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domingo, 29 de noviembre de 2009

Los intelectuales frente al poder 7- TOMÁS ABRAHAM: ENTRE EL SARCASMO Y LA PEDRADA


"Algunos intelectuales pretenden que el Estado les pague su conciencia critica".
 
Provocador, soberbio, escandalizador, petardista, son adjetivos que se le adosan, con frecuencia, en el mundillo intelectual. ¿Qué es lo que vuelve tan controvertida la figura de Tomás Abraham? En los ambientes académicos, la sola mención de quien fue alumno de Michel Foucault y estudió filosofía en la Sorbona en los míticos tiempos del Mayo francés, opera como un reactivo: a favor o en contra, no hay posiciones intermedias. Quizá la clave esté en lo que él define como "ir de un campo al otro, no decir lo ya sabido, no colmar expectativas". Algo así como hablar de Marx entre lo conservadores y de Vargas Llosa entre los prosélitos de Marx.
    En el centro de localizaciones antagónicas —transgresor para la derecha, reaccionario para la izquierda— la práctica intelectual de Abraham ha ocasionado algunos sobresaltos en el rumiar filosófico de la Academia. Primer aguijón: haber introducido el discurso alternativo de Foucault en la universidad a comienzos de la etapa democrática, cuando los patrones del pensar aún seguían reciclando —como en la dictadura— los diálogos de Platón y otras consolaciones.
    Difícil casamiento el de la dama de la calle Vi amonte con el herrero del micropoder. Mucho peor si el encargado de oficiar se descolgaba con melena afro, pantalón vaquero y anteojitos negros de cantante de rock. Ningún parecido con el intelectual de cátedra. Ningún signo tranquilizador. Mejor vigilar.
    Con La verdad y sus formas jurídicas —1984, ariete foucaultiano inicial— no pasó nada. Ningún problema todavía más allá de algún cotorreo de pasillo, de alguna mirada al bies. Que el escándalo estaba empollando vino a saberse cuando, un año después, abrió un boquete con La historia de la sexualidad, el uso de los placeres, los pederastas griegos y los amores fuera de manual. Fue demasiado para la dama y su Consejo Superior. Despido y a otra cosa. Volvamos a Platón.
    La reacción de los alumnos —paros, protestas y hasta una manifestación ante las puertas mismas del rectorado, que hicieron retroceder la medida punitiva— puso en foco el tema que tanto desveló a Foucault: el de las microrresistencias al poder en los pequeños espacios donde éste se articula y se sostiene.
    Por los fuegos cruzados que desató, podría conjeturarse que este episodio fue la piedra de lanzamiento de la leyenda Tomás Abraham. A los enconos de la intelligentsia conservadora, se sumaron las críticas del campo intelectual de izquierda, para el cual el paradigma foucaultiano deja intacto el poder del Estado. Y eso, arguyen, lleva agua al molino socialdemócrata y a los ríos de la posmodernidad.
    Ni una ni otra mirada es la de los alumnos de Abraham, para quienes la seducción del timonel de Introducción a la Filosofía proviene tanto de sus desplantes, como de no hablar nunca de lo que todo el mundo espera que hable, de descolocar. Filosofía del antagonismo que atraviesa sus libros —Pensadores bajos y Los senderos de Foucault— y que aplica, un tanto rudamente, en charlas, conferencias y debates públicos. También —como se verá— en este reportaje. Diestro en el manejo del sarcasmo, de la metáfora, y del efecto paradojal, descerraja opiniones como pedradas, y se enfrenta con casi todo el mundo: humanistas, posmodernos, conciencias críticas, pensadores edificantes,  nostálgicos de las utopías y filósofos de la ética basada en "verdades muy bien dichas y cosas muy mal hechas". Torbellino y furia que no se priva de la contradicción, que parece buscarla. Y que se toma descanso para ocuparse, todavía, de la reconversión ideológica de los intelectuales, en esta época donde los desacuerdos se dirimen a puertas cerradas. "Con silencios, negociaciones e intercambio de miserias". Que son, dice Abraham, siempre pequeñas.

—En España se habla del rebañismo de los intelectuales en referencia a que se han convertido en las ovejas del PSOE. En Italia, del silencio de la cultura frente a la crisis que vive ese país. En general, se ha denunciado la falta de respuesta de los intelectuales durante la Guerra del Golfo o la invasión a Panamá. ¿Cómo se explica este repliegue de los grandes pensadores frente a los cada vez más agudos problemas políticos y sociales?
—El intelectual europeo vive en un sistema económico y político que funciona bien. Más o menos bien, relativamente bien o aparentemente bien, lo que se quiera. Pero para la gente, en términos casi absolutos, jamás está en cuestión el sistema. No hay alternativa concebible en términos de nuevas relaciones de propiedad, o de cambios radicales en la gestión de la cosa pública o privada. La eficiencia del capitalismo no está puesta en duda. En los últimos 15 años, hubo un enorme despegue económico y tecnológico, una profunda transformación. Y se ven aún sus beneficios. No sabemos qué acontecerá cuando la espiral ascendente se detenga o se quiebre uno de sus rieles.
Existen zonas de vulnerabilidad y de peligrosidad, hay zonas de opresión y otras marginales. Pero la crítica es, entonces, zonal, local. Nadie afirma que mientras no se cambien las relaciones sociales de producción, los conflictos no harán más que repetirse. Quiero decir que desapareció, mejor dicho, fue derrotada la idea de revolución, de cambio total, básico y regenerativo. La búsqueda y la creación de un hombre nuevo. La idea de hombre  nuevo se trasladó a las sociedades dominadas por el Imperio soviético en las que se la asoció al ideal de la democracia, de la libertad, y fuertemente a la libertad de expresión. Por lo tanto, la crítica del intelectual sólo puede ser local, específica. El intelectual no tiene el rol de vanguardia consciente de fuerzas sociales que cambiarán la historia. No es el piloto de la nave de la historia. Es: alguien que, señalando las zonas de opresión, debe estar preparado para aportar soluciones al problema enfocado. Si no, no interesa.
Sin embargo, creo, la complejidad de las sociedades modernas planteará algunos problemas que difícilmente podrán ser analizados parcialmente. Por ejemplo, los del control nuclear y ciertos problemas ecológicos.

—Según tu análisis, el que ha quedado fuera de juego es el intelectual comprometido, de tipo universalista. Digamos, Sartre, para poner un modelo.                                                                               
—La figura de los años '50 del intelectual comprometido es parte de la política de la guerra fría y de la lucha entre bloques. Es, además, parte de la liberación política en  las colonias. Frente a este tipo de acontecimientos, frente a esta línea divisoria entre sistemas, el intelectual, generalmente asociado a alguna actividad literaria o artística, tomaba posición, o debía hacerlo. Por supuesto que este rol no fue un invento de los años' 50, pero :se teorizó en aquel momento. Sartre, por ejemplo. Es muy instructivo leer, en la actualidad, las polémicas entre los grandes intelectuales de la época —en Francia, por ejemplo, entre Sartre y Camus, Sartre y Merleau-Ponty— para aproximarse a los problemas éticos y políticos de la función del intelectual. En esos tiempos, el escritor, filósofo o novelista, ejercía un cierto poder sobre la opinión pública. Creo que el intelectual de aquella tradición es el que tuvo un proceso de reconversión.

—¿Hay que entender esta reconversión como una consecuencia directa del colapso del socialismo en los países de Europa oriental?
—La reconversión obedece a más de un factor. Uno puede deberse a la desaparición política del bloque soviético, pero otros a la misma transformación del sistema capitalista. A la función de las universidades, a la red de los medios de comunicación, a la desaparición del escritor como autoridad moral. Pero justamente en el campo socialista, durante los últimos años de su dominación, los escritores siempre fueron actores principales de la lucha por la democratización. Además, no creo que deba hablarse de colapso del socialismo,; y sí del Imperio de los soviets. El socialismo es parte y motor de la modernidad. La democratización del capitalismo se llamó socialismo, y no creo que deje de llamarse de este modo. El socialismo es funcional al desarrollo de la tecnología y a la economía capitalista. Las formas de asociación y planificación no dejan de multiplicarse en las sociedades más avanzadas. Creo en lo que dijo Marx acerca de que el socialismo está en la cresta de la ola del desarrollo capitalista.

—¿Qué pasa con Cuba y los intelectuales? Ahí está el bloqueo norteamericano igual que hace 30 años. En ese caso, lo que vos llamás "línea divisoria entre sistemas" no ha desaparecido. Sin embargo, no se generan grandes movimientos de crítica desde el campo cultural. Sólo voces aisladas.
—Cuba es un tema incómodo desde el momento en que se han hecho públicas sus zonas de opresión. Ya no se piensa que el que critica a Fidel Castro es necesariamente un gusano, ni nadie da por descontado que en Cuba hay un hombre nuevo, o una sociedad que encontró ideales colectivos diferentes a los de la sociedad de consumo. Se ha estrechado la distancia entre los ideales de Miami y los de la Habana. Pero no existe una Cuba en abstracto, y sí hay una Cuba latinoamericana. Lo que quiere decir que las zonas de opresión que encontramos en Cuba son zonas enanas comparadas con la situación de los demás países del continente. Lo que aporta Cuba al continente es una visión diferente da la filosofía política aplicada. Es decir que no sólo tiene una política diferente, sino que sus fundamentos lo son. Y no por el marxismo solamente.
Doy vuelta el problema. Los intelectuales europeos de la actualidad, en su mayoría, no dejan de hablar de los valores de la Ilustración, que son universales. Tanto en el terreno ético como en el político. Todo lo que se le aleja a estos valores pertenece al orden despótico. Y bien, Cuba es el único país moderno en el sentido de la Ilustración, en la América pobre. El único país en el que hay pobreza pero no miseria, que no se distinguen sólo por la cantidad sino por la calidad. Es la dignidad humana la que está en juego. No hay una miseria constitutiva, que degrada física y psíquicamente al hombre. Es el único país que no se ha resignado a una política que deja morir a los indigentes, que se acostumbra a la idea del hombre-animal, que se familiariza con el espectáculo del hambre y del destino irreversible de grandes poblaciones a la miseria humana. Cuba mantiene vivo el escándalo ante los hechos mencionados.                 
Que en Cuba no haya libertad de expresión no es el tema, ya que esta libertad tiene un funcionamiento peculiar en nuestras sociedades; se ha convertido en uno de sus principales entretenimientos. Pero cuando una palabra ahonda en los lugares en que los que se exige el silencio, ahí aparece la muerte. La muestra evidente de esto es la imposible reconstitución de un aparato judicial independiente, y de un periodismo independiente. No hay más que ver las estadísticas de Colombia, y del estado de vigilancia, custodia y amenaza en el que viven jueces y periodistas de nuestros países. Así que el tema de la libertad de expresión no es un tema simple. Pero lo que sí sucede en Cuba que no sucede en los otros países es una actitud filosófica y política frente a la vida de las poblaciones. El problema prioritario de la salud, de la niñez, de la vejez, el de la vivienda para todos, el de la educación. Aquí, en los países que están por entrar en el primer mundo, como dicen nuestros fantoches, los chicos de la calle y los jubilados humillados son un problema para que los psicólogos hablen por la televisión.
Y estos son parte de los viejos valores de la Ilustración, o de la modernidad, pero que los intelectuales europeos no ven , porque para ellos la Ilustración es "bolsillos llenos, principios firmes". Ilustración y barbarie es todo lo que se les ocurre, pero Cuba es hija de la Ilustración; de ella rescata su emblema más poderoso, la idea kantiana de 'humanidad'. Cuba tiene una tradición de gobierno, durante Castro, en la que su población no está dividida entre los que tienen derecho a vivir y los otros. Lo que no quiere decir que los problemas de la persecución política, del éxodo masivo de connacionales, de la opresión de minorías y otros no existan, pero esos también subsisten en nuestros países, y quizás en mayor medida. Tampoco me refiero a los hechos de corrupción, de privilegios de funcionarios y a una cultura en la que no dejan de existir prejuicios y discriminaciones. No es con la tablilla de la perfección que se miden las sociedades. Hablo de los factores distintivos del fenómeno cubano, de su singularidad con respecto a otros países americanos.
Por eso, es degradante un cierto uso que se hace de la palabra democracia. Cuando se la quiere identificar con el sistema de los partidos políticos y de las elecciones libres, se llega a sostener que Ecuador o Bolivia son más democráticos que Cuba y otros delirios.
Un intelectual francés, perteneciente a la rama tan querida de la politología, Jean-FranÇois Revel, invitado hace dos años por el gobierno uruguayo para un ciclo de conferencias, no sólo atacó, como es habitual, al gobierno cubano sino "desmitificó" todas las mentiras que se habían dicho sobre el régimen de Batista. Durante la época de Batista, Cuba era el país de más alto desarrollo en Latinoamérica, dijo sin inmutarse, y la propaganda comunista deformó la verdad. No sé si le salió bien el intento de poner de moda hablar bien de Batista, creo que no. Pero es el típico personaje que atrae en nuestro país a los que viven iluminados con las bondades del capitalismo y de su libre mercado, o que se extasían con imágenes de empresarios que se parecen a Lord Jim.
                                                                                                                                               
Los clientes del paraíso

—Algunos intelectuales fundamentan el no compromiso en el desencanto que sobreviene después de pasar por experiencias muy fallidas: Según Rossana Rosanda, la posición de los llamados "nuevos filósofos", que surgieron en Francia después de Mayo del '68, podría sintetizarse así: "La izquierda es un error, la revolución es un horror. Lo digo yo, que he creído en ellas". Esta corriente de pensamiento se internacionalizó en los años '80 y fue dibujando un nuevo tipo de intelectual. "Con argumentos más elaborados y pesimistas, terminan coincidiendo con la gran prensa del sistema", dice Rosanda. Y agrega que son algo así como meditativos heraldos de la oleada neoliberal. ¿Cuál es tu mirada?
—¿A qué llama "nuevos filósofos"? Los llamados "nuevos filósofos" en Francia, que es en donde el término estuvo de moda, provenían de una tradición, una actitud anarquista. Jambet, Lévy, Glucksmann, entre otros. Lo que sucede es que los anarcos franceses, cuando son intelectuales, son dogmáticos. Cambian de dogma según los acontecimientos. Tienen poca distancia, les falta flema inglesa y les sobra asamblea estudiantil. Siempre andan a las patadas con el mundo de las ideas. Antes, para defender el marxismo; después, para atacarlo. Nunca terminan por decepcionarse. Gritan un ideal, y después gritan su fracaso. Son vociferadores de ideas. Aunque, a veces, dan muestras de talento. Lo que no entiendo es la etiqueta de catalogarlos con el sistema o la gran prensa del sistema. Rossana Rosanda habla de sistema, supongo, como continuidad de lo actual, la continuación de las formas de poder. No es el caso de muchos nuevos filósofos que mantienen una actitud crítica frente a los acontecimientos. Los filósofos, que sí están con el sistema no son nuevos, son viejos. Los ya nombrados ilustradores, los enciclopedistas de la ética, los fetichistas de la ciencia, los que vuelven de su juventud y maduraron al fin.

—"En general, el pensamiento filosófico contemporáneo es complaciente con el sistema", reflexionaste hace un par de años. Había un punto de contacto ahí con lo que dice Rosanda.
—No. Me refería a los que practican un pensamiento edificante, a los utopistas, a los nostálgicos de las utopías, a los que sueñan con una filosofía del consenso sin fantasmas de poder o dominación, los que piensan la política como administración de litigios, los que hacen de la filosofía y de la política una rama de la abogacía, todos aquellos que se subieron al tren socialdemócrata y nos enseñaron lo que es la democracia. A todos aquellos que hacen de la ética un discurso que se sostiene sobre la dupla "verdades bien dichas-cosas mal hechas", y que por lo bien dicho se reconfortan, porque se mantienen los ideales. Esto nada tiene que ver con la tradición anarquizante de los "nuevos filósofos".

—¿En qué medida el pensamiento de Foucault puso en cuestión la doctrina sartreana del compromiso y contribuyó a la crisis de ese tipo de intelectual?
—Foucault cumplió, en ciertos aspectos, un rol parecido al de Sartre, y en otros produjo un cambio. Foucault dejó de hablar de la sociedad en general, de la historia en general, de los conceptos o teorías en general. Desde un cierto punto de vista, dejó de hacer filosofía, pero desde otro la renovó radicalmente. Las categorías de sujeto, totalidad, praxis, los conceptos provenientes de la tradición hegeliana fueron abandonados por Foucault, que intentó desligarse de las tradiciones filosóficas en general, teñidas, para él, de siglo pasado, fundamentalmente la filosofía que lo educó, la fenomenología, e intentó plasmar trabajos desde otros puntos de orientación.
El resultado de este cambio fue la realización de trabajos sobre temas específicos a la manera de los historiadores o de la epistemología histórica francesa. Estos trabajos sobre la clínica, la locura, la delincuencia, las prisiones, el saber de la sexualidad, las tecnologías del yo, exhiben una confluencia inédita. Un nuevo modo de combinar interrogantes filosóficos tradicionales, como el de la verdad, el saber y el poder, con investigaciones históricas. Este nuevo modo indicaba para Foucault otro lugar para el trabajo intelectual. Lo veía como un aporte para las luchas o resistencias contra formas de poder local, que efectivamente se daban en aquella época, hace 20 años. Como si los ensayos que elaboró en una cierta etapa de su labor, se vincularan con las luchas populares situadas institucionalmente, y no, a la manera de Sartre, con una clase social. Es la idea enunciada por Foucault de intelectual crítico específico.

—En la Argentina, sobre todo entre los jóvenes, el discurso de Foucault parece ejercer una especial seducción. ¿Es una moda o se trata de otra cosa?
—Me cansa seguir hablando de Foucault, es fácil leerlo, en todo caso no tiene una jerga teorizante inaccesible, sus libros no son caros. Tengo derecho a imaginar mi vejez sin contar lo que él ya contó. En fin, respondo. Este interés creo que proviene de la problemática del poder y su relación con las formas de castigo, de suplicio, de tortura. Esta temática tiene en nuestra sociedad oídos más sensibles que los de Europa, que vive la auto-complacencia de la libertad. Foucault despierta el interés de una juventud que busca teorías, ideologías, formas de pensamiento, que les permitan defenderse, protegerse de una situación que nunca termina, o de encontrar argumentos racionales para condenar lo ocurrido.

—Foucault analizó los poderes que se juegan en la familia, en la vida cotidiana, en la sexualidad, en las instituciones, y planteó el tema de las microrresistencias. ¿Podría pensarse que, en una época de descreimiento en las grandes luchas, estas batallas parciales vienen a llenar un vacío?
—Cualquier cosa puede llenar un vacío o vaciar un llenado, no necesariamente las estrategias locales. Pero existe una cierta dificultad en vender nuevos paraísos, al menos para los intelectuales, porque si vemos la cantidad de gente que congregan los evangelistas, parecería que existe una gran clientela para los paraísos, o las consolaciones. Hay poco lugar para los paraísos políticos que abundaron en la primera mitad del siglo XX. Y Foucault no es un fabricante de utopías, es un militante del desencanto. Las resistencias a los poderes, que constituyen las formas de la libertad, van construyendo sus propios ideales. No es espontaneísmo, palabra satánica en boca de la izquierda, sino conformación procesual de nuevos límites. Una utopía es un límite, clausura un campo de posibilidades. Por eso las utopías son formas de reaseguro, pero no los elementos utópicos que atraviesan cierto tipo de discurso, como el político, por ejemplo. Estos elementos utópicos introducen el factor de incertidumbre y de imposibilidad sin el cual ninguna acción sería posible. En este sentido, la política no es sólo el arte de lo posible, sino de lo imposible también, no sólo de la sensatez, sino de la insensatez.

—¿No existe el riesgo de que la lucha contra los micropoderes se convierta en algo estéril, ya que deja a un lado el poder económico, el del Estado, que es el que determina a los otros?
—Una perturbación local no arruina necesariamente el sistema, como dirían los cibernéticos. Pero un cambio de timón nada asegura. Es lo demostrado por la historia de los socialismos de este siglo. La ideología no es un sistema de representación tal como la pensaban los ideólogos del siglo XVIII, un sistema de asociaciones entre percepciones e ideas cuyas cadenas asociativas pueden ser reformuladas y así permitir la reforma moral. Un cierto marxismo se impregnó con este tipo de teorías. La ideología es infraestructura, tiene que ver con los modos de vida, con formas inconscientes;de percepción y sensibilidad, con estructuras involuntarias. Lo que la historia de la contemporaneidad también ha mostrado es justamente la importancia de los fenómenos "micro", de los microfascismos, de los micrototalitarismos, de la bautizada "política de lo cotidiano", que algunos historiadores investigan en la actualidad. Y estos no son meros fenómenos de costumbres o modos culturales superficiales. Son costumbres, hábitos, formas de vida y tecnologías culturales en el sentido fuerte. El llamado "esquizoanálisis" es una imagen adecuada a una cultura como la moderna en la que se cruzan los códigos. Se es progresista en el café, santo en la cama, diablo en la empresa y cenicienta en la televisión. Un mosaico de microactitudes.

Las zonas de penumbra

—Acerca de la vigencia o no de los discursos utópicos, dijiste en una entrevista: "Creo que esa supuesta necesidad de una vuelta a la utopía proviene de quienes las tuvieron y las perdieron, pero en realidad lo que perdieron es la juventud. Lo que sucede es que el hombre no se resigna a envejecer". ¿Hay que entender, entonces, que la utopía es una cuestión generacional?
—No, la utopía no es una cuestión generacional. Hablaba del discurso latoso de los que gozan sobándose con las crisis. Los profesores de cultura que se sienten ubicados en el centro de una tragedia inédita en la que nunca, como hoy, los valores están en crisis, los que alarman a las poblaciones con que el mundo ha perdido la brújula que parece que antes tenía, que ya no hay ideales, que la gente no cree en nada, que ya no se lee, que la televisión boludiza a las nuevas generaciones, pero la de ellos se salvó con las historietas; los que andan por el mundo con sus caballitos de batalla de la cultura de Viena, la de Weimar, la de la modernidad, la de la posmodernidad y otros quehaceres de salón; los que añoran la vida de barrio, las siestas en las tranquilas tardes de Flores; los que añoran las discusiones literarias en los cafetines de facultad. Por eso decía que lo que se perdió no son las utopías, sino que había gente que no sabía envejecer.
En cuanto a las utopías, ya dije que no se trata de la elaboración de nuevos paradigmas de perfección o de esperanza sistemática, sino de elementos utópicos que se inscriben en las estrategias de la acción. En cuanto a las luchas que van más allá de la resistencia a la opresión, y más allá de los códigos dominantes; tampoco es cierto, creo, que hayan desaparecido. Hay ecologistas que hablan un nuevo idioma, el lenguaje de una ecología política.
               
—¿A qué llaman ecología política?  
—No es vida silvestre, ni Cousteau, ni Brigitte; menos la secretaria Alsogaray y otros cholulajes como el agujero de ozono, que nos impone el uso de protectores solares en Punta, o el rescate de las bolsas de polietileno que no se desintegran.
El mundo es redondo y su diámetro cultural es cada vez menor. La repercusión y el eco de cualquier acontecimiento tiene una recepción y efectos cada vez más veloces. Pero esta redondez se combina con una gestión de los problemas de la humanidad cada vez más cuadrada, para seguir con la geometría. Las grandes potencias no tienen una mira más sutil que la que tenía el imperio romano; gozan hoy para reventar mañana. Por supuesto que su esperanza es que revienten los otros. El saqueo de energía se hace alegremente. Hay una población marginal, que al mismo tiempo es inmensa, que ya pertenece a los sótanos de la humanidad. Se deja que se multiplique caóticamente y luego se la deja morir en la inanición. Latinoamérica es un continente con millones de chicos —así dicen algunas estadísticas— sin protección social alguna, ni siquiera familiar. Cada vez que aparece algún país del mundo pobre que trata de enfrentarse de algún modo con la política de la miseria, lo condenan por marxista o comunista o no democrático, lo cercan, lo debilitan y lo aislan. El problema principal de una ecología política es la indignidad humana que se sostiene en la miseria, el hambre, la imposibilidad de acceso a la educación y al trabajo. La noción de humanidad que signó a la Ilustración se convirtió en un juego gramático de algunos profesores e intelectuales de países ricos. La idea de humanidad necesitará nuevos ingredientes a sus atributos de racionalidad y libertad con los que la definió el Siglo de las Luces, para distinguir al hombre como valor moral, y diferenciarlo de los animales. La modernidad está inventando al hombre-animal, que ya no es un hecho natural, sino un producto cultural. Por eso hablo de una especie de ecología política con la que los intelectuales pueden llegar a interpelar el presente.

—Por ahora ni siquiera se lo plantean. Lo que se ve, en el campo intelectual, es un constante escamoteo de todos esos problemas. No hay interpelación del presente sino, más bien, aceptación de los modos de la mentira,
—¿Cuáles son las formas de la mentira? En cada país son distintas. La mentira es un hecho nacional. Estuve en Francia, en el mes de abril, en momentos en que se dio esa  desbandada de kurdos sobre Turquía, huyendo de Hussein... Durante las dos semanas que estuve ahí, desde la primera hora de la mañana hasta la madrugada, sin interrupción, la producción de noticias de la televisión se vistió de gala. Montaron un gigantesco dispositivo para seguir los acontecimientos "como si estuviéramos ahí". Es difícil imaginar eso para nosotros, acostumbrados a noticieros internacionales confeccionados con teletipos y un cronista que habla mortecino a la cámara. Pero, para poder compararlo con algo conocido, pensemos en Nuevediario rastreando algún crimen cotidiano y multipliquemos esta producción al éxodo de un millón de kurdos.
Los medios franceses tenían su material de la semana. Los problemas locales, en general bastante rutinarios, fueron dejados de lado, y el mundo de la conciencia ilustrada francesa se sentó frente a la pantalla para ver esa especie de realidad novelada, de dispositivo de 'non fiction' que es un noticioso. Las cámaras enfocaban a bebés agonizando, a viejos despidiéndose de la vida, mostraban cómo los funcionarios franceses, de nivel ministerial, a veces, salían en sus coches de sus discusiones con autoridades fronterizas turcas, y seguían planificando la estrategia de envío de alimentos frente a una cámara testigo; hablaban sobre el modo en que podían llegar a engañar a los turcos para llegar a los kurdos. En fin, el problema era que Francia estaba sola en el mundo al frente de esta tarea humanitaria, ella, la solidaria. A las dos semanas, el tema había caducado. Los paparazzi, como mostraba Fellini en La Dolce Vita, salían en busca de renovadas actualidades.
¿A qué viene todo esto? No sé. La confección de simulacros mediáticos atrae las intensidades pasionales del público y las expurga. Son catarsis de crueldad, una educación sentimental. Se parece al discurso de la ética de los filósofos universitarios: también constituyen una educación sentimental. Así se presentan algunos interpeladores del presente, los especialistas de la actualidad.

—Parecen funcionar en ghetos. Se atrincheran y propalan, desde allí, discursos dulcificados: Sobre todo, que no irriten al del gheto de enfrente, o al de al lado. En una charla con Horacio González, vos te preguntabas: "¿Hay alguna posibilidad para el intelectual que no sea estar siempre entre amigos, usando las pequeñas solidaridades culturales, en un gesto que se parece a la sobrevivencia?" ¿Hay alguna posibilidad de recolocación?
—Esa pregunta, que hice hace no mucho tiempo, la puedo seguir haciendo. No tengo respuestas preparadas. Son preguntas que habitualmente dirijo a la izquierda. Hace un poco leí una frase de Régis Debray que decía: "Sólo acepto perder mis ilusiones si conservo mis fidelidades". Sigue perteneciendo a la izquierda, conserva sus fidelidades, pero ahora, así como están las cosas, ya no se interesa por la política. Escribe sobre el arte, sobre Tintoretto. La frase me pareció interesante. El problema comienza si alguien sigue interesado en la política, porque si pretende conservar sus fidelidades aún sin ilusiones, me resulta extraño...

—Es difícil, convengamos.
—Es un poco ridículo. Tiene que ver con aquello sobre lo que reflexionaba. Las preguntas que me hacía estaban dirigidas un poco a este problema. Si vos conservás tus fidelidades, si afirmás "yo soy de izquierda y la izquierda no tiene futuro, pero yo soy así y me formé así y mis amigos son así y las cosas que pensamos, Dios dirá, quizá en el 3000 se cumplirán, la historia será mi único testigo... pero, por ahora, no hay concreción a la vista, por lo que me voy a dedicar a las novelas policiales, o a viajar o a los negocios o al campo o al anonimato o a la fotografía" (y detengo mi lista de opciones aquí). Si giro mi quehacer en este sentido, es totalmente comprensible. Pero si intento dedicarme a la política y congrego gente, participo en la fundación de nuevas asociaciones políticas, o en la edición de nuevas revistas de apoyo partidario, entonces mejor conservar las ilusiones. Por eso, esas preguntas. Por eso, además, me cuesta entender a los intelectuales de la política.
Entiendo al político, pero el intelectual político es un ser muy confuso, habla de política, lo que ya es limitado —la política no es sólo gramática y retórica— y luego la justifica o la explica o comprende en nombre de valores. Hace de la política una ética. Por lo que a veces nadie termina por comprender nada, ni ellos mismos a sí mismos. Juegan a un extraño juego. Lanzan una ilusión para adelante, que es la dirección habitual de las ilusiones; luego la esperan detrás de un árbol y la agarran cuando pasa. Y dicen que no se cumplió lo esperado, la ilusión volvió avejentada, gritan que es una puta. Que el mundo es una puta, que la realidad es una puta, que la gente lo es, y poco a poco se van olvidando de lo que dijeron primero, que la puta era la ilusión. Y la vuelven a ver pura. Y la lanzan de nuevo. Y sigue el mambo.     

—Hacer de la política una ética, más que con el juego de la ilusión, se relaciona con enfrentamientos, con la denuncia de lo intolerable. ¿Eso tampoco sirve?
—Lo intolerable, hermosa palabra, inventada por los "nuevos filósofos", ésos que perturban a la Rossanda. Los límites del escándalo moral. Lo intolerable diseña una zona en la que las argumentaciones desaparecen, en donde la justificación se vuelve inocua. No existe una racionalidad, ni jurídica ni ética ni política, que ofrezca la incuestionabilidad lógica para prohibir la tortura. Se la prohíbe, y punto, porque sí. El cuerpo humano es intocable, no es una fábrica de dolor. Es una decisión, no es una argumentación. Este límite de lo intolerable es una réplica a la violencia cruda, que tampoco vive de las argumentaciones. Por lo que estamos en el terreno del desafío y no en el de la comunicación. Eso creo yo que es lo intolerable; es la zona del terror, del no como último grito, del espanto moral. Cosa de filósofos, el hombre es un animal muy peculiar. Nietzsche lo definió como el único que es capaz de hacer promesas. Pero podríamos agregar otras definiciones como la de "que el hombre es el único animal que mata por placer, y tortura también por la misma razón.
Sólo un Estado consensuado por la población puede impedir este tipo de prácticas. Como en nuestro país los aparatos estatales fueron los que difundieron estas prácticas, la cosa se complica. Más aún porque los sucesivos gobiernos, salvo honrosísimas excepciones, refuerzan el sadismo institucional. El gobierno radical, Alfonsín, fue una de esas excepciones.
Bien, denunciar lo intolerable está bien, es necesario. Pero hay que tener las antenas vibrantes para percibir el paso de la denuncia a la franela, el momento de la autocomplacencia, y la satisfacción en no dejar dormir a los colegas contándoles historias de terror. Esta autocomplacencia incluye la necesidad de estar siempre "entre nosotros", o mejor dicho "entre ustedes", denunciar las cosas "entre ustedes", la cofradía, la logia, el club, el partido.

Marx y los removedores de escombros

—¿Cómo plantear una práctica cultural que evite la autocomplacencia, el guiño, la complicidad de cenáculo?
—Creo que una de las funciones del intelectual es estar en el campo del otro, ir al campo del otro.

—¿Qué significa exactamente?
—Hablar de la revolución teórica de Marx ante quienes sueñan el fin de la historia o los juntacadáveres de los escombros del muro de Berlín. Atacar los puritanismos de la izquierda, que hablan de las crisis, de la alienación, del espíritu mercantil de nuestro tiempo, cuando lo que es necesario elaborar son los modos de multiplicación de los inventos tecnológicos, más tecnología, más bienes, más máquinas voladoras, más trenes a mil por hora, más remolachas infladas, más cartón, más plástico, más luces. Reír en las zonas de penumbra de los posmodernos de la filosofía que hablan de la era del vacío, de la falta de verdad y realidad, del mundo de espejismos de los media, del malestar en la empresa. Reír en las zonas ultravioletas de los posmodernos de la plástica y de la arquitectura, que creen que la palabra deconstrucción se toma con champán, o que las humanidades son la cultura general que un arquitecto debería tener para no quedar mal en el "estar" de una casona reciclada con columnas metidas en invernaderos.    
                   
—Introducir el discurso de un campo en el campo contrario. ¿Qué se logra?                                                                                                            
—Se trata de impedir las complicidades. La complicidad intelectual es fatal. La guiñada de ojos, el confort de saber que se está entre gente como uno. Esa cosa de los '70, que era compartir la ideología para polvear.
No me gusta estar con gente que opina como yo, no veo a gente que piensa como yo. La amistad es cosa deperros, los amigos nos olemos el culo, y si viene bien, nos vamos por ahí. Y los cruces intelectuales tampoco se dan entre mismidades sino como resultado de tensiones, de desacuerdos intensos. Hace falta un gran amor para discutir realmente con alguien, hasta que las neuronas hiervan, y después terminar tomando un último vodka derrotados por el cansancio y con ganas de que todo se vaya a la mierda, para poder dormir un par de horas. La gente, en general, no hace más que aplaudirse y aprobarse. Ni clubes ni bandas: todas esas formas de asociación en las que la gente se entrega la pelota tal como se la dieron.     
       
—La provocación intelectual como un modo de sacudir. ¿Es eso?
—Provocar efectos de renovación, producir líneas de fuga, ventanas en
los muros, aire en los sótanos y frío en la humedad.

—No siempre va por ese lado cierta fama de provocador que se asocia a tu nombre.                                                                                 —Quizás, pero, ¿y cuál es el problema? Eso es lo que pregunto a veces, ¿cuál es el problema? Porque de eso se trata, de que haya problemas, de construir problemas, obstáculos, nudos de resistencia. Porque si no es así, no veo el interés en hablar de nada. Esto lo aprendí de chico, cuando era tartamudo crónico: cada letra era un parto físico, cada sílaba exigía una tensión corporal total, tenía constipada la boca. Con la tartamudez aprendí que, para hablar, debe haber resistencia.

—Cuando vos decís algo que sabés que va a producir un efecto, un cierto escándalo, ¿no te importa quedar colocado en el lugar del equívoco, de la ambigüedad.?                         
—El escandalo no es un rédito seguro para el que lo provoca. Pero la palabra escandalizar connota desprecio moral de parte de la inevitable "gente seria". Provocador, escandalizador, petardista: algunas veces escuché estas palabras en los momentos en que mi no sonaba demasiado grande, en que oscilaba entre la argumentación, el desprecio, el grito. Fundamentalmente peleaba en un medio en el que la pelea perturba, me refiero al medio académico, donde el temor a perder el puesto, a malquistarse con algún superior, a someterse, todo se justifica con el argumento cómico de que "entre gente inteligente siempre triunfa la razón", cuando, en realidad, los desacuerdos se dirimen entre bambalinas, en oficinas, con silencios, negociaciones o intercambios de pequeñas miserias. Lo fundamental era que nadie se enterara de que alguna autoridad era cuestionada, y no dar el mal ejemplo.
Pero la provocación, en general, el hecho de provocar efectos en el pensar, es lo que se trata de hacer. ¿Qué sentido tiene colmar las expectativas? ¿Para qué quiero decir lo que se sabe que voy a decir?

—Lo previsible, ¿no? Menos riesgoso, en todo caso,
—La provocación no consiste en espantar. En realidad, pocas veces mi intención fue provocar, y sí fue la de decir, lo que tenía que decir en un medio donde se intercambian sonrisas y gestos en público, para después, en privado, tejer trenzas maquiavélicas y cínicas.
Es necesario irse de lo ya sabido, tener curiosidad, ganas de innovar. Esto es lo que creo importante en el trabajo intelectual. Adscribo a estas palabras de Foucault: "Estos son los tres elementos de mi moral: 1) un principio de oposición. El rechazo a todo lo que se nos impone y propone como evidente; 2) un principio de curiosidad. La necesidad de analizar y saber, ya que ninguna acción puede realizarse sin reflexión y comprensión; 3) un principio de innovación. La búsqueda en nuestras reflexiones de aquellas cosas jamás pensadas o imaginadas. Para sintetizar: oposición, curiosidad, innovación".

Las luces de lo intolerable

—Ese ejercicio del pensamiento que exige descolocarse, desdeñar lo ya sabido, ¿implica correrse hacia los márgenes, pensar desde allí?
—No sé si los márgenes. Lo que me atrae es el cruce entre soledades que se encuentran y siguen. No me gustan los grupos, ni oficiales, ni marginales. Huyo del espíritu de;grupo —ya sean sujetos o sujetados— y de todos los modos de agrupaciones que inventan los psicólogos. Siempre tienen tufo a familias.

—El Colegio Argentino de Filosofía, que vos dirigís, ¿no funciona como grupo? ¿No responde también a los códigos del cenáculo, de la cofradía?
—Es difícil hablar de la gente del C.A.F. en plural. Las personas que trabajan y circulan son muy diferentes. En el año '84, cuando lo fundé, en el mismo momento en que entraba a la Facultad de Psicología a dar clases, mi "mundo de condcidbs era más que mínimo. Nunca había participado de las actividades académicas, y desde mi retorno de Francia, a mediados del '72, me retiré de la Universidad. Mis medios de vida provenían de otra actividad, y mi vocación por la filosofía la practicaba después de la rutina diaria. Escribía, leía, estudiaba, y rarísima vez di una charla o seminario durante casi doce años.
En el '84, después de mucho tiempo de haber abandonado la actividad estudiantil, vuelvo al ambiente universitario y peleo la titularidad de algunas cátedras. No tenía la menor intención de comenzar una carrera académica de abajo, como si nunca hubiera hecho nada, y sí de mostrar que mis seis años de filosofía y sociología en la Sorbona y Vincennes, que mis doce años de reclusión y trabajo, que mis pequeños seminarios y artículos en los círculos que sobrevivieron durante la dictadura, merecían concursar y competir por los máximos puestos, es decir, la titularidad de cátedra. Y me vi a comienzos del '84, frente a tres mil alumnos de psicología, con la misión de organizar una cátedra de Introducción a la Filosofía, y dar clases teóricas en el aula magna.
Ni los antecedenes, curriculums o pergaminos decidieron mi selección de gente. Charlas personales, y fundamentalmente lo que para mí era lo primordial en la Argentina de 1984: la pasión por la filosofía, que era decir lo mismo que la pasión por hablar, leer, hacer circular la palabra filosófica en un medio que fue carcelario durante muchos años. Era ver si estábamos en la misma onda expansiva, ante la responsabilidad de vivir un momento histórico en el que la Universidad se abría, en la que habían muerto muchos por hablar y pensar, en la que nosotros íbamos a tener un lugar para reanudar el habla, romper el silencio, quebrar resistencias, enfrentarnos con los miedos y las domesticaciones de años de humillación.
Así es que no se trataba para mí de pedir antecedentes en una Universidad que había dejado apenas ingresado en el '66, y que sólo reconocía el terror y la violencia. Aquellos que la habitaron como si nada hubiese pasado durante todo ese tiempo, que vieron desaparecer ayudantes y siguieron con sus clases, como si nada hubiese ocurrido, no eran candidatos con ventajas, pero también los recibí y escuché.
Formé un grupo de profesores, algunos recibidos; otros con casi ninguna materia universitaria aprobada, alguno que otro con secundario incompleto. Eso que algunos llamaban un escándalo, para mí era una sensatez y una necesidad, en un país en el que las instituciones oficiales siempre persiguieron a sus profesores y alumnos.
Del mismo modo organicé el C.A.F. Nunca me interesaron las creencias políticas, las religiones, la ropa, los peinados y otras cartas de presentación, que cuentan más de lo que se cree en los medios académicos. Un amigo, Oscar del Barco, al ser rechazado por el CONICET por carecer del 'perfil del investigador', él, uno de los intelectuales y filósofos más importantes del país, me preguntó; '"Tomás ¿qué debo hacer, qué trajes usar, en qué restaurantes debo comer, qué clubes frecuentar?"
No me interesan las adhesiones políticas, ese barniz que despliegan los intelectuales para reconocerse. Trabajo con menemistas, alfonsinistas, anarquistas, trotsquistas, monarquistas, izquierdistas, y no lo hago, ni se me ocurre, con nazis y sus variantes. Yo también tengo mis límites en los que se encienden las luces de lo intolerable.
Por eso el C.A.F. no es un club, ni una asociación de fomento de doctrinas; no es un lugar con carnet, medallas, escuditos; no es un lugar de codeo por estar en la crema o en el tuco; no es un lugar en el que la antigüedad da autoridad. Al contrario, queremos nuevos, novedades, carne joven y sangre fresca, aunque también me gusta el sabor de carne dura y las mentes resignadas. Muchas veces encontré brillo en la mirada de quienes ya perdieron algunas de sus ilusiones.

—¿Cómo son tus relaciones con la Universidad? Resulta extraño que nunca te hayan ofrecido una cátedra en la Facultad de Filosofía, por ejemplo. Da la impresión de que tu espacio es marginal.
—Yo soy profesor del Ciclo Básico, que se parece cada vez más a una secundaria (es el patio trasero de la Universidad), y dirijo una materia optativa en Arquitectura. No es mucho. Pero tampoco soy devoto de ocupar cargos académicos. Lo más importante es tener el máximo de tiempo posible para estar solo, la soledad del filósofo, del que investiga, del lector. La práctica de la curiosidad no necesita de la divulgación permanente de lo ya sabido. En la Facultad de Filosofía no di ni media charla.

—¿Cuál es el origen de esa exclusión?
—La carrera de filosofía es algo especial. Tiene sus arreglos de entrecasa, sus acuerdos sobre quien no debe ingresar, la necesidad de resguardar la carrera para pocos docentes que se distribuyen las miserias presupuestarias, la determinación de cerrar las ventanas porque el mundo está loco, o sucio.                                   

—La cultura entendida como un producto de invernadero.
—Mi divergencia con los filósofos que digitaron los concursos y la carrera ya viene desde que ingresé como profesor a la Universidad y me negué a acatar una resolución del Consejo Superior, para que cambiara mi programa, tachara la bolila Nietzsche, no diera la bolilla de amores griegos, edulcorara mi enseñanza y la adaptara a los dictámenes de gente que se había autoelegido en la cumbre decisoria de la Universidad. Ante las presiones, los estudiantes fueron al rectorado, interrumpieron las líneas telefónicas y presenciaron las discusiones del Consejo sobre mi caso. Los consejeros, eximias autoridades académicas, revocaron la decisión, y seguí con el curso. Es suficiente con decir que, mientras en la carrera de letras, los profesores hacen uso y abuso de la filosofía para elaborar los problemas de la historia de la literatura y de la crítica literaria, en Filosofía, la literatura es una palabra que descalifica a los que faltan al orden y al rigor. "No es más que literatura", dicen.

Ultima imagen del naufragio

—¿Qué tipo de propuesta intelectual puede responder hoy a las necesidades de un país como la Argentina? Me estoy acordando de algo que dijiste una vez: 'Yo propongo un modo de acción que no necesite, como punto de partida, la imagen ideal y utópica de un hombre totalmente libre, emancipado y autogestionario". ¿No es peligrosa esa formulación en un país que arrastra una historia de golpes militares, dictaduras y genocidios? ¿Cuál sería, entonces, el punto de vista para la acción?
—Yo no propongo ningún modo de acción, no soy vanguardia de nada. Pero hablar de un hombre libre y autogestionario es una abstracción filosófica. ¿Qué quiere decir un hombre libre y autogestionario? Un jardín con pajaritos, como el del Cándido de Voltaire. Es muy lindo, pero la ingenuidad tiene un límite. Mi punto de partida es local. Argentina no tiene futuro. Para tener futuro, debe cambiar su presente, debe convertirse nuevamente en tierra de trabajo y crecimiento económico. Este es el único desafío real. A mí no me importa si Menem gobierna por decreto y no pasa por las trenzas legislativas. Sí me importa que el decreto sirva para algo, que apure lo bueno.
La gente quiere entrar al Primer Mundo, salvo algunos intelectuales que prefieren que el Estado les pague su conciencia crítica. La gente común quiere participar de la universalidad moderna, que no es la racionalidad y la libertad, sino la mayor cantidad de bienes producidos, para la mayor cantidad de gente posible. Es necesario, para esto, que en nuestra sociedad comience a abundar el trabajo, es decir, la posibilidad de existencias dignas. Porque el trabajo no es sólo moneda, sino acción social; no sólo bienestar social, sino reconocimiento, lucha, ambiciones, fragor social. No es sólo alienación. Un desocupado es algo más que alguien que no tiene salario: es la forma del destierro contemporáneo, se lo destina a la tierra de nadie. Esto también sucede cuando hay un seguro de desempleo. Por eso no es una solución. 
Una sociedad en la que haya posibilidades de trabajo, acceso a formas de educación variadas, posibilidades de discrepar. A eso yo lo llamo una sociedad mejor, y no "hombre libre y autogestionario". El hombre nunca es libre, siempre está sujeto a algo. La libertad que no se conforma como un espacio conquistado es igual a aburrimiento. Por eso, la única libertad que vale es la que resiste.
Autogestionario no es nada. Existe el poder. Es absurdo soñar con una sociedad sin poderes, pero no lo es con una sociedad con poderes suficientemente fragmentados para que la opresión no sea asfixiante. Por eso no hablo de hombres libres sino de sociedades mejores.
Si este cambio no se produce, si esto no sucede, el país ya no será; sin futuro será pasado. La última imagen del naufragio no será la de un señor en una cama flotando en aguas costeras; será menos cursi y más neo-rrealista: se verá a unos desconocidos de siempre alrededor de una mesa redonda, discutiendo la posmodernidad. Nuestra última imagen será la de un panel de escritores y críticos flotando en Chascomús, posiblemente.























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