza de la impotencia. Se le dice a                        la gente: "En democracia no se puede hacer, no se puede ser". Las dictaduras no lo plantean así, las dictaduras dicen: "Está prohibido hacer, está prohibido ser". Pero en democracia lo que hay es el mandato de la impotencia. La moda del desencanto corresponde a una ideología de la impotencia que te paraliza convención dote de que sos paralítico. Se obliga al pueblo a padecer la historia, pero se le niega el derecho de hacerla. Yo creo que el subdesarrollo es, sobre todo, una estructura de la impotencia que te enseña a no pensar con tu propia cabeza y a no sentir con tu propio corazón, para que seas incapaz de caminar con tus propias piernas.

    Dice, y se queda pensando un rato, dándole vueltas a la idea. Al fin redondea que el escepticismo y otra modas que han venido de los países ricos, "a nosotros, países pobres, nos hacen mucho daño". Ahí está, si no —va reflotando— lo que pasó cuando la Comisión Pro Referendum inició la campaña de firmas contra la Ley de Impunidad que mandaba olvidar los crímenes del terrorismo de Estado. Galeano puede hablar porque anduvo peleando en la campaña. Ahora se acuerda de que, en esos días, muchos enemigos, pero también muchos amigos, les dijeron: "Eso es imposible, la gente no va a firmar, porque el país está enfermo de miedo".

—¿Yera verdad?
—Era verdad. El Uruguay estaba y está enfermo de miedo, porque las dictaduras no pasan impunemente sobre la gente.

—Pero la gente firmó. Ese aluvión de firmas que hubo ¿no estaría demostrando la ineficacia del miedo?
—No, no. Es muy poderoso, muy profundo, como en todos nuestros países. Recuerdo que las primeras firmas, algunas puerta por puerta, fueron muy difíciles de conseguir. Un señor, por ejemplo, me preguntó: "¿Qué garantía tengo de que ésta no va a ser la lista negra de la próxima dictadura?" Y yo le contesté: "Ninguna garantía. Es muy probable que esta lista sea la lista negra de la próxima dictadura". Y él firmó. Pero pienso que lo hizo porque yo no le mentí, porque nosotros jugamos limpio desde el principio.

—El discurso de la dictadura era "está prohibido" y el de la democracia es "no se puede". ¿No se trata, en realidad, del mismo discurso? ¿No hay continuidad civil del pensamiento militar?

    Se toma tiempo para contestar. Después, dirá que sí, que hay un discurso único, y que es "el de un sistema de poder enemigo de la gente, del cual la dictadura es la expresión más exasperada, la más feroz". Pero siempre "son los ricos, los blancos, los machos y los militares" quienes se adueñan del poder y "simulan ser la única realidad posible", seguirá avanzando. Y apuntará: "El sistema separa la moral de la política, como separa el cuerpo del alma, el pasado del presente; como divorcia el discurso público del privado, la vida pública de la vida íntima, lo cual permite que alguien se porte como Pinochet dentro de su casa, y hable contra la dictadura afuera." Esta separación entre moral y política —se acordará Galeano— fue expresada en términos espectacularmente claros por uno de los autores de la Ley de Impunidad, el senador Zurriarán, quien dijo que la ley era "moralmente horrible, pero políticamente necesaria"."Un cinismo muy de este tiempo, ¿no?".
    Hubo otro tiempo en que el cinismo de la clase política lucía un mayor recato. Habrá que hablar de aquella época—la del setenta—y de una generación —la de Galeano— que transformó en acción el pensamiento y a la que hoy se alude con la palabra "derrota". ¿Cómo ve ahora aquellos años?

—Creo que es necesario aprender de estas derrotas, porque en la izquierda parecemos, a veces, especializados en tropezar con la misma piedra. Uno de los argumentos que el gobierno utilizó contra nosotros, cuando empezamos a trabajar por las firmas en Uruguay, fue que teníamos ojos en la nuca. Le contestamos que sí, que teníamos ojos en la nuca, porque era necesario tenerlos en la nuca, además de tenerlos en la cara, para no volver a caer en las mismas trampas. Yo pienso que las derrotas son muy pedagógicas, que los pueblos tienen que mirar hacia atrás, para poder mirar hacia adelante sin repetir sus errores.

—Pero el balance de la derrota ¿no puede conducir a la parálisis? ¿No hay un peligro ahí?               
—Eso sólo puede pasarle a la gente que cree que la lucha por la dignidad humana es asunto de un ratito nomás, una especie de paseo de fin de semana. En realidad, es una lucha de toda la vida y de todas las vidas.

—Los profetas del fin de la historia dirían que usted habla en un idioma pasado de moda, que palabras como "dignidad" suenan antiguas.
—Sí, por suerte. Afortunadamente es una de las palabras más antiguas, porque se refiere a una de las certezas más viejas del hombre: la de que pelear por la dignidad vale la pena aunque uno pierda en la pelea. Yo no comparto la concepción, que el sistema proyecta, de la eficacia como valor supremo.

—Hay una crítica generalizada hacia el discurso de la izquierda, al que se considera gastado por el uso y repleto de consignas que ya no convencen. ¿Qué opina de esa apreciación?                      
—Yo creo que el de la izquierda es un lenguaje cansado, incapaz de audacia, de invención. Estoy de acuerdo en que hay que cambiarlo, pero no por pánico a las palabras. La izquierda, en general, habla con poca gracia. Es como que la idea del placer fuera una idea burguesa. Yo pienso que el lenguaje, en tanto expresa la más hermosa de las aventuras humanas, que es la aventura de la comunicación, está obligado a transmitir placer, si quiere de veras llegar, a los demás, sentir con los, demás...

—La palabra revolución, ¿ha perdido la gracia?
—No es un problema de palabras, es un problema de lenguaje. A mí no me preocupan las palabras. Lo importante es que no nos impongan el silencio. 
                        
    Dice, y empieza a contar que los indios jíbaros, los famosos reducidores de cabezas de la jungla ecuatoriana del Amazonas, creen que el enemigo no está del todo vencido hasta que no se le cierra la boca. "Le cortan la cabeza y después la reducen, para que no resucite. Pero además de reducirla, le cierran la boca, la cosen con una fibra que no se pudre jamás, para que no hable. El vencido es el mudo".   
    Dice, y es posible adivinarle a la parábola un destino o conclusión: "Lo importante es no estar mudo, que no le maten a uno la posiblidad de hablar". Entonces, dice, no importa mucho si se usan unas palabras u otras. "Lo fundamental es que el lenguaje llegue a los demás. Y lo seguro es que el estereotipado, el esquemático, el muerto lenguaje de consignas y de frases hechas no llega a nadie."    

—¿Es decir que la repetición 'termina'por vaciar los contenidos?
—Esa crítica es correcta. Al lenguaje de la izquierda le falta vibración, le falta vida. Yo muchas veces desearía que los justos fuéramos menos aburridores. Que la gente que yo siento que tiene la justicia de su parte hablara menos aburridoramente.

—¿Qué poder tienen las palabras cuando lo que hay es desaliento?
—No hay que tenerle miedo al desaliento, porque es la prueba de que el aliento existe.                                       

    Dice, y ahora viene en su ayuda esa leyenda maya, tan hermosa, sobre el origen del hombre. Y ya no es Galeano, el escritor uruguayo, sino un indio sin tiempo, el sabio de la tribu, quien se ha puesto a narrar. "Cuentan que los dioses intentaron hacer el hombre con diversos materiales, antes de hacerlo de maíz, que fue el ser humano que les quedó de veras bien a los dioses, y tan bien les quedó que aquellos primeros seres de maíz veían más allá del horizonte. Entonces los dioses se pusieron celosos y les echaron polvo en los ojos para que no vieran tanto. Por eso nosotros no vemos más allá del horizonte", dice, e interrumpe el relato, como para que vaya decantando. Después, retoma: "Pero antes de hacerlo de maíz, los dioses lograron hacer un hombre de madera, que era igual que nosotros, sólo que no tenía sangre en las venas y de la boca no le salía ninguna palabra que valiera la pena escuchar. Los hombres de madera no tenían aliento. Yo pienso que los que no tienen desaliento son hombres de madera, porque tampoco tienen aliento. Cuando uno siente desaliento, bueno, pues es la prueba de que uno no es de madera, ¿no?, de que uno tiene aliento posible", concluye. Y se sabe, por fin, adonde quería llegar.
    Hay que detenerse allí, ahondar en ese punto, preguntar todavía:

—¿El poder está tratando de generar hombres de madera?
    Y él dirá:
—Sí, pero hay que tratar de ver las cosas como son y no como nos dicen que son. La lucha por la justicia, en estos países nuestros, no tiene nada de irreal. Es la más real de la luchas, la que, en definitiva, se vincula a la esperanza cierta de que el mundo deje de ser un lugar de maldición para la mayoría de sus habitantes; y se convierta en lo que quiso ser cuando todavía no era: una casa de todos.
"Una casa de todos", se le oirá una vez más. Y en esa frase simple, sin retórica, en ese reducido horizonte de palabras, plantará la última reflexión. "Esa lucha es la que va a impedir que nos conviertan en hombres de madera", dirá, enterrando su voz. Ahora va a empezar a crecer en el silencio la silueta, algo borrosa, de esa casa que está en ningún lugar.
ARIEL DORFMAN

POSMODERNOS EN EL PATIO TRASERO


"Me gustaría que un ejército de hambrientos pasara por las
máquinas del fax para espanto de tanto intelectual a la moda".


    Algún abuelo de Odessa le debe haber legado los ojos transparentes, el cuerpo largo y flaco, la palidez. Quizá le haya dejado también esa costumbre de terminar cada frase preguntando "¿ya?", como quien, por cortesía, no quiere parecer demasiado seguro. Sin embargo, a poco de hablar con él, se va conociendo que Ariel Dorfman es hombre de convicciones firmes. Algunas le vienen de antes; otras las ha ido adquiriendo en el largo tiempo de la expatriación.              
    De ese exilio que lo arrancó de Chile a fines del '73, rescata una violencia: la vez aquella, en 1987, cuando sus proyectos de retorno chocaron con las iras de Augusto Pinochet, quien lo mandó detener y expulsar del país. Motivos no le faltaban al dictador. En sus vueltas por el mundo, Dorfman —colaborador activo de Amnesty International— anduvo denunciando la saga dolorosa que empezó para los chilenos con el asesinato de Salvador Allende. Pero había hecho aún algo más imperdonable: aportar pruebas, en una campaña televisiva mundial, de que los militares trasandinos habían ordenado quemar vivo a Rodrigo Rojas, un militante popular.
,    "Yo era una figura creíble, porque en muchos países de Europa y en los Estados Unidos mis libros eran muy conocidos, ¿ya?", dice. Se trataba entonces de aprovechar para la causa chilena el caudaloso prestigio que le arrimó aquel ensayo escrito con Armand Matellart —Para leer al Pato Donald— y que siguieron ensanchando Imaginación y violencia en América latina, Ensayos quemados en Chile y las novelas Máscaras, Viudas y Moros en la costa.
    Los 17 años de destierro "mezclaron tristezas, desamparo y sensación de culpa". Descubrió, a cambio, ámbitos de libertad desconocidos para un escritor latinoamericano acostumbrado al equilibrio, siempre precario, de un continente de tierras revueltas, de hombres revueltos. "Descubrí, por ejemplo, que la distancia es creativa y lo digo sabiendo que, en muchos casos, destruye y que son muchos los que quedan devastados por la falta de aquello que aman", dice, reconoce. Y acerca una clave: "Yo incurrí un poco en el credo de Joyce cuando, al final de El retrato del artista cachorro, anuncia que se va y que nunca más va a servir ni a la familia, ni a la patria, ni a la religión, que son como los grandes círculos de consenso en torno de él y de cualquiera".
    Esa suerte de contrafé lo ayudó, conjetura, a sumergirse en la sociedad chilena'"más profundamente que si hubiese estado en ella". Pone como caso a Viudas, novela que escribió en 1979 y en la que pudo anticipar lo que iba a ocurrir en Chile diez años después. "Yo describí una situación en un pueblito de Grecia, donde van apareciendo cadáveres, en el río, de gente que había desaparecido. Nádie sabe quién los ha echado al agua ni de dónde vienen. Los familiares comienzan a reclamar por esos muertos y se crea un enorme conflicto, con el poder, cuya propuesta es olvidar el pasado, borrón y cuenta nueva. Ese relato yo lo imaginé en el exilio. De otra forma no hubiera podido tener una mirada tan profética. Son las ventajas de la distancia", reflexiona. "¿Ya?"
    ¿Y cuáles son las desventajas? habrá que explorar. "Darme cuenta, ahora que estoy devuelta en mi país de que me distancié tanto que me he convertido en una especie de profeta que grita en el desierto; y al que nadie escucha", dice, como lamentando

—¿Tanto cambió la sociedad chilena?
—Lo que más me impresionó en el '83, en mi primera visita a Chile después de diez años, fue ver la tristeza de la gente y, especialmente, la forma en que un sector minoritario se había expropiado toda la riqueza del país y había transformado las cuarenta hectáreas en que vivía en una especie de fortaleza. Me reuní casi clandestinamente con un grupo de alumnos de la Universidad y, como dije en voz alta lo que pensaba, algunos me señalaron: "Usted no habla en chileno, usted habla muy fuerte, nosotros hablamos en susurros". "No, yo hablo precisamente en chileno. Lo que pasa es que ustedes se han olvidado de cómo era Chile", les contesté. Yo era una especie de resabio del pasado y me sentía muy extraño. Mira, yo creo que no encajo totalmente en Chile, nunca he encajado. Pero, por otra parte, ¿dónde encaja uno de verdad?

—¿Por qué le parece que no encaja hoy en su país?
—Todavía no me doy cuenta exactamente de cómo "es" el asunto. Tengo una sensación de extranjería en todas partes, y a la vez  me siento muy cómodo en cualquier parte. En Chile reconozco los códigos y eso me hace sentir un poco menos extranjero. Lo que  pasa es que los reconozco, pero no participo enteramente de ellos. Tal vez sea ése mi destino como escritor.

—¿Cómo se articula hoy en Chile la relación entre el campo intelectual y el campo del poder?           
—Yo diría que la mayoría de los intelectuales está con el gobierno, que no es todo el poder, ya que los antiguos sectores que respaldaron a Pinochet tienen aún mucha ascendencia. Eso crea una situación muy especial entre los intelectuales. Nosotros no tenemos una actitud de desafío con el gobierno, porque es un gobierno democrático y hemos luchado mucho por lograrlo.

—¿De qué modo se está revisando el pasado? ¿Qué dice el discurso oficial?                                               
—De parte del gobierno, hay el discurso de que es necesario reconciliarse, pero no olvidar, aunque creo que existen sectores gubernamentales que estarían también por el olvido. Yo pienso que nosotros, como sociedad, vacilamos angustiosamente ante dos alternativas: por una parte, es necesario e inevitable lograr consenso social y tratar de evitar las confrontaciones que nos llevaron a tanto desastre y tanto dolor en el pasado. Por otro lado, gran parte de la sociedad reconoce que, sin verdad y justicia, no hay ninguna posibilidad de que esa reconciliación pueda ser auténtica.       

—¿Cómo se ubica usted en esa encrucijada?
—Como narrador, a mí me toca contar las historias que no aparecen en ninguno de los dos discursos —el amnésico y el testimonial—, mostrando lo que se gana y se pierde en cada una de las alternativas. Cuando me reinstalé en Chile noté que en la cultura lo único que se reflejaba era el pasado. Nadie se ocupaba de los problemas actuales del país en esta etapa de transición a la democracia. Había dolores, fantasmas y pensamientos subterráneos de los que nadie parecía querer hablar.

—Como si no nombrarlos fuera una forma de conjurarlos.
—Algo así. Yo no digo que eso esté mal desde el punto de vista de los intereses de una sociedad que ha pasado por lo que nosotros hemos pasado. Hay una especie de consenso acerca de que ciertos límites no deben ser transgredidos para que la democracia se mantenga. Pero el arte es otra cosa. Tiene una función transgresiva que yo reivindico plenamente.

—¿Esa es la función de un intelectual en el Chile de hoy? ¿Ir más allá de los límites que autoriza el consenso?
—Es el único modo de dar cuenta, en profundidad, de la compleja situación que estamos viviendo. A mí, como intelectual, me toca mostrar todo lo que queda fuera del consenso. Eso fue precisamente lo que intenté hacer en La muerte y la doncella, una obra teatral que generó mucha polémica porque describe una tensión psicológica muy aguda: la coexistencia de los represores con los reprimidos.

—El tema de la impunidad.
—Sí, pero no sólo. La obra gira en torno de una mujer que ha sido torturada bajo el régimen militar y que luego, en la etapa democrática, cree reconocer a uno de sus victimarios. Lo toma prisionero, lo encierra en su casa y comienza a juzgarlo. Pero hay otros personajes que plantean distintos niveles de conflicto. Por ejemplo, un abogado de derechos humanos encargado de investigar los crímenes de la dictadura. La suya es la voz de la razón. Sin embargo, es un ser lleno de contradicciones, que miente y trampea. A través de personajes que no son del todo "buenos" ni del todo "malos" quise que cada espectador se interrogara a sí mismo acerca de su propia ambigüedad.

—¿Lo logró?
—No del todo. La obra no tuvo mucha aceptación porque critica las posiciones absolutistas y maniqueas, tan propias de nuestras culturas. La gente no soporta las contradicciones: si una obra es política no puede presentar ambivalencias. Y yo trabajo justamente en esos pliegues. Es lo que más me interesa: no dar soluciones sino plantear interrogantes.

    Ahora sabe que no es fácil aventurarse en los pliegues. Siempre hay bruma allí, neblinas que despejar. Y la temeridad se suele pagar cara. A veces, demasiado. En Chile, los abogados de derechos humanos negaron apoyo a La muerte y la doncella, pero no fue ésta la única sanción que cayó sobre Dorfman: muchos de sus amigos intelectuales, que participaron con él en la resistencia, tampoco fueron a verla. ¿No habrá sido prematuro estrenar una obra así en la actual etapa chilena? "Es probable", cavila. "En estos momentos, la gente acepta más fácilmente todo lo que tenga un carácter documental. ¿Ya?"

—¿Es cuestión de tiempo, entonces?
—Pienso que sí. En la dictadura, las cosas eran más claras. El bien, el mal, los límites. En un proceso democrático, hay que guardar un delicado equilibrio entre la transgresión y la responsabilidad, entre el delirio y la mesura. Yo creo que en una etapa de transición como la nuestra, la función del intelectual es el delirio responsable.

—¿Qué marcas ha dejado la dictadura en la literatura chilena?
—Hay algo evidente y es que se quebró una continuidad en el país. Hubo interrupciones tan graves en la literatura como en otros ámbitos. La especificidad do esa ruptura se ve en la generación de escritores a que yo pertenezco. En su gran mayoría, ha sido silenciada, dispersa e ignorada. Consecuencia: los jóvenes no se relacionan con nosotros sino con los abuelos. Hoy, José Donoso es el que hace de puente con esa generación nueva. La gente joven desconoce por entero lo que somos nosotros y lo que hemos hecho. No hay parricidio, sino una especie de vacío.

—Eso habla de una generación flotante.
—Y de otra que ha sido borrada de la historia. Somos padres ausentes, ni siquiera padres, ni siquiera tíos al estilo del Pato Donald. Puede ser que se trate de un fenómeno mundial, no quiero atribuirlo sólo a nuestra ausencia. Pero creo que los daños sobre lo literatura chilena van a tener efectos perdurables.

—¿Qué pasa con sus libros? ¿Nadie los lee ahora en Chile?
—Desde un punto de vista general, Chile se ha convertido en un país que no lee. Eso tiene que ver con el desastre que hicieron los militares en el sistema educacional y con los ataques que sufrieron todos los centros de cultura. En este sentido, las cosas no han cambiado demasiado. Mis libros no se enseñan en las universidades chilenas, pero se enseñan en todas las universidades de Latinoamérica. En México, mis textos son obligatorios. En Chile son inexistentes.:

—¿A qué se debe esa discriminación?
—Seguramente al hecho de queden estos 17 años yo no aparecí en televisión ni una sola vez, y a que sigue habiendo todo tipo de censuras. Por ejemplo, el diario El Mercurio a mí no me hace una entrevista por nada del mundo. Me siguen excluyendo como en los tiempos de Pinochet. Mi respuesta es que a falta de El Mercurio bueno es el New York Times, pero eso no es más que una boutade, porque yo creo que los diarios de derecha deberían estar abiertos a todos los escritores sea cual fuere su tendencia.

    Acerca de los borramientos que la historia ha practicado sobre su generación, Ariel Dorfman arrima un par de anécdotas. En una, la más reciente, hay que imaginarlo leyendo uno de sus poemas ante 500 estudiantes, durante un congreso de profesores de literatura hispanoamericana que se hizo en La Serena, al norte de Chile. De pronto, uno de los estudiantes se para y dice; "Nosotros conocíamos ese poema porque había circulado, pero no sabíamos que era suyo". En la otra, más lejana, ocurrida en el transcurso de una visita semiclandestina a Chile, durante la época de los generales, hay un Dorfman atónito frente a un poster pegado en una pared. "Allí estaba el mismo poema, pero abajo, en el lugar de la firma, decía: Mario Benedetti. Eso muestra hasta qué punto eran incapaces siquiera de imaginar que podía ser un poeta chileno el que lo había escrito", se sigue aún asombrando.
    No es que en Chile nadie lo lea, dice. Algunos lo hacen. Pero por razones que poco tienen que ver con la literatura. "Por ejemplo, porque se han enterado de que soy amigo del cantante Sting, o porque Peter Gabriel ha elogiado mis libros. Es decir, lo que interesa es el costado cholulo. ¿Ya? Y ésa es otra de las marcas de la nueva sociedad chilena: la imagen importa más que la substancia, ya casi no hay substancia", dice, se alarma.
    ¿Qué pasa? ¿Todos se han vuelto posmodernos? "No todos, pero una buena parte", discrimina. "Ese pensamiento ha calado muy hondo. Hay sectores que son posmodernos sin haber pasado nunca por la modernidad. Estamos en la era del fax, pero en las villas miserias chilenas no es el fax lo que funciona", agrega. Y lanza finalmente una granada de mano: "Me gustaría que un ejército de hambrientos pasara por las máquinas del fax para espanto de tanto posmoderno a la moda".

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