Búsqueda personalizada

TRADUCTOR

sábado, 19 de diciembre de 2009

ECOLOGIA HUMANA EJES DEL ECOSISTEMA HUMANO


CUARTA PARTE
Ejes del ecosistema humano

Ecosistema humano

Existe una semejanza entre las relaciones que mantienen los seres vivos con su ambiente y aquellas que establecen los seres humanos entre ellos mismos. Conceptos como ecosistema, dependencia, singularidad, nicho, medio ambiente y contaminación, resultan adecuados para describir los intercambios culturales, sexuales y afectivos que acontecen en la institución escolar, en el seno de la familia, o en la vida social.

Los seres humanos constituimos un ecosistema dotado de un medio ambiente afectivo y simbólico que nos proporciona los elementos necesarios para nuestro sustento emotivo y cultural. El ecosistema humano está conformado por las expresiones afectivas y simbólicas de las personas que integran el grupo. Como todo ecosistema, el ecosistema humano es una construcción colectiva en la que participan muchas singularidades, articuladas entre sí para generar soportes culturales y afectivos.

La estabilidad y riqueza del ecosistema dependen de la variedad de esfuerzos que realicen los miembros para lograr lo que cada uno necesita para su crecimiento. La variedad no es en este caso de especies sino de culturas y personalidades, de modos de ver el mundo y de expresar su singularidad. La vida cotidiana se nos presenta como un auténtico problema de ecología interpersonal o, si se quiere, de ecología humana. Es, por excelencia, una relación que señala la interdependencia, a la vez que nos muestra el camino para afianzar nuestra singularidad. Su dinámica determina en gran parte la calidad del alimento cultural y afectivo que obtenemos de nuestros nichos sociales.


Medio ambiente interpersonal

La racionalidad ecológica no atiende solamente a las condiciones climáticas o bioquímicas indispensables para asegurar la integridad biológica. En el caso del ser humano, da cuenta además de las necesidades culturales, afectivas y simbólicas, que entran a constituir ese medio ambiente tan peculiar que es el campo de las relaciones interpersonales. Necesitamos de los otros tanto como necesitamos del oxígeno para vivir y si no contamos con su afecto y reconocimiento, sentimos un dolor y angustia similares a los que nos produce la falta de agua o alimento.

El medio ambiente interpersonal es un espacio surcado por palabras, gestos, valores y afectos, cuya conservación requiere tantos o más cuidados que aquellos que debemos dispensar al ambiente físico. Los componentes de este medio ambiente interpersonal están determinados por la cultura de cada grupo.

El medio ambiente interpersonal, surcado por imágenes que dan sentido a nuestros actos y anhelos, es ante todo un espacio comunicativo que requiere de un movímiento constante, y cuyo flujo puede verse interferido, produciendo en el sujeto gran sufrimiento y una sensación de muerte inminente.

Al igual que todo ecosistema, para mantenerse y asegurar en su interior el desarrollo de la vida, el medio ambiente interpersonal debe cuidar y fortalecer dos niveles básicos de funcionamiento representados en la dependencia y la singularidad. Gracias a la dependencia se mantienen las cadenas energéticas y tróficas de las que todos los seres vivos se alimentan. Por otra parte, gracias a la singularidad, se mantiene la diversidad de especies e individuos que aseguran la riqueza y estabilidad del bioma.


Dependencia afectiva

La ecología ha puesto de relieve la estrecha relación que existe entre el ser vivo y su medio. El ecosistema es una construcción colectiva en la que participan muchas singularidades, articuladas entre sí para generar cadenas vitales y energéticas, de las que disímiles especies se alimentan. La pregunta: ¿contra quién luchas?, promovida a fines del siglo XIX por la ideología del darwinismo social, es reemplazada, desde la perspectiva ecológica, por la pregunta: ¿con quién vives?, o, mejor aún: ¿de quién dependes? Se produce así un cambio radical en la visión que tenemos de la relación existente entre individuos y especies.

Al "diferencial de sobrevivencia" sugerido hace 100 años por el profesor Huxley, tomando la figura de un espectáculo de gladiadores donde los más rápidos, alertas y ágiles sobreviven para luchar nuevamente al día siguiente, es necesario oponer el "diferencial de cooperación" a que apunta Kropotkin, señalando, por la misma epoca, que los miembros de una especie están mejor preparados para la supervivencia cuando muestran una disposición a cooperar con otros en la solución de mutuas necesidades.

La supervivencia no es la presea que obtienen, en una guerra de todos contra todos, aquellos que someten a los otros a su señorío y dominio. La sobrevivencia y el enriquecimiento de la vida son el producto de la articulación de muchas especies y seres singulares al interior de un ecosistema, cuya estabilidad y riqueza dependen, ante todo, de la variedad de seres que alberga y de la conjunción de esfuerzos por lograr lo que cada uno necesita para su crecimiento.

Por una mala comprensión de la noción de autonomía, se suele considerar que ésta consiste en imponernos al ambiente, negando las relaciones de mutua dependencia. Reconociendo la interdependencia como base imprescindible de la convivencia, la ecología humana asume como eje central del ecosistema la dependencia afectiva, cultural e interpersonal que mantienen los seres humanos entre sí.

Para que el niño adquiera la independencia, es decir, la autonomía en todos los aspectos, es indispensable que haya vivido sin conflictos la dependencia afectiva a fin de que pueda emerger su singularidad. La dependencia afectiva debe fomentarse y su estimulación consiste, simplemente, en dar y recibir cariño, alimento insustituible que viene a suplir esa carencia humana en que se funda la voracidad afectiva que nos caracteriza.

Uno de los ejes de la crisis ecológica de la interpersonalidad reside, precisamente, en la contradicción que nuestra cultura impone entre dependencia y singularidad. Parece como si a diario nos viésemos en la obligación de escoger entre obtener alimento afectivo o luchar por nuestra realización personal. Se cree incluso, por parte de algunos, que la mayor prueba de amor consiste en entregar nuestra singularidad al ser que amamos, pues renunciar a sí mismo es la máxima prueba de la fidelidad del amante.

Esta paradoja causa gran sufrimiento porque es irresoluble. Ni podemos renunciar a la dependencia afectiva ni tampoco a la expresión de nuestra singularidad. Ambas son experiencias insustituibles. De lo que se trata, en la vida interpersonal y afectiva, es de poder acceder simultáneamente al alimento afectivo, sin que ello sea obstáculo para el pleno desarrollo de nuestra singularidad.


Nicho afectivo

El medio ambiente interpersonal es una trama viviente que nos alimenta con afecto, imágenes y sensaciones, del cual dependemos de manera tan inmediata y urgente como nuestro organismo del aire, del agua y de los nutrientes de la tierra. Necesitamos de los demás tanto como nuestros cuerpos necesitan del oxígeno y la luz. Vivimos para los otros, para capturar sus gestos y obtener su reconocimiento, sedientos siempre del afecto y la seguridad que el contacto puede darnos.

Al interior de cada ecosistema existen nichos, o sea, lugares que los diversos seres vivientes prefieren para encontrar refugio y tomar su alimento. En el ecosistema humano este alimento es de naturaleza afectiva y de allí que ese lugar se denomine nicho afectivo. Los nichos son los lugares donde el ser humano satisface su necesidad de dependencia y se constituyen por ello en auténticos abrevaderos de afecto.

El nicho cambia en los seres humanos de acuerdo con la edad cronológica de la persona. De esta suerte, uno es el nicho del niño durante su primer año de vida y otros diferentes durante la infancia, la adolescencia, la madurez y la senectud. Lo que varía son los lugares de la trama interpersonal, pero las características del nicho siempre son las mismas, pues su papel es proveer al individuo de afecto y seguridad, básicos para el ejercicio de su singularidad.

Las situaciones culturales o el tipo de identidad social que se asume inducen también alguna variabilidad, lo que no resta constancia a la necesidad que tiene todo ser humano de contar con un lugar donde reciba alimento afectivo y seguridad en su vivencia inmediata.

Por extraña razón, los seres humanos no cuidamos con suficiente celo nuestros nichos afectivos, acostumbrándonos a recibir y ofrecer afecto contaminado con chantajes y violencia. Nos acostumbramos a recibir y dar cualquier tipo de afecto, sin que medie un control de calidad afectiva, pues creemos que ante la indigencia emocional en que vivimos cualquier oferta de cariño es buena. Por obtener afecto, estamos incluso dispuestos a lanzarnos a experiencias destructoras, para después lamentarnos de lo sucedido.

Es indudable que el más importante de los productos contenidos en el nicho afectivo, para proveer a los beneficiarios del mismo, es el contacto corporal directo. Esta es la matriz del afecto y ningún ser humano puede, sin menoscabo de su equilibrio, prescindir de ella. Se ha comprobado que la deprivación táctil y sensorial a un adulto sano lo conduce en pocas horas a la desestructuración cognoscitiva. Y en el caso de los niños, la seguridad personal tiene su base más firme en la confianza que deriva el niño de la aceptación que de su cuerpo hacen los adultos con quienes entra en contacto, proporcionando un adecuado desarrollo a su yo corporal.

Es tan importante la vivencia táctil para la vida humana que cuando se presenta una alteración de la modalidad del tacto profundo —canalizada a través del llamado sistema propioceptivo—, se evidencia en el desarrollo infantil un severo trastorno de los procesos que llevan a la condición humana, como sucede en el caso de la psicosis que se ha denominado autismo infantil. Es tan importante el afecto, que los seres humanos soportamos la ausencia del sentido de la vista, de la audición, pero nunca la ausencia del tacto, sentido afectivo por excelencia.

Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar una experiencia dramática y reveladora, que condensa como ninguna la importancia del tacto y el afecto en el desarrollo de los seres humanos. En medio de la guerra, se construyeron en Inglaterra albergues para huérfanos que, por la situación de emergencia que se vivía y la escasez de personal, eran atendidos por un pequeño núcleo de asistentes que tenían a su cargo una población de varias decenas, incluso, cientos de niños. Las necesidades básicas, como alimentación y atención médica, estaban cubiertas, pero era imposible que los pequeños recibieran atención personalizada o que les prodigaran caricias u otro tipo de contacto cuerpo a cuerpo. A pesar de la protección que recibían, estos chicos por lo general morían antes de cumplir los tres años de edad, afectados por una extraña enfermedad del sistema inmunológico, una especie de SIDA de la época, pues perdiendo sus defensas llegaba un momento en que nada podía protegerlos. Hoy sabemos que para que se desarrolle el sistema inmunológico son fundamentales la caricia y el abrazo, la estimulación táctil y los sistemas de apoyo afectivo, de los que necesitamos los seres humanos como si se tratara del más preciado alimento.

El tacto y el contacto corporal directo son experiencias imprescindibles tanto para la vivencia infantil como para la vida adulta. La contaminación de los nichos afectivos pone en peligro nuestra existencia como seres singulares, pues se puede deteriorar nuestra salud física y, con toda seguridad, cargaremos con una muerte psicológica, incluso sin que logremos comprender la causa de nuestro sufrimiento.


Singularidad

El reconocimiento de la singularidad constituye uno de los ejes de la ecología humana, que considera además esta característica fundamental del ser humano como condición de posibilidad de su libertad.

La singularidad alude a la fuerza que nos constituye como seres diferentes e irrepetibles dentro del ecosistema interpersonal, fuerza que va ligada de manera estrecha a la experiencia sensorial de nuestro cuerpo y a la manera como accedemos a la dinámica cultural. La singularidad desborda las nociones de identidad personal o el concepto de yo consciente. El que poseamos una fuerza diferencial no quiere decir que podamos expresarla con palabras o definir lingüísticamente sus cualidades. Frente a nuestra propia singularidad estamos en permanente descubrimiento, aventura que llega hasta el momento mismo de la muerte. Y algo más. Esa fuerza peculiar que nos constituye, sólo podemos conocerla cuando se enfrenta a otras fuerzas, pues su expresión más auténtica se logra en la dinámica relaciona!.
La uniformidad es incompatible con la vida. Todo sistema vivo es a la vez singular y abierto, residiendo esta singularidad y apertura en su estructura genética y molecular. Siguiendo la premisa aristotélica de limitar la ciencia sólo al conocimiento de lo general, la biología moderna, desde sus comienzos en el siglo XVIII, prácticamente había disuelto al organismo individual, a tal punto que Buffon llegó a afirmar que las especies eran los únicos seres de la naturaleza. Pero el mismo desarrollo científico llevó a que renaciera, en las últimas décadas, con una radicalidad insospechada, el fenómeno de la singularidad. Hoy podemos afirmar con toda seguridad que en cualquier población viviente, incluidos los organismos unicelulares, es prácticamente imposible encontrar dos individuos exactamente ¡guales, aun dándose el caso de que su estructura genética fuese idéntica. Esta diferencia entre los individuos vivientes aumenta en las especies superiores y en el hombre, mucho más expuesto a las influencias del ambiente. Fue por eso que después de un minucioso estudio de las posibilidades combinatorias del sistema genético, J. Dausset se atrevió a decir, hace algunos años, que estaba dentro de la lógica científica constatar que cada ser humano era único sobre la tierra, no siendo de ninguna manera aventurado afirmar que nunca han existido dos personas ¡guales. Cada ser viviente, cada ejemplar de la especie humana, es un organismo bioquímicamente único, hecho que se debe a la constitución específica de su genoma, a la estructura peculiar de sus proteínas, a la conformación de su sistema inmunitario y a las influencias del medio, la geografía y la cultura.

La singularidad del ser humano no se agota en lo molecular y genético. Ella se sustenta también, y de manera muy especial, en la complejidad y desarrollo del cerebro. Al igual que acontece en otros mamíferos superiores, el encéfalo humano permite una creciente participación de los eventos exteriores en el desarrollo individual, todo ello gracias a la amplitud de las zonas no específicas de la corteza cerebral y a la lentitud del proceso de maduración cerebral durante la infancia. En nuestra especie, las últimas fases de desarrollo ontogenético están estrechamente ligadas con eventos exteriores y aleatorios que determinan, gracias a la riqueza de experiencias y estímulos, el desarrollo de las capas mielínicas y de la interconexión sináptica. Aunque en términos generales el número de células cerebrales y la estructura del encéfalo es similar en todos los individuos de la especie, es prácticamente imposible encontrar dos adultos humanos con sistemas nerviosos idénticos. La complejidad del cerebro parece superior incluso a la del propio sistema genético. Mientras un ser humano posee cerca de dos mil millones de genes, el número de neuronas se evalúa en varias decenas de miles de millones. Se ha demostrado que las neuronas, encargadas como todas las células de nuestro cuerpo de producir enzimas y proteínas necesarias para su metabolismo, no son rigurosamente idénticas ni de una raza a otra, ni siquiera de un individuo a otro. Si añadimos a esto que cada neurona está conectada a las demás por millones de dendritas o terminaciones axónicas, gracias a las cuales recibe y retransmite información como si se tratara de una finísima máquina electrónica —conexiones que se establecen y desaparecen de acuerdo con la experiencia—, se comprenderá que es prácticamente imposible que dos individuos tengan una red sináptica igual. No hay dos cerebros que funcionen de la misma manera.

Cada individuo tiene una singularidad biológica expresable en términos genéticos, bioquímicos y cerebrales, dando lugar a una sorprendente diversidad que se ve incrementada si tenemos en cuenta la singularidad de los sistemas hormonales, del sistema de histocompatibilidad, así como el polimorfismo de inteligencias. Buscando lo idéntico, la ciencia se encuentra cada vez más con lo singular y diverso. Estos hallazgos pueden resultar pertubadores para aquellos que quieren seguir sustentando sus métodos de análisis en el punto de vista de lo uniforme y lo homogéneo, pero resultan reconfortantes para quienes creemos que tras la búsqueda de la perfectibilidad humana y de los proyectos de homogeneización y nivelación que animan a políticos y científicos, se esconde con frecuencia un peligro mortal para la singularidad y la libertad humanas.

Si la singularidad, como hemos visto, tiene profundas raíces biológicas, no vemos por qué no puedan encontrar igualmente sustento la diversidad de búsquedas culturales y cognoscitivas que se integran dentro del concepto de libertad. Ha mostrado la ecología y las reflexiones contemporáneas sobre la crisis del medio ambiente que la homogeneización es altamente peligrosa para las especies biológicas, pues las torna más susceptibles a las plagas e infecciones y les resta capacidad de supervivencia. La vida es una aliada natural de la diversidad. Cualquier intento de homogeneizar la especie humana resulta a la postre desastroso. Por eso, antes que recitar de nuevo discursos caducos que obstaculizan el polimorfismo biológico y cultural, deberíamos preguntarnos más bien por las angustias y miedos, por los diques y obstáculos que se levantan sigilosos contra la emergencia de la singularidad, llevándonos por caminos desuetos y empedrados de nostalgias que siguen tributando a la utopía de la homogeneización.

El camino expedito al conocimiento de la singularidad es el que sigue la huella del contexto y la sensibilidad. Es en el plano de lo sensible donde habitan nuestras más radicales diferencias. Es en la manera de percibir los olores, las caricias o el tacto, en nuestros ascos y alergias, en los pequeños goces y las exaltaciones emocionales, donde deja con más claridad su marca nuestra irreductible singularidad.

La concurrencia de singularidades es lo que da fortaleza y solidez a un ecosistema. Tal es el caso de la Amazonia colombiana, pues la pluviselva tropical exhibe gran estabilidad a pesar de estar asentada en un suelo pobre, con una capa vegetal escasa. Su fuerza está relacionada con la variedad de especies que alberga, haciéndola el más rico reservorio de biodiversidad del planeta.

La inmunidad y los sistemas protectivos de los ecosistemas dependen de fenómenos colectivos relacionados con la diversidad de especies que concurren en su conformación. Entre mayor diversidad, mayor capacidad de resistir a los acechos biológicos o geoclimáticos. Esa es la razón por la cual los monocultivos humanos se muestran tan frágiles ante las plagas y tan necesitados de protección exterior.

La singularidad es, sin lugar a dudas, la auténtica riqueza del ecosistema. Eso lo saben a la perfección las personas encargadas de proteger y reconstruir los ecosistemas naturales. Lo más importante es defender y cultivar la diversidad. Lo otro, las cadenas de interdependencia, la integración de los ciclos biológicos y climáticos, los mecanismos de regulación y el acople de metas, vendrán por añadidura.


Conflicto entre dependencia y singularidad

Puede parecer sencillo afirmar que los seres humanos necesitamos de la caricia, pero la simpleza de esta afirmación se confronta con una realidad compleja cuando constatamos que, aun en la intimidad, propinamos y recibimos con más frecuencia maltratos que ternura.

Nuestra cultura se caracteriza por enfrentar en un conflicto irreconciliable dos necesidades básicas del ecosistema humano: la dependencia afectiva y la expresión de la singularidad. Se ha entronizado una peculiar visión de la realidad que se empecina en negar —y hasta considera vergonzosa— la dependencia afectiva, violentándose además la emergencia de la singularidad por la aplicación de esquemas de desarrollo personal estandarizados que atienden tan sólo a las exigencias productivas. Estas dos urgencias irrenunciables resultan negadas y apabulladas, pues a la vez que se subvalora la dependencia afectiva, se promueve una dinámica social que induce a expresar nuestra singularidad por la vía guerrera del éxito social y económico, exaltando el culto a la eficiencia.

La destrucción de la interdependencia y el aplastamiento de la singularidad tienen como propósito central incrementar la eficiencia y la productividad a ultranza. Destruimos los ecosistemas naturales porque no son rentables y extendemos el monocultivo porque éste nos permite más ganancias, así terminemos acabando con las cadenas tróficas y la variabilidad de las especies. Lo mismo que hacemos con la naturaleza lo hemos hecho con nuestros semejantes.

No sólo atentamos contra nuestras relaciones de dependencia sino que, obsesionados por la eficiencia, terminamos maquinizando y homogeneizando a los seres humanos, con lo que aplastamos la diferencia y la singularidad. Muchos de nuestros problemas actuales no son más que expresión de esta crisis ecológica de la interpersonalidad, de la que poco se habla mientras se hacen campañas para proteger lagunas y bosques.

La homogeneización disminuye la diversidad del ecosistema, produciendo contaminación y crisis ecológica. Así se aplasta lo que hay en la persona de individual y único, condenándola a ser sumisa, servil y esclava de autoritarismos que suplen su incapacidad para ejercer la libertad.

Es hora de empezar también a reconstruir el medio ambiente interhumano. Está bien que cuidemos de los árboles y los pájaros, pero no es correcto que entre tanto sigamos contaminando nuestras redes de dependencia afectiva y el entorno comunicativo. Por eso, la ecología humana propende por una reconstrucción del espacio cultural y comunicativo, a fin de generar un cambio de actitudes en la esfera de la interpersonalidad. Será entonces posible fortalecer los mecanismos de dependencia a la vez que se fomenta el surgimiento de la singularidad, rompiendo la antinomia cultural que torna incompatibles estas dos experiencias vitales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario