"A los escritores y artistas conocidos, se les cerraron completamente las puertas, mientras desde el gobierno se fomentaba una cultura de tarjetas postales.
Poco es lo que se conoce de la polémica que enfrentó a los artistas y escritores de Nicaragua con un sector del gobierno sandinista, durante los primeros años de la revolución que derribó a Somoza. Motivo del conflicto —que en su punto más alto se pareció a una guerra fría— fueron los talleres de poesía y de pintura impulsados, desde el Ministerio de Cultura, por el poeta, sacerdote y funcionario Ernesto Cardenal.
¿Que le reprochaban los intelectuales al gobierno de los comandantes? Nada más ni nada menos que la aplicación de una política cultural que se convirtió —a menudo— en una camisa de fuerza para cualquier forma libre de creación y que derivó —lo cual era previsible— hacia las chaturas del realismo socialista.
Hay un libro que condensa toda esa experiencia. Se llama Nueva cultura nicaragüense y lo escribió un holandés, Klaas Wellinga, autor de varios ensayos sobre literatura centroamericana —tema que le ha deparado lustres académicos—y coordinador del Programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Utrecht, una de las más prestigiosas de Holanda.
Las largas estadías de Wellinga en Nicaragua, durante el período sandinista, le permitieron conocer a fondo los términos de la confrontación entre el campo cultural y el campo del poder. Su ensayo —el primero que escribió en castellano, lengua que domina a la perfección— puso al desnudo ciertos problemas que, por falta de respuestas adecuadas, suelen traducirse en los procesos revolucionarios triunfantes, en exigencias policíacas sobre la cultura y en desdicha para los hombres que la producen. Quizá por eso, el libro nunca pudo ser publicado en Nicaragua, donde circuló, desde el '85 hasta el '89, en forma de manuscrito. Su edición fue vetada sin que nadie en el gobierno se hiciera cargo oficialmente de la censura. La primera publicación en español —hay una en holandés— corrió por cuenta de la editorial argentina Utopías del Sur.
El libro prohibido
"Un vikingo", se puede fantasear sin mucho esfuerzo, al ver al gigante rubio, el pelo lacio colgando en la sien, la vasta frente, la mirada gris. No cuesta demasido imaginar cómo debe haber resaltado este pálido holandés entre la gente morocha de Nicaragua. "El tiempo que estuve allá —dirá, acomodando su indolente geografía en la silla de un bar— fue el más importante de mi vida". Será posible reflexionar, entonces —pero ya la suma de sus datos biográficos habrá apurado la conjetura— que Klaas Wellinga pertenece a esa cofradía de europeos nórdicos que terminan atrapados en la fascinación de Latinoamérica y sus tierras calientes. Un vínculo (o un vértigo) del que a veces se sale con mordeduras y escoriaciones.
Su ensayo sobre la cultura nicaragüense es clave para entender el complejo proceso que se dio, en el arte y en la literatura, a partir del triunfo sandinista. Y es imprescindible, además, porque reabre un debate que nunca fue agotado: el del maridaje —casi siempre frustrado— entre los intelectuales y las revoluciones.
—¿Por qué prohibieron su libro en Nicaragua?
—Parece que le cayó mal a alguna gente del gobierno sandinista, que paró la publicación justo cuando estaba por salir.
—¿Tiene idea de quién lo vetó?
—Me dijeron que a Rosario Murillo, la mujer del presidente Daniel Ortega, no le había gustado, y que por eso impidió que se editara.
—Y Cardenal, por ejemplo, ¿qué opinaba?
—No, Cardenal quería publicarlo. Y Sergio Ramírez, el vicepresidente, también. Pero Rosario Murillo, que era la máxima dirigente de la Asociación Sandinista de Trabajadores de la Cultura, tenía muchas infuencias y, por lo tanto, podía frenar su publicación. Sé que hubo otra gente junto con ella, pero desconozco sus nombres.
—¿Qué le cuestionaron a su libro, concretamente?
—Ellos consideraban que mi ensayo era un poco irreverente y que revelaba demasiadas cosas de las polémicas y conflictos que había. Yo estaba muy enterado de todo lo que pasaba, no sólo por los amigos y contactos, sino además por las entrevistas, que fueron la base de mi investigación. La gente me contaba lo que ocurría y me ponía al tanto de las fricciones entre un sector de intelectuales y el poder. Fundamentalmente, de toda la polémica que se generó alrededor de los talleres de poesía.
—¿Cuál era la propuesta de esos talleres?
—Que el pueblo produjese su propia cultura. El énfasis puesto en este aspecto de lo que el gobierno llamaba "democratización cultural" trajo como resultado la creación de múltiples talleres: de poesía, de música, de danza, de pintura, de teatro. Fue un fenómeno interesante que, en mi opinión, nunca se había dado en ningún país.
—Pero algo falló.
—Sí, lamentablemente. Uno de los problemas que generó malestar fue que a la mayoría de los artistas e intelectuales conocidos se les cerraron completamente las puertas. En ningún momento se los invitó a participar en la dirección cultural del país, ni mucho menos en la de los talleres. En los de poesía, por ejemplo, no había ningún miembro de la Unión de Escritores Nicaragüenses.
—Al margen de esta exclusión, ¿qué otras críticas se hicieron a la política cultural del gobierno?
—Las más fuertes provinieron de los escritores profesionales. Según ellos, los talleres generaban productos uniformes, de una gran pobreza literaria, que seguían las recetas impartidas por el Ministerio de Cultura y, sobre todo, las reglas de Ernesto Cardenal. Los escritores opinaban que, al obligar a los talleristas a seguir esas reglas, todas las poesías parecían de un solo autor.
—¿Era así realmente?
—En gran parte lo era. Porque Cardenal, en sus reglas, les decía que tenían que ser concretos y escribir en estilo telegráfico, usar nombres propios, poner fechas, no usar metáforas ni tampoco rima. Bueno, todo eso lo siguieron al pie de la letra. Entonces los poemas estaban repletos de nombres propios de personas, de poblados, de ciudades, de ríos, de árboles, de pájaros; nombres de marcas de cerveza, de marcas de pantalones. Más que poemas, parecían largas enumeraciones.
"Eran las seis de la tarde del día 17 de febrero de 1980 cuando de vos me enamoré, Juan", recita ahora Wellinga, ahuecando la voz. Y es sólo uno de los ejemplos de aquella poesía tan escrupulosa en los detalles que únicamente podía ser entendida por su autor y la persona a quien estaba destinada. Las recetas de Cardenal —tan cuidadosas del cómo, el dónde y el cuándo— hicieron estragos entre los poetas bisoños, dice. Y depararon versos como éstos: "De pie / a orillas de la laguna de Masaya / a la tarde del 14 de noviembre / hicimos el amor",
Pero habría que nombrar, para ser justos —sigue— el costado positivo que tuvieron los talleres. "Rescatar algo, ¿no?, porque sí bien los poemas que salían de allí eran malísimos, las reglas, por ser tan simples, servían para empezar rápido a escribir. Después de dos o tres reuniones, la gente ya se ponía a fabricar textos aplicando la receta. Sólo muy pocos talleristas se apartaron de los estereotipos y empezaron a escuchar su propia voz. La mayoría quedó atrapada en la rigidez de esas fórmulas." La polémica entre los intelectuales y el Ministerio de Cultura alcanzó picos de extrema dureza, sobre todo cuando ciertas críticas al personalismo llovieron sobre el poeta-funcionario: "La objeción central de los escritores era que dentro de los talleres sólo un tipo de poesía recibía atención —la de Ernesto Cardenal—, mientras que otras formas poéticas resultaban excluidas". ¿Soberbia o convicción? "Más convicción que soberbia"; dice, prefiere. "Porque, al fin de cuentas lo que hizo Cardenal fue aplicar su propio credo poético. Él escribe así, pero lo hace mejor que los talleristas, claro." La temática de los talleres también fue puesta en cuestión. Así lo dejó al descubierto —según puede leerse en el controvertido libro de Wellinga— el escritor: Francisco de Asís Fernández. "Muchas personas creen que hay que escribir poemas sobre la Revolución. Y en los talleres se ha fomentado eso. Creen que deben escribir loas a la Revolución o a los dirigentes".
—Otra vez el fantasma del realismo socialista, ¿no?
—Sí. Y del populismo. Había muchos poemas que se podrían definir como típicos del realismo socialista: elogios a la revolución, con slogans y clichés de la revolución. Nada de dudas digamos; nada de los problemas y conflictos que siempre tienen las revoluciónes. No. Solamente el lado positivo de la vida, esa visión paradisíaca siempre presente, en los productos culturales del realismo socialista.
En el prólogo a Poesía campesina de Solentiname, una antología de trabajos surgidos de los talleres, Mayra Jiménez, responsable del programa de Cardenal y funcionaria del Ministerio de Cultura, atacó, en forma encubierta, a los escritores profesionales. En apariencia, se refería a los textos seleccionados cuando dijo: "Están llenos de pueblo, de los elementos naturales que conforman su mundo, sin imágenes metafísicas, sin babosadas literarias". Pero todos entendieron perfectamente que el dardo estaba dirigido a los rebeldes del campo intelectual. La reacción no se hizo esperar. Lo de "babosadas literarias" había sido demasiado. Gioconda Belli —miembro de la redacción de la revista cultural Ventana, foco de la revuelta— devolvió la estocada: "Este tipo de afirmaciones son sencillamente peligrosas, porque denotan un criterio que se les está trasladando a los nacientes escritores, restándole validez y calificando de 'bosada' a todo aquello que implique la utilización del lenguaje en una forma más dúctil, más imaginativa, más metafórica".
"Paradojas de la historia: Rosario Murillo, la misma que algunos años después vetaría el libro de Klaas Wellinga, estuvo, en aquella pelea, del lado de los insumisos. Como directora de la revista Ventana, pero también como poeta, se sumó a la contienda: "Yo creo que debemos superar este tipo de planteamiento paradisíaco... porque también debemos contar las dificultades, las vacilaciones, los miedos; contar lo que cuesta vencerlos", dijo, entonces, con encomiable franqueza.
En Nueva cultura nicaragüense, Wellinga rastrea esas imágenes idílicas que destilaban los poetas noveles, en textos abrumados de trabajadores felices y niños sonrientes. Textos que enhebraban versos como éstos: "El obrero sindicalizado / que marcha al taller, al plantel, a la fábrica / con entusiasmo proletario". Que auguraban: "Cuando estés más grande / y todos los niños proletarios estudien en las escuelas / sanos y alegres". Y terminaban constatando: "Hermosa se ve Nicaragua / llena de soldados, milicianos y policías amables".
En lugar de las "dificultades, vacilaciones y miedos", un optimismo ingenuo donde se mezclan, a veces, las consignas. "Le miro la cara quemada por el sol / y con una sonrisa demuestra que está consciente y alegre de su trabajo", reza un poema titulado La muchacha policía. Y otro ejemplar, también surgido de los talleres —En Nicaragua libre—, enfatiza: "Todo se ve distinto con la Revolución / El pueblo se integra a las Milicias Populares Sandinistas / para defender la paz y levantar la producción", comprobaciones que llevan al autor a certificar, un poco más abajo, que "el arriero ordeña la vaca con más seguridad / porque sabe que la leche será distribuida a todos".
—¿Esta visión de la realidad se trasladó también a los talleres de pintura?
—Sí, por cierto. Allí también se impuso un solo estilo: el de la pintura primitiva que nació en la comunidad campesina de Solentiname y que después se extendió a todo el país. La disputa entre los artistas plásticos de Nicaragua y el Ministerio de Cultura fue tan áspera como la que se produjo con los escritores.
—¿Cuál fue la crítica en este caso?
—Que en los talleres se inducía al facilismo, a mostrar sólo el lado bueno de las cosas y a exaltar los logros de la revolución, con imágenes bucólicas y escolares. Por otra parte, también los artistas plásticos padecieron, sobre todo en los primeros años, una suerte de exclusión. Y eso encrespó los ánimos.
Cuando el conflicto entre los artistas y el gobierno había alcanzado niveles alarmantes de virulencia, Roger Pérez de Rocha, uno de los pintores más famosos de Nicaragua, fustigó duramente la política oficial. "Los pintores resentimos el hecho de que el Ministerio de Cultura se haya dispuesto a promover el primitivismo hasta llegar a una situación que nosotros consideramos lamentable. Una situación de tarjetas postales", apostrofó. Y terminó descalificando: "Yo veo los cuadros primitivos y todos han perdido su propio rostro. Hay mil valores nuevos, pero no hay un solo rostro nuevo, diferente. Todos se parecen a todos".
—¿Qué otros motivos de fricción hubo entre los intelectuales y el régimen sandinista?
—Los escritores, por ejemplo, vivían con cierta intranquilidad, porque no se sentía completamente aceptados. La pregunta sobre las prioridades volvía una y otra vez a la discusión: ¿qué está primero? ¿La revolución o el escritor? Antes de la victoria sandinista, los escritores, en su gran mayoría, se habían incorporado a la lucha, dejando de lado la literatura. Pero después del triunfo de la revolución, ellos empezaron a sentir que sus vocaciones literarias eran vistas como un lujo inútil.
En una conversación con Margareth Randall (que Wellinga reproduce en su libro) la escritora Michelle Najlis desliza: "Si los escritores tuviéramos la seguridad de que publicar un libro es tan importante como pegar un adoquín sentiríamos más tranquilidad y tal vez veríamos más claramente cómo definirnos". En esa misma charla, se escucha también la voz del narrador Erik Blandón: "Debe terminarse con la idea de que el escritor tiene que trabajar en cualquier cosa... y por último en su oficio literario".
La presión sobre los artistas y escritores para que contribuyeran aún más a la revolución fue —en opinión de Wellinga— un error del gobierno sandinista. "Se les pedía que hicieran las mismas tareas que el resto de los ciudadanos, pero ¿de dónde iban a sacar, entonces, el tiempo para escribir o para crear?", se pregunta, todavía hoy, con cierta alarma. Y recuerda aquel discurso de Tomás Borge, en diciembre del 82, ante el Encuentro de Intelectuales Latinoamericanos. Allí, el comandante, que alguna vez había sido poeta, dejó caer esta inquietante reflexión: "En gran medida, las dificultades con que tropiezan los intelectuales y las recidivas de sus viejos hábitos se deben al individualismo propio del intelectual". A Wellinga lo sobresaltaron aún más las palabras de otro de los jefes máximos del gobierno, el comandante Bayardo Arce. "Que no nos venga ningún artista en su música, su pintura, su literatura o lo que sea, a hablar de heroísmo, si no ha estado por lo menos unos días al lado de nuestros combatientes", llegó a advertir en los primeros tiempos de la revolución.
—¿Era homogénea la posición de los dirigentes sandinistas respecto de la política cultural y la relación con los intelectuales?
—No, había contradicciones. Bayardo Arce, por ejemplo, tenía una concepción muy populista. "El arte no sirve para nada si no lo entienden los obreros y los campesinos", repetía y con eso les iba marcando claramente los límites a artistas y escritores. También Tomás Borge mostraba, a veces, inclinaciones populistas, como cuando se preguntaba qué sentido tenía un poema "que no fuera asimilado por el pueblo".
—La vieja dicotomía ¿no?, entre cultura de élite y arte de masas.
—Justamente, porque los que se salían de los límites eran acusados, con frecuencia, de elitistas y burgueses. Carlos Núñez, otro de los comandantes, aconsejaba a los artistas que se mantuvieran "estrechamente ligados a las masas, a sus anhelos y aspiraciones, porque sólo así era posible producir un arte nicaragüense capaz de proyectarse al mundo". Sergio Ramírez, en cambio, tenía posiciones muy distintas. Para él, la implantación de un modelo cultural cerrado en lo nacional, "sería un riesgo inaceptable, o una aberración de consecuencias catastróficas". Quizá por ser novelista, Ramírez tuvo siempre mucho más cuidado que otros dirigentes, en relación a la cultura y a los intelectuales. Sabía que todo condicionamiento era absurdo.
—¿Encontró usted alguna similitud entre la política cultural sandinista y la de la revolución cubana? . .
—En Cuba, al principio, existía completa libertad. Pero los problemas empezaron bastante pronto, en el '61, apenas dos años después. A partir de ahí, se impuso cierta línea cultural que produjo todo el fenómeno de los disidentes. En Nicaragua no hubo disidentes. No hubo, por ejemplo, un "caso Padilla".
Ahora que el nombre del poeta cubano se ha incrustado en la charla, habrá que ensanchar el rumbo. Y preguntar: ¿Ningún escritor fue arrinconado en Nicaragua, por supuestas desviaciones políticas? Wellinga dice que no, que eso no llegó a pasar, que no hubo tiempo. ¿Por qué? ¿Acaso la invasión de los contras, la guerra, las amenazas, desviaron la atención hacia otro lado? "Todo eso pesó", consiente. "Pero también es cierto que cuando las criticas de los intelectuales se volvieron muy fuertes, el gobierno sandinista aflojó la presión sobre el campo cultural". ¿Quiere decir que, salvo el suyo, ningún otro libro fue prohibido en Nicaragua? "Así es", confirma. Y se empieza a reír despacio, casi en secreto, hasta que la ancha risa nórdica le ocupa toda la cara. Hasta que suelta, por fin: "Pero a mí me gusta eso".
—¿Eso, qué?
—De tener un libro prohibido.
¿Que le reprochaban los intelectuales al gobierno de los comandantes? Nada más ni nada menos que la aplicación de una política cultural que se convirtió —a menudo— en una camisa de fuerza para cualquier forma libre de creación y que derivó —lo cual era previsible— hacia las chaturas del realismo socialista.
Hay un libro que condensa toda esa experiencia. Se llama Nueva cultura nicaragüense y lo escribió un holandés, Klaas Wellinga, autor de varios ensayos sobre literatura centroamericana —tema que le ha deparado lustres académicos—y coordinador del Programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Utrecht, una de las más prestigiosas de Holanda.
Las largas estadías de Wellinga en Nicaragua, durante el período sandinista, le permitieron conocer a fondo los términos de la confrontación entre el campo cultural y el campo del poder. Su ensayo —el primero que escribió en castellano, lengua que domina a la perfección— puso al desnudo ciertos problemas que, por falta de respuestas adecuadas, suelen traducirse en los procesos revolucionarios triunfantes, en exigencias policíacas sobre la cultura y en desdicha para los hombres que la producen. Quizá por eso, el libro nunca pudo ser publicado en Nicaragua, donde circuló, desde el '85 hasta el '89, en forma de manuscrito. Su edición fue vetada sin que nadie en el gobierno se hiciera cargo oficialmente de la censura. La primera publicación en español —hay una en holandés— corrió por cuenta de la editorial argentina Utopías del Sur.
El libro prohibido
"Un vikingo", se puede fantasear sin mucho esfuerzo, al ver al gigante rubio, el pelo lacio colgando en la sien, la vasta frente, la mirada gris. No cuesta demasido imaginar cómo debe haber resaltado este pálido holandés entre la gente morocha de Nicaragua. "El tiempo que estuve allá —dirá, acomodando su indolente geografía en la silla de un bar— fue el más importante de mi vida". Será posible reflexionar, entonces —pero ya la suma de sus datos biográficos habrá apurado la conjetura— que Klaas Wellinga pertenece a esa cofradía de europeos nórdicos que terminan atrapados en la fascinación de Latinoamérica y sus tierras calientes. Un vínculo (o un vértigo) del que a veces se sale con mordeduras y escoriaciones.
Su ensayo sobre la cultura nicaragüense es clave para entender el complejo proceso que se dio, en el arte y en la literatura, a partir del triunfo sandinista. Y es imprescindible, además, porque reabre un debate que nunca fue agotado: el del maridaje —casi siempre frustrado— entre los intelectuales y las revoluciones.
—¿Por qué prohibieron su libro en Nicaragua?
—Parece que le cayó mal a alguna gente del gobierno sandinista, que paró la publicación justo cuando estaba por salir.
—¿Tiene idea de quién lo vetó?
—Me dijeron que a Rosario Murillo, la mujer del presidente Daniel Ortega, no le había gustado, y que por eso impidió que se editara.
—Y Cardenal, por ejemplo, ¿qué opinaba?
—No, Cardenal quería publicarlo. Y Sergio Ramírez, el vicepresidente, también. Pero Rosario Murillo, que era la máxima dirigente de la Asociación Sandinista de Trabajadores de la Cultura, tenía muchas infuencias y, por lo tanto, podía frenar su publicación. Sé que hubo otra gente junto con ella, pero desconozco sus nombres.
—¿Qué le cuestionaron a su libro, concretamente?
—Ellos consideraban que mi ensayo era un poco irreverente y que revelaba demasiadas cosas de las polémicas y conflictos que había. Yo estaba muy enterado de todo lo que pasaba, no sólo por los amigos y contactos, sino además por las entrevistas, que fueron la base de mi investigación. La gente me contaba lo que ocurría y me ponía al tanto de las fricciones entre un sector de intelectuales y el poder. Fundamentalmente, de toda la polémica que se generó alrededor de los talleres de poesía.
—¿Cuál era la propuesta de esos talleres?
—Que el pueblo produjese su propia cultura. El énfasis puesto en este aspecto de lo que el gobierno llamaba "democratización cultural" trajo como resultado la creación de múltiples talleres: de poesía, de música, de danza, de pintura, de teatro. Fue un fenómeno interesante que, en mi opinión, nunca se había dado en ningún país.
—Pero algo falló.
—Sí, lamentablemente. Uno de los problemas que generó malestar fue que a la mayoría de los artistas e intelectuales conocidos se les cerraron completamente las puertas. En ningún momento se los invitó a participar en la dirección cultural del país, ni mucho menos en la de los talleres. En los de poesía, por ejemplo, no había ningún miembro de la Unión de Escritores Nicaragüenses.
—Al margen de esta exclusión, ¿qué otras críticas se hicieron a la política cultural del gobierno?
—Las más fuertes provinieron de los escritores profesionales. Según ellos, los talleres generaban productos uniformes, de una gran pobreza literaria, que seguían las recetas impartidas por el Ministerio de Cultura y, sobre todo, las reglas de Ernesto Cardenal. Los escritores opinaban que, al obligar a los talleristas a seguir esas reglas, todas las poesías parecían de un solo autor.
—¿Era así realmente?
—En gran parte lo era. Porque Cardenal, en sus reglas, les decía que tenían que ser concretos y escribir en estilo telegráfico, usar nombres propios, poner fechas, no usar metáforas ni tampoco rima. Bueno, todo eso lo siguieron al pie de la letra. Entonces los poemas estaban repletos de nombres propios de personas, de poblados, de ciudades, de ríos, de árboles, de pájaros; nombres de marcas de cerveza, de marcas de pantalones. Más que poemas, parecían largas enumeraciones.
"Eran las seis de la tarde del día 17 de febrero de 1980 cuando de vos me enamoré, Juan", recita ahora Wellinga, ahuecando la voz. Y es sólo uno de los ejemplos de aquella poesía tan escrupulosa en los detalles que únicamente podía ser entendida por su autor y la persona a quien estaba destinada. Las recetas de Cardenal —tan cuidadosas del cómo, el dónde y el cuándo— hicieron estragos entre los poetas bisoños, dice. Y depararon versos como éstos: "De pie / a orillas de la laguna de Masaya / a la tarde del 14 de noviembre / hicimos el amor",
Pero habría que nombrar, para ser justos —sigue— el costado positivo que tuvieron los talleres. "Rescatar algo, ¿no?, porque sí bien los poemas que salían de allí eran malísimos, las reglas, por ser tan simples, servían para empezar rápido a escribir. Después de dos o tres reuniones, la gente ya se ponía a fabricar textos aplicando la receta. Sólo muy pocos talleristas se apartaron de los estereotipos y empezaron a escuchar su propia voz. La mayoría quedó atrapada en la rigidez de esas fórmulas." La polémica entre los intelectuales y el Ministerio de Cultura alcanzó picos de extrema dureza, sobre todo cuando ciertas críticas al personalismo llovieron sobre el poeta-funcionario: "La objeción central de los escritores era que dentro de los talleres sólo un tipo de poesía recibía atención —la de Ernesto Cardenal—, mientras que otras formas poéticas resultaban excluidas". ¿Soberbia o convicción? "Más convicción que soberbia"; dice, prefiere. "Porque, al fin de cuentas lo que hizo Cardenal fue aplicar su propio credo poético. Él escribe así, pero lo hace mejor que los talleristas, claro." La temática de los talleres también fue puesta en cuestión. Así lo dejó al descubierto —según puede leerse en el controvertido libro de Wellinga— el escritor: Francisco de Asís Fernández. "Muchas personas creen que hay que escribir poemas sobre la Revolución. Y en los talleres se ha fomentado eso. Creen que deben escribir loas a la Revolución o a los dirigentes".
—Otra vez el fantasma del realismo socialista, ¿no?
—Sí. Y del populismo. Había muchos poemas que se podrían definir como típicos del realismo socialista: elogios a la revolución, con slogans y clichés de la revolución. Nada de dudas digamos; nada de los problemas y conflictos que siempre tienen las revoluciónes. No. Solamente el lado positivo de la vida, esa visión paradisíaca siempre presente, en los productos culturales del realismo socialista.
En el prólogo a Poesía campesina de Solentiname, una antología de trabajos surgidos de los talleres, Mayra Jiménez, responsable del programa de Cardenal y funcionaria del Ministerio de Cultura, atacó, en forma encubierta, a los escritores profesionales. En apariencia, se refería a los textos seleccionados cuando dijo: "Están llenos de pueblo, de los elementos naturales que conforman su mundo, sin imágenes metafísicas, sin babosadas literarias". Pero todos entendieron perfectamente que el dardo estaba dirigido a los rebeldes del campo intelectual. La reacción no se hizo esperar. Lo de "babosadas literarias" había sido demasiado. Gioconda Belli —miembro de la redacción de la revista cultural Ventana, foco de la revuelta— devolvió la estocada: "Este tipo de afirmaciones son sencillamente peligrosas, porque denotan un criterio que se les está trasladando a los nacientes escritores, restándole validez y calificando de 'bosada' a todo aquello que implique la utilización del lenguaje en una forma más dúctil, más imaginativa, más metafórica".
"Paradojas de la historia: Rosario Murillo, la misma que algunos años después vetaría el libro de Klaas Wellinga, estuvo, en aquella pelea, del lado de los insumisos. Como directora de la revista Ventana, pero también como poeta, se sumó a la contienda: "Yo creo que debemos superar este tipo de planteamiento paradisíaco... porque también debemos contar las dificultades, las vacilaciones, los miedos; contar lo que cuesta vencerlos", dijo, entonces, con encomiable franqueza.
En Nueva cultura nicaragüense, Wellinga rastrea esas imágenes idílicas que destilaban los poetas noveles, en textos abrumados de trabajadores felices y niños sonrientes. Textos que enhebraban versos como éstos: "El obrero sindicalizado / que marcha al taller, al plantel, a la fábrica / con entusiasmo proletario". Que auguraban: "Cuando estés más grande / y todos los niños proletarios estudien en las escuelas / sanos y alegres". Y terminaban constatando: "Hermosa se ve Nicaragua / llena de soldados, milicianos y policías amables".
En lugar de las "dificultades, vacilaciones y miedos", un optimismo ingenuo donde se mezclan, a veces, las consignas. "Le miro la cara quemada por el sol / y con una sonrisa demuestra que está consciente y alegre de su trabajo", reza un poema titulado La muchacha policía. Y otro ejemplar, también surgido de los talleres —En Nicaragua libre—, enfatiza: "Todo se ve distinto con la Revolución / El pueblo se integra a las Milicias Populares Sandinistas / para defender la paz y levantar la producción", comprobaciones que llevan al autor a certificar, un poco más abajo, que "el arriero ordeña la vaca con más seguridad / porque sabe que la leche será distribuida a todos".
—¿Esta visión de la realidad se trasladó también a los talleres de pintura?
—Sí, por cierto. Allí también se impuso un solo estilo: el de la pintura primitiva que nació en la comunidad campesina de Solentiname y que después se extendió a todo el país. La disputa entre los artistas plásticos de Nicaragua y el Ministerio de Cultura fue tan áspera como la que se produjo con los escritores.
—¿Cuál fue la crítica en este caso?
—Que en los talleres se inducía al facilismo, a mostrar sólo el lado bueno de las cosas y a exaltar los logros de la revolución, con imágenes bucólicas y escolares. Por otra parte, también los artistas plásticos padecieron, sobre todo en los primeros años, una suerte de exclusión. Y eso encrespó los ánimos.
Cuando el conflicto entre los artistas y el gobierno había alcanzado niveles alarmantes de virulencia, Roger Pérez de Rocha, uno de los pintores más famosos de Nicaragua, fustigó duramente la política oficial. "Los pintores resentimos el hecho de que el Ministerio de Cultura se haya dispuesto a promover el primitivismo hasta llegar a una situación que nosotros consideramos lamentable. Una situación de tarjetas postales", apostrofó. Y terminó descalificando: "Yo veo los cuadros primitivos y todos han perdido su propio rostro. Hay mil valores nuevos, pero no hay un solo rostro nuevo, diferente. Todos se parecen a todos".
—¿Qué otros motivos de fricción hubo entre los intelectuales y el régimen sandinista?
—Los escritores, por ejemplo, vivían con cierta intranquilidad, porque no se sentía completamente aceptados. La pregunta sobre las prioridades volvía una y otra vez a la discusión: ¿qué está primero? ¿La revolución o el escritor? Antes de la victoria sandinista, los escritores, en su gran mayoría, se habían incorporado a la lucha, dejando de lado la literatura. Pero después del triunfo de la revolución, ellos empezaron a sentir que sus vocaciones literarias eran vistas como un lujo inútil.
En una conversación con Margareth Randall (que Wellinga reproduce en su libro) la escritora Michelle Najlis desliza: "Si los escritores tuviéramos la seguridad de que publicar un libro es tan importante como pegar un adoquín sentiríamos más tranquilidad y tal vez veríamos más claramente cómo definirnos". En esa misma charla, se escucha también la voz del narrador Erik Blandón: "Debe terminarse con la idea de que el escritor tiene que trabajar en cualquier cosa... y por último en su oficio literario".
La presión sobre los artistas y escritores para que contribuyeran aún más a la revolución fue —en opinión de Wellinga— un error del gobierno sandinista. "Se les pedía que hicieran las mismas tareas que el resto de los ciudadanos, pero ¿de dónde iban a sacar, entonces, el tiempo para escribir o para crear?", se pregunta, todavía hoy, con cierta alarma. Y recuerda aquel discurso de Tomás Borge, en diciembre del 82, ante el Encuentro de Intelectuales Latinoamericanos. Allí, el comandante, que alguna vez había sido poeta, dejó caer esta inquietante reflexión: "En gran medida, las dificultades con que tropiezan los intelectuales y las recidivas de sus viejos hábitos se deben al individualismo propio del intelectual". A Wellinga lo sobresaltaron aún más las palabras de otro de los jefes máximos del gobierno, el comandante Bayardo Arce. "Que no nos venga ningún artista en su música, su pintura, su literatura o lo que sea, a hablar de heroísmo, si no ha estado por lo menos unos días al lado de nuestros combatientes", llegó a advertir en los primeros tiempos de la revolución.
—¿Era homogénea la posición de los dirigentes sandinistas respecto de la política cultural y la relación con los intelectuales?
—No, había contradicciones. Bayardo Arce, por ejemplo, tenía una concepción muy populista. "El arte no sirve para nada si no lo entienden los obreros y los campesinos", repetía y con eso les iba marcando claramente los límites a artistas y escritores. También Tomás Borge mostraba, a veces, inclinaciones populistas, como cuando se preguntaba qué sentido tenía un poema "que no fuera asimilado por el pueblo".
—La vieja dicotomía ¿no?, entre cultura de élite y arte de masas.
—Justamente, porque los que se salían de los límites eran acusados, con frecuencia, de elitistas y burgueses. Carlos Núñez, otro de los comandantes, aconsejaba a los artistas que se mantuvieran "estrechamente ligados a las masas, a sus anhelos y aspiraciones, porque sólo así era posible producir un arte nicaragüense capaz de proyectarse al mundo". Sergio Ramírez, en cambio, tenía posiciones muy distintas. Para él, la implantación de un modelo cultural cerrado en lo nacional, "sería un riesgo inaceptable, o una aberración de consecuencias catastróficas". Quizá por ser novelista, Ramírez tuvo siempre mucho más cuidado que otros dirigentes, en relación a la cultura y a los intelectuales. Sabía que todo condicionamiento era absurdo.
—¿Encontró usted alguna similitud entre la política cultural sandinista y la de la revolución cubana? . .
—En Cuba, al principio, existía completa libertad. Pero los problemas empezaron bastante pronto, en el '61, apenas dos años después. A partir de ahí, se impuso cierta línea cultural que produjo todo el fenómeno de los disidentes. En Nicaragua no hubo disidentes. No hubo, por ejemplo, un "caso Padilla".
Ahora que el nombre del poeta cubano se ha incrustado en la charla, habrá que ensanchar el rumbo. Y preguntar: ¿Ningún escritor fue arrinconado en Nicaragua, por supuestas desviaciones políticas? Wellinga dice que no, que eso no llegó a pasar, que no hubo tiempo. ¿Por qué? ¿Acaso la invasión de los contras, la guerra, las amenazas, desviaron la atención hacia otro lado? "Todo eso pesó", consiente. "Pero también es cierto que cuando las criticas de los intelectuales se volvieron muy fuertes, el gobierno sandinista aflojó la presión sobre el campo cultural". ¿Quiere decir que, salvo el suyo, ningún otro libro fue prohibido en Nicaragua? "Así es", confirma. Y se empieza a reír despacio, casi en secreto, hasta que la ancha risa nórdica le ocupa toda la cara. Hasta que suelta, por fin: "Pero a mí me gusta eso".
—¿Eso, qué?
—De tener un libro prohibido.
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