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domingo, 29 de noviembre de 2009

Los intelectuales frente al poder 13-PABLO ARMANDO FERNÁNDEZ: GALGOS Y PODENCOS EN LA CULTURA CUBANA



"Ha sido muy difícil ser escritor y vivir en Cuba".

Difícil, ambigua y a menudo conflictiva ha sido la relación de los intelectuales cubanos con el gobierno de la revolución. A lo largo de más de tres décadas, se han abierto y cerrado, sin mayores explicaciones, diversos frentes de tormenta. A mediados del '91—por citar uno de los últimos temblores— un grupo de escritores y poetas disidentes firmaron la "Carta de los Diez", un manifiesto en el que reclamaban, con expresiones más bien tímidas, una apertura democrática. En Cuba nunca se publicó, aunque de todos modos la población se enteró de su existencia. Lo que sí se publicó —en Granma y de inmediato— fue una solicitada de repudio firmada por los afiliados a la Unión de Escritores Cubanos (UNEAC), donde se acusaba de "traidores" a los autores de ese manifiesto que nadie había podido leer, pero del que todo el mundo hablaba.
    Quizá porque ni en Cuba ni en ningún otro país socialista se ha intentado abordar en profundidad los problemas que plantea la cultura, hay interrogantes cruciales que aún esperan respuesta. ¿Cuál es el papel de los intelectuales en una sociedad socialista? ¿Cómo conservar la conciencia crítica sin ser acusado automáticamente de contrarrevolucionario? ¿De qué modo sumarse a la revolución sin convertirse en funcionario, en burocracia de la intelligentsia?
    "En cualquier sociedad, los individuos que se dedican seriamente a pensar experimentan una alienación, fruto de la tensión entre lo ideal y lo real, o entre lo que el individuo desea alcanzar y lo que la sociedad le permite llegar a ser". Esta contradicción —que Martín Malia señala en ¿Qué es la inlelligentsia rusa?— ha auspiciado en la vida cultural cubana episodios de variada turbulencia. El de mayor voltaje —por las resonancias internacionales que alcanzó— fue el del poeta Heberto Padilla, encarcelado en 1971 por sus actitudes disidentes, y luego puesto en libertad tras leer una autocrítica pública.                 
    La torpeza con que se manejó el "caso Padilla" (condenado a una suerte de ostracismo en su propia tierra, recién en 1981 se le permitió al poeta salir del país) es algo sobre lo que hoy se habla abiertamente en la isla. Pero cuando ocurrió produjo una fractura en el campo cultural, que nunca ha terminado de soldarse. Ni de saldarse. Y por la cual la revolución cubana debió pagar un precio que acaso no estaba en los cálculos de la maquinaria burocrática: el retiro del apoyo que hasta entonces le habían brindado, casi sin reservas, intelectuales extranjeros de considerable prestigio. Entre ellos, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Blas de Otero y Julio Cortázar.
    De "años oscuros" y "tiempos de dogmatismo" califican ahora muchos artistas y escritores a aquel periodo de cerrazón que empezó con Padilla
y siguió con listas negras y persecusiones, censuras tácitas y libros que desaparecían de las librerías. "Días lluviosos" prefiere metaforizar (en el reportaje que se transcribe a continuación) el poeta  y novelista Pablo Armando Fernández, personaje clave de la intelectualidad cubana. Él también ha salido con magullones de su experiencia con lo que denomina "la burocracia socialistera": en 1971 su apoyo a Padilla, de quien era—y sigue siendo— "amigo entrañable", le valió ser excluido de la Unión de Escritores, impedido de publicar y relegado al anonimato del trabajo en una imprenta durante siete años.; De todo eso habla, de todo eso se acuerda. Con ira, con pena, tratando de entender qué pasó para que tanto sol se apagara de golpe.         
    Quizá haya que preguntarse por qué una revolución que aún sometida al canibalismo de un bloqueo de treinta años, logró garantizarle a su gente salud, empleo, educación, dignidad no ha podido resolver todavía la tensión entre el poder y los hombres que trabajan con el pensamiento. Frente a la magnitud de los otros problemas, un problema menor, no faltará quien diga. Pero ya se sabe, a esta altura, lo peligrosos que pueden resultar tales justificaciones.                          
    Para que no se malentienda ni el reportaje a Pablo Armando Fernández ni estas consideraciones previas, quiero hacer mías las palabras de Eduardo Galeano en relación a la revolución cubana: "Yo soy uno más entre los que creemos que se puede quererla sin mentir ni callar"

Los días lluviosos

    ¿Por dónde empezar? ¿Cómo contar una charla en que los silencios, los gestos, las miradas, las inflexiones de la voz han sido, a veces, más elocuentes que las mismas palabras? Al cubano Pablo Armando Fernández —poeta mítico y narrador encadenado a la impiedad de la memoria— hay que acercarse de a poco. Decir que este hombre de sesenta años y rostro de patriarca ha sido, por largos períodos, un disidente, y que eso le acarreó infortunios, no alcanza. Porque al revés de otros intelectuales que entraron en conflicto con la revolución—como Padilla o Cabrera Infante— desechó el exilio, eligió quedarse. Aguantarse, dirían algunos, dirá él: "Apostar a que las cosas iban a cambiar alguna vez". —¿Han cambiado?—. "Sí. Hoy los intelectuales cubanos han conquistado espacios de libertad que, en otros tiempos, eran impensables, compara.                       .
    ¿Cómo se traducen esos cambios en la literatura? ¿Son otros los temas? ¿No hay tabúes? "¡Ah, no!—corta, ataja, sacude la cabeza deleón— Yo no voy a contestarte eso. Tú tienes que leer El lobo, el bosque y el hombre nuevo, el cuento de Senel Paz que ganó el Premio Juan Rulfo, de Francia. Ese cuento es la respuesta: una mirada nueva a cosas muy viejas, a tabúes, a lastres de nuestra sociedad. Léete ese cuento", dice, recomienda. Y se muerde los labios y achica los ojos, como quien anda buscando un argumento definitivo. Al fin lo encuentra. Me va a leer —anuncia— el final de ese relato por donde transita una historia temeraria; la de la amistad entre un joven militante comunista y un homosexual que ha intentado seducirlo y cuyas dificultades, en un sistema que mira su condición con desconfianza, lo obligan a irse del país. Ahora Pablo Armando está leyendo y su voz se hace honda, casi vecina al sufrimiento. De pronto se interrumpe, se cubre la cara con las manos, solloza en silencio. "¿Sabes —se disculpa, bajito— cada vez que lo leo, me pasa lo mismo. Yo no sé qué tiene este cuento que me hace llorar". Dice que allá, en Cuba, a todos los que participaron en la edición (el relato fue publicado por la revista Unión, que él dirige) les ha pasado igual. "Todos llorábamos, mira, todos llorábamos".
    Acaso no sea ajena a tantas conmociones una frase que el homosexual, en vísperas de su partida, dispara a su amigo, el comunista: "Yo soy débil, me aterra la edad, no puedo esperar diez o quince años a que ustedes recapaciten, por mucha confianza que tenga en que la Revolución terminará enmendando sus torpezas"..
    Le pregunto al hombre que ahora está callado, mirando el suelo, si en la publicación del cuento de Senel Paz hay la intención de ir enmendando torpezas. Dice que sí. O cree. "Yo creo que sí", dice. Y habla del entusiasmo con que "la burocracia estatal" celebró el premio. Y agrega aún que hubo una presentación oficial del autor y su relato, y que allí estuvieron nada menos que el ministro y el viceministro de Cultura. "Lo cual no es poco tratándose de una narración que mira con respeto y hasta con simpatía la figura de un homosexual", dirá, como concluyendo.
    Pero antes, mucho antes, casi al comienzo del reportaje, Pablo Armando Fernández ha soltado una frase que quedó flotando. "Ha sido muy difícil ser escritor y vivir en Cuba", se le ha oído decir. Hubo que llegar al final para terminar de descubrirle a esas palabras todos sus sentidos. En el medio, el autor de Los niños se despiden —libro de poesía por el que obtuvo el Premio Casa de las Américas 1968—, de El vientre del pez — novela que le publicó Planeta en 1991— y de varios textos poéticos y en prosa que han promovido la exaltación de la crítica, ha ido contando qué significó el ejercicio de la literatura en los 30 años que lleva la revolución. "A veces fue muy duro", ha dicho en un momento. Y ha dado cuenta de la época oscura en que, por vía de la burocracia enquistada en el poder, la cultura se transformó en tierra baldía. "Un páramo", define ahora. Y recuerda que él solía llamar raining days (días lluviosos) a aquellos tiempos. "Después comprendí que eran todo lo contrario: una gran sequía".

—¿Cuánto duró esa etapa de cerrazón cultural?                              
—Desde 1968 hasta 1976. Voy a hablar de mí, que es muy grotesco, pero, bueno, es un ejemplo. Yo gané el premio Casa de las Américas en el '68, y no volví a publicar una línea hasta el '76, que fue un poema que circuló, al principio, como a escondidas.

—¿Cómo pasó usted esos años?
—Yo no existía realmente como escritor y apenas como persona. Eran tiempos de quietismo y de una enorme pobreza en realizaciones artísticas. Entre el 68 y el 76, apenas ocurrieron cosas en la literatura cubana. En ese período, me pasé siete años trabajando en una imprenta.

    Caída brusca la suya. Del dorado destino de intelectual mimado en los primeros tiempos de la revolución —volvió a Cuba en el '59, tras un largo exilio en los Estados Unidos— al olor a plomo de la imprenta, seis años después. ¿Y en el medio? La dirección de dos publicaciones claves: en el '61, Lunes de Revolución (un suplemento cultural que después caería en desgracia), y en el '62, la revista de Casa de las Américas. Tres años como agregado cultural en Londres y, a la vuelta, la penosa experiencia de andar de un lado a otro sin trabajo. "Me pasé un año entero sin ninguna ubicación laboral", va recordando, y en ese rastreo encuentra que su etapa de obrero gráfico no fue tan mala, después de todo, porque el contacto con gente "que hacía cosas con las manos" lo instaló en un territorio más sencillo y confiable.

—¿Por qué dice que usted, no existía como escritor? ¿No podía publicar?
—No sé si podía o no. Ni lo hubiera intentado siquiera, porque eran años en que uno estaba excluido de la vida real de la sociedad. Es decir: uno ni siquiera tenía lugar en las cosas más comunes, como participar de las actividades de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (que yo fundé) o de otras instituciones. En el mundo oficial de la cultura, yo no existía. Y no era yo solo. Era un grupo numeroso de gente, porque eso se extendió a otros escritores, a cineastas, a artistas plásticos, al teatro. El teatro, por ejemplo, que en Cuba había alcanzado un momento de gran florecimiento, por esos años declinó hasta casi desaparecer. Fueron años duros, muy difíciles, años ridículos, yo diría, porque todo eso fue tan innecesario, tan innecesario...

—En su biografía de Fidel Castro, el ensayista Tad Szulc afirma que existían listas negras de autores a los cuales los editores sabían que no hubía que publicar. ¿Qué hay de cierto en eso?
—Era así. Pero, además, los libros desaparecían hasta de las bibliotecas. El año '71, sobre todo, fue siniestro. Fue como un caja que se abrió de pronto y aparecieron sapos y culebras y pirañas y hormigas bravas. Todo un zoológico de espanto. Yo ya estaba escribiendo El vientre del pez, pero entonces la abandoné. Es una novela sobre la memoria, sobre la búsqueda de raíces, donde no casualmente el protagonista es un escritor. Recién en el '87 la pude terminar.
 
—¿Qué determinó su exclusión de la cultura oficial? ¿Algo en sus textos no les gustó a los funcionarios?
—"Los textos que podían irritar a la burocracia socialistera habían sido publicados en Cuba en 1951, con un prólogo de don Ezequiel Martínez Estrada; que tampoco era un hombre muy querido por los burócratas. —Hay un silencio corto, que está como incubando la carcajada. Y después: —"No, en el mundo socialistero, nunca fue amado don Ezequiel. A mí me excluyeron por Lunes de Revolución, más que por mis libros. Pero fíjate qué curioso: en el mundo capitalista también me excluían, porque ¿qué hacía yo en Cuba? ¿Por qué no me iba?"

—¿Por qué cayó en desgracia Lunes de Revolución?
—Bueno, el suplemento siempre estuvo en desgracia, porque cuando salía, todos los lunes, era como que ofendía la ignorancia general. Se trataba de las notas que nosotros publicábamos. Publicábamos a Faulkner, sí, y a Joyce, pero también a Trotsky, a Kafka, a Djilas. Y en ese momento, los hombres y mujeres con una ideología determinada eran excluyentes. Entonces les molestaba ver esos nombres junto a los de Neruda o José Martí. La burocracia estatal, que es petulante, consideró qué la inclusión de esos nombres creaba inestabilidad entre los lectores. Por todo eso, Lunes... dejó de salir. Sin embargo, sigue siendo uno de los mitos de la revolución.       
                             
—¿En qué sentido?
—Hace treinta años que desapareció, pero la gente todavía habla de ese suplemento. Todo un dato, ¿no?

    El 6 de noviembre de 1961, Lunes de Revolución publicó su último número. Pocos meses antes, a fines de junio, Fidel Castro había pronunciado sus famosas "Palabras a los intelectuales", un discurso de dos horas que fijó la política cultural del gobierno. "Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución nada" fue la frase que resumió, sin medias tintas, el papel de los artistas y escritores y estableció fronteras que no dejaban lugar a dudas. ¿Tuvo alguna relación ese discurso con el cierre de Lunes...?, habrá que preguntar. Pablo Armando no lo cree. "Fue algo mucho más complejo —desestima— No tuvo nada que ver una cosa con la otra. ¿Sabes?, no se pueden poner las cosas así, porque es ridículo, es como si hubiera siempre una mano omnipresente y omnividente, que todo lo maneja".

—¿Qué fue, entonces, lo que motivó el discurso de Fidel a los intelectuales?
—El detonante del conflicto fue un film de diez minutos —PM— que yo presenté en un programa de televisión, que se llamaba precisamente Lunes y estaba dirigido por los que hacíamos el suplemento. Hasta ahí, no pasaba nada. Pero el corto quedó atrapado en una disputa más o menos ideológica entre la gente del Instituto de Cine (ICAYC) y la revista Bohemia, que dirigía Guillermo Cabrera Infante. A causa de esa diputa y de que el Consejo Nacional de Cultura decidió no exhibirlo, el film desapareció de nuestras manos. Eso nos enojó, y exigimos su devolución.

    Lo que sigue, en el prolijo relato de Pablo Armando, es un interminable debate que, en apariencia, giraba en torno de una película, pero que en el fondo aludía a una cuestión más crucial: la libertad de crear bajo la revolución. "En un documento, que yo aún conservo y que firmamos unos cien intelectuales, advertimos que, en caso de que no se nos reintegrara el film, no asistiríamos al congreso que había convocado el Consejo Nacional de Cultura para fundar lo que después fue la Unión de Escritores y Artistas de Cuba", desentraña.    
                                            
—¿Había algo en el corto que justificara tanto revuelo?¿Cuál era su tema?
—La noche de La Habana. Nada más que eso. Mostraba un café, donde se reunía la gente, a tomar tragos y charlar. El contenido del corto no estaba en cuestión. No tenía nada de ofensivo. Lo que pasó fue que la revista Bohemia, a raíz del film, publicó un artículo con críticas a la dirección del ICAYC. Las revoluciones, como tú sabes, lo subvierten todo. Y se crean los grupos. Siempre va a haber güelfos y gibelinos, siempre habrá galgos y podencos.

    El cimbronazo en el campo cultural —el primero de real envergadura— llegó hasta la cúspide del poder. Era todo un desafío en momentos en que la revolución cubana comenzaba a dibujar claramente su perfil ideológico y político.
    "Alguna vez habrá que escribir seriamente sobre todo esto. Haría falta un libro bien documentado que contara los hechos como en realidad fueron", reclama Pablo Armando, y avanza (o retrocede) en una historia donde muchos de los que participaron en aquel enfrentamiento están reunidos con Fidel en el Salón de la Biblioteca Nacional. "Fueron tres sábados de junio del '61", se acuerda.

—Deben haber sido tres sábados muy acalorados, ¿no?
—Hubo momentos patéticos, sí, de hombres que se desdecían, por ejemplo; que primero afirmaban una cosa y, al momento siguiente, otra. De todos modos, fueron reuniones muy enriquecedoras.

—¿Algún escritor acusó a otro de no ser revolucionario, para ganarse el favor de Fidel?                           
—No fue tan dramático como eso. Durante esos sábados, algunos fueron expresando aquello que los preocupaba. Los católicos, los protestantes, los no comunistas querían saber qué iba a ocurrirles bajo la revolución. Ese fue el origen de las "Palabras a los intelectuales". Cuando Fidel dice: "Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada", está dando respuesta a un escritor católico que ha preguntado: 'Y yo, ¿qué hago en este país si soy un católico militante?".

    Aquellas reuniones con Castro y, sobre todo, aquel discurso que marcó los límites a la producción cultural (y en el que ciertos biógrafos e historiadores de la revolución cubana ven el germen de la censura y de la autocensura) lograron zanjar la crisis de junio del '61 y apagar los focos de la incipiente rebelión intelectual. Los firmantes del documento terminaron asistiendo al congreso, donde se creó la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y se decidió que los suplementos literarios de los periódicos debían desaparecer, para dar paso a una única publicación, de carácter trimestral: la revista de la UNEAC. ¿No liquidaba eso la diversidad? Pablo Armando Fernández dice que no, que no lo cree. "La UNEAC no se trataba de una cosa de militantes: era la diversidad", intenta tranquilizar.

—Usted habló antes de un páramo cultural que se extendió a lo largo de casi una década, y señaló al '71 como el año que destapó la descomposición. ¿Fidel no ha tenido ninguna responsabilidad en esa etapa sombría?

    Ahora hay un silencio espeso, interminable, una tensión en el aire. La pregunta no es fácil, lo sabemos los dos. La cabeza de profeta se apoya en una mano, los ojos se han velado, todo el rostro se ha vuelto hacia adentro. Parece estar buscando las palabras exactas para decir que no. "No necesariamente", empieza a responder. Y sigue: "Porque siempre está esa idea, ¿no?, de que en Cuba hay un ser omnipotente, que gobierna todo, una especie de mago. Y no es cierto. Nada es tan articulado ni orgánico. Hay otros intereses que juegan. Intereses generacionales, de clase, intereses estrictamente personales, y mucho, mucho resentimiento. Todo eso ha contribuido a que las cosas fueran así. Se queda callado por un momento. Y embiste otra vez, con enojo. "Y hay, además, los mediocres de siempre, que se pusieron la bandera de la revolución y le han hecho un infinito daño".

—¿Por qué dice usted que el '71 fue el año de mayor oscurantismo para la cultura cubana?
—Porque habían pasado una serie de cosas, como la invasión soviética a Checoslovaquia, y se habían publicado varios libros adversos a la revolución, así como artículos de Enzensberger en la prensa alemana. Los tanques rusos en Praga crearon un cisma en contra de Cuba.

    Se puede ir sacando cuentas. Por ejemplo, que ante los ataques de afuera, la mano, adentro, se puso más dura. ¿Eso fue? "Sí, eso, exactamente". Habrá que aferrarse a ese dato y seguir: ¿por qué la situación terminó por volverse contra la cultura? Y él dirá: 'Ya eso es un imponderable que yo no puedo contestar". Pero contestará, de todos modos: "En el 71 se crearon dos falanges, dos facciones. Y las dos estaban equivocadas, que es lo más perverso. En ese momento, los acusados de disidencia y de contrarrevolución buscamos inmediatamente quien nos abrazara. Con muchas dudas, porque no nos íbamos de Cuba. Y los demás, pues, nos atacaron vilmente". 
    Otra vez ese silencio largo, cargado ahora con viejas pesadumbres. Quizá sea el momento de hacerle la pregunta ineludible:

—¿Qué tuvo que ver con todo eso el "caso Padilla"?
—Mucho. Porque a Heberto Padilla lo detienen en marzo de 1971, y un mes después, en un clima de grandes enfrentamientos, se realiza el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, que se convierte, en la práctica, en un instrumento para condenar a una serie de escritores y artistas. Allí se crean, inmediatamente, las dos facciones: una, la de los que van a atacar y perseguir a esta gente, y otra, la de los que la van a defender. Pero esta última no defendía en su totalidad a los intelectuales cuestionados, porque les resultaba muy sospechoso que permaneciéramos en Cuba. Todo esto se hace más claro cuando, en 1980, Padilla sale de Cuba y se instala en los Estados Unidos. Pero los demás nos quedamos.

—¿Usted era amigo de él?
—Yo quiero mucho a Heberto. Eso lo puedes publicar plenamente. Somos muy amigos. Nos queremos entrañablemente.

    Ese "entrañablemente" ha sonado distinto. Como quebrado (o cruzado) por recuerdos y desdichas. Por el recuerdo de la desdicha. Dirá después que con Padilla todo ha sido de una enorme torpeza, "de una torpeza bestial", que no tenía nada que ver con la realidad.

—Se sabe que Padilla fue excarcelado un mes y medio después de su detención, previa autocrítica pública. ¿Cómo fue su vida en Cuba a partir cíe entonces?
—Heberto estaba solo, muy solo. Yo también estaba solo. Y Miguel Barnet y César López y Díaz Martínez. Eramos un pequeño grupo de escritores. Y nos acompañábamos unos a otros.     
         .
—El de Lezama Lima también fue un caso desgraciado, ¿no?
—El caso Lezama no existió jamás.

—¿No se cuestionó a su novela Paradiso por hermética y hasta pornográfica?                 —Pero fue una cosa mínima, sin ninguna trascendencia que ocurrió y dejó de ocurrir en dos días. Fue un tonto que, en el '66 quitó el libro de una librería. Y al día siguiente, lo volvieron a poner. Si no hubiese ocurrido eso, a Paradiso nadie la habría leído. Porque Lezama, que es uno de los grandes creadores de este siglo, ya habíapublicado cinco capítulos de la novela en Orígenes —una revista literaria que dejó de salir antes del '59— y no había:pasado nada. Así que ese episodio ridículo benefició muchísimo al libro.     

—Hablemos del lugar del escritor en la revolución. ¿Cómo evitar el voluntarismo cultural, las buenas intenciones convertidas en panfletos, el populismo?¿Es posible no caer en esos deslizamientos?
—Ese peligro existe y va a existir siempre, porque lo crea la mediocridad. Los grandes escritores cubanos han funcionado de otra manera. Yo creo que lo fundamental es escribir bien. Con adherir a la revolución, no basta. Si tu texto es gran literatura —una literatura fundante, con sentido moral—lo será tanto si el 90 por ciento de los acontecimientos señalan que estábamos en un error como si demuestran que hacíamos lo correcto. Todo lo demás es tontería.

    Le preocupa, dice, otro peligro del que nadie habla. Pecados y delitos que se comenten "del otro lado" de la literatura. "Por ejemplo, tú vas a encontrar escritores que se fueron del país y después se han pasado la vida escribiendo artículos en contra de Cuba, que es una manera de hacer el panfleto al revés.  Así que viene a ser lo mismo, ¿no?" compara, interroga. Y se pone a lamentar el maltrato que sufren los de adentro por parte de los de afuera, esos escritores exiliados que hablan pestesde la revolución, de Fidel, "y que a nosostros, los que nos quedamos, nos llaman poetas de tercera y cosas así". Dice que eso le parece tristísimo. "Y muy pobre, muy pobre", cierra con altivez. 
    Esas descalificaciones que vienen "del otro lado" —dice— pesan sobre la condición del escritor que vive en Cuba. "La hacen más difícil todavía". Pero eso no es todo, advierte. "Ahí tienes, por ejemplo, la actitud de la prensa occidental y de las grandes editoriales capitalistas. Para ellas, los grandes escritores cubanos son los que se fueron del país. Y no tienen muchos, (tres o cuatro, nada más :—Cabrera Infante, Padilla, Reynaldo Arenas) pero han puesto un énfasis enorme en esos pocos nombres". Siente que a lo que ha dicho le falta algo: reconocer que el talento de esos pocos "no está en cuestión". "Claro que no —subraya—"pero no se puede ignorar que la gran literatura cubana del siglo XX es Alejo Carpentier, Lezama Lima, Nicolás Guillen. No se puede ignorar, tampoco, que hay como un silencio enorme alrededor de otros escritores por el solo hecho de que viven en Cuba.
    Ser escritor y vivir en Cuba. Haber permanecido, aún en tiempos difíciles. De eso se trata, dice: "Y por ahí viene la sanción. Porque el bloqueo también es cultural. Y te doy un ejemplo: Miguel Barnet obtuvo la Guggenheim. Pero no hay una,traducción de él al inglés. Las editoriales norteamericanas no se ocupan de nuestra literatura." ¿La circulación, el reconocimiento, son un premio a la disidencia, entonces? "Algo de eso hay", acepta con sorna?
    ¿Y que ha pasado con los escritores cubanos en el mundo socialista? La pregunta lo hace reír. "Deja que me ría un poco —pide y dispara una risa corta, gozosa—. "Te voy a contar algo muy gracioso: yo nunca he sido publicado en los países socialistas con excepción de Polonia, donde se editó Los niños se despiden. Pero ninguno de los otros, incluyendo la Unión Soviética, sacó ningún libro mío jamás". ¿Cómo lo explica? "Es que ese mundo se quedó con quienes ellos pensaban que eran los socialistas", dice enfatizando el "los". ¿Y a él, a Pablo Armando Fernández, no lo consideraban socialista? (Otra vez esa risa, punzante y breve): "No —dice—, no sé por qué misterio". Pero alguna idea debe tener, insisto. "Realmente no lo sé", contesta, con el aire de quien todavía se lo está preguntando
    Estamos en el final. Ya todo, o casi todo, ha sido dicho. Y a él le preocupa que lo que se ha dicho, sé entienda bien. "Yo creo que hay que hablar de estas cosas; pero no quiero crear:más confusión. Porque si lo que digo no resulta claro a los oídos del lector, si le resulta falso o reticente, es peor. Me imagino que tú serás lúcida y harás esto coherente y legible", se esperanza y bromea: "Tú me harás inteligente". (Pero esto habría que escucharlo, que verlo, porque no hay forma de contar esa sonrisa irónica ni ese tono burlón ni esos ojos que, tampoco ahora, han bajado la guardia).
    Se ha puesto serio otra vez. Y vuelve sobre una idea que parece atormentarlo: la de los actos inútiles que marcan y estigmatizan a las grandes transformaciones sociales. A las de Cuba, sin in más lejos. "Miles de cosas han ocurrido en mi país que eran innecesarias. Pero tenían que ocurrir, además, porque las revoluciones son eso" —va buceando y ahora la voz llega como desde otra parte, desde alguna región no precisamente transparente, que es necesario iluminar. "La revolución es como un vuelco de las pasiones, un vuelco de tu ser —sigue—. Y la revolución cubana es una niña buena cantando nanas a lado de la revolución francesa, donde, sí, todos se mataron por oleadas. Y la revolución haitiana, que fue realmente descomunal. Y la bolchevique. Y todas las revoluciones. Al lado de ellas, la cubana ha sido la más tolerante", dice, como para terminar.

—Pero usted ha sufrido, ¿no?
—Muchísimo... porque las revoluciones son eso. Si tú quieres mantener tu individualidad intacta, no tienes que participar en una revolución, ni siquiera en un partido, ni en una secta religiosa o política o lo que sea. En nada. Tú tienes que ser eso: un lobo estepario.

    Vendrá, por último, esa frase, ese balance o darse cuenta de que en esa clase de emprendimientos humanos, como son las revoluciones, se pone el alma, se pone el cuerpo, se dejan jirones de uno mismo. "Siempre vas a tener que dejar jirones de ti mismo", dirá. Y no hará falta seguir hablando.




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