La preocupación por la relación entre las poblaciones humanas, la cultura y el medio ambiente están presentes en antropología cuando menos desde Boas y Kroeber, pero ya en el campo de la antropología económica la obra de Steward (1946, 1955, 1956, 1959) da lugar a la ecología cultural e influye en las notabilísimas contribuciones de sus alumnos Mintz (1956, 1985), Wolf (1955, 1957, 1971) y Service (1966). La propuesta neoevolucionista de Steward y su valiosa descripción del papel de las actividades relacionadas con la subsistencia como núcleo a partir del cual se producía la adaptación con el entorno, influyeron en toda una línea de investigaciones interesadas en explorar las relaciones entre cultura y ecosistema y, específicamente, en sus mecanismos de regulación y mantenimiento: Vayda (1961), Rappaport (1968), con la correspondiente crítica de Bennet (1976) realizan las contribuciones más significativas. A estos estudios cabe añadir los trabajos de, entre otros, Lee (1966, 1979) y Silberbauer (1981) con cazadores-recolectores, Dyson Hudson (1969) con pastores y Stauder (1971) con agricultores, estudios dirigidos a explorar los mecanismos de adaptación al medio de grupos humanos. El materialismo cultural de Harris (1968, 1979, 1985), aunque traspasa ampliamente los límites de la antropología económica, también puede incluirse aquí, así como las discusiones en torno a las implicaciones de la falta de proteínas para la cultura de yanomami y aztecas (Chagnon, 1977 y Harner, 1977, respectivamente). En España, el interés por estudiar las poblaciones campesinos en relación con su entorno y la ecología en general se manifiesta en los trabajos de Valdés (1976, 1977) y Martínez Veiga (1978, 1985).
Como caso extremo de esta tendencia cabe citar los más recientes estudios catalogados de “ecología humana” (Morán, 1990; Marten, 2001), así como los que exploran el concepto de “flexibilidad” (resilience) de los ecosistemas (Berkes y Folke, 1998), esto es, la presión que éstos pueden soportar sin cambiar su estado. Estas contribuciones estudian la acción de instituciones sociales y del conocimiento local en relación con el medio ambiente, pero sólo en tanto que sirven a proyectos de gestión ambiental o de “desarrollo sostenible”.
Una segunda línea que parte de Steward y que se beneficia de las contribuciones de Wittfogel (1957) y Gordon V. Childe (1936) investiga los orígenes de los estados prístinos, las relaciones entre presión demográfica, productividad agrícola y evolución sociopolítica. ¿Qué densidad de población máxima (carrying capacity) admite un medio con una técnica agrícola dada? ¿Qué relación existe entre el tamaño y la densidad de población, las técnicas agrícolas, las características del medio y el desarrollo de sistemas políticos centralizados? Estas preguntas orientan una corriente de investigación con puntos en común con la antropología política y la arqueología. Sin pretender agotar la lista de autores podemos citar los trabajos de Carneiro (1979, 2000), Palerm (1999), Carrasco (1980) y la economista Boserup (1965), además de los más generales sobre el origen del estado de Service (1975) y Fried (1967).
En tercer lugar, podemos citar la obra de Geertz, Agricultural Involution (1963),un análisis de la evolución de los sistemas agrícolas en Java, que se caracteriza por combinar la óptica de la ecología cultural y la preocupación por los temas de “desarrollo”. En este trabajo, Geertz pone a prueba la hipótesis del núcleo cultural de Steward y concluye que la evolución de los dos sistemas agrícolas existentes (intensivo y de tala y quema) no puede entenderse sin atender a la historia colonial y sus instituciones, cuyos efectos perduran después de la independencia. Su énfasis en la influencia del sistema político en el ecológico, esto es, que las instituciones políticas coloniales influyen en la “involución” de la agricultura tradicional, que se vuelve más compleja y profundiza en sus instituciones para soportar a una población creciente, le hace uno de los precursores de la “ecología política” avant la lettre (Comas, 1998; Bedoya, 2000). El trabajo de Geertz representa una continuación de la tesis de la economía dual de Boeke (1942, 1946), según la cual en las colonias coexisten dos sistemas estancos: el capitalista, importado de Occidente y para el cual es posible aplicar los principios de la economía neoclásica, y el precapitalista, en el cual la economía está subordinada a la religión, la ética y la tradición. Con la excepción de los empleados del estado y los nativos intermediarios, ambos mundos se ignoran mutuamente. Aunque Geertz subraya más que Boeke la influencia colonial, ambos estudios representan una crítica al mismo concepto de “desarrollo”, según el cual es posible una gradual evolución hacia economías capitalistas. La crítica del concepto de “desarrollo” (Baran, 1957; Frank, 1966; Amin, 1976; ) será expuesta más adelante.
Por último, mencionaremos dos líneas de investigación más en este apartado atravesado por el eje de la ecología: la antropología de los desastres y la etnoecología.
La antropología de los desastres puede considerarse dentro del campo de la ecología política (Oliver-Smith 1999:29), como un proceso de adaptación de una población a una exigencia ambiental, crítica en este caso. Los desastres tienen lugar en el seno de sociedades, no en la “naturaleza”; aunque estén ocasionados por fuerzas naturales, sus efectos son fruto de las estructuras sociales, económicas y culturales preexistentes. Con el desastre, se manifiestan los procesos fundamentales que conforman la sociedad, un campo ya explorado por Firth en Social Change in Tikopia (1959), con ocasión de la hambruna provocada por un ciclón.
Etnoecología (“etnociencia”, “nueva etnografía” “etnosemántica”), por su parte, consiste en la perspectiva emic del medio, perspectiva reconstruida a través de taxonomías indígenas. Frake (1961), Conklin (1954), Fowler (1967), entre otros, exploran este conocimiento indígena del medio, con el convencimiento que el análisis formal de la terminología de una cultura representaba una aproximación a su “núcleo”. La crítica de Harris (1968) a Goodenough en torno a las perspectivas emic y etic se extiende a la etnoecología, también tildada de “idealista”. La etnoecología ha contribuido a desarrollar metodologías útiles para el trabajo con informantes y la sistematización de “dominios de significado” culturalmente determinados (Romney et. al., 1986).
Como hemos visto someramente, la influencia del modelo ecológico ha ejercido y sigue ejerciendo una profunda influencia en trabajos que pueden considerarse que pertenecen al campo de la antropología económica.
Como caso extremo de esta tendencia cabe citar los más recientes estudios catalogados de “ecología humana” (Morán, 1990; Marten, 2001), así como los que exploran el concepto de “flexibilidad” (resilience) de los ecosistemas (Berkes y Folke, 1998), esto es, la presión que éstos pueden soportar sin cambiar su estado. Estas contribuciones estudian la acción de instituciones sociales y del conocimiento local en relación con el medio ambiente, pero sólo en tanto que sirven a proyectos de gestión ambiental o de “desarrollo sostenible”.
Una segunda línea que parte de Steward y que se beneficia de las contribuciones de Wittfogel (1957) y Gordon V. Childe (1936) investiga los orígenes de los estados prístinos, las relaciones entre presión demográfica, productividad agrícola y evolución sociopolítica. ¿Qué densidad de población máxima (carrying capacity) admite un medio con una técnica agrícola dada? ¿Qué relación existe entre el tamaño y la densidad de población, las técnicas agrícolas, las características del medio y el desarrollo de sistemas políticos centralizados? Estas preguntas orientan una corriente de investigación con puntos en común con la antropología política y la arqueología. Sin pretender agotar la lista de autores podemos citar los trabajos de Carneiro (1979, 2000), Palerm (1999), Carrasco (1980) y la economista Boserup (1965), además de los más generales sobre el origen del estado de Service (1975) y Fried (1967).
En tercer lugar, podemos citar la obra de Geertz, Agricultural Involution (1963),un análisis de la evolución de los sistemas agrícolas en Java, que se caracteriza por combinar la óptica de la ecología cultural y la preocupación por los temas de “desarrollo”. En este trabajo, Geertz pone a prueba la hipótesis del núcleo cultural de Steward y concluye que la evolución de los dos sistemas agrícolas existentes (intensivo y de tala y quema) no puede entenderse sin atender a la historia colonial y sus instituciones, cuyos efectos perduran después de la independencia. Su énfasis en la influencia del sistema político en el ecológico, esto es, que las instituciones políticas coloniales influyen en la “involución” de la agricultura tradicional, que se vuelve más compleja y profundiza en sus instituciones para soportar a una población creciente, le hace uno de los precursores de la “ecología política” avant la lettre (Comas, 1998; Bedoya, 2000). El trabajo de Geertz representa una continuación de la tesis de la economía dual de Boeke (1942, 1946), según la cual en las colonias coexisten dos sistemas estancos: el capitalista, importado de Occidente y para el cual es posible aplicar los principios de la economía neoclásica, y el precapitalista, en el cual la economía está subordinada a la religión, la ética y la tradición. Con la excepción de los empleados del estado y los nativos intermediarios, ambos mundos se ignoran mutuamente. Aunque Geertz subraya más que Boeke la influencia colonial, ambos estudios representan una crítica al mismo concepto de “desarrollo”, según el cual es posible una gradual evolución hacia economías capitalistas. La crítica del concepto de “desarrollo” (Baran, 1957; Frank, 1966; Amin, 1976; ) será expuesta más adelante.
Por último, mencionaremos dos líneas de investigación más en este apartado atravesado por el eje de la ecología: la antropología de los desastres y la etnoecología.
La antropología de los desastres puede considerarse dentro del campo de la ecología política (Oliver-Smith 1999:29), como un proceso de adaptación de una población a una exigencia ambiental, crítica en este caso. Los desastres tienen lugar en el seno de sociedades, no en la “naturaleza”; aunque estén ocasionados por fuerzas naturales, sus efectos son fruto de las estructuras sociales, económicas y culturales preexistentes. Con el desastre, se manifiestan los procesos fundamentales que conforman la sociedad, un campo ya explorado por Firth en Social Change in Tikopia (1959), con ocasión de la hambruna provocada por un ciclón.
Etnoecología (“etnociencia”, “nueva etnografía” “etnosemántica”), por su parte, consiste en la perspectiva emic del medio, perspectiva reconstruida a través de taxonomías indígenas. Frake (1961), Conklin (1954), Fowler (1967), entre otros, exploran este conocimiento indígena del medio, con el convencimiento que el análisis formal de la terminología de una cultura representaba una aproximación a su “núcleo”. La crítica de Harris (1968) a Goodenough en torno a las perspectivas emic y etic se extiende a la etnoecología, también tildada de “idealista”. La etnoecología ha contribuido a desarrollar metodologías útiles para el trabajo con informantes y la sistematización de “dominios de significado” culturalmente determinados (Romney et. al., 1986).
Como hemos visto someramente, la influencia del modelo ecológico ha ejercido y sigue ejerciendo una profunda influencia en trabajos que pueden considerarse que pertenecen al campo de la antropología económica.
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