El movimiento a favor de la escuela única, que tuvo en Juan Amós Comenio (1592-1670) un precursor notable y en Alemania una nación modélica (sin olvidar a Francia, Rusia, Estados Unidos e Inglaterra), encontrando, para su implantación, a Lorenzo Luzuriaga, ferviente defensor con las notas específicas de nacionalización, socialización e individuación.
El ámbito de la implantación de la escuela única llegó a las principales estructuras y agentes educadores:
1) Los estudiantes, a los que se ha de equipar en la enseñanza sin reparar en su situación económica, clase social, confesión religiosa, y mediante una educación gratuita, laica, de uno y otro sexo, personalizada.
2) Las instituciones, buscando unificar desde el parvulario a la universidad los criterios educativos, con la supresión de la enseñanza pública o privada, con la creación de una escuela básica y común a todos los niños, a la integración de las enseñanzas primaria y media y el fácil acceso al nivel universitario.
3) Los maestros, a quienes hay que brindarles un principio unificador de los diversos grados de enseñanza por medio de una preparación común universitaria, una equiparación en los horarios y cierta flexibilidad para acceder a los distintos grados de la enseñanza.
4) La administración, buscando unificar servicios y funciones gestionadas dentro de la enseñanza con la participación del personal docente, con la creación de un ministerio de educación nacional y la erección de consejos regionales, provinciales y locales, con representación del estamento docente en cada uno de ellos.
Primeros intentos de renovación pedagógica
El ámbito de la implantación de la escuela única llegó a las principales estructuras y agentes educadores:
1) Los estudiantes, a los que se ha de equipar en la enseñanza sin reparar en su situación económica, clase social, confesión religiosa, y mediante una educación gratuita, laica, de uno y otro sexo, personalizada.
2) Las instituciones, buscando unificar desde el parvulario a la universidad los criterios educativos, con la supresión de la enseñanza pública o privada, con la creación de una escuela básica y común a todos los niños, a la integración de las enseñanzas primaria y media y el fácil acceso al nivel universitario.
3) Los maestros, a quienes hay que brindarles un principio unificador de los diversos grados de enseñanza por medio de una preparación común universitaria, una equiparación en los horarios y cierta flexibilidad para acceder a los distintos grados de la enseñanza.
4) La administración, buscando unificar servicios y funciones gestionadas dentro de la enseñanza con la participación del personal docente, con la creación de un ministerio de educación nacional y la erección de consejos regionales, provinciales y locales, con representación del estamento docente en cada uno de ellos.
Primeros intentos de renovación pedagógica
Según Piaget, “todos ellos no dejan de ser sino precursores de nuevos métodos, pues éstos sólo se ha construido verdaderamente con la elaboración de una psicología o una psicosociolgía sistemática de la infancia” (Psicología y pedagogía, 1973.
En los Estados Unidos, Dewey crea en 1891 una escuela laboratorio o “escuela experimental”, centrándose en los intereses y necesidades de cada edad, la finalidad de la educación no era ”preparar al adulto que el niño llevaba dentro”, sino ayudar a éste a solucionar los problemas que se le presentaban al contacto con el medio físico y social.
En Italia, Montessori trabaja en su “casa dei bambini”con niños atrasados y descubre principios que trasladará a los niños normales: ante todo, el principio de libertad; no sólo se le permite al niño ser espontáneo sino que se alienta y estimula su espontaneidad. Según sus planteamientos, los intereses y necesidades intelectuales del niño van surgiendo libremente y la actividad que, en forma de juego da respuesta a esos intereses, va educando al niño.
A su vez, en Bélgica, Ovide Décroly (1871-1932) trabaja en su escuela, su base es la misma de los pedagogos anteriores: “el interés”, pero su objetivo es triple:
1) Formar hombres para el mundo de hoy, pero sobre todo para el de mañana, con sus exigencias, deberes, su trabajo.
2) Expansionar todas las virtudes sanas del niño.
3) Poner el espíritu del niño en contacto con la moral humana.
A esta altura del trabajo, nos detendremos a examinar ligeramente las propuestas de Pestalozzi, Ferrière y de Freinet
A. Juan Enrique Pestalozzi (1746-1827) intentó verificar, con la experiencia directa de la acción de educador, la propia doctrina; es más, de vivir al mismo tiempo y con bastante intensidad la teoría y la praxis.
Es de reconocer que hasta él, nadie logró oponer al fracaso repetido de las diversas iniciativas un optimismo tan radical y pujante en la eficacia de la educación y en la posibilidad de mejorar, mediante la cultura, también las condiciones económicas y sociales del pueblo.
Las enseñanzas de los fisiócratas, el “retorno a la naturaleza” predicado por Rousseau, la filantrópica exigencia de ofrecer al pueblo medios de reeducación y bienestar por medio del trabajo, confirmaban a Pestalozzi en sus proyectos agrarios hechos económicamente posibles gracias al matrimonio con Anna Schulthess, conquistada también por los ideales del esposo.
La evaluación de sus fracasos en la Granja Neuhof y particularmente el experimento pedagógico con niños tarados y vagabundos y cuando veía naufragar sus sueños, decidió perseguir, en calidad de escritor, aquellos mismos ideales educativos y filantrópicos hacia los cuales había orientado su obra práctica.
En 1781 publicó la novela Leonardo y Gertrudis, obra pedagógica de carácter popular. En ella muestra a una mujer de pueblo, llena de fe, amor y valentía, Gertrudis, madre y esposa, dotada no sólo de gran energía moral sino también de un profundo sentido práctico, emprende, primero sola, luego con la ayuda del párroco Ernst y el castellano Arner la más apasionada de las luchas por reconquistar al marido Leonardo, extraviado en Hummel, y restituido al trabajo y a la familia. Su ejemplo actúa como una fuerza renovadora incluso sobre el ambiente circundante y se produce un cambio radical en la vida de la aldea donde al final triunfan las fuerzas del bien. Estas fuerzas, simbolizadas por los personajes de Gertrudis, Ernst y Arner, son, pues, la familia, la religión, y la ley.
Luego, Pestalozzi decidió escribir una continuación de la novela en tres volúmenes (el último de los cuales apareció en 1787) y atribuyó un papel central a un nuevo personaje que encarna la función de las escuelas: Glüphi, viejo oficial retirado, que se improvisa maestro elemental con el preciso propósito de acabar con el predominante verbalismo (“son las acciones las que instruyen al hombre; las acciones las que le dan consuelo, ¡basta de palabras!”). En la escuela, estudio y trabajo marcha estrechamente unidos y la aldea entera empieza poco a poco a colaborar de mil maneras en su obra educativa.
Bajo la guía de Glüphi, los muchachos estudian el ambiente en que viven, mientras Glüphi estudia, sin demostrarlo, a los muchachos, en tanto que visitan talleres y tiendas y practican varias actividades, pues considera como su responsabilidad encaminar hacia profesiones calificadas y apropiadas sobre todo a aquellos cuyas familias carecen de propiedades y que, por lo tanto, estarían destinados a la mísera existencia de los jornaleros agrícolas.
El fruto más maduro de su pensamiento sobre la esencia y el destino de la humanidad fue “Mis investigaciones sobre el curso de la naturaleza en el desarrollo del género humano”, publicado en 1797. Al año siguiente rechazó ofrecimientos de cargos públicos, así como la dirección de una escuela magisterial; en cambio, pidió y obtuvo (a los 52 años de edad) un puesto de simple maestro de un grupo de niños huérfanos, víctimas de la guerra, en Stans, en el Unterwalden.
En 1799, el gobierno helvético asignó a Pestalozzi el castillo de Burgdorf para que prosiguiera sus experimentos pedagógicos. Trató de llevar a su máximo desarrollo un método de “educación elemental” capaz de radicar sólidamente en el espíritu infantil los primeros elementos del saber, en forma natural e intuitiva.
Los principios de este método los formuló en el libro “Cómo Gertrudis enseña a sus hijos” (1801). Con todo, hablando sobre el aprendizaje, ya en el “Diario” de 1774, escribe: “no hay aprendizaje que valga nada si desanima o roba la alegría. Mientras el contento le encienda las mejillas, mientras el niño anime su actividad entera de júbilo, de valor y de fervor vital, nada hay que temer. Breves momentos de esfuerzo aderezados de alegría y vivacidad no deprimen el ánimo ... Hacer surgir la calma y la felicidad de la obediencia y el orden, he ahí la verdadera educación a la vida social” (Citado por N. Abbagnano y A. Visalberghi en Historia de la pedagogía, 1995).
La estrecha fusión entre planteamiento teórico y acción vital no le impedía al primero articularse con bastante claridad: al “estado de naturaleza”, entendido como realización del amor inmediato a sí mismo, se contrapone el “estado social”, realización utilitaria de la mayor ventaja para sí mismo obtenida mediante la aceptación de las restricciones y las convenciones sociales. Pero por encima de estos dos momentos se halla el que es verdaderamente moral y realiza al mismo tiempo la espontaneidad del primero y el orden del segundo.
En una palabra, para que la convivencia humana no sea constrictiva, debe basarse en la libre aceptación de los vínculos sociales no por simple cálculo, sino sobre la base del imperativo del deber, es decir, de la autonomía de la vida moral. La educación es precisamente el encadenamiento hacia esa autonomía.
La exigencia de la acción, el rechazo del verbalismo preceptístico presentado por la boca de Glüphi de Leonardo y Gertrudis y en Cómo Getrudis enseña a sus hijos se reafirma como se indica a continuación: “así como las definiciones, cuando preceden a las intuiciones, forman a los necios y presuntuosos, así las disertaciones sobre la virtud, cuando vienen antes que la práctica de la virtud, forman a los ociosos y orgullosos ... La falta de una enseñanza práctica y experimental de la virtud tiene las mismas consecuencias que la falta de una enseñanza práctica y experimental en el campo científico”.
Pestalozzi entiende que una vez que ha fijado el objetivo de la educación elemental en el desarrollo equilibrado y completo de la persona humana, se toman en consideración las tres actividades (intelectual, moral y manual) que se deben desarrollar en sí y en su relación recíproca, y esto deberá acontecer desde su primer manifestarse. De esta forma, la educación se hace concretamente educación de la mente, del corazón y de la mano.
La actividad intelectual comienza con la vida del niño y se pone en marcha a partir de la experiencia sensible. La intuición es su fundamento; es una fuerza apta para dirigir la mente al mundo con el fin de conocerlo y de organizarlo de manera unitaria. Tres son sus elementos: la forma, el número y la palabra, aspectos con los que se ofrece la posibilidad de conocer lo esencial de las cosas y, a la vez, cualidades intrínsecas a las mismas cosas. Pestalozzi lo llama el abecé de la intuición.
De aquí las tres materias fundamentales de la escuela elemental: el dibujo (del que derivan la geometría y la caligrafía), la aritmética y el lenguaje. El conocimiento procede de la intuición a las cosas, para llegar, finalmente, a los juicios, es decir, a la capacidad de evaluación crítica. El orden de la intuición sitúa a la palabra en último lugar, de manera que resulta erróneo comenzar por la educación lingüística; ésta tiene necesidad de basarse en la capacidad de observar, para evitar memorismos y formalismos gramaticales.
Esencialmente, Pestalozzi quiere revalorar la experiencia de primera mano como la única que puede transformarse en un saber sólido, precisamente porque está libre de las trabas del verbalismo huero y pretencioso. Afirma que en Stans ha aprendido a apreciar las ventajas que suponía “la inocente ignorancia” de sus pequeños discípulos. Por ello afirma: “aprendí de ellos a apreciar todo el daño que para la fuerza efectiva de la intuición y para una comprensión auténtica de los objetos circundantes representa el conocimiento del solo alfabeto y la confianza depositada en palabras que, por falta de referencias concretas, no son más que sonidos”.
En su obra el Canto al Cisne, el principio único y fundamental es: “la vida educa”, una admonición para que se realice la máxima simplicidad y naturalidad en todo procedimiento educativo. Es un principio de especial importancia para los fines del aprendizaje de la lengua materna, que en ningún caso “puede ser más rápido que los progresos realizados por el niño en sus funciones intuitivas”.
El francés Marc Antoine Jullien, funcionario napoleónico en Milán, a quien se debe el más amplio testimonio directo sobre Yverdon, que visitó en 1810, describe así la íntima compenetración entre actividades manuales e intelectuales que reinaba en la escuela:
“El método (de Pestalozzi) se funda en la acción, tanto porque el niño encuentra por sí solo los diversos elementos del saber al igual que los desarrollos sucesivos, como porque se ve obligado, a través de signos representativos o construcciones, a hacer visible y sensible lo que ha conseguido. Este principio en virtud del cual el niño sustituye el libro con su experiencia personal, las imágenes con la naturaleza y los objetos, los razonamientos y las abstracciones con ejercicios y hechos, se aplica a cada momento de la instrucción y a todos los ramos del saber ... Se recurre a la acción en todas sus modalidades y formas. El niño observa, investiga, recoge materiales para sus colecciones, experimenta más que estudia, actúa más que aprende ... Esta forma de educación elemental, que obra en lo mínimo del espíritu, se propone dirigir y desenvolver la actividad de éste sobre la base de las percepciones de los objetos y de la naturaleza; en cambio, paralelamente, la educación K (es decir, los trabajos manuales), que es, por el contrario, resultado de una acción desarrollada exteriormente, tiene por objeto dirigir y desarrollar la actividad externa del cuerpo secundada por la inteligencia y enderezada hacia los objetos de la naturaleza”. ( citado por Abbagnano ... , 1995)
B. Adolfo Ferrière (1879-1960) percibe la necesidad de transformación
En 1921 se fundó la Liga Internacional de la Educación Nueva, congreso del cual se escribirá años mas tarde: “era el resultado del movimiento pacifista que había sucedido a la Primera guerra Mundial, pues parecería entonces que para asegurar al mundo un futuro de paz, nada podía ser más eficaz que el desarrollar en las jóvenes generaciones, por medio de una educación apropiada, el respeto a la persona humana, así podrían florecer los sentimientos de solidaridad y de fraternidad humanas, que están en las tipotas de la guerra y la violencia”. (palabras de W. Wallon, citadas en Tran-Thong, ¿Qué ha dicho verdaderamente Wallon?, Doncel, Madrid, 1971)
En “La educación autónoma” (1926), Ferrière señala a la escuela como uno de los culpables de la guerra: “en todos los países de Europa la escuela se ha esforzado por formar al niño para la obediencia pasiva, y no ha hecho nada; sin embargo, para desenvolver el espíritu crítico, ni ha tratado nunca de favorecer la ayuda mutua. Fácil es ver a dónde hubo de conducir a los pueblos ese adiestramiento paciente y continuo”. Según él, la matanza de almas que ocasiona la escuela es anterior a la matanza de los cuerpos que produce la guerra y, en algún modo, es su fuente.
La escuela nueva cuenta con un valioso instrumento: la psicología genética, de la cual Piaget aporta sus valiosos estudios. Esta provee a la educación de las leyes del desarrollo, sus constantes, sus etapas, sus necesidades y otras aspectos que van a facilitar no sólo la nueva teoría pedagógica sino también su acción.
Según Ferrière, esta acción o práctica no debe estar separada de la teoría, en realidad, una y otra son complementarias: “el único medio de hacer progresar la práctica pedagógica es el de conformar su acción al método científico, edificando una teoría justa basada en la experiencia práctica” (Transformemos la escuela, en Publicaciones de la Fraternidad Internacional de Educación, Barcelona, 1929)
La crítica que la escuela nueva hace a la escuela tradicional, puede ejemplificarse en las palabras de Ferrière: “muchos grandes hombres, si no todos, que han conseguido una gran situación en la vida, llegaron a ser lo que son, no debido a la escuela, sino a pesar de ella y fuera de ella. Sus maestros los calificaban de malos alumnos” ((Transformemos...). Y es que, según Ferrière, la escuela supone que todos los niños se pueden interesar, de igual manera, por todas las materias que enseñan. Pues en esto se equivocan, porque los intereses varían tanto con la edad como con el individuo. Con ello, se destruye lo que es la base de la vida moral, de la inteligencia, de la vida estética y de todo lo demás; la energía, el impulso vital.
Los programas de la escuela tradicional recurren a la razón pura con niños que no son capaces de entenderla, ni ejercerla. Esto implica que se recargue cada vez más la memoria con unos conocimientos que no tienen fin. Las escuelas aplican lo que Ferrière ha denominado “el principio de la incompetencia””, sirviéndose de un “tedio cotidiano”, acompañada de infusiones de lógica abstracta, de gramática, de clasificaciones científicas o fechas históricas (Problemas de educación nueva, 1972). La escuela ocasiona el agotamiento que conduce a la mediocridad.
Según Ferrière, la escuela nueva pretende una educación mediante la libertad y para la libertad; fomentando la actividad espontánea, personal y fecunda, base y meta de su trabajo; se centra en la iniciativa del niño y no en los prejuicios del adulto.
Ante la pregunta: ¿Qué es en definitiva la escuela nueva?, Ferrière expresa: “no hay respuesta y por una buena razón; como ella propicia, ante todo, el surgimiento de cuanto hay de bueno en la naturaleza propia del niño, no podría adaptar una definición ni un método a priori” (Transformemos la ...); y este mismo concepto la reafirma más adelante, diciendo: “las nuevas escuelas no podrían considerarse como modelos de escuelas del futuro, pero son su laboratorio” (Transformemos la ...).
El problema del método se plantea en la doble perspectiva en que lo plantean los problemas educativos: la educación intelectual y la educación moral. La primera busca colocar a los niños en presencia de hechos concretos, no de ideas abstractas y, así, su razón debe ser despertada por el contacto directo con la realidad. Mientras la escuela vieja se contenta con “amueblar la inteligencia”, la nueva tiende a formarla, dado que únicamente le interese “enseñarle al niño a aprender”. La educación moral debe tender a lograr que el niño se conozca a sí mismo, partiendo de la experiencia que le produce su relación con los demás.
Estas dos ideas Ferrière las resume así: “la educación intelectual de las escuelas nuevas puede caracterizarse en dos palabras. Como una educación en la que no se impone la ciencia a los niños de fuera a dentro, sino que se les coloca en situación de poderla descubrir o, mejor dicho, de crearla de dentro a fuera. La educación moral se apoya en el mismo principio; en lugar de imponer al niño modos de actuar exteriores, que correrían el riesgo de no ejercer influencia alguna sobre su alma, o hasta de hacérseles antipáticos por resultarles molestos y no vislumbrar su aplicación en la vida, la educación nueva pretende que el niño adquiera ciertos hábitos y adapte su actividad exterior a una regla interior, deseada libremente, por el solo hecho de que la haya juzgado buena en conciencia. En otros términos: no se le impondrá una vida moral de fuera a dentro; se esperará a que por sus experiencias de la vida sienta la necesidad del orden y del bien, y que este sentimiento se desarrolle de dentro a fuera en una actividad conforme al bien” (Problemas de educación nueva, 1972).
Comentando un texto de Pestalozzi referido al actuar del niño, en 1929 Ferrière escribía que “bien puede sacarnos los colores a la cara, a nosotros, hijos del siglo XX, que aún no sabemos, como los sabía Pestalozzi ciento veinte años ha, dar el lugar que les corresponde a las facultades creadoras del niño” (Citado por N. Abbagnano y A. Visalberghi en Historia pedagógica, 1995)
C. Celestín Freinet (1896-1966) caracteriza otra etapa del movimiento de la escuela nueva y su obra y su práctica pedagógica señalan un puesto de madurez indiscutible.
Él afirma: “nunca los movimientos de renovación pedagógica habían partido de la base, de los maestros mismos, de los trabajadores de las escuelas populares. Montessori y Décroly eran médicos, los teóricos de ginebra eran psicólogos y pensadores, Dewey era filósofo; todos ellos lanzaron al viento la semilla de una educación liberada, pero ni trabajaban la tierra en la que debía germinar, ni se cuidaban personalmente de acompañar y dirigir el nacimiento de las nuevas plantas; dejaban, por fuerza, esa ocupación a los técnicos de base, quienes por falta de organización, de instrumentos y de técnicas no lograban convertir sus sueños en realidad. Esto es lo que explica que los mejores métodos no hayan llegado a conmover profundamente al conjunto de las escuelas y que persistía un desequilibrio entre las ideas generosas de unos y la importancia técnica de los otros. Si los grandes pedagogos han sido, en general, ardientes revolucionarios preocupados sobre todo por el desarrollo social y humano del niño pero alejados de las contingencias de la práctica pedagógica, no ha sucedido lo mismo con los que han interpretado sus doctrinas para hacerlas servir al orden social vigente. El control estatal sobre los educadores asalariados es estricto y cualquier fidelidad al espíritu o al ejemplo de los grandes pedagogos es coartada, apelando al sentido de la realidad, si no a otros argumentos más drásticos. De esta forma las ideas de los grandes renovadores han sido esterilizadas o asimiladas por la escolástica o miradas como un ideal inalcanzable por más que se viera lógico y necesario” (Elise, Nacimiento de una pedagogía popular, 1975).
La crítica de Freinet a la escuela tradicional es dura. Sus supuestos psicológicos, pedagógicos y filosóficos, son atacados con fuerza, desenmascarando sus contradicciones y su falta de consistencia. Critica a la escuela por estar al margen de la vida; para él, la escuela es como una isla separada intencionalmente del medio, en la cual hay que entrar en puntillas y en la que hay que aprender a vivir y desenvolverse utilizando técnicas distintas a las utilizadas en este medio. Puesto que está al margen no puede preparar para ella; pero como de todas formas el niño tiene que vivir, busca la forma de aprender a hacerlo fuera de la escuela.
Considera que el desfase entre la escuela y la sociedad será cada vez más acentuado si la escuela permanece adaptada al pasado, pues entonces nos encontramos con que: “por un lado, el medio que progresa a velocidad diez y, por otro, la escuela que progresa a velocidad uno, produciendo un desfase que aumenta y es una de las causas de nuestros males. El educador que permanece a velocidad uno, se acostumbra más o menos a este desfase, pero los niños reaccionan, viven y piensan a velocidad diez con unas longitudes de ondas que no conseguimos captar” (Las enfermedades escolares, 1972).
Según Freinet, el niño necesita unas actividades y tareas que se ajusten a sus necesidades e intereses y es menester darle libertad para realizar estas actividades y tareas según los procedimientos que le son naturales, independientemente de lo que el sistema escolar tenga establecido sobre lo que es el proceso de adquisición del conocimiento; una escuela que ignore esta ley estará condenada al fracaso. En este sentido, tan amenazador es el sistema escolástico tradicional, que pretende orientar demasiado aprisa a los niños hacia los deberes y las lecciones, como la tendencia a la que podría llamarse infantil que, al contrario, parece que quiere conservar al niño en una etapa que ya ha superado.
Como consecuencia de las “desviaciones”, la escuela tradicional produce en el niño desequilibrio, desadaptación, mal humor, repugnancia por la vida. Además, ocasiona el nacimiento de lo que Freinet denomina las “enfermedades escolares”.
Pero la crítica de Freinet no se detiene en la escuela tradicional, llega a la educación nueva o escuela activa. Los principales puntos son:
Por un lado, los movimientos de educación nueva disfrutan de condiciones económicas y ambientales anormalmente favorables, mientras Freinet y los maestros populares se ven obligados a trabajar con la más dura realidad, toda vez que “tenemos ante nuestros ojos a niños que necesitan a menudo pan o vestidos antes que un gran bagaje intelectual; las condiciones materiales son siempre desastrosas”, y quienes practican los nuevos métodos no sólo nadan en la abundancia de materiales y de personas bien calificadas para su trabajo, sino que se encuentran con niños de condiciones óptimas para la práctica pedagógica.
Por otra parte, el mejor método no es el que se argumenta más brillantemente, sino el que en la práctica da resultados más eficaces. La escuela nueva se ha quedado, según Freinet, en la teoría, además, su atmósfera es muy artificial. Estas instituciones conceden demasiada importancia al juego y no precisamente al juego que adapta y libera sino a un juego artificial, preparado de antemano por el educador; de esta forma la escuela nueva se ha fundado no sobre el juego verdadero sino sobre el placer, que son cosas muy distintas. La cuestión no es reemplazar la escuela austera y antinatural por una escuela divertida y alegre. Freinet insiste en diferenciar la escuela atractiva de la escuela de la vida, la concepción intelectualista y verbalista de la nueva educación del enfoque vitalista, centrado en el trabajo de los niños, en la pedagogía que él propone.
La pedagogía de Freinet está muy lejos de ser un recetario de consejos y prácticas. Es ante todo un modo de entender la educación y el proceso educativo; las técnicas servirán para instrumentalizar su filosofía, pero no pueden confundirse con ella. Sin duda, tiene plena confianza en la naturaleza del niño y en sus posibilidades; él las concibe como un torrente cuya fuerza es preciso encausar, pero a lo que la educación no debe oponerse bajo pretextos de orden, disciplina, etc.
Freinet toma la vida en su movimiento y considera al niño en su plena mutabilidad; se trata de una concepción dinámica, alejada del estatismo y la pasividad que los viejos pedagogos (algunos) preconizan.
Desde el amor al trabajo hasta la duda experimental, son numerosas las nociones expuestas y justificadas por Freinet en sus escritos. La del trabajo es una de las nociones fundamentales en la concepción y la práctica educativa de Freinet. El trabajo como actividad útil al individuo y al grupo, como instrumento de aprendizaje individual y social, teórico y práctico.
Francisco Rabelais (1494-1553), Michel Eyquem llamado Montaigne (1533-1592), Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), Juan Enrique Pestalozzi (1746-1827), John Dewey (1859-1952), Federico Fröbel (1782-1852), Georg Michael Kerschensteiner (1854-1932), Adolfo Ferrière (1879-1960), etc., son para Celestín Freinet ilustres predecesores, sus propósitos y proyectos le sirven de reflexión y guían parcialmente su acción.
Según Freinet, los principios educativos de la escuela moderna, son:
a. Finalidad de la educación: Frente a las concepciones utilitaristas e interesadas que no tienen en cuenta el punto de vista de los alumnos, “tendremos que definir nosotros la verdadera finalidad educativa: el niño desenvolverá su personalidad al máximo en el seno de una comunidad racional a la que le sirve y la que le sirve” (Por una escuela del pueblo, 1972). Según Freinet, lo que falta no es el dinero, sino la conciencia de la necesidad de esta adaptación, la conciencia del papel verdadero de la escuela, de su importancia decisiva tanto en la vida de las personas como en la paz y prosperidad de los pueblos.
b. La escuela centrada en el alumno: La escuela tradicional se centra en las materias que se han de enseñar, la escuela moderna se centra en el alumno; las materias incluidas en determinado cunrriculum y las técnicas tienen que desprenderse de las necesidades del niño en pro de las necesidades de la sociedad. Por otro lado, la escuela moderna se centra en el alumno cuando cultiva su éxito en lugar del fracaso, como lo hacía la escuela tradicional. “El individuo no puede vivir sin éxito, pues éste es, para bien o para mal, la afirmación de su vitalidad y de su capacidad” (La educación moral y cívica, 1972).
c. El niño construye su personalidad: Si en las actuales condiciones no puede darse a cada niño la educación apropiada, se intentará prepararlo y ofrecerle un ambiente, un material y una técnica que le faciliten y preparen su futuro. “Nuestro alumno no será en lo absoluto lo que nosotros le habremos enseñado a ser; no reflejará la imagen de las lecciones que le habremos impartido. Estará hecho a imagen del medio que habremos sabido organizarle, impregnado del ejemplo leal del estudio y de acción que le ofrecemos” (La educación moral ...).
d. La escuela del mañana será la escuela del trabajo: La escuela basada en el trabajo es uno de los principios básicos de Freinet y una de las finalidades más buscadas, que equivale a una cultura salida y emanada de la actividad de los propios niños, a una ciencia hija de la experiencia, a un pensamiento continuamente determinado por la realidad y la acción.
Freinet afirma que “llama exclusivamente trabajo a esa actividad que se siente tan íntimamente ligada al ser, que se vuelve una especie de función cuyo ejercicio tiene por sí mismo su propia satisfacción, incluso si requiere fatiga o sufrimiento” (Por una escuela ...)
Según Freinet, las numerosas ambigüedades pervierten la mayoría de los métodos de la educación nueva, y para evitar cualquier equívoco, él propone a partir de 1939 reemplazar esta expresión (escuela nueva) por la de “Escuela Moderna”, con el fin de dar mayor relevancia al carácter específico de su pensamiento y de su acción. Si la escuela nueva no le satisface, por el contrario, la pedagogía “centrada en el cliente” de Carl Rogers, con la que toma contacto en 1964, le parece digna de todo interés y muy próxima a la suya.
Deduce que el proceso de aprendizaje en los escolares debe seguir un método natural que parta de los intereses, necesidades y estado de desarrollo de los estudiantes y para explicar el método adecuado plantea el llamado tanteo experimental, porque, según él, el comienzo de todos los aprendizajes en el niño es sólo un tanteo mecánico, impulsado por la necesidad innata de vivir, cuya interrelación origina una experiencia, que no es otra cosa que una sistematización y utilización, en un nivel superior, de los tanteos mecánicos.
En los Estados Unidos, Dewey crea en 1891 una escuela laboratorio o “escuela experimental”, centrándose en los intereses y necesidades de cada edad, la finalidad de la educación no era ”preparar al adulto que el niño llevaba dentro”, sino ayudar a éste a solucionar los problemas que se le presentaban al contacto con el medio físico y social.
En Italia, Montessori trabaja en su “casa dei bambini”con niños atrasados y descubre principios que trasladará a los niños normales: ante todo, el principio de libertad; no sólo se le permite al niño ser espontáneo sino que se alienta y estimula su espontaneidad. Según sus planteamientos, los intereses y necesidades intelectuales del niño van surgiendo libremente y la actividad que, en forma de juego da respuesta a esos intereses, va educando al niño.
A su vez, en Bélgica, Ovide Décroly (1871-1932) trabaja en su escuela, su base es la misma de los pedagogos anteriores: “el interés”, pero su objetivo es triple:
1) Formar hombres para el mundo de hoy, pero sobre todo para el de mañana, con sus exigencias, deberes, su trabajo.
2) Expansionar todas las virtudes sanas del niño.
3) Poner el espíritu del niño en contacto con la moral humana.
A esta altura del trabajo, nos detendremos a examinar ligeramente las propuestas de Pestalozzi, Ferrière y de Freinet
A. Juan Enrique Pestalozzi (1746-1827) intentó verificar, con la experiencia directa de la acción de educador, la propia doctrina; es más, de vivir al mismo tiempo y con bastante intensidad la teoría y la praxis.
Es de reconocer que hasta él, nadie logró oponer al fracaso repetido de las diversas iniciativas un optimismo tan radical y pujante en la eficacia de la educación y en la posibilidad de mejorar, mediante la cultura, también las condiciones económicas y sociales del pueblo.
Las enseñanzas de los fisiócratas, el “retorno a la naturaleza” predicado por Rousseau, la filantrópica exigencia de ofrecer al pueblo medios de reeducación y bienestar por medio del trabajo, confirmaban a Pestalozzi en sus proyectos agrarios hechos económicamente posibles gracias al matrimonio con Anna Schulthess, conquistada también por los ideales del esposo.
La evaluación de sus fracasos en la Granja Neuhof y particularmente el experimento pedagógico con niños tarados y vagabundos y cuando veía naufragar sus sueños, decidió perseguir, en calidad de escritor, aquellos mismos ideales educativos y filantrópicos hacia los cuales había orientado su obra práctica.
En 1781 publicó la novela Leonardo y Gertrudis, obra pedagógica de carácter popular. En ella muestra a una mujer de pueblo, llena de fe, amor y valentía, Gertrudis, madre y esposa, dotada no sólo de gran energía moral sino también de un profundo sentido práctico, emprende, primero sola, luego con la ayuda del párroco Ernst y el castellano Arner la más apasionada de las luchas por reconquistar al marido Leonardo, extraviado en Hummel, y restituido al trabajo y a la familia. Su ejemplo actúa como una fuerza renovadora incluso sobre el ambiente circundante y se produce un cambio radical en la vida de la aldea donde al final triunfan las fuerzas del bien. Estas fuerzas, simbolizadas por los personajes de Gertrudis, Ernst y Arner, son, pues, la familia, la religión, y la ley.
Luego, Pestalozzi decidió escribir una continuación de la novela en tres volúmenes (el último de los cuales apareció en 1787) y atribuyó un papel central a un nuevo personaje que encarna la función de las escuelas: Glüphi, viejo oficial retirado, que se improvisa maestro elemental con el preciso propósito de acabar con el predominante verbalismo (“son las acciones las que instruyen al hombre; las acciones las que le dan consuelo, ¡basta de palabras!”). En la escuela, estudio y trabajo marcha estrechamente unidos y la aldea entera empieza poco a poco a colaborar de mil maneras en su obra educativa.
Bajo la guía de Glüphi, los muchachos estudian el ambiente en que viven, mientras Glüphi estudia, sin demostrarlo, a los muchachos, en tanto que visitan talleres y tiendas y practican varias actividades, pues considera como su responsabilidad encaminar hacia profesiones calificadas y apropiadas sobre todo a aquellos cuyas familias carecen de propiedades y que, por lo tanto, estarían destinados a la mísera existencia de los jornaleros agrícolas.
El fruto más maduro de su pensamiento sobre la esencia y el destino de la humanidad fue “Mis investigaciones sobre el curso de la naturaleza en el desarrollo del género humano”, publicado en 1797. Al año siguiente rechazó ofrecimientos de cargos públicos, así como la dirección de una escuela magisterial; en cambio, pidió y obtuvo (a los 52 años de edad) un puesto de simple maestro de un grupo de niños huérfanos, víctimas de la guerra, en Stans, en el Unterwalden.
En 1799, el gobierno helvético asignó a Pestalozzi el castillo de Burgdorf para que prosiguiera sus experimentos pedagógicos. Trató de llevar a su máximo desarrollo un método de “educación elemental” capaz de radicar sólidamente en el espíritu infantil los primeros elementos del saber, en forma natural e intuitiva.
Los principios de este método los formuló en el libro “Cómo Gertrudis enseña a sus hijos” (1801). Con todo, hablando sobre el aprendizaje, ya en el “Diario” de 1774, escribe: “no hay aprendizaje que valga nada si desanima o roba la alegría. Mientras el contento le encienda las mejillas, mientras el niño anime su actividad entera de júbilo, de valor y de fervor vital, nada hay que temer. Breves momentos de esfuerzo aderezados de alegría y vivacidad no deprimen el ánimo ... Hacer surgir la calma y la felicidad de la obediencia y el orden, he ahí la verdadera educación a la vida social” (Citado por N. Abbagnano y A. Visalberghi en Historia de la pedagogía, 1995).
La estrecha fusión entre planteamiento teórico y acción vital no le impedía al primero articularse con bastante claridad: al “estado de naturaleza”, entendido como realización del amor inmediato a sí mismo, se contrapone el “estado social”, realización utilitaria de la mayor ventaja para sí mismo obtenida mediante la aceptación de las restricciones y las convenciones sociales. Pero por encima de estos dos momentos se halla el que es verdaderamente moral y realiza al mismo tiempo la espontaneidad del primero y el orden del segundo.
En una palabra, para que la convivencia humana no sea constrictiva, debe basarse en la libre aceptación de los vínculos sociales no por simple cálculo, sino sobre la base del imperativo del deber, es decir, de la autonomía de la vida moral. La educación es precisamente el encadenamiento hacia esa autonomía.
La exigencia de la acción, el rechazo del verbalismo preceptístico presentado por la boca de Glüphi de Leonardo y Gertrudis y en Cómo Getrudis enseña a sus hijos se reafirma como se indica a continuación: “así como las definiciones, cuando preceden a las intuiciones, forman a los necios y presuntuosos, así las disertaciones sobre la virtud, cuando vienen antes que la práctica de la virtud, forman a los ociosos y orgullosos ... La falta de una enseñanza práctica y experimental de la virtud tiene las mismas consecuencias que la falta de una enseñanza práctica y experimental en el campo científico”.
Pestalozzi entiende que una vez que ha fijado el objetivo de la educación elemental en el desarrollo equilibrado y completo de la persona humana, se toman en consideración las tres actividades (intelectual, moral y manual) que se deben desarrollar en sí y en su relación recíproca, y esto deberá acontecer desde su primer manifestarse. De esta forma, la educación se hace concretamente educación de la mente, del corazón y de la mano.
La actividad intelectual comienza con la vida del niño y se pone en marcha a partir de la experiencia sensible. La intuición es su fundamento; es una fuerza apta para dirigir la mente al mundo con el fin de conocerlo y de organizarlo de manera unitaria. Tres son sus elementos: la forma, el número y la palabra, aspectos con los que se ofrece la posibilidad de conocer lo esencial de las cosas y, a la vez, cualidades intrínsecas a las mismas cosas. Pestalozzi lo llama el abecé de la intuición.
De aquí las tres materias fundamentales de la escuela elemental: el dibujo (del que derivan la geometría y la caligrafía), la aritmética y el lenguaje. El conocimiento procede de la intuición a las cosas, para llegar, finalmente, a los juicios, es decir, a la capacidad de evaluación crítica. El orden de la intuición sitúa a la palabra en último lugar, de manera que resulta erróneo comenzar por la educación lingüística; ésta tiene necesidad de basarse en la capacidad de observar, para evitar memorismos y formalismos gramaticales.
Esencialmente, Pestalozzi quiere revalorar la experiencia de primera mano como la única que puede transformarse en un saber sólido, precisamente porque está libre de las trabas del verbalismo huero y pretencioso. Afirma que en Stans ha aprendido a apreciar las ventajas que suponía “la inocente ignorancia” de sus pequeños discípulos. Por ello afirma: “aprendí de ellos a apreciar todo el daño que para la fuerza efectiva de la intuición y para una comprensión auténtica de los objetos circundantes representa el conocimiento del solo alfabeto y la confianza depositada en palabras que, por falta de referencias concretas, no son más que sonidos”.
En su obra el Canto al Cisne, el principio único y fundamental es: “la vida educa”, una admonición para que se realice la máxima simplicidad y naturalidad en todo procedimiento educativo. Es un principio de especial importancia para los fines del aprendizaje de la lengua materna, que en ningún caso “puede ser más rápido que los progresos realizados por el niño en sus funciones intuitivas”.
El francés Marc Antoine Jullien, funcionario napoleónico en Milán, a quien se debe el más amplio testimonio directo sobre Yverdon, que visitó en 1810, describe así la íntima compenetración entre actividades manuales e intelectuales que reinaba en la escuela:
“El método (de Pestalozzi) se funda en la acción, tanto porque el niño encuentra por sí solo los diversos elementos del saber al igual que los desarrollos sucesivos, como porque se ve obligado, a través de signos representativos o construcciones, a hacer visible y sensible lo que ha conseguido. Este principio en virtud del cual el niño sustituye el libro con su experiencia personal, las imágenes con la naturaleza y los objetos, los razonamientos y las abstracciones con ejercicios y hechos, se aplica a cada momento de la instrucción y a todos los ramos del saber ... Se recurre a la acción en todas sus modalidades y formas. El niño observa, investiga, recoge materiales para sus colecciones, experimenta más que estudia, actúa más que aprende ... Esta forma de educación elemental, que obra en lo mínimo del espíritu, se propone dirigir y desenvolver la actividad de éste sobre la base de las percepciones de los objetos y de la naturaleza; en cambio, paralelamente, la educación K (es decir, los trabajos manuales), que es, por el contrario, resultado de una acción desarrollada exteriormente, tiene por objeto dirigir y desarrollar la actividad externa del cuerpo secundada por la inteligencia y enderezada hacia los objetos de la naturaleza”. ( citado por Abbagnano ... , 1995)
B. Adolfo Ferrière (1879-1960) percibe la necesidad de transformación
En 1921 se fundó la Liga Internacional de la Educación Nueva, congreso del cual se escribirá años mas tarde: “era el resultado del movimiento pacifista que había sucedido a la Primera guerra Mundial, pues parecería entonces que para asegurar al mundo un futuro de paz, nada podía ser más eficaz que el desarrollar en las jóvenes generaciones, por medio de una educación apropiada, el respeto a la persona humana, así podrían florecer los sentimientos de solidaridad y de fraternidad humanas, que están en las tipotas de la guerra y la violencia”. (palabras de W. Wallon, citadas en Tran-Thong, ¿Qué ha dicho verdaderamente Wallon?, Doncel, Madrid, 1971)
En “La educación autónoma” (1926), Ferrière señala a la escuela como uno de los culpables de la guerra: “en todos los países de Europa la escuela se ha esforzado por formar al niño para la obediencia pasiva, y no ha hecho nada; sin embargo, para desenvolver el espíritu crítico, ni ha tratado nunca de favorecer la ayuda mutua. Fácil es ver a dónde hubo de conducir a los pueblos ese adiestramiento paciente y continuo”. Según él, la matanza de almas que ocasiona la escuela es anterior a la matanza de los cuerpos que produce la guerra y, en algún modo, es su fuente.
La escuela nueva cuenta con un valioso instrumento: la psicología genética, de la cual Piaget aporta sus valiosos estudios. Esta provee a la educación de las leyes del desarrollo, sus constantes, sus etapas, sus necesidades y otras aspectos que van a facilitar no sólo la nueva teoría pedagógica sino también su acción.
Según Ferrière, esta acción o práctica no debe estar separada de la teoría, en realidad, una y otra son complementarias: “el único medio de hacer progresar la práctica pedagógica es el de conformar su acción al método científico, edificando una teoría justa basada en la experiencia práctica” (Transformemos la escuela, en Publicaciones de la Fraternidad Internacional de Educación, Barcelona, 1929)
La crítica que la escuela nueva hace a la escuela tradicional, puede ejemplificarse en las palabras de Ferrière: “muchos grandes hombres, si no todos, que han conseguido una gran situación en la vida, llegaron a ser lo que son, no debido a la escuela, sino a pesar de ella y fuera de ella. Sus maestros los calificaban de malos alumnos” ((Transformemos...). Y es que, según Ferrière, la escuela supone que todos los niños se pueden interesar, de igual manera, por todas las materias que enseñan. Pues en esto se equivocan, porque los intereses varían tanto con la edad como con el individuo. Con ello, se destruye lo que es la base de la vida moral, de la inteligencia, de la vida estética y de todo lo demás; la energía, el impulso vital.
Los programas de la escuela tradicional recurren a la razón pura con niños que no son capaces de entenderla, ni ejercerla. Esto implica que se recargue cada vez más la memoria con unos conocimientos que no tienen fin. Las escuelas aplican lo que Ferrière ha denominado “el principio de la incompetencia””, sirviéndose de un “tedio cotidiano”, acompañada de infusiones de lógica abstracta, de gramática, de clasificaciones científicas o fechas históricas (Problemas de educación nueva, 1972). La escuela ocasiona el agotamiento que conduce a la mediocridad.
Según Ferrière, la escuela nueva pretende una educación mediante la libertad y para la libertad; fomentando la actividad espontánea, personal y fecunda, base y meta de su trabajo; se centra en la iniciativa del niño y no en los prejuicios del adulto.
Ante la pregunta: ¿Qué es en definitiva la escuela nueva?, Ferrière expresa: “no hay respuesta y por una buena razón; como ella propicia, ante todo, el surgimiento de cuanto hay de bueno en la naturaleza propia del niño, no podría adaptar una definición ni un método a priori” (Transformemos la ...); y este mismo concepto la reafirma más adelante, diciendo: “las nuevas escuelas no podrían considerarse como modelos de escuelas del futuro, pero son su laboratorio” (Transformemos la ...).
El problema del método se plantea en la doble perspectiva en que lo plantean los problemas educativos: la educación intelectual y la educación moral. La primera busca colocar a los niños en presencia de hechos concretos, no de ideas abstractas y, así, su razón debe ser despertada por el contacto directo con la realidad. Mientras la escuela vieja se contenta con “amueblar la inteligencia”, la nueva tiende a formarla, dado que únicamente le interese “enseñarle al niño a aprender”. La educación moral debe tender a lograr que el niño se conozca a sí mismo, partiendo de la experiencia que le produce su relación con los demás.
Estas dos ideas Ferrière las resume así: “la educación intelectual de las escuelas nuevas puede caracterizarse en dos palabras. Como una educación en la que no se impone la ciencia a los niños de fuera a dentro, sino que se les coloca en situación de poderla descubrir o, mejor dicho, de crearla de dentro a fuera. La educación moral se apoya en el mismo principio; en lugar de imponer al niño modos de actuar exteriores, que correrían el riesgo de no ejercer influencia alguna sobre su alma, o hasta de hacérseles antipáticos por resultarles molestos y no vislumbrar su aplicación en la vida, la educación nueva pretende que el niño adquiera ciertos hábitos y adapte su actividad exterior a una regla interior, deseada libremente, por el solo hecho de que la haya juzgado buena en conciencia. En otros términos: no se le impondrá una vida moral de fuera a dentro; se esperará a que por sus experiencias de la vida sienta la necesidad del orden y del bien, y que este sentimiento se desarrolle de dentro a fuera en una actividad conforme al bien” (Problemas de educación nueva, 1972).
Comentando un texto de Pestalozzi referido al actuar del niño, en 1929 Ferrière escribía que “bien puede sacarnos los colores a la cara, a nosotros, hijos del siglo XX, que aún no sabemos, como los sabía Pestalozzi ciento veinte años ha, dar el lugar que les corresponde a las facultades creadoras del niño” (Citado por N. Abbagnano y A. Visalberghi en Historia pedagógica, 1995)
C. Celestín Freinet (1896-1966) caracteriza otra etapa del movimiento de la escuela nueva y su obra y su práctica pedagógica señalan un puesto de madurez indiscutible.
Él afirma: “nunca los movimientos de renovación pedagógica habían partido de la base, de los maestros mismos, de los trabajadores de las escuelas populares. Montessori y Décroly eran médicos, los teóricos de ginebra eran psicólogos y pensadores, Dewey era filósofo; todos ellos lanzaron al viento la semilla de una educación liberada, pero ni trabajaban la tierra en la que debía germinar, ni se cuidaban personalmente de acompañar y dirigir el nacimiento de las nuevas plantas; dejaban, por fuerza, esa ocupación a los técnicos de base, quienes por falta de organización, de instrumentos y de técnicas no lograban convertir sus sueños en realidad. Esto es lo que explica que los mejores métodos no hayan llegado a conmover profundamente al conjunto de las escuelas y que persistía un desequilibrio entre las ideas generosas de unos y la importancia técnica de los otros. Si los grandes pedagogos han sido, en general, ardientes revolucionarios preocupados sobre todo por el desarrollo social y humano del niño pero alejados de las contingencias de la práctica pedagógica, no ha sucedido lo mismo con los que han interpretado sus doctrinas para hacerlas servir al orden social vigente. El control estatal sobre los educadores asalariados es estricto y cualquier fidelidad al espíritu o al ejemplo de los grandes pedagogos es coartada, apelando al sentido de la realidad, si no a otros argumentos más drásticos. De esta forma las ideas de los grandes renovadores han sido esterilizadas o asimiladas por la escolástica o miradas como un ideal inalcanzable por más que se viera lógico y necesario” (Elise, Nacimiento de una pedagogía popular, 1975).
La crítica de Freinet a la escuela tradicional es dura. Sus supuestos psicológicos, pedagógicos y filosóficos, son atacados con fuerza, desenmascarando sus contradicciones y su falta de consistencia. Critica a la escuela por estar al margen de la vida; para él, la escuela es como una isla separada intencionalmente del medio, en la cual hay que entrar en puntillas y en la que hay que aprender a vivir y desenvolverse utilizando técnicas distintas a las utilizadas en este medio. Puesto que está al margen no puede preparar para ella; pero como de todas formas el niño tiene que vivir, busca la forma de aprender a hacerlo fuera de la escuela.
Considera que el desfase entre la escuela y la sociedad será cada vez más acentuado si la escuela permanece adaptada al pasado, pues entonces nos encontramos con que: “por un lado, el medio que progresa a velocidad diez y, por otro, la escuela que progresa a velocidad uno, produciendo un desfase que aumenta y es una de las causas de nuestros males. El educador que permanece a velocidad uno, se acostumbra más o menos a este desfase, pero los niños reaccionan, viven y piensan a velocidad diez con unas longitudes de ondas que no conseguimos captar” (Las enfermedades escolares, 1972).
Según Freinet, el niño necesita unas actividades y tareas que se ajusten a sus necesidades e intereses y es menester darle libertad para realizar estas actividades y tareas según los procedimientos que le son naturales, independientemente de lo que el sistema escolar tenga establecido sobre lo que es el proceso de adquisición del conocimiento; una escuela que ignore esta ley estará condenada al fracaso. En este sentido, tan amenazador es el sistema escolástico tradicional, que pretende orientar demasiado aprisa a los niños hacia los deberes y las lecciones, como la tendencia a la que podría llamarse infantil que, al contrario, parece que quiere conservar al niño en una etapa que ya ha superado.
Como consecuencia de las “desviaciones”, la escuela tradicional produce en el niño desequilibrio, desadaptación, mal humor, repugnancia por la vida. Además, ocasiona el nacimiento de lo que Freinet denomina las “enfermedades escolares”.
Pero la crítica de Freinet no se detiene en la escuela tradicional, llega a la educación nueva o escuela activa. Los principales puntos son:
Por un lado, los movimientos de educación nueva disfrutan de condiciones económicas y ambientales anormalmente favorables, mientras Freinet y los maestros populares se ven obligados a trabajar con la más dura realidad, toda vez que “tenemos ante nuestros ojos a niños que necesitan a menudo pan o vestidos antes que un gran bagaje intelectual; las condiciones materiales son siempre desastrosas”, y quienes practican los nuevos métodos no sólo nadan en la abundancia de materiales y de personas bien calificadas para su trabajo, sino que se encuentran con niños de condiciones óptimas para la práctica pedagógica.
Por otra parte, el mejor método no es el que se argumenta más brillantemente, sino el que en la práctica da resultados más eficaces. La escuela nueva se ha quedado, según Freinet, en la teoría, además, su atmósfera es muy artificial. Estas instituciones conceden demasiada importancia al juego y no precisamente al juego que adapta y libera sino a un juego artificial, preparado de antemano por el educador; de esta forma la escuela nueva se ha fundado no sobre el juego verdadero sino sobre el placer, que son cosas muy distintas. La cuestión no es reemplazar la escuela austera y antinatural por una escuela divertida y alegre. Freinet insiste en diferenciar la escuela atractiva de la escuela de la vida, la concepción intelectualista y verbalista de la nueva educación del enfoque vitalista, centrado en el trabajo de los niños, en la pedagogía que él propone.
La pedagogía de Freinet está muy lejos de ser un recetario de consejos y prácticas. Es ante todo un modo de entender la educación y el proceso educativo; las técnicas servirán para instrumentalizar su filosofía, pero no pueden confundirse con ella. Sin duda, tiene plena confianza en la naturaleza del niño y en sus posibilidades; él las concibe como un torrente cuya fuerza es preciso encausar, pero a lo que la educación no debe oponerse bajo pretextos de orden, disciplina, etc.
Freinet toma la vida en su movimiento y considera al niño en su plena mutabilidad; se trata de una concepción dinámica, alejada del estatismo y la pasividad que los viejos pedagogos (algunos) preconizan.
Desde el amor al trabajo hasta la duda experimental, son numerosas las nociones expuestas y justificadas por Freinet en sus escritos. La del trabajo es una de las nociones fundamentales en la concepción y la práctica educativa de Freinet. El trabajo como actividad útil al individuo y al grupo, como instrumento de aprendizaje individual y social, teórico y práctico.
Francisco Rabelais (1494-1553), Michel Eyquem llamado Montaigne (1533-1592), Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), Juan Enrique Pestalozzi (1746-1827), John Dewey (1859-1952), Federico Fröbel (1782-1852), Georg Michael Kerschensteiner (1854-1932), Adolfo Ferrière (1879-1960), etc., son para Celestín Freinet ilustres predecesores, sus propósitos y proyectos le sirven de reflexión y guían parcialmente su acción.
Según Freinet, los principios educativos de la escuela moderna, son:
a. Finalidad de la educación: Frente a las concepciones utilitaristas e interesadas que no tienen en cuenta el punto de vista de los alumnos, “tendremos que definir nosotros la verdadera finalidad educativa: el niño desenvolverá su personalidad al máximo en el seno de una comunidad racional a la que le sirve y la que le sirve” (Por una escuela del pueblo, 1972). Según Freinet, lo que falta no es el dinero, sino la conciencia de la necesidad de esta adaptación, la conciencia del papel verdadero de la escuela, de su importancia decisiva tanto en la vida de las personas como en la paz y prosperidad de los pueblos.
b. La escuela centrada en el alumno: La escuela tradicional se centra en las materias que se han de enseñar, la escuela moderna se centra en el alumno; las materias incluidas en determinado cunrriculum y las técnicas tienen que desprenderse de las necesidades del niño en pro de las necesidades de la sociedad. Por otro lado, la escuela moderna se centra en el alumno cuando cultiva su éxito en lugar del fracaso, como lo hacía la escuela tradicional. “El individuo no puede vivir sin éxito, pues éste es, para bien o para mal, la afirmación de su vitalidad y de su capacidad” (La educación moral y cívica, 1972).
c. El niño construye su personalidad: Si en las actuales condiciones no puede darse a cada niño la educación apropiada, se intentará prepararlo y ofrecerle un ambiente, un material y una técnica que le faciliten y preparen su futuro. “Nuestro alumno no será en lo absoluto lo que nosotros le habremos enseñado a ser; no reflejará la imagen de las lecciones que le habremos impartido. Estará hecho a imagen del medio que habremos sabido organizarle, impregnado del ejemplo leal del estudio y de acción que le ofrecemos” (La educación moral ...).
d. La escuela del mañana será la escuela del trabajo: La escuela basada en el trabajo es uno de los principios básicos de Freinet y una de las finalidades más buscadas, que equivale a una cultura salida y emanada de la actividad de los propios niños, a una ciencia hija de la experiencia, a un pensamiento continuamente determinado por la realidad y la acción.
Freinet afirma que “llama exclusivamente trabajo a esa actividad que se siente tan íntimamente ligada al ser, que se vuelve una especie de función cuyo ejercicio tiene por sí mismo su propia satisfacción, incluso si requiere fatiga o sufrimiento” (Por una escuela ...)
Según Freinet, las numerosas ambigüedades pervierten la mayoría de los métodos de la educación nueva, y para evitar cualquier equívoco, él propone a partir de 1939 reemplazar esta expresión (escuela nueva) por la de “Escuela Moderna”, con el fin de dar mayor relevancia al carácter específico de su pensamiento y de su acción. Si la escuela nueva no le satisface, por el contrario, la pedagogía “centrada en el cliente” de Carl Rogers, con la que toma contacto en 1964, le parece digna de todo interés y muy próxima a la suya.
Deduce que el proceso de aprendizaje en los escolares debe seguir un método natural que parta de los intereses, necesidades y estado de desarrollo de los estudiantes y para explicar el método adecuado plantea el llamado tanteo experimental, porque, según él, el comienzo de todos los aprendizajes en el niño es sólo un tanteo mecánico, impulsado por la necesidad innata de vivir, cuya interrelación origina una experiencia, que no es otra cosa que una sistematización y utilización, en un nivel superior, de los tanteos mecánicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario