Alfabetizar es más que facilitar conocimientos instructivos, es “concientizar”, es decir, despertar al hombre a la conciencia de su ser en este mundo. (Freire)
El empirismo y positivismo, al volver a la intuición, es indudable que ésta bien pueda adquirir una valencia objetiva o empírica, bien presentarse como una forma subjetiva del conocer. Empirismo y positivismo se caracterizan, fundamentalmente, por una actitud antirracionalista, especialmente si se considera el aspecto metodológico.
Ante el método matemático, de tipo deductivo y lógico-analítico, el método empírico procede inductivamente, partiendo de la experiencia, y, por consiguiente, de los conocimientos fácticos para remontar a las leyes (o de las ideas simples a las ideas complejas o compuestas).
Es evidente que la observación de la realidad (la natural: experiencia externa, y la humana: experiencia interna) constituye el punto de partida que el verum ipsum factum (ratificado enérgicamente por el positivismo) permite garantizar el conocimiento humano a nivel de cientificidad; y proceder por este camino hacia la praxis, que se ha de entender no sólo como el hacer-obrar del hombre, sino también como la ciencia que se traduce en procedimientos tecnológicos, manifestándose concretamente el principio del hombre como autor de las transformaciones de la naturaleza.
De hecho, el hombre puede tanto más cuanto más sabe, y tanto más sabe cuanto más su poder es sacado de la experiencia directa de la realidad.
Además, debemos señalar que el empirismo es un planteamiento que necesita una metodología correcta: la que desde Francisco Bacon (1561-1625) a John Locke (1632-1704) hasta llegar a David Hume (1711-1776) ha individuado la lógica en el método empírico-inductivo que es rigurosamente el método de la facticidad, y la que los planteamientos neoempíricos y neopositivistas han indicado ulteriormente, sea sobre la base de la verificabilidad propia de las ciencias naturales, sea en orden al criterio de la falsificabilidad de Popper.
Por eso, es necesario distinguir (y la distinción tiene su importancia fundamental en el ámbito educativo) el método experimental de la experiencia como acto vivido en la realidad cotidiana o, didácticamente, en la vida concreta de la escuela o en cualquier otra relación educativa.
El método experimental está en condiciones de construir ciencia; el rehacerse la experiencia, generalmente contingente y personal, permite la constatación y descripción, pero no la formulación de leyes, es decir, generalización. Propiamente sólo el primer paso de la praxis a la teoría (o la verificación de una teoría en la praxis); la segunda es mera constatación de unos hechos (confirmando de esa forma la distinción, a menudo ratificada, entre juicios de hecho y juicios de valor).
Si desde el punto de vista metodológico, la preferencia otorgada a la inducción comporta el privilegio reconocido a las didácticas de tipo observativo-experimental que se reconducen a la inducción, y por esta vía a las disciplinas científicas, se comprende que en el ámbito de los planteamientos empírico-positivistas se organicen escuelas e instituciones educativas que pretendan contraponer, a la formación humanística tradicional, una formación basada en materias de estudio que tienen por objeto el mundo de la naturaleza y el método experimental.
Así, por ejemplo, la Realschule, es la primera escuela alemana de formación profesional debida a la iniciativa de Juan Julio Hecker (1707-1768), donde durante 8 años se enseña geometría, aritmética, ciencias naturales, ciencias mineras, comercio, contabilidad, artes y oficios; y quien, por encargo de Federico II, redactó el reglamento para las escuelas provinciales, promulgado el 1763, y convertido en código fundamental del sistema escolar de Prusia. También la Kunstschule, surgida a mediados del siglo XVIII, se presenta como una escuela técnica de arte para la iniciación en las actividades artesanales. Se trata de escuelas cuyas teorías pedagógicas positivistas desarrollan notablemente en la segunda mitad del siglo XIX, en especial, por el papel primario asumido por el industrialismo y que desarrollan cada vez más hasta hoy.
El empirismo asumió una importancia educativa peculiar debido a su crítica al innatismo, al que contrapone la concepción según la cual el hombre será tal como el ambiente, es decir, como le harán las condiciones objetivas. Dicha dependencia del sujeto de los condicionamientos ambientales, naturales o sociales ha conducido inevitablemente a un nuevo determinismo, respecto al que las fuerzas de la libertad humana parecen incapaces de una reacción radical.
Ante algunas teorizaciones más radicales de impronta positivista más que empirista (que han atribuido a las “condiciones” la característica de la “causalidad”), ha reaccionado el mismo evolucionismo que, aún aceptando la tesis de la adaptación al ambiente, ha debido reconocer también la capacidad del hombre de transformar el ambiente, como puede confirmar más ampliamente la misma tecnología de nuestra época.
Por otra parte, la consideración más atenta al factor “ambiente social” y a su acción en el ámbito educativo ha permitido afrontar sistemáticamente aquellos problemas de sociología, y, por consiguiente, también de sociología de la educación, que desde Augusto Comte (1798-1875) y Emile Durkheim (1858-1917) llegan hasta las investigaciones actuales sobre las relaciones entre educación y socialización y, consecuentemente, también entre pedagogía y política.
Empirismo y positivismo se mueven sustancialmente en el terreno de un realismo ingenuo, de tipo acrítico y muchas veces resueltamente dogmático. Da fe de esto la “garantía” de aquel verum ipsum factum que hoy día la ciencia no podría aceptar como fundamento del propio saber.
Pero dado que empirismo y positivismo, más que teorías, se han presentado y se presentan todavía como métodos de investigación, se comprende no sólo que el discurso haya ido evolucionando (aunque a través de crisis y contradicciones) hacia modalidades cada vez más críticamente fundadas, sino también que es sobre todo importante que la educación se haya desarrollado en el sentido de “investigación” continua hacia algo “mejor” y que es significativo que, precisamente por esta vía, la pedagogía haya conquistado un especio propio de autonomía y de su propia cientificidad: no sólo la que, por el aporte de la psicología, le ha permitido construirse también como pedagogía experimental o, más recientemente, como psicopedagogía, sino también la que la ha llevado a organizarse según la rigurosidad de un lenguaje propio, es decir, según una delimitación epistemológica que debía encontrar aplicación también en el campo didáctico, especialmente debido a las investigaciones llevadas a cabo por Jean Piaget (1896-1980) y J.S. Bruner (1915).
El positivismo retoma el planteamiento biológico del juego, entendido como manifestación necesaria de la energía vital, ya reconocida por Aristóteles y más tarde por Kant. H. Spencer fue el teórico de una estética basada en “instintos de juego”, por lo que el sentimiento de lo bello se explica con la expansión de las energías de los órganos de sentido. La teoría biológica de la evolución humana situaba en valor máximo del hombre en el adulto, por lo que el niño no podía ser más que un candidato (Claparède).
El empirismo y positivismo, al volver a la intuición, es indudable que ésta bien pueda adquirir una valencia objetiva o empírica, bien presentarse como una forma subjetiva del conocer. Empirismo y positivismo se caracterizan, fundamentalmente, por una actitud antirracionalista, especialmente si se considera el aspecto metodológico.
Ante el método matemático, de tipo deductivo y lógico-analítico, el método empírico procede inductivamente, partiendo de la experiencia, y, por consiguiente, de los conocimientos fácticos para remontar a las leyes (o de las ideas simples a las ideas complejas o compuestas).
Es evidente que la observación de la realidad (la natural: experiencia externa, y la humana: experiencia interna) constituye el punto de partida que el verum ipsum factum (ratificado enérgicamente por el positivismo) permite garantizar el conocimiento humano a nivel de cientificidad; y proceder por este camino hacia la praxis, que se ha de entender no sólo como el hacer-obrar del hombre, sino también como la ciencia que se traduce en procedimientos tecnológicos, manifestándose concretamente el principio del hombre como autor de las transformaciones de la naturaleza.
De hecho, el hombre puede tanto más cuanto más sabe, y tanto más sabe cuanto más su poder es sacado de la experiencia directa de la realidad.
Además, debemos señalar que el empirismo es un planteamiento que necesita una metodología correcta: la que desde Francisco Bacon (1561-1625) a John Locke (1632-1704) hasta llegar a David Hume (1711-1776) ha individuado la lógica en el método empírico-inductivo que es rigurosamente el método de la facticidad, y la que los planteamientos neoempíricos y neopositivistas han indicado ulteriormente, sea sobre la base de la verificabilidad propia de las ciencias naturales, sea en orden al criterio de la falsificabilidad de Popper.
Por eso, es necesario distinguir (y la distinción tiene su importancia fundamental en el ámbito educativo) el método experimental de la experiencia como acto vivido en la realidad cotidiana o, didácticamente, en la vida concreta de la escuela o en cualquier otra relación educativa.
El método experimental está en condiciones de construir ciencia; el rehacerse la experiencia, generalmente contingente y personal, permite la constatación y descripción, pero no la formulación de leyes, es decir, generalización. Propiamente sólo el primer paso de la praxis a la teoría (o la verificación de una teoría en la praxis); la segunda es mera constatación de unos hechos (confirmando de esa forma la distinción, a menudo ratificada, entre juicios de hecho y juicios de valor).
Si desde el punto de vista metodológico, la preferencia otorgada a la inducción comporta el privilegio reconocido a las didácticas de tipo observativo-experimental que se reconducen a la inducción, y por esta vía a las disciplinas científicas, se comprende que en el ámbito de los planteamientos empírico-positivistas se organicen escuelas e instituciones educativas que pretendan contraponer, a la formación humanística tradicional, una formación basada en materias de estudio que tienen por objeto el mundo de la naturaleza y el método experimental.
Así, por ejemplo, la Realschule, es la primera escuela alemana de formación profesional debida a la iniciativa de Juan Julio Hecker (1707-1768), donde durante 8 años se enseña geometría, aritmética, ciencias naturales, ciencias mineras, comercio, contabilidad, artes y oficios; y quien, por encargo de Federico II, redactó el reglamento para las escuelas provinciales, promulgado el 1763, y convertido en código fundamental del sistema escolar de Prusia. También la Kunstschule, surgida a mediados del siglo XVIII, se presenta como una escuela técnica de arte para la iniciación en las actividades artesanales. Se trata de escuelas cuyas teorías pedagógicas positivistas desarrollan notablemente en la segunda mitad del siglo XIX, en especial, por el papel primario asumido por el industrialismo y que desarrollan cada vez más hasta hoy.
El empirismo asumió una importancia educativa peculiar debido a su crítica al innatismo, al que contrapone la concepción según la cual el hombre será tal como el ambiente, es decir, como le harán las condiciones objetivas. Dicha dependencia del sujeto de los condicionamientos ambientales, naturales o sociales ha conducido inevitablemente a un nuevo determinismo, respecto al que las fuerzas de la libertad humana parecen incapaces de una reacción radical.
Ante algunas teorizaciones más radicales de impronta positivista más que empirista (que han atribuido a las “condiciones” la característica de la “causalidad”), ha reaccionado el mismo evolucionismo que, aún aceptando la tesis de la adaptación al ambiente, ha debido reconocer también la capacidad del hombre de transformar el ambiente, como puede confirmar más ampliamente la misma tecnología de nuestra época.
Por otra parte, la consideración más atenta al factor “ambiente social” y a su acción en el ámbito educativo ha permitido afrontar sistemáticamente aquellos problemas de sociología, y, por consiguiente, también de sociología de la educación, que desde Augusto Comte (1798-1875) y Emile Durkheim (1858-1917) llegan hasta las investigaciones actuales sobre las relaciones entre educación y socialización y, consecuentemente, también entre pedagogía y política.
Empirismo y positivismo se mueven sustancialmente en el terreno de un realismo ingenuo, de tipo acrítico y muchas veces resueltamente dogmático. Da fe de esto la “garantía” de aquel verum ipsum factum que hoy día la ciencia no podría aceptar como fundamento del propio saber.
Pero dado que empirismo y positivismo, más que teorías, se han presentado y se presentan todavía como métodos de investigación, se comprende no sólo que el discurso haya ido evolucionando (aunque a través de crisis y contradicciones) hacia modalidades cada vez más críticamente fundadas, sino también que es sobre todo importante que la educación se haya desarrollado en el sentido de “investigación” continua hacia algo “mejor” y que es significativo que, precisamente por esta vía, la pedagogía haya conquistado un especio propio de autonomía y de su propia cientificidad: no sólo la que, por el aporte de la psicología, le ha permitido construirse también como pedagogía experimental o, más recientemente, como psicopedagogía, sino también la que la ha llevado a organizarse según la rigurosidad de un lenguaje propio, es decir, según una delimitación epistemológica que debía encontrar aplicación también en el campo didáctico, especialmente debido a las investigaciones llevadas a cabo por Jean Piaget (1896-1980) y J.S. Bruner (1915).
El positivismo retoma el planteamiento biológico del juego, entendido como manifestación necesaria de la energía vital, ya reconocida por Aristóteles y más tarde por Kant. H. Spencer fue el teórico de una estética basada en “instintos de juego”, por lo que el sentimiento de lo bello se explica con la expansión de las energías de los órganos de sentido. La teoría biológica de la evolución humana situaba en valor máximo del hombre en el adulto, por lo que el niño no podía ser más que un candidato (Claparède).
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