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domingo, 29 de noviembre de 2009

Los intelectuales frente al poder 12- JORGE ENRIQUE ADOUM: LOS RÉDITOS DEL ESCEPTICISMO



"Por estar de  vuelta de la esperanza 
han terminado escribiendo poemas
en el reverso de los cheques de banco".


"Cuando ya tenía respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas", reza un graffitti en Ecuador. El hombre que acaba de recordar esa queja, garabateada en una pared de Quito, ha nacido precisamente allí. Se llama Jorge Adoum y es, para decirlo sin vueltas, uno de los poetas mayores de su país. De los orgullos que a los 64 años puede exhibir —haber ganado el Premio Nacional de Literatura de Ecuador, en 1988, es uno de ellos— prefiere su fidelidad a esa raza casi extinguida de vates militantes que dio la izquierda latinoamericana y en la que se cruzan los nombres de Pablo Neruda, Francisco Urondo y Javier Heraud.
A él también le han cambiado las preguntas, confiesa. Pero se aferra a dos principios, "porque de lo contrario, no veo cómo seguiría vivo". Uno desafía: "El hecho de habernos equivocado no prueba que los otros tenían razón". El otro, de Thoreau, pregona: "Una persona que tiene razón contra las demás constituye ya una mayoría de un voto".
    Más que respuestas a la vida, acuerdos con la vida, entonces. De ahí los ojos calmos, sin prevenciones; la distancia que pone entre él y las cosas; el ademán parsimonioso de quien ha descubierto la inutilidad de toda urgencia, y en especial, la voz, tan íntima, tan propicia a la confidencia o a la reflexión. La voz de alguien que no cree necesario hacerse oír. Porque lo que tiene que decir, lo ha dicho en otra parte. En poemas que no cantaban al paisaje sino a los hombres; en acciones que han buscado, junto a ellos, alguna clase de certeza o de fraternidad.
    Ahora que todo eso parece haberse derrumbado, ¿siguen en pie sus convicciones? ¿Qué pasa con la identidad política de alguien que ha visto caer los mundos y paradigmas que sostenía, que lo sostenían? ¿No empieza a tambalear? La rapidez con que llega la respuesta revela que estaba esperando la pregunta. Antes de terminarla, ya está diciendo que no, que para nada. "Me duele que pretendan que yo renuncie a nuestro pasado, porque ¿quién nos devuelve los años que no vivieron y las obras que no escribieron Haroldo Conti, Paco Urondo, Rodolfo Walsh?. ¿Nos quieren convencer de que ellos murieron inútilmente? Si ellos murieron inútilmente, quiere decir que yo estoy viviendo inútilmente. De eso no me van a convencer", promete, deja claro. Y mientras se frota con gesto distraído la barbita a lo Lenin, empieza a sacar cuentas de que "cuando uno envejece, va reduciendo sus aspiraciones, éstas se van volviendo mínimas". Y da el ejemplo de su generación: la de los profesantes de la utopía de los '60, esa promesa mosaica de paraísos en la tierra, hachada de un tajo por las tormentas de la historia. "¿A qué tuvimos que reducirnos en los años '70?", pregunta Adoum. "A derribar unas dictaduras miserables, de peones intercambiables entre ellos por el gran jugador del tablero", constata, se lamenta. "Eso fue ya una reducción de la gran profecía continental a la pequeña desgracia de cada uno de nuestros países", termina resumiendo.

—Usted formó parte de un movimiento de  intelectuales que se enfrentaron con el poder de gobiernos fuertemente autoritarios. Hoy, en América Latina las dictaduras militares han cedido paso a democracias restringidas, en un contexto internacional marcado por el descalabro de los regímenes del Este europeo. En nuestros países, las llamadas políticas de ajuste van perfilando, cada vez con mayor nitidez, un destino-impiadoso para las mayorías populares. ¿Cómo han reaccionado los escritores frente a este nuevo orden?
—Se ha producido una suerte de vacancia ideológica. Ya no sabemos en qué creer, qué esperar y, lo que es más grave, qué proponerles a nuestros pueblos. Si se anuncia el fin del socialismo, ya no hay más brujas que cazar. Si seafirma el capitalismo como único sistema posible ya no hay enemigo por ese lado, tampoco. Nadie tiene ahora enemigos, nadie tiene contra quien luchar. Entonces, ¿en qué vamos a creer? ¿En una hipotética, absurda, imposible confraternidad mundial entre todos los seres humanos, entre opresores y oprimidos, entre las víctimas y los verdugos? En América Latina, lo único que ha hecho el capitalismo es desangrar a nuestros países y mantenerlos en la miseria. Sin embargo, hay una estupidez creciente por la cual en nombre del fracaso del socialismo en los países del Este europeo, se hace la exaltación de la economía de libre mercado, esa gran biblia del capitalismo. Más que un éngaño, eso es una trampa. Y en ella han caído muchos intelectuales.   

—¿Hay mala fe o se trata, simplemente, de desconcierto?       
—Hay, sobre todo, cinismo, que es mucho peor. Por estar de vuelta de la esperanza, los escritores se ponen hoy contra la esperanza, lo que generalmente conduce a escribir poemas en el reverso de los cheques de banco.        

—¿Quiere decir que el culto del desaliento termina siendo una buena inversión?
—Exactamente. Por eso callan ante las corrupciones del poder. Y se hacen cómplices, con su silencio, de las políticas diseñadas por el Departamento de Estado norteamericano para nuestros países. Y no se inmutan cuando, como en Panamá, un presidente jura defender la soberanía de su país en una base extranjera enemiga. Y siguen echando loas a la democracia cuando en muchos países, como el mío, la democracia sólo ha consistido en dejar impunes a los salteadores de caminos que han tomado el poder para establecer regímenes basados en la delincuencia. Nada dicen de todo esto los intelectuales. Pero en cambio se llenan la boca con la palabra libertad, cuando en la mayoría de los gobiernos latinoamericanos esa libertad se reduce a preguntarle a la policía del mundo y a sus bancos qué es lo que podemos y qué es lo que no debemos hacer.

—Frente a este panorama desolador, ¿cómo ve usted la reconstrucción de una ética desde el campo intelectual?
—Lo primero es preguntarnos: ¿en qué hemos dejado de creer?, ¿tenemos todavía algún ideal?, ¿vamos a fabricarnos otro?, ¿es posible resucitar alguno? Hay que empezar por admitir que estamos jodidos. Y estamos jodidos un poco como en Cuba, no por una mayor agresividad del enemigo (que ya lo conocemos), sino por una jugada de la historia que nos hicieron nuestros propios camaradas. Yo creo que por encima de ciertas decepciones, personales o colectivas, hay un terreno en el que nosotros, los intelectuales, nos podemos entender y estar juntos, que es el de reinventar una nueva utopía, una utopía posible.

    ¿No es contradictorio eso de la "utopía posible"?, habrá que ajustar. ¿No le está poniendo límites a la utopía?  "Desde luego", contesta rápido. Pero despeja: "En la situación actual de América y del mundo, no me interesan las utopías que no podremos convertir en realidad". ¿La revolución, por ejemplo? Cuando Adoum empieza a decir que sí y que, aunque él cree en la revolución ("porque si no, ¿cómo podría seguir viviendo?"), hoy no piensa que sea viable, se puede ir juntando esta frase con esa otra que dijo antes acerca de la vejez y el achique de las aspiraciones. Como si adivinara este balance (o quisiera pararlo) ahora dispara un argumento que explica la razón de su cautela. "Fijémonos en El Salvador —invita— donde hay un proceso revolucionario en marcha. ¿Qué pasaría si el Frente de Liberación Farabundo Martí lograra tomar el poder? Tendríamos otro desembarco de marines en 24 horas, como en Panamá. ¿Y entonces?", deja planeando el interrogante.

—¿Entonces, qué?                                                                        
—Nada, que me he vuelto pesimista, pero el mío es un pesimismo combativo, porque es de un hombre que durante mucho tiempo ha sido optimista respecto de América Latina. Hay cosas que no se pueden evitar: la fugacidad del placer frente a la duración del dolor, por ejemplo; la eternidad de la muerte frente a lo transitorio de la vida. Pero hay otras que no son inevitables. La explotación, la miseria, el anticomunismo, el racismo, no son inevitables. Por eso digo que soy un pesimista combatiente.

—¿En qué momento sintió que perdía el optimismo, que cruzaba la frontera?
—Creo que cada día un poco a lo largo de mi vida. Pero la gran ruptura se produjo cuando Estados Unidos, en el término de pocas horas, desembarcó 20 mil soldados en Panamá. Usaron armas que hasta entonces sólo habíamos visto en las películas de ciencia ficción. Ahí sentí nuestra impotencia, nuestra pequeñez. En Quito, un piquete de estudiantes universitarios apostado frente a la embajada norteamericana levantó unos carteles que decían : "Pite contra la invasión a Panamá", invitando a que los automovilistas tocaran la bocina.

—Una manifestación más bien modesta,
—Ciertamente. Eso habla de la desproporción entre las fuerzas del imperio y nuestras fuerzas. Hubo un Jefe retirado de la aviación que dijo que él estaba dispuesto a ir a pelear a Panamá. Y hasta un grupo armado que llamó a hacer prácticas militares en el parque más céntrico de la ciudad. Son cosas para reír o para llorar. Entonces, me pregunto; ¿qué hemos hecho los intelectuales por Panamá? Invitar a alguien del Instituto de Cultura de Endara para participar de algún encuentro latinoamericano de escritores. Eso hemos hecho. Y punto.
El surco que le disminuye la frente se ha vuelto más profundo. Parece perdido en alguna cavilación, alguna búsqueda. De pronto, dice: "Hay que volver a Sartre". Ahora se entusiasma y habla de ciertos postulados del filósofo francés, actualmente en desuso. "Frente a la capitulación o, en muchos casos, la parálisis en que han caído los hombres de la cultura, creo que habría que reactualizar la noción del compromiso, en el sentido que le daba Sartre", propone Adoum.

—¿El encandilamiento de muchos intelectuales latinoamericanos ante las becas del mundo desarrollado es un motor de esa capitulación?
—Eso siempre ha existido. Recuerdo que en un Congreso de Intelectuales del Tercer Mundo, que se hizo en La Habana, alguien propuso el rechazo de todas las becas que olieran a intervención del Departamento de Estado o de la CIA, lo cual nos obligaba a analizar con mucha cautela cada una de las becas y financiamientos externos. Sin embargo, en todos nuestros países la Gughenheim ha seguido becando gente. A mí me parece legítimo que un autor quiera una beca para poder dedicarse un año entero a crear. Sobre todo porque el escritor, en América Latina, se debate en una situación económica desesperante. Y hasta donde yo sé, en ninguna de esas becas hay exigencias de tipo ideológico.

—¿Será que no hace falta explicitarlas, que los aspirantes se autoimponen las restricciones, la buena letra, el no irritar? ¿No es esto parte de las reglas del juego?     
—Es probable. Si fuera así, me parecería despreciable que alguien, por obtener una beca, renunciara a sus ideas. Pero hay algo mucho más grave que la seducción que ejercen las becas, y es la captación de intelectuales por el poder, en el interior de nuestros países.

—¿Han tratado de captarlo a usted alguna vez?
—¡Ya lo creo! En el 87, cuando el Ecuador sufría uno de los gobiernos más oprobiosos de su historia —el de León Pebres Cordero—me propusieron para el Premio Nacional de Literatura. Yo reaccioné indignado. Nadie, sin ofenderme, podría creer que yo fuera a aceptar ese premio. Hicieron su jugada, de todos modos, porque si yo me dejaba tentar y decía que sí, mi nombre hubiera servido para legitimar aquel régimen de delincuentes. Y yo siempre me había enorgullecido de no deberle al gobierno de mi país ni un ticket de autobús.

—Pero un año después, usted aceptó el premio. ¿Qué lo hizo cambiar de idea?   
—Es que había subido un nuevo;gobierno —el de Rodrigo Borja— y la diferencia entre uno y otro era como del día a la noche. Si en esa ocasión lo hubiera vuelto a rechazar, habría estado poniendo a los dos en la misma bolsa. Y no era justo.                 

—¿Recibir un premio oficial no le ha creado compromisos con el poder?
—Por diversas razones, he tenido que aceptar invitaciones de palacio. Fueron exactamente tres. A la cuarta, me di cuenta de que el único intelectual que no era funcionario, en esas invitaciones era yo. Entonces, decidí no volver, a menos que hubiera una razón de peso; No quisiera que, por haber obtenido el Premio Nacional de Literatura, se me considere el intelectual oficial del régimen. Eso sería terrible.

    Será el momento de recordarle que, en este mes de noviembre de 1990, él ha venido a Buenos Aires para participar del Encuentro Latinoamericano de Escritores convocado por el presidente Carlos Menem, a través de su Secretaría de Cultura. Que en el acto de inauguración circuló un volante de repudio firmado por un grupo de escritores argentinos, entre ellos David Viñas, Osvaldo Bayer, Roberto Cossa, Ramón Plaza y León Rozitchner. Y que en uno de los párrafos del documento se advierte a los participantes que "el gobierno argentino intentará utilizar esta reunión de intelectuales para avalar su política de impunidad a los genocidas y su programa de destrucción y de entrega del país". ¿Lo ha leído?, se le pregunta. Contesta que sí, pero qué a él no lo van a utilizar porque cuando le toque el turno va a decir lo que tenga que decir. "Exactamente lo que pienso".
    Cumplió. Tres días más tarde, ante un vasto auditorio, soltó frases que congelaron la sonrisa de algunos funcionarios. Como éstas: 'Todos nuestros presidentes se dicen demócratas y lo primero que hacen es ir a pedir instrucciones a los Estados Unidos. Todos nuestros presidentes se dicen demócratas y lo primero que hacen es entregarles nuestras empresas a las empresas extranjeras. Todos nuestros presidentes se dicen demócratas, pero hunden a sus pueblos en el hambre y la desesperación".
    En ese Encuentro Latinoamericano de Escritores, donde se había teorizado copiosamente sobre el sexo de los ángeles, el discurso del poeta Jorge Adoum sonó como un desafío, un guante en la cara de tanta retórica. Para muchos, fue casi una traición.

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