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domingo, 27 de diciembre de 2009

PROPUESTA TRADICIONAL O REFLEXIÓN CRÍTICA -12-


Nadie educa a nadie; los hombres se educan en comunión, mediatizados por el mundo. (Freire)

Una primera indagación permite distinguir un doble tipo de educación (teórica y práctica) basado sea en la aceptación de una tradición que tiende a reproducirse y repetirse, sea en una actitud que, fundada en una meditación, es decir,  en una reflexión más o menos crítica, conduce a innovaciones que en algunos casos coinciden con el rechazo del pasado.

Pues, sociológicamente unas posiciones permiten individuar la educación como un fenómeno típico de las sociedades cerradas (conservadoras) o de las sociedades abiertas (innovadoras), otras justifican la especificación de la pedagogía con los atributos de la retrospectiva y de la prospectiva. La primera mira al pasado, intentando recoger (por lo menos en algo) lo mejor de una experiencia convalidada por el tiempo; la segunda se orienta hacia el futuro, en correspondencia con aquella lógica de la educación que es llamada a actuar para el mañana.

Es en este contexto que podríamos hablar de teorías (y de sus praxis correspondientes) conservadoras o reformistas o hasta revolucionarias, de conformidad con las relaciones que se establecen entre el presente  y el pasado, incluso, pudiendo hablarse de teorías utópicas, no sólo en el sentido de que no parecen poder encontrar su correspondencia en la praxis, sino precisamente en cuanto se ofrecen como una propuesta carente de lugar en el tiempo y en el espacio.

Este planteamiento se caracteriza por las siguientes formas de definiciones:

  1) Filosóficas:

a.    Verdades universales que no admiten discusión.
b.    Lo cultural es lo que permanece y por lo tanto es estático.
c.    Lo esencial del hombre se repite en todos los lugares y situaciones.
d.    Se educa para la vida.

 2) Pedagógicas:

a.    El aprendizaje se encuentra subordinado a la enseñanza.
b.    El esfuerzo en el dominio de los conceptos antecede a la acción.
c.    La competencia como base de la superación.

  3) Didáctico normativas:

a.    La exposición es la metodología básica para la transmisión del conocimiento.
b.    En la repetición de actividades físicas o mentales se encuentra la clave del crecimiento educativo.
c.    Los contenidos de la enseñanza, se ordenan lógicamente, en programas concebidos por el docente que relacionan al educando con valores permanentes.

Entre estos puntos, que entendemos esenciales en la escuela tradicional, existe una coherencia y unidad conceptual. Así concebida la educación, está unida al criterio de que la acumulación de conocimientos es lo más importante a tener en cuenta y, por lo tanto, la dirección del proceso educativo se orienta desde el exterior hacia el interior del educando. Los contenidos de tipo intelectual son los prioritarios.

Los basamentos que la constituyen, no fueron dados todos de una vez, ni para una época determinada. Mucho menos fueron producto de la elaboración sistemática proveniente de figuras claves de la pedagogía universal.

Por ello, es necesario precisar y diferenciar qué se entiende por tradicionalismo en la educación, desde antes del siglo XVIII y hasta principios del 1900 y qué entendemos por actitudes tradicionalistas en la actualidad. El tradicionalismo de hoy es producto, en unos casos, de un acto defensivo de la escuela o del docente que no podía explicar  (de manera científica) el accionar del niño en la estructura escolar, o en otros casos,  de una intención que por la vía de un rígido control del educando, en el nivel de lo cognoscitivo, en sus modos de relación con sus padres y sus superiores, etc., se ayude a la perduración de estructuras económicas y sociales que comienzan a ser cuestionadas fuera del ámbito escolar.

El conservadurismo y la continuidad de unas costumbres  educativas tradicionales, encuentra su fundamento no sólo en la incidencia escasa o nula del pensamiento reflexivo, sino también allí donde, de dicho pensamiento derive una interpretación de la realidad humana que justifique un cierto inmovilismo o considere la permanencia del pasado como algo significativa para la explicación de la historia de los hombres, siempre que no llegue a formas de determinismo que condiciona en mayor o en menor medida el presente o incluso el futuro, precisamente sobre la base del pasado.

Frente a las múltiples aunque análogas formulaciones deterministas, es claro que se ubican aquellas teorías que sustituyen la continuidad de la historia con la discontinuidad, y que debido a la contingencia de los acontecimientos, con la libertad humana, evidencian la radical y constitutiva capacidad de innovación, de transformación y de creatividad.

Por esta senda, se corre el peligro de llegar a formas extremas de individualismo, que encuentra su interpretación en el solipsismo teórico, o aún más, en el anarquismo histórico-práctico, actitud sobre la cual la historia ofrece (en el transcurso) un testimonio reiterado. Tal peligro invalida la misma sustancia de la educación, que es un hecho social. Pero de ese peligro que algunas veces se ha hecho presente y vital, en algunos casos deriva una advertencia (respecto a un conformismo cómodo) y una provocación (respecto a un proyecto que nazca de una libertad orientada hacia el futuro).

Tales indicaciones pueden manifestarse en una teorización de tipo inmanentista o de tipo trascendentalista.

Pero, hablar de inmanencia y de trascendencia en el ámbito educativo o pedagógico conlleva posibilidades de interpretaciones con un radio más amplio y, especialmente, con diversos niveles de lectura. Pues, no sólo nos situamos a un nivel temporal o cronológico (o quizá lógico-cronológico), sino también a un nivel ontológico y antropológico, a nivel teleológico e incluso a nivel metodológico.

Si el acontecimiento educativo está totalmente encerrado en sí mismo (inmanente) o si comporta un remitirse a algo diferente (trascendente), de manera que precisamente de esta trascendencia resulte también su valor, tal trascendencia puede encontrar un significado ulterior en el ámbito religioso o ético, que no servirá más que para individuar posteriormente, en una formulación más analítica, la posibilidad de una denominación semejante para cada una de las formas educativas.

De hecho, permanece la validez de definir como trascendentes todas aquellas teorizaciones (y las praxis correspondientes) que obligan a aprehender la educación en su ulterioridad, cualquiera que sea el sentido que se le pueda atribuir a este término.

Isidoro de Sevilla (560-631), en la enciclopedia “Etimologías” (compendio de la ciencia antigua y fuente de innumerables tratados medievales), ubica las etapas del hombre en siete:

a.    la infancia, edad de la dentición y de la incapacidad de hablar (que duraba hasta los siete años);
b.    la puericia, de otros siete años;
c.    la adolescencia (que se concluye a los 28 años, en unos intérpretes a los veintiuno y en otros a los treinta y cinco);
d.    la juventud o edad del medio, que marca el culmen de la fuerza vital y que para Isidoro se concluye a los 45 años, para otros a los 50;
e.    la edad madura, con características intermedias entre juventud y vejez;
f.    la vejez; y
g.    la decrepitud.

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