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sábado, 19 de diciembre de 2009

ECOLOGIA HUMANA CRISIS ECOLOGICA DE LA INTERPERSONALIDAD


Quinta Parte
Crisis ecológica de la interpersonalidad


Desastre cultural

Existe una asombrosa similitud entre los desastres de los ecosistemas naturales y el que podríannos llamar desastre cultural del mundo contemporáneo. Un desastre ecológico se caracteriza básicamente por la convergencia de dos factores: ruptura de las cadenas de interdependencia y aplastamiento de las singularidades. Ambos actúan como factores recíprocos y conexos, pues el desencadenamiento de uno de ellos lleva inevitablemente a la aparición del otro.

Destruimos las cadenas de interdependencia cuando envenenamos las aguas o hacemos imposible la articulación de las cadenas tróficas. El conocido caso de envenenamiento de las aguas y la atmosfera con derivados del DDT es bastante diciente al respecto. Destruimos las singularidades cuando arrasamos bosques para integrar una especie animal o vegetal a la dinámica de mercado, o cuando fomentamos el monocultivo, típico ecosistema artificial humano. Por ser un conjunto de diferencias que interdependen, el ecosistema sufre cuando cualquiera de estas dos coordenadas básicas es bloqueada. El sufrimiento se expresa en pérdida de su capacidad inmunológica, mostrándose cada vez más vulnerable a todo tipo de enemigos exteriores, o en estrés biológico que altera la capacidad de supervivencia de las especies.

Las defensas del ecosistema se construyen de manera colectiva por la confluencia de las diferencias, al igual que las cadenas tróficas sólo logran articularse y generar sistemas económicos de manejo de insumos y nutrientes a partir de la integración de un conjunto cada vez mayor de seres singulares. Es imposible establecer cadenas sólidas de interdependencia entre seres similares. Cuando esto se logra, como en el caso de un monocultivo o una red de computadores, lo que tenemos son dispositivos seriales incapaces de autorregularse sin la intervención permanente del control humano.

El milagro de la Amazonia, un ecosistema que alberga la mayor biodiversidad del planeta no obstante extenderse sobre un suelo con una capa vegetal bastante pobre, radica precisamente en que logra su estabilidad a partir de la diversidad de especies singulares que en él concurren. Cualquier ecosistema artificial humano —una plantación de algodón o café, por ejemplo—, necesita cientos y miles de veces más aportes energéticos y cuidados suplementarios, no obstante ocupar terrenos mucho más ricos que el de la pluviselva tropical. Sin embargo, aunque un ecosistema natural exhibe por sí mismo virtudes envidiables en lo relacionado con su estabilidad y capacidad autorregulativa, es bastante pobre al momento de articularse a dinámicas de mercado donde lo que prima es el afán de acumulación y la productividad a ultranza.

Es precisamente este afán de productividad el gran responsable de la crisis ecológica, tanto en las especies vegetales y animales como en la dinámica interhumana. Porque lo mismo que sucede con los cultivos y los bosques, acontece también en la cultura. Si por un lado se destruyen cadenas de interdependencia y se aplastan singularidades a fin de articular algunas especies y variedades a la dinámica del mercado, convirtiéndolas de esta manera en mercancías ubicuas, por el otro se destruyen cadenas de interdependencia y redes sociales para producir un consumidor masificado y desarraigado, que encuentra ahora su identidad y pertenencia en el acto de concurrir al mercado.

Todos sabemos que el peor enemigo del desarrollo capitalista son estas comunidades tradicionales donde las relaciones sociales siguen siendo mediadas por patrones culturales extraños al consumismo. Destruirlas, generando masas de migrantes que engrosan la dinámica masificadora de las grandes ciudades, es condición indispensable para que se articule un mercado incentivador de las dinámicas capitalistas.


Crisis ecológica y consumismo

Desde hace cinco siglos la cultura occidental viene en proceso creciente y acelerado de constitución de un mercado mundial, que llega a su fase culminante en las últimas décadas. Ha sido en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial cuando el consumismo se ha implantado como práctica cultural predominante, mediante la cual obtenemos identidad y sentido de pertenencia por el acto de comprar los objetos que se nos ofrecen en el mercado.

Para que esto suceda, es preciso contar con masas desarraigadas, incapaces de encontrar reciprocidad en sus relaciones interpersonales por mecanismos diferentes a los del consumo. Todos concurrimos a los almacenes y supermercados a comprar individualmente —aunque perdidos en la masa—, aquellos objetos que nos ha vendido la publicidad con mensajes incitantes que exaltan nuestra imaginación, haciéndonos sentir seres especiales porque usamos ropa o zapatos de cierta marca, o porque nos movilizamos en un coche de ciertas características. Toda la publicidad está orientada a reforzar este tipo de dispositivo psicológico que genera identidad y sentido de pertenencia, al entrar el individuo en el mundo ágil y gratificante que nos ofrece un jabón, una bebida o el acceso a determinado servicio. Comprando objetos genéricos, cada uno cree realizar su singularidad, cuando lo único que logra es perpetuar los mecanismos de homogeneización que son propios de las democracias de masas del capitalismo contemporáneo.

La homogeneización y señalización son necesarias para que los grandes monopolios puedan asegurar un campo de visibilidad para la circulación de mercancías. Podríamos decir que actuar serialmente —hacer cola para tomar un bus, pagar impuestos u obtener un título universitario— es una de las habilidades sociales básicas del mundo contemporáneo. Aquellas personas que no logran articularse a los dispositivos fabriles de producción o a los mecanismos empresariales y académicos de generación en serie, se ven expuestas a graves dificultades de adaptación, pudiendo caer en la esfera de la psicosis y la esquizofrenia. Hacer cola es sin lugar a duda una de las características básicas del ciudadano civilizado.

La hipertrofia de comportamientos consumistas y de patrones de conducta desterritorializados se acompaña de un gran analfabetismo afectivo. El sufrimiento propio del ecosistema humano, que padece un desastre cultural, se refleja en los altos niveles de estrés, directamente relacionados con una creciente alexitimia. Es decir, con una incapacidad para leer y expresar las emociones. En medio del bullicio de las grandes urbes, estamos completamente solos e incapaces de establecer relaciones singulares. Nuestras redes de interdependencia son cada vez más exiguas y estrechas. Sólo logramos contactarnos con los otros a través de los dispositivos de producción y consumo de mercancías. El trabajo termina siendo el refugio a nuestra soledad.



Crisis de productividad

Como todo ecosistema, el ecosistema humano es susceptible de contaminarse, causando daño a los seres que en él conviven. No solamente estamos viviendo un deterioro de los ecosistemas naturales, sino que es posible constatar otro tipo de crisis ecológica mucho más crítica y preocupante, cual es aquella que afecta de manera directa al entorno interhumano.

La reflexión ecológica ha mostrado la crisis de un modelo de racionalidad y de apreciación de la realidad que, por estar centrado en la eficiencia y obsesionado por la productividad, termina reduciendo a esquemas empobrecidos la diversidad que espontáneamente se da en la vida. Se ha puesto de manifiesto la importancia de la dependencia mutua en que se encuentran los seres y la forma como se integran al conjunto viviente sin perder su singularidad. La crisis ecológica que amenaza a la humanidad es consecuencia, ante todo, de la disminución de la variabilidad dentro de los ecosistemas y de la obstrucción de los ciclos alimenticios y metabólicos, alterando la mutua dependencia.

Al igual que ha sucedido con la naturaleza, nos encontramos en la sociedad frente a una crisis ecológica de la interpersonalidad. La crisis ecológica contemporánea puede ser resumida en dos grandes ejes problemáticos, a saber: la ruptura de las cadenas de dependencia entre los seres y la negación de la singularidad. Además, hemos perdido masivamente el lenguaje de lo afectivo. Esto ha sucedido por el peso concedido a una razón burocrática que tanto en la escuela como en el trabajo, en la calle como en la familia, se propone moldear nuestros comportamientos según los dictados de la lógica instrumental y operatoria. La homogeneización y la estandarización se convirtieron en valores centrales de la civilización contemporánea. La defensa de la singularidad pasa a segundo plano, a la vez que sistemas tradicionales de dependencia, reconocimiento e intercambio afectivo quedan rotos y heridos de muerte ante el avance de la urbanización y la dinámica de mercado.

Así como para explotar los recursos naturales debemos insensibilizarnos ante los bosques y los ríos, de igual manera, para imponer a los seres humanos una lógica de la explotación, es necesario romper con ellos nuestras relaciones íntimas y afectivas a fin de integrarlos a nuestros proyectos productivos. Proceso que debe repetir de manera indefectible cualquier comunidad que se articule al proceso de modernización, que se levanta como bandera clave de la cultura occidental.

Las prácticas del monocultivo y la serialidad industrial, auténtico nudo gordiano al que convergen todos los desastres ecológicos, también se aplican a la vivencia humana. Al igual que los cultivadores seleccionan una sola variedad o especie para someterla al máximo rendimiento, también se ha querido homogeneizar al ser humano en la fábrica y en la escuela, en el ambiente familiar y en la intimidad. La llamada, por J. M. Idrobo, "contaminación del monocultivo", se ha extendido también a la esfera de la interpersonalidad.

Pero se ha constatado la fragilidad a que se ven expuestos los ecosistemas cuando se reduce la variabilidad en beneficio de la explotación intensiva de una sola especie, seleccionada por ofrecer mejores condiciones de rentabilidad y pingües alternativas de maximización productiva. Los cultivos a gran escala y rotación acelerada revelan su debilidad por carecer de la protección inmunológica que les brinda la variedad, exigiendo insumos muchas veces superiores a los requeridos por los ecosistemas diversificados.

Al ser suplidas tales fallas con la utilización masiva de pesticidas y abonos químicos, se altera la reproducción de los ciclos naturales, rompiéndose en muchos casos las cadenas bióticas y haciéndose mucho más grave la disminución de la diversidad. En el origen de la contaminación está casi siempre la presión del monocultivo. La revolución verde, entendida como la selección de un solo genotipo —a expensas de la variabilidad genética—, permitió que se llegara a poseer genotipos de alto rendimiento, incrementándose a la vez las posibilidades de súbitas catástrofes por el predominio de la homogeneidad, pues sólo la diversidad en el seno de una población permite la aparición de defensas selectivas y diferenciadas. La desaparición de las variedades concurrentes, al igual que la serialidad en la producción industrial, son los efectos más visibles de la entronización del monocultivo como modelo de guerra que se sustenta en la simplificación y homogeneización, en la voluntad de erradicar los conflictos, negar las diferencias y desarrollar instrumentos cada vez más mortíferos y precisos para controlar a los enemigos, sean éstos plagas, bacterias o seres humanos.


Contaminación del ecosistema humano

A diferencia de otros animales que se muestran muy celosos en el cuidado de sus nichos, pues saben instintivamente que de ellos depende su seguridad y supervivencia, los seres humanos descuidamos nuestros nichos afectivos, contaminándolos con todo tipo de presiones y exigencias. En nuestra vivencia afectiva y cultural, esta condición nos coloca en situación de extrema fragilidad.

Es frecuente que al interior del grupo primario y de los dispositivos de socialización, la satisfacción de necesidades de dependencia y la entrega de apoyo afectivo esté condicionada al cumplimiento de ciertos patrones de eficiencia, o al respeto de normas y modelos de conducta férreamente establecidos por los mayores, o, en su defecto, por quien tiene en sus manos la autoridad.

"Te quiero si eres como yo quiero que seas", es la frase en que se concreta este chantaje afectivo, cuyo mensaje puede resumirse en la expresión: "Te doy vida psicológica pero sólo si te sometes a mi autoridad". Esta situación de violencia en la intimidad, que suele presentarse como dulce y necesaria, no necesita recurrir a golpes ni a gritos, pero deja una huella profunda en la estructura psíquica, cual terreno abonado y propicio para la aparición de conductas destructivas tanto en la vida interpersonal como en la relación con la naturaleza.

Otro factor contaminante del medio ambiente Ínter-personal y de los nichos afectivos es la funcionalización de las relaciones, lo cual puede verse claramente en el medio familiar. Si pudiésemos filmar las actitudes de las personas, tanto en su vida social como en su vida íntima, encontraríamos que con gran frecuencia sus gestos son mucho más duros en el hogar que en los lugares de trabajo. Basta con que lleguen a sus casas después de una larga jornada para que frunzan el entrecejo y descarguen sobre las personas cercanas una carga de violencia que contamina y poluciona el ambiente familiar.
Allí, bajo el techo del hogar, priman pseudodiálogos que más parecen una comunicación entre sordos, destinada desde sus comienzos al fracaso. Ejemplo de ello son los padres que insisten a sus hijos para que les cuenten con sinceridad acerca de sus problemas íntimos, mientras con sus gestos asumen una actitud censuradora que cierra cualquier posibilidad de comunicación franca y directa. Tal como si dijeran con sus palabras: "Desnúdate ante mí", pero con sus gestos y su cuerpo enviaran un mensaje simultáneo que les dice: "Cuidado con defraudarme". Doble mensaje que es percibido como una censura o castigo anticipado, por lo que el hijo o el adolescente optan de manera espontánea y defensiva por callar.

No valoramos lo suficiente la importancia de esos gestos o palabras sutiles que poseen el poder casi mágico de abrir o cerrar, en un instante, la comunicación interpersonal. Basta un gesto cualquiera —unos labios que se fruncen, una mirada que se endurece, un rostro que se tensiona—, para que la dinámica interpersonal cambie por completo, iniciándose una reacción de simpatía o, al contrario, una cadena de reproches o un insoportable silencio. Igual puede suceder con un simple carraspeo o una mirada de reojo, que de manera inmediata bloquean la dinámica comunicativa.

Entre personas conocidas, los años de convivencia pueden endurecer la relación, actuando tales gestos como declaratorias de guerra. Un enjambre de emociones se dispara y, de un momento a otro, viejos rencores campean en la escena. Aliada a la memoria corporal, la violencia hace su ingreso sin que nadie, de manera explícita, la haya convocado.


Chantaje afectivo

El chantaje afectivo consiste en imponer al niño, o a los adultos que comparten nuestros nichos afectivos, ciertas pautas de conducta bajo la amenaza de privarlos de nuestro cariño si no las cumplen. De esta manera nos aprovechamos del afecto que el otro nos demanda, para horadar su crecimiento y seguridad.

La dependencia afectiva nos reviste de un poder frente al niño o la persona que se acerca a nosotros para calmar su sed de cariño y contacto. Este poder puede ser utilizado para lograr obediencia, al precio de aplastar la singularidad del otro, quien debe renunciar a sus deseos, emociones y fantasías, que son los emisarios de su singularidad. Es el caso del niño amedrentado por adultos que lo chantajean con el abandono o el retiro del afecto, situación que él vivencia como amenaza de muerte, pues siente que su vida depende de la protección y segundad que le brindan aquellos de cuyo apoyo necesita.

Como el afecto es tan fundamental para el ser humano como el alimento y el oxígeno —pues necesitamos de él con tanta urgencia como del aire que nos rodea—, el chantaje afectivo se configura como una forma de violencia que impide la emergencia de la singularidad humana. El chantaje afectivo es revelador del analfabetismo emocional que padecemos, siendo incapaces de construir nichos afectivos sanos, sin poluciones que provoquen crisis de la ecología humana.

Como el niño depende del adulto, éste se vale de su poder para rechazar violentamente todo cuanto proviene del deseo, la curiosidad, la tendencia al juego y a la exploración erótica del infante. Estos fenómenos afectivos que se generan en el polo fantástico de la conciencia y dan cuenta de la singularidad del niño, son reprimidos y confinados por la violencia del adulto a las mazmorras del inconsciente, quedando aplastado lo que el niño tiene de diferente.

Para destejer la trama de la violencia íntima, es necesario reconocer las diversas situaciones que configuran la práctica del chantaje, provocando una contaminación del nicho afectivo y llevando a situaciones dolorosas. La negación de la reciprocidad afectiva para obtener el asentimiento hacia una norma de conducta afecta tanto al que la provoca como al que la padece. Unos y otros terminan encerrados en un círculo vicioso que poluciona y hace irrespirable el nicho afectivo, cuya capacidad nutricia se marchita, lanzando al ser humano a una búsqueda errática de cariño. Esta búsqueda está condenada desde el comienzo al fracaso, pues termina perpetuando en otros espacios la situación de la que se pretende escapar.

Al igual que un ecosistema muere cuando una singularidad muy fuerte destruye a las demás, pues se queda sin el soporte necesario para establecer cadenas de interdependencia, ningún afecto sano podremos tampoco obtener de una persona a la que hemos arrebatado su singularidad. Ninguna razón es valedera para aplastar al otro su singularidad, menos utilizando el chantaje afectivo. Es necesario aprender a derivar afecto de personas diferentes a nosotros, independientes de nuestros caprichos, de las cuales sin embargo dependemos de manera vital. E igualmente, aprender a cultivar en nosotros mismos y en los demás el gusto por la expresión de la singularidad, pues es ella el origen de la fuerza que necesitamos compartir para enriquecer nuestro ambiente íntimo e interpersonal.


Diálogos funcionales y diálogos lúdicos

A fin de alejarnos de la práctica del chantaje afectivo y de la miseria afectiva en la intimidad, es importante aprender a diferenciar, en el espacio dialógíco, los diálogos funcionales de los diálogos lúdicos, ubicando su frecuencia y proporción al interior del nicho afectivo.

Los primeros son aquellos centrados exclusivamente en criterios de eficiencia, que condicionan nuestra seguridad al sometimiento a normas arbitrarias e impositivas en el terreno de la interpersonalidad. En estos diálogos se usa un lenguaje operativo y están mediados por objetos, tareas o patrones de eficiencia, que impiden el encuentro intersubjetivo de las personas que se sienten por ello cosificadas. En el diálogo funcional siempre hay uno que manda y otro que obedece, configurándose una situación que impide la emergencia de la singularidad, máxime cuando el cumplimiento de la orden se logra recurriendo al chantaje afectivo.

Los diálogos funcionales están orientados a lograr la eficiencia, a imponer una verdad o a afianzar la autoridad. Ellos son necesarios para la eficacia productiva y son típicos del ambiente militar, fabril o empresarial, pero resultan funestos cuando se entronizan en la intimidad. Aquí se constituyen en factores de riesgo y generan frustración y violencia como resultado del aislamiento afectivo a que se somete a las personas, contaminando gravemente el nicho afectivo.

El predominio de diálogos funcionales —uno de los principales factores asociados a la aparición de cuadros de miseria afectiva, farmacodependencia y frustración sexual— puede ser entendido como una polución del espacio comunicativo, fenómeno que atenta a la vez contra las necesidades de dependencia y la emergencia de la singularidad.

Los diálogos lúdicos, al contrario, nos llevan al descubrimiento afectivo, sin temor a ser censurados por permitirnos en la relación interpersonal una vivencia a la vez cálida y azarosa, sin niguna expectativa de control o eficiencia. Ellos constituyen un medio de intersubjetivación que permite explorar la fantasía y generar sentido con el otro. El lenguaje utilizado en el diálogo lúdico no es unívoco como el concepto, sino equívoco como la metáfora, que es su forma de expresión más natural. No hay en ellos un superior que manda y un inferior que obedece, sino dos interlocutores que se entregan al juego interpersonal lleno de vivencias y de cuerpo.

Los diálogos lúdicos constituyen el lenguaje propio de la intimidad, actuando como factores protectores del ecosistema humano. Al contrario, los diálogos funcionales cosifican a la persona contaminando el nicho afectivo. La relación dialógica podemos vivirla, bien de manera lúdica o como una imposición funcional, contaminando de esta manera nuestras relaciones interpersonales. La reducción de la sexualidad al coito o al afán de penetración, la práctica deportiva como carrera por las marcas y la subordinación de nuestra vida social al éxito económico, son diversas maneras de contaminar las relaciones interpersonales, pues se funcionaliza la relación entre los cuerpos, dejando de lado otros aspectos como la gratificación afectiva, sexual, social e interpersonal, que se expresan a través de la lúdica, la caricia, la cogestión y la exploración erótica no centrada en lo genital.

Las dificultades en la vivencia de la intimidad, la crisis de valores y los problemas en la esfera de la realización, pueden ser abordados como bloqueos del flujo comunicativo que necesariamente debe mantenerse al interior de nuestras relaciones, perdiendo de esta manera el ecosistema estabilidad y viéndose amenazado de destrucción. Como la ecología humana es una ecología de la cultura y la simbolización, de la lúdica y el reconocimiento, del afecto y la convivencia, del enriquecimiento de los mecanismos de soporte social y de las estrategias de comunicación, se impone, por eso, reconstruir el espacio dialógico, sin olvidar que la máxima expresión de la singularidad —propósito central de la ecología humana— sólo se logra cuando no conflictualizamos nuestras fuentes de alimento afectivo ni la dependencia que los otros tienen de nuestro cariño, permitiéndoles así su libertad y crecimiento.



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