"Difunden un discurso inteligente, sutil, desesperanzado,
elegante y, sobre todo, resignado.
Han entrado en la edad de la razón".
elegante y, sobre todo, resignado.
Han entrado en la edad de la razón".
Casi al final de la. charla va a contar que hubo un tiempo en que no supo quién era, quién había sido. Qué cosas había amado, buscado, elegido. Eran los años de la caza del hombre, de la locura en las calles, del miedo en las casas, de los gritos en la noche, de las sirenas aullando. José Pablo Feinmann dirá que empezó a escribir sin entender demasiado qué andaba buscando. Después sabría que era a él, al hombre que se había quedado sin memoria y sin voz. Y también a los otros, los que estaban o ya no estaban más.
Dos novelas —Últimos días de la víctima, 1979 y Ni el tiro final, 1982— lo ayudaron a encontrarse, a exorcizar terrores, a recuperar una identidad borrada por los salvajismos del poder. Le permitieron, también, meterse en los pliegues de una época oscura. Hablar del Apocalipsis sin nombrarlo. La literatura lo salvó, dice ahora. Será por eso que le cuesta definirse como filósofo (aunque por algún lado debe andar su licenciatura) y prefiere, en cambio, sacar a relucir su condición de escritor. En verdad ejerce ambos oficios —el del pensamiento y el de la ficción— y a veces, casi siempre, se le mezclan. Sobre todo en El ejército de ceniza, un abordaje, en clave, de ciertas alucinaciones —y renegaciones— del presente.
A contrapelo de las nuevas corrientes de filósofos argentinos que se han puesto a tono con el quietismo posmoderno, Feinmann opone la esperanza ("que no es lo mismo que la ilusión") a cualquier intento de congelar la historia. De eso se ocupa su ensayo Filosofía y Nación, un desafío a quienes proponen concepciones beatíficas y miradas reconciliadoras.
Resulta extraño, para algunos, que este egresado de Filosofía haya estado siempre ligado al peronismo, una elección poco frecuente entre sus pares. Tampoco resultan habituales sus opiniones en el terreno intelectual, sobre todo en una época atravesada, como él define, por "la tentación de la impotencia"
—¿Qué significa pensar desde la filosofía en un país como la Argentina?
—Yo diría más bien ¿qué significa pensar en la Argentina? Creo que el pensamiento implica, ante todo, una ruptura con el orden de lo dado, con la realidad como está dada en el modo de la inmediatez. Hay un momento en que el sujeto se pregunta: ¿qué es esto?, ¿cuál es mi lugar en el mundo?, ¿en qué sociedad estoy inmerso? Y más allá puede llegar a preguntarse si esa sociedad es justa o injusta, si es transformable o no. En este sentido, el pensamiento es una toma de conciencia. No en vano la derecha siempre sostiene como filosofía al positivismo, en todas y en cada una de sus variantes, aggiornadas o no. El positivismo es la exaltación de lo dado, de lo real, la exaltación de los hechos.
—Los hechos mandan.
—No sólo mandan: son la realidad, la verdad. Creo que esto es profundamente peligroso. La conciencia de sí es la ruptura con este sistema de pensamiento que exalta lo fáctico en el sentido de lo inmediatamente real. Pensar significa siempre un distanciamiento frente a lo real, un dominio del sujeto sobre su propia conciencia. Hay una frase de Marx en El Capital, que nunca ha sido decididamente desarrollada por los marxistas y que, sintetizada, diría lo siguente: "El sistema capitalista de producción siempre reproduce al sistema capitalista de producción". Esto quiere decir que los hechos, librados a su propia suerte, siempre se reproducen a sí mismos. Un obrero no es revolucionario por ser un obrero: lo es cuando toma conciencia de su situación. En ese sentido, la conciencia es siempre revolucionaria. Y pensar sigue siendo peligroso.
—¿Hay alguna nueva corriente filosófica, en la Argentina, que esté pensando la realidad, en un sentido diferente al de la toma de conciencia?
—Hay corrientes nuevas desde el momento en que las hay en los países hegemónicos del saber. No es ninguna novedad que los filósofos en la Argentina repiten, de segunda mano, ideologías ya elaboradas en los países centrales. Esto puede sonar muy de los años '70, puede sonar al Hernández Arregui de Imperialismo y cultura, pero no por eso deja de ser verdad.
—¿Qué ideas "de segunda mano" están reflejando hoy los filósofos argentinos?
—Acá se ha puesto de moda reflexionar sobre la posmodernidad. Pero de pronto llega una revista europea en la cual el filósofo francés Jean FranÇois Lyotard, uno de los primeros que pensó la posmodernidad, dice que ésta terminó. En la Argentina, en cambio, está en pleno auge. Hay incluso lugares que se bautizan como "Rincón posmoderno'', por ejemplo, y resulta que en Europa, el fenómeno ya no existe. ;
—Siempre llegamos tarde
—Llegamos tarde porque no tenemos un pensamiento autónomo. Creo que la crisis de la modernidad es real; pero tenemos que asumirla desde nuestra propia experiencia. Nosotros también sufrimos una crisis de los grandes relatos, como en Europa. Las utopías han entrado en crisis en la Argentina, pero es porque durante mucho tiempo creímos y elaboramos fervientemente utopías y nos jugamos la vida por eso, y muchos la perdieron. En consecuencia, nosotros atravesamos, en estos momentos, una etapa que yo calificaría como demonización de los años '70.
—¿Cuáles son los signos de esta demonización?
—El intelectual vive con culpa. Y no sólo él. También muchos militantes que han dejado de militar y se han entregado, digamos, al triunfo en la vida. Se vive con culpa la militancia de los años '70. Es como si las luchas de los '70 significaran el error absoluto. Y del error absoluto, la única consecuencia que se puede sacar es la inacción absoluta. Hemos pasado de "el que no milita es un idiota", como se decía en la década del setenta, a "el que milita está fuera de moda", como se dice hoy en día. Incluso hay palabras que han quedado desprestigiadas. Imperialismo, dependencia, socialismo, revolución. Ya nadie habla de eso.
—¿No se habla de eso porque no se habla en Europa o porque hubo una derrota? —Esta es una crisis nuestra, que puede confluir con una crisis europea, con el fracaso del Mayo francés, con la pérdida de ciertas ilusiones dentro de la sociedad europea y con el surgimiento de la socialdemocracia como freno lúcido de la historia. Pero lo que pasa acá es una consecuencia directa de la derrota, y del modo en que se la ha reflexionado, en que se la ha asumido. Se podría pensar que a partir de haber sido derrotados hemos ganado en experiencia y, por tanto, somos más aptos para actuar políticamente que en 1973. Sin embargo, la traducción no ha sido ésta, sito: "hemos cometido el gran error; la militancia conduce al fracaso; los valores que nos movilizaron no sirven más".
—¿De qué modo empalma el fenómeno argentino, signado por las carencias del subdesarrollo, con la crisis de la modernidad y la derechización ideológica en los países europeos?
—La modernidad es la época en la que se construyen los grandes relatos de la historia, básicamente lo que llamamos las filosofías de la historia. En el siglo XVIII, surge la Filosofía de la Ilustración, que postula que la razón humana es capaz de transformar la historia; luego irrumpe el gran relato del idealismo alemán que plantea que la historia, por sí misma, va progresando hacia valores cada vez más altos de racionalidad. Finalmente, hace su aparición el gran relato del marxismo; que tiene el poderoso aderezo de su contenido místico y religioso; hay una clase redentora de la sociedad que va a establecer el reino de la justicia en este sentido. Es decir, se descarga sobre las espaldas del proletariado la enorme responsabilidad de la salvación histórica. Es el nuevo Mesías que va a producir lo que Marx llama, en el Manifiesto comunista, la sociedad sin clases. El fuerte contenido mesiánico y utópico del marxismo es justamente, lo que logra potenciarlo. Todo eso ha entrado en crisis. Y es razonable que haya entrado en crisis.
—Hay como un proceso de demolición allí.
—Sí. La secuencia es ésta: la Filosofía de la Ilustración es destrozada por el idealismo alemán y el idealismo alemán es superado por el marxismo como filosofía de transformación de la historia. Cuando aparecen los denominados "nuevos filósofos" en Francia (con André Glucksmann y Henry Lévy hablando por televisión y manejándose casi como políticos argentinos de nuestra cotidianeidad) lo primero que hacen es intentar destruir ciertos postulados de Sartre. El autor de Crítica de la Razón Dialéctica había planteado que "El marxismo es la filosofía de nuestro tiempo porque no han sido superadas las condiciones históricas que le dieron origen". Los nuevos filósofos dicen precisamente lo contrario: que las condiciones históricas han cambiado y que, por lo tanto, el marxismo ya no puede ser la filosofía de este tiempo. Surgen entonces todas estas teorías del capitalismo terciario, de la robotización, del posmodernismo, de la tercera ola.
—Pero las clases sociales, eje de la fundamentación de Marx, siguen existiendo. —Las clases sigen existiendo. La marginación, la explotación y la injusticia siguen existiendo. Y básicamente siguen existiendo el imperialismo, la dependencia y la deuda externa. Aunque no tengamos una teoría de la dependencia, la deuda externa es una mostración grosera de su existencia. El que no lo ve es porque no lo quiere ver, o porque sofisticadamente lo quiere negar. Ahí es donde aparece la teoría del posibilismo, que tanto seduce a los nuevos popes de la filosofía y de las ciencias sociales.
—Hoy, los detractores de las utopías afirman que el desarrollo tecnológico logrará que se borren, paulatinamente, los desniveles entre países económicamente poderosos y países pobres. ¿No se trata de una nueva utopía?
—Es la utopía del capitalismo robotizado, de la modernización. El imperialismo, como etapa superior del capitalismo, ha desaparecido, dicen. La
utopía que nos quieren vender es que la robotización de la sociedad planetaria va a significar la supresión de las injusticias.
—¿Ese es el relato que se está armando ahora?
—Precisamente. Y quien lo está armando es la derecha liberal tecnológica, que también tiene su expresión, en la Argentina, con la UCeDé. Ahora bien, hay otra utopia más peligrosa, ligada también al desarrollo de la tecnología, según la cual el sujeto revolucionario que había descubierto Marx en la sociedad capitalista ha desaparecido. Los obreros ya no existen, dicen. En la Toyota, los autos los hacen los robots. Es cierto, pero yo no creo que la revolución se vaya a hacer en la Toyota. Lo que sé es que en mi país no hay robots, ni se puede siquiera comprar un auto. Nosotros no nos vamos a modernizar ni vamos a entrar en el capitalismo terciario, porque la modernización requiere, esencialmente, el atraso de unos países en beneficio del adelanto de los otros, Nosotros somos deudores, nosotros les pagamos su robotización, y si en la Toyota, hoy en día, los autos los hacen los robots es porque en el Cono Sur los chicos se mueren de hambre. Es así de simple. Les guste o no a los posmodernos, suene salvaje o de los años '70. Yo creo en esto, y es lo que me diferencia de los filósofos posmodernos.
—De todos modos, coincide con ellos en que la modernidad está en crisis.
— Sí, pero mis conclusiones son distintas. Creo que, efectivamente, las filosofías de la historia están en crisis, pero también creo que siguen existiendo los países deudores y los acreedores. Nosotros somos un país pobre y eso nos marca ontológicamente, define nuestro ser en el mundo, si queremos decirlo como Heidegger. Todo niño argentino que hace, nace debiendo, y esto es un condicionamiento de clase, de tipo de país. El que escamotea esto está mintiendo. Sería erróneo volver a creer en una filosofía de la historia tal como se planteaba en los '70, cuando pensábamos que las estructuras injustas del capitalismo iban a provocar crisis de creciente irresolubilidad y que eso, unido a la toma de conciencia de los sectores populares, iba a derivar, inevitablemente, hacia una resolución favorable en el sentido de la justicia social. Yo ya no creo en eso. Pero me diferencio de los posmodernos en que, si bien ya no pienso, como en los '70, que la historia está jugando de nuestro lado, no por eso deduzco que la lucha terminó, para decirlo con una consigna de base, ni que la posibilidad de generar un nuevo relato de la historia terminó.
—Si nuestra condición de país atrasado es funcional a las necesidades de los países desarrollados, ¿qué papel juegan, entonces, en la Argentina, los ideólogos de la posmodernidad?
—Yo creo que intentan demostrarnos que vivimos en una época póstuma, una época muerta en la cual la esperanza ha dejado de existir. Este tipo de pensamiento sirve, en definitiva, a los planteos de la derecha porque, ante todo, tiende a inmovilizar la historia.
—Quienes teorizan sobre la crisis de los grandes relatos, particularmente ciertos epígonos de Foucault, sostienen que la gente ya no cree en los discursos utópicos porque no dan respuesta a las situaciones coyunturales, a las necesidades y problemas cotidianos. ¿Cuál es su visión?
—Hay que definir primero qué es la utopía, para contestar adecuadamente a eso. La utopía es la necesariedad de visualizar una posibilidad, un proyecto, un futuro. Es imposible descubrir una injusticia presente si uno no parte desde cierta visión del futuro. La ruptura con lo inmediato, con lo dado, siempre se produce cuando hay un alejamiento, cuando uno se dispara hacia adelante. Uno tiene que partir de una cierta idea de lo justo, para descubrir lo injusto. Es desde una sociedad mejor que uno regresa a esta sociedad actual y descubre sus carencias, sus insuficiencias. Lo que falta siempre se descubre desde una deseable completitud en el futuro. El pez no sabe que vive en el agua. Esto es decisivo. Es decir, la utopía es necesaria porque el pez no sabe que vive en el agua. Tiene que salir del agua para darse cuenta si le gusta o no vivir en el agua. Creo que la metáfora describe muy bien la situación.
—En uno de sus artículos, usted escribió que ésta es la época de la sensatez histórica. ¿Significa eso que hemos entrado en la "edad de la razón", en el sentido sartreano del concepto?
—Hoy existe una gran tentación a entrar en la edad de la razón. En un sentido lo acepto y en otro no. Hemos ingresado en una saludable edad de la razón porque nos han golpeado mucho, nos ha ido muy mal, y hemos aprendido de nuestro fracaso. Cuando uno transita la historia y aprende, crece su coeficiente racional. No sólo nosotros, los de más de 40 años, hemos aprendido. Creo que un pibe de 20 años también aprendió, porque ha atravesado la misma sociedad, aunque en otra etapa de su vida. Por ejemplo, yo tengo una hija de 16 años y otra de 13 que, cuando eran chiquitas, dibujaban soldados. Yo no les contaba lo que estaba pasando, pero ellas, en el '77 o el '78, dibujaban constantemente soldados. Esto es clarísimo. No es generacional. Los jóvenes han vivido el terror como lo vivimos nosotros. En consecuencia, han aprendido también. A eso le llamo yo ingresar a una saludable edad de la razón . El peligro es transformar eso en la edad del escepticismo.
—¿Eso es lo que está pasando actualmente?
—Ni más ni menos. Lo que pasa hoy con los intelectuales es que sufren la tentación de la edad de la razón, la tentación de la impotencia. Eso significa refugiarse en la condición de intelectual, hacer de la intelectualidad una corporación más, dedicarse a la carrera de intelectual, conseguir becas, trabajar en los institutos de las multinacionales, ser subsidiario del Estado, difundir un discurso inteligente, sutil, desesperanzado, elegante. Ese discurso tiene prestigio hoy en la Argentina.
—Es el discurso de la resignación.
—Exacto. Todo eso puede englobarse en lo que yo llamo la ideología de la resignación que es la que sustentan los filósofos posmodernos. Creo que algunas cosas que ellos señalan son verdaderas, pero sus conclusiones son profundamente reaccionarias y pertenecen al orden de la nueva derecha francesa y al de la socialdemocracia europea. Yo diría que la socialdemocracia europea, más que la tentación de la impotencia, es su realización. ¿Qué quieren, en definitiva, los filósofos de la posmodernidad? Una sociedad racional, ordenada, organizada y, sobre todo, controlada. Son muy educados, son muy bien pensantes. Creen que ha llegado el momento de que la Argentina eluda sus dos grandes tentaciones: la del populismo redentorista, clasista y revolucionario, o la tentación del fundamentalismo castrense. Esto es lo que podría llamarse la posdemocracia.
—¿Cuáles son los referentes políticos más importantes de esta posdemocracia?
—Está encarnada por el peronismo renovador y por los gabinetes ideológicos del alfonsinismo, como el conocido "grupo Esmeralda". Se presenta como un proyecto moderno, eficiente, capaz de mantener bajo control tanto a los militares fundamentalistas como a la clase obrera y a los revolucionarios. Este proyecto cuenta con el respaldo clave de Estados Unidos, que no confía en los carapintada, pero sí en el bipartidismo radical—peronista, capaz de dar una fachada; pluralista a la sociedad argentina. En la Argentina se está congelando la historia como se la ha congelado en México. Desde el radicalismo y el peronismo renovador se hace la parodia del pluralismo político y se construye la fachada de una sociedad democrática que contiene en vigencia todas sus estructuras injustas. No va a matar, no va a torturar, no va a hacer desaparecer gente. Pero el hambre y la injusticia van a seguir existiendo. Esa es la posdemocracia. Mientras tanto, hay muchos intelectuales que dicen: "Esto es lo único posible. Cuidémoslo".
—Ese discurso resignado ¿no está reflejando una tendencia dentro de la sociedad?
—Sí, por cierto. Y la explicación de la parálisis colectiva es el terror, el genocidio, los 30.000 desaparecidos. "No voy a hacer nunca más nada, porque ya sé cuál es el precio: perder la vida". Este es uno de los razonamientos vigentes en nuestra sociedad. La gran derrota, unida a la gran represión, han llevado a un inmovilismo histórico. Los argentinos, además de cargar con todos los miedos inherentes a la condición humana — fundamentalmente el miedo a morir—, cargamos con el miedo a morir violentamente, con el miedo al monstruo que late todavía en las entrañas de nuestra sociedad. Todos nosotros decimos, a veces, frases terribles. Por ejemplo: "En la próxima no se salva nadie". O "si hay otro golpe no llegamos a Ezeiza". Eso es parte de nuestra experiencia desgarrada.
—¿Usted no se exilió durante la dictadura?
—No. Creo que estaba loco, y por eso no me exilié. Tendría que haberlo hecho. En lugar de eso, me dediqué a escribir. Y publiqué dos novelas: Últimos días de la víctima, en 1979, y Ni el tiro del final, en el '82. Eran dos policiales negras.
—¿Por qué eligió ese género?
—Porque tiene como esencia al crimen, y eso me permitía metaforizar la represión. En la historia argentina de los años de terror también la esencia era el crimen. Escribir en 1979, Últimos días de la víctima fue lo máximo que yo me atreví a hacer. El protagonista, Raúl Mendizábal, es un asesino, alguien que vive para matar. En Ni el tiro del final, uno de los personajes dice: "La historia se ha transformado en delincuencia". Eso había pasado exactamente en el país. Y ésa era la metáfora que yo intentaba construir.
—¿Qué significó para usted escribir esas novelas?
—Me permitió sentirme mejor, superar la parálisis del terror. La destrucción había sido tan profunda que yo no sabía quién era en el '76. Me sentía totalmente confundido sobre mi formación, mis orígenes. Me recuerdo releyendo un libro de Lukács y viendo todo lo que yo había marcado y anotado allí, sin saber para qué había hecho eso, por qué había marcado los párrafos. No entendía siquiera por qué había leído ese libro. Eso me pasaba en el '76.
—¿Era como una pérdida de identidad?
—Una pérdida absoluta de identidad. Veía los libros de mi biblioteca y no sabía por qué los había leído, ni qué me había conmovido. Cuando en el '79 empiezo Últimos días de la víctima, vuelvo a asumirme como escritor. Y la escritura me rescata de la desesperación. De esa novela en clave, después se hizo una película, que dirigió Adolfo Aristarain, que tiene un coraje a toda prueba. Los méritos más osados de ese film le corresponden a él. "Ustedes tienen lo que tienen por haber matado, y para conservarlo tienen que seguir matando", dice el personaje de Últimos días de la víctima. Cuando yo veo la película hoy en día no lo puedo creer.
—¿Usted se define políticamente como peronista?
—Decir "soy peronista" en estos tiempos no significa nada. El peronismo no es un referente unívoco. Nunca lo ha sido, pero cuando estaba Perón parecía que lo era. Yo no reposo hoy en una ideología. Más bien estoy transitando una etapa de apertura. Me siento cercano emocionalmente al peronismo, porque allí está mi historia, mi vida. Tengo muchos años puestos allí. Y pasionalmente puestos. Así que no puedo renegar de eso, porque sería renegar de una parte esencial de mi identidad.
—Se suele decir que es contradictorio que haya filósofos peronistas, como si pensar la realidad desde un lugar tan complejo obnubilara la capacidad de reflexión, como si ser peronista y ser filósofo fueran, en fin, cosas incompatibles.
— Bueno, pero ésos son viejos prejuicios de la época de "Alpargatas sí, libros no". Cosas de gorilas nostálgicos.
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