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lunes, 7 de diciembre de 2009

VII BALOMA: LOS ESPIRITUS DE LOS MUERTOS EN LAS ISLAS TROBIAN


VII

Parecería del todo seguro afirmar aquí que la creencia en la reencarnación, y las opiniones en torno a un espíritu que se inserta o penetra en la matriz de la madre, excluyen todo conocimiento del proceso fisiológico de la fecundación. Sin embargo, cualquier conclusión o argumentación basada en la ley de la contradicción lógica resulta absolutamente fútil en el reino de las creencias, ya sean salvajes o civilizadas. Dos creencias del todo contradictorias entre sí en base lógica pueden coexistir, mientras que una inferencia perfectamente obvia a partir de un dogma firmemente establecido puede ser simplemente dejada a un lado. De esta suerte, el único medio seguro del que puede hacer uso el etnógrafo consiste en investigar todos los detalles de la creencia de los nativos y en no fiarse de conclusión alguna que le haya llegado por pura inferencia lógica.

La a afirmación general de que los aborígenes ignoran por completo la existencia de la fecundación fisiológica puede exponerse de un modo absolutamente seguro y además correcto, y sin embargo es del todo necesario, a pesar de la indudable dificultad del tema, entrar en detalles para evitar así serias equivocaciones.
Ya desde el comienzo tenemos que dejar sentada una distinción: la que por un lado separa la fecundación, esto es, la idea de que el padre tiene su parte en la creación del cuerpo del pequeño, y por otro, la acción puramente física de la cópula. Por lo que respecta a la segunda, la opinión expuesta por los nativos puede formularse como sigue: la mujer tiene que haber pasado por la vida del sexo antes de poder albergar una criatura en su matriz.

Estuve obligado a hacer la distinción expuesta arriba bajo el peso de la información que fui recogiendo, pues era menester explicar ciertas contradicciones que surgieron en el curso de la investigación. Por consiguiente, es preciso aceptarla como una distinción «natural» que corresponde al punto de vista del aborigen y que además lo expresa. De hecho, era imposible prever el modo según el que los nativos considerarían cosas tales y de qué lado enfocarían el conocimiento correcto de los hechos. Con todo, una vez hecha esta distinción, su importancia teórica resulta evidente. Es claro que sólo el conocimiento del primer hecho (o sea, el papel desempeñado por el padre en la fecundación) tendría influencia a la hora de modular las ciencias de los nativos con respecto a la parentela. En cuanto el padre no tiene nada que ver en la formación del cuerpo del niño (en las ideas de un pueblo), ya no puede ser cuestión de consanguinidad en la línea agnática. Un papel meramente mecánico, en el sentido de abrir el camino del niño en la matriz y fuera de ella, no es de importancia fundamental. El estadio del saber en Kiriwina está precisamente en el punto en el que existe una idea vaga en cuanto a que existe algún nexo entre la relación sexual y el embarazo, mientras que, por el contrario, no se da idea alguna que concierna a la contribución del varón a una vida nueva que se forma en el cuerpo de la mujer.

Resumiré los datos que me han llevado a hacer tal afirmación. Comencemos por la ignorancia del papel del padre: a las preguntas directas que hice en cuanto a la causa (u'ula) de la creación de un niño, o del embarazo de una mujer, recibí la invariable respuesta de: Baloma boge isaika (el baloma se lo dio»).
Como todas las preguntas relativas a la u’ula, ésta ha de hacerse con paciencia y discriminación, y puede ser que en ocasiones se quede sin respuesta. Pero en la multitud de casos en que expuse esta pregunta de manera directa y franca, y cuando era comprendida, recibí esa respuesta, aunque es menester que añada de seguido que en ocasiones se complicaba de una manera extremadamente enredosa, con insinuaciones respecto al coito.

Como yo resultaba confundido por todo eso y tenía, por otra parte, gran interés en clarificar ese punto, abordé la cuestión siempre que podía darle un enfoque de cosa secundaria, formulándola en abstracto y tratándola muy frecuentemente en forma de ejemplos concretos siempre que un caso cualquiera de embarazo, pasado o presente, era el tema de la conversación.
Especialmente interesantes y cruciales fueron los casos en los que la mujer preñada estaba soltera.

Cuando yo preguntaba quién era el padre de un niño ilegítimo sólo me contestaban esto, a saber, que por no estar casada la muchacha no había padre alguno. Si a continuación yo preguntaba, en términos del todo claros, quién era el padre fisiológico, mi pregunta no era comprendida, y cuando el tema se discutía más detalladamente y formulaba mi pregunta de esta manera: «Hay muchas chicas solteras, ¿por qué ésta está encinta y las otras no?», la respuesta era siempre: «Es un baloma quien le ha dado la criatura». Y también aquí volvían a embrollarme con alusiones que apuntaban a la opinión de que si una joven era muy rijosa estaba entonces especialmente expuesta a quedar encinta. Sin embargo, las muchachas estimaban que era una precaución mucho mejor evitar directamente toda exposición a los baloma no bañándose en marea alta y demás, que escapar indirectamente a tal peligro guardando una castidad demasiado escrupulosa.

A pesar de todo, los hijos ilegítimos, o de acuerdo con las ideas de los kiriwineses, los hijos sin padre merecen a los ojos de los nativos exiguo favor, actitud que es extensiva a sus madres. Recuerdo varios ejemplos en los que me señalaron como indeseables a varias jóvenes, «no buenas», en razón de que habían tenido hijos fuera del lecho nupcial. Si preguntaba por qué era mala tal cosa, contaban con una respuesta estereotipada, a saber, «porque no hay padre, no hay varón que tome al niño en sus brazos» (Gala taitala Cikopoii). Así, Gomaia, mi intérprete, había mantenido un galanteo, como es general antes del matrimonio, con Ilanueria, una muchacha de un poblado vecino. Anteriormente había querido desposarla. Poco después, ella parió un hijo y él se casó con otra mujer. Cuando yo le pregunté por qué no había desposado a su primera amada, él me replicó: «Tuvo un niño, eso es muy malo». Sin embargo, tenía la certeza de que ella jamás le había sido infiel en lo que duró su «noviazgo» (los jóvenes kiriwineses son a menudo presa de tales ilusiones). No tenía la más mínima idea con respecto a la cuestión de la paternidad del niño. De haberla tenido, lo habría considerado como hijo suyo, puesto que creía en su exclusividad sexual con respecto a la madre. Sin embargo, el hecho de que el niño naciera en tiempo indebido había bastado para influir en su conducta. Lo dicho no implica en modo alguno que una joven que haya sido madre tropiece con ninguna dificultad seria para casarse después. En el transcurso de mi estancia en Omarakana dos muchachas de esas características se desposaron sin que se hiciese comentario alguno. No había ninguna mujer que estuviese soltera en eso que podría llamarse la «edad del matrimonio» (de los 25 a los 45 años), y cuando yo pregunté si una joven podía quedarse soltera por haber tenido un hijo, la respuesta fue una enfática negación. Todo lo que dijimos arriba sobre el baloma que hace nacer al niño y los casos concretos que hemos aducido han de tenerse asimismo presentes en esta relación.

Cuando en lugar de limitarme a preguntar sobre el u'ula del embarazo, yo les exponía directamente la visión embrionaria del asunto, me encontré con que los nativos ignoraban de manera absoluta el proceso que yo les sugería. Al símil de una semilla plantada en la tierra y de la planta que de ella se desarrolla los aborígenes no sabían en absoluto qué responder. De hecho, mostraban gran curiosidad y me preguntaban si ésa era «la manera de hacerlo del hombre blanco», pero estaban del todo seguros que tal no era la «costumbre» en Kiriwina. El fluido espermático (momona) sirve tan sólo a los propósitos de placer y la lubricación y es característico que la palabra momona designe tanto el orgasmo masculino como el femenino. De cualquier otra propiedad del mismo no abrigan la más ligera sospecha. Así, todo enfoque de consanguinidad o parentela concebido como una relación corporal entre padre e hijo es del todo extraña a su mentalidad. El caso mencionado arriba, referido a un nativo que no comprendía la pregunta de ¿quién es el padre del hijo de una mujer soltera? puede completarse con otros dos ejemplos, tocantes ahora a las mujeres casadas. Cuando pregunté a mis informadores qué sucedería si una mujer se hallaba encinta en ausencia de su marido concedieron éstos serenamente que tales casos podrían ocurrir, pero que en ellos no había problema alguno.

Uno de ellos (cuyo nombre no transcribí, ni recuerdo ahora) ofreció su propio caso como un ejemplo que venía a propósito. Marchó a Samarai  con su patrón blanco y se quedó allí por espacio de un año, según dijo él, durante el cual su mujer quedó preñada y dio a luz a un niño. Volvió él de Samarai, halló al pequeño y todo estaba en regla. Con preguntas ulteriores llegué a la conclusión de que el hombre había estado ausente por un período de unos 8 a 10 meses con lo que no había una necesidad perentoria de dudar de la actitud de la esposa, pero lo característico es que su marido no sintiera la más leve tendencia a contar las lunas que había estado ausente y, que hubiera propuesto a grosso modo un período aproximado de un año sin la más ligera preocupación. Y el nativo en cuestión era un hombre inteligente; había vivido largo tiempo con los blancos como mancebo «contratado» y en ninguna manera parecía su disposición timorata, ni que estuviere dominado por su mujer.

Además cuando mencioné este asunto en presencia de algunos hombres blancos residentes en las Trobriand, como mister Cameron, un hacendado cultivador de Kitava, me narró él un caso que en su tiempo le había sorprendido, si bien no tenía la más ligera idea de la ignorancia de la fecundación entre los indígenas. Un aborigen de Kitava había estado ausente por dos años, contratado por un blanco de la isla de Woodlark. Al volver se había encontrado con que le había nacido un niño dos meses antes de su retorno. Lo aceptó con regocijo como suyo propio y, no comprendió ninguno de los sarcasmos o alusiones que le hicieron algunos blancos, quienes le preguntaron si no sería mejor que repudiase a su esposa o que, al menos, le propinase una buena paliza. No le pareció en modo alguno sospechoso, ni le sugirió nada el que su mujer se hubiera hallado encinta un año después de que él partiese. Éstos son dos sorprendentes ejemplos que hallo en mis apuntes; pero tenía ante mí una cantidad considerable de evidencia corroboradora derivada de hechos menos narrables, y de ejemplos imaginarios que traté con informadores independientes.

Por último, veamos las ideas referentes a la relación entre padre e hijo, tal como las conciben los indígenas, que interesan a nuestro tema. Tienen los aborígenes un solo vocablo genérico para designar la parentela y éste es veiola. Pues bien, este término significa parentesco en la línea materna y no comprende la relación entro padres e hijos, ni tampoco entre personas emparentadas agnáticamente. Era muy frecuente que al preguntar yo por ciertas costumbres y su base social, recibiera la respuesta de: «Oh, no, el padre no hace eso; él no es veiola de los niños». La idea que subyace a la relación materna es la de comunidad del cuerpo.

En todos los asuntos sociales (legales, económicos, ceremoniales) la relación existente entre los hermanos es
la más íntima de todas, «puesto que fueron hechos del mismo cuerpo y los parió la misma mujer». De esta manera, la línea de demarcación entre la relación paterna y agnaticia (que en cuanto concepto y términos genéricos no existe para los nativos) y el parentesco materno, veiola, corresponde a la división entre gentes que son del mismo cuerpo (lo que sin dudarlo es estrictamente análogo a nuestra consanguinidad) y los que no lo son.

No obstante y a pesar de esto, en tanto nos atengamos a los pequeños detalles de la vida cotidiana y otras materias, como derechos y privilegios, el padre permanece en una relación muy íntima con respecto al hijo. Así los niños disfrutan de la pertenencia a la comunidad al poblado de su padre, aunque el que de verdad es suyo sea el materno. También en las cuestiones de la herencia cuentan con grandes privilegios que les concede su padre. El más importante de ellos está relacionado con la herencia del más precioso de todos los bienes, o sea, la magia. Así, es muy frecuente, de modo principal en casos como los mencionados arriba (sección V), que cuando el padre puede legalizar tal herencia deje la magia a su hijo en vez de a su hermano o sobrino. Es notable que el padre siempre está sentimentalmente inclinado a dejar lo más posible a sus hijos y hará esto siempre que le sea factible.

Pues bien, tal legado de la magia de padre a hijo nos muestra una particularidad: la tal se da, no se vende. La magia ha de entregarse en el transcurso de la vida de un individuo, habida cuenta de que las fórmulas y prácticas habrán de enseñarse. Cuando el hombre hace entrega de ella a su hermano más joven o a su sobrino por parte de madre, que en este caso se conoce con el nombre de pokala, recibe una paga que ha de ser muy considerable. Pero cuando la magia se enseña al propio hijo no se recibe donación alguna. Este rasgo, como muchos otros de las costumbres nativas, es extremadamente embrolloso, en razón de que los parientes maternos detentan el derecho a la magia y el hijo no cuenta en realidad con título ninguno a ella y, en determinadas circunstancias, puede quedar privado de ese privilegio por aquellos que en realidad lo poseen; sin embargo, éste lo recibe de modo gratuito y los otros han de comprarlo a precio de oro.

Absteniéndome ahora de dar otras explicaciones, expongo simplemente la respuesta que los nativos me dieron ante tal embarazosa cuestión (mis informadores vieron la contradicción con toda claridad y comprendieron perfectamente bien por qué yo estaba perplejo). Dijeron ellos: «El hombre da la magia a los hijos de su mujer. Él cohabita con ella y la posee, y ella hace por él todo cuanto una esposa puede hacer por un marido. Haga lo que haga por su hijo, eso es una soldada (mapula) por lo que ha recibido de ella». Y esta respuesta no era en absoluto la opinión de un solo informador, pues la tal resume las contestaciones estereotipadas que siempre recibí al tratar este tema. Así, en la mente de los indígenas, es la íntima relación existente entre los esposos y, no idea alguna, por ligera o remota que fuera, de la paternidad física, la que justifica todo lo que hace el padre por sus hijos. Es menester entender con claridad que la paternidad social y psicológica (la suma de todos los lazos, emotivos, legales y económicos) resulta de las obligaciones del marido para con la esposa y que la paternidad fisiológica no existe en la mente de los aborígenes.

Procedamos ahora a tratar el segundo punto de la distinción que previamente hicimos: las vagas ideas en torno a cierta relación existente entre el coito y el embarazo. Mencioné arriba que, en las respuestas ofrecidas acerca de la causa de la preñez, me dejaba perplejo la afirmación de que la cohabitación es también la causa del nacimiento de los niños, aserción paralela, por así decir, a la opinión fundamental de que un baloma, o un waiwaia reencarnado, eran la causa real.

Dicha afirmación es mucho menos evidente y, de hecho, estaba tan cubierta por la opinión fundamental que, en un principio, sólo anoté esta última, persuadiéndome de que tal información había sido lograda de manera completamente fluida y de que ya no había más dificultades que resolver. Y cuando ya me hallaba del todo satisfecho, pensando que el asunto estaba al fin decidido, y proseguía la investigación azuzado sólo por un instinto de pura pedantería, recibí un severo susto al encontrarme con que en los cimientos mismos de mi construcción había un defecto, el cual amenazaba a ésta con un total colapso. Recuerdo que se me dijo con respecto a una jovencita sumamente libidinosa, cuyo nombre era Iakalusa, estas palabras: Sene nakakaita, Coge ivalulu guadi («es muy lasciva, ha tenido un niño»). Al investigar después en esa frase sorprendente, hallé que, sin sombra de duda, era probable que una joven de conducta muy ligera quedase encinta y que, de haber una muchacha que no hubiera conocido varón, se daba por cierto que ésta no podía tener hijos. El conocimiento parecía aquí tan completo como antes la ignorancia, y los mismos hombres parecían exponer al mismo tiempo dos puntos de vista contradictorios. Discutí el asunto lo más a fondo que pude y me pareció que los nativos decían sí o no según abordásemos el tema por el lado del conocimiento o de la ignorancia. Mi persistencia les dejaba perplejos, lo mismo que (lo confirmo avergonzado) la impaciencia que yo manifestaba, y no conseguía explicarles mi dificultad, a pesar de que, según me parecía, apuntaba directamente a la contradicción.

Traté de que comparasen los animales con el hombre, preguntando si también había algo así como un baloma que trajese los lechones a su madre. Se me dijo de los cerdos: Ikaitasi, ikaitasi makateki bivalulu minana («copulan, copulan y al poco la hembra parirá»). De este modo el coito parecía ser aquí el u'ula del embarazo. Por un tiempo las contradicciones y las oscuridades de la información me parecían del todo insuperables y estaba en uno de esos callejones sin salida que son tan frecuentes en el trabajo práctico del etnógrafo, cuando se da en sospechar que los nativos no son merecedores de confianza alguna y que narran cuentos a propósito, o que es menester habérselas con dos clases de información, de las cuales una de ellas está desfigurada por la influencia del blanco. De hecho, ninguna razón de esta índole, ni en éste ni en la mayoría de los casos, era causa de mis dificultades.

El golpe final que recibieron aquellas doctrinas que tan confiadamente había construido sobre la «ignorancia nativa» instauró también orden en el caos. En mi ciclo mitológico sobre el héroe Tudava, la narración se abre con el nacimiento de éste. Su madre, Mitigis o Bulutukua, era la única mujer entre los habitantes de su poblado Laba'i, que se había quedado en la isla. Todos los demás huyeron por miedo al ogro Dokolikan, que se comía a los hombres y, que, de hecho, casi había aniquilado la población de Kiriwina. Bulutukua, a quien sus hermanos habían dejado sola, vivía en una gruta del raiboag de Laba'i. Un día se adormeció en su cueva y el agua que se deslizaba de las estalactitas cayó sobre su vulva y, se abrió paso. Tras de lo cual quedó encinta y parió sucesivamente a un pez, llamado bologu, a un cerdo, a Un arbusto llamado kuevila (que está dotado de hojas aromáticas y al que los nativos aprecian mucho como adorno); a otro pez (el kabala que ya mencionamos en la sección V): a la cacatúa (katakela), al papagayo (karaga), al ave sikuaikua; a un perro (ka'ukua) y por último a Tudava. El tema de la «fecundación artificial» era, en este relato, sumamente sorprendente. ¿Cómo podía hallarse allí, entre gentes entre las que la ignorancia parecía aún completa, lo que asemejaba un recuerdo de una ignorancia anterior? Y, además, ¿por qué la mujer del mito tiene varios hijos en sucesión si sólo había estado una vez bajo el agua de la estalactita? Todas estas preguntas me metían en un atolladero y se las propuse a los nativos con ánimo de obtener alguna pista, pero mi esperanza de éxito era pequeña.

Fui sin embargo recompensado y recibí una solución final y clara a mis dificultades, solución que ha resistido una serie de pruebas ulteriores más complicadas. Interrogué a mis mejores informadores, uno tras otro, y ésta fue su opinión sobre la materia: una mujer que es virgen (nakapatu, de na, prefijo femenino, y kapatu, cerrada, taponada) no puede dar a luz a un niño ni tampoco concebir, puesto que nada puede entrar o salir de su vulva. Ésta ha de ser abierta o punzada (Ibasi, palabra que se usa al describir la acción de las gotas de agua sobre el cuerpo de Bulutukua). De esta manera, la vagina de una mujer que copula muy frecuentemente estará más abierta y será más fácil que un espíritu niño entre allí. La muchacha que guarda cierta castidad tendrá menos posibilidades de quedar encinta. Pero aparte de esta acción mecánica, la cópula es del todo innecesaria: a su defecto pueden usarse otros medios de ensanchar el conducto y, si el baloma desea insertar el waiwaia o si éste quiere penetrar allí, la mujer quedará entonces encinta.

Que esto es así me lo probaron sin lugar dudas mis informadores al narrarme el caso del Tilapo'i, una mujer de Kabululo, poblado próximo a Omarakana. Tal mujer está medio ciega, es casi una idiota y es, además, tan fea que a nadie se le ocurriría pensar en acercarse a ella con deseo. De hecho, es el tema favorito de cierta clase de chistes, basados en la suposición de que alguno ha yacido con ella; tales bromas son siempre muy apreciadas y repetidas, de manera que la exclamación Kuoi Tilapo'i! («acuéstate con Tilapo'i»), se ha convertido en una forma de insulto jocoso. Sin embargo, a pesar de que los nativos suponían que jamás había copulado con varón alguno, el caso fue que dio a luz a una criatura que después Murió. Un ejemplo similar, aunque aún más sorprendente, me lo proporcionó otra mujer en Sinaketa que, según se me dijo, era tan horrenda que cualquier hombre del que siquiera se sospechase seriamente que había yacido con ella cometería suicidio. Y no obstante, esta mujer tenía nada menos, que cinco hijos. En ambos casos se me explicó que el embarazo había sido hecho posible merced a la dilatación de la vulva gracias a una manipulación digital. Mis informadores se extendieron sobre este tema con gran deleite y, me explicaron con dibujos y diagramas todos los detalles del proceso. Su exposición no me dejó la más ligera duda sobre su sincera creencia en la posibilidad de que las mujeres quedaran embarazadas sin haber conocido varón.

Así fue cómo aprendí a hacer la esencial distinción entre la idea de la acción mecánica del coito, la cual cubre todo lo que los nativos saben sobre las condiciones naturales del embarazo y el conocimiento de la fecundación, esto es, del papel desempeñado por el varón en la creación de una nueva vida en el vientre de la madre, hecho del que el aborigen no tiene ni la más ligera presunción. Tal distinción explica el embrollo del mito de Bulutukua, en el que la mujer tuvo que ser abierta, pero que, una vez realizado esto, pudo dar a luz sucesivamente a toda aquella prole sin que fuera necesario ningún otro incidente fisiológico. Explica también el «conocimiento» de la fecundación animal. En el caso de las bestias y los animales domésticos como el cerdo y el perro aparecen en un primer plano del cuadro que el nativo se hace del mundo, los aborígenes no saben nada sobre su vida post mortem o existencia espiritual. De ser directamente interrogado, un individuo podría responder «sí» o «no» con respecto a la existencia de baloma animales, pero ello no sería sino su opinión improvisada, y no el saber popular. Así, en el caso de los animales, todo el problema de la reencarnación y de la formación de una nueva vida se deja llanamente a un lado. Por lo demás, el aspecto fisiológico es bien conocido. Así, cuando se pregunta qué pasa con los animales, se obtiene la respuesta de que es menester que las condiciones fisiológicas existan, pero lo demás, o sea, el problema real de cómo la vida se crea en el vientre, caerá simplemente en saco roto, y será vano volver sobre él, porque el nativo jamás se molesta por salvar la congruencia de sus creencias al llevar éstas a un dominio al que naturalmente no pertenecen. El aborigen no se azora por cuestiones de la vida post mortem de las bestias y no cuenta con opiniones sobre su venida al mundo. Tales problemas se resuelven por lo que respecta al hombre, pero ése es su terreno propio y no habían de llevarse más allá de él. Incluso en las teologías no salvajes cuestiones tales, como por ejemplo la del alma o la de la inmortalidad de los animales, son sumamente embarazosas y las respuestas que se obtienen no son a menudo mucho más congruentes que las ofrecidas por un papú.

Como conclusión podemos repetir que un conocimiento como el que de esa materia tienen los nativos no posee importancia sociológica, ni influye en sus ideas sobre el parentesco ni tampoco en su comportamiento en asuntos sexuales.
Me parece necesario hacer aquí una disgresión en cierto sentido más general, una vez que ya nos hemos referido a los datos obtenidos en Kiriwina. Como es bien sabido, quienes primero descubrieron la ignorancia de la paternidad física fueron sir Baldwin Spencer y F. Gillen en la tribu de los Arunta de Australia central. Se halló después que tal estado de cosas existía en un vasto número de tribus australianas, como lo comprobaron los misinos descubridores y otros investigadores y el área cubierta venia a ser toda la parte central y nororiental del continente australiano, al menos en lo que estuvo abierto a la investigación etnológica.

Las principales disputas que este descubrimiento hizo surgir fueron éstas: primera, ¿es esta ignorancia un rasgo específico de la cultura australiana, o incluso de la cultura de los Arunta, o es un hecho universal que existe en muchas o todas las razas salvajes? Segunda, ese estado de ignorancia primitiva ¿se debe solamente a la ausencia de conocimiento, originada por una observación e inferencia insuficientes, o bien es un fenómeno secundario, causado por un oscurecimiento del saber primitivo merced a ideas animistas que se le superponen?

No me sumaría en absoluto a esta controversia de no ser por mi deseo de exponer algunos hechos adicionales que, en parte, se derivan de mi práctica etnográfica, fuera ya de Kiriwina, y que, en parte, consisten en observaciones generales hechas sobre el terreno, observaciones que apuntan directamente a estos problemas. Por consiguiente, espero se me excusará por esta disgresión atendiendo a mi protesta de que la tal no es tanto una especulación sobre puntos en disputa cuanto materia adicional referida a esas cuestiones.

En primer lugar, quiero exponer aquí algunas observaciones que no hice en Kiriwina y que parecen mostrar que existe un estado de ignorancia similar al que encontramos en las Trobriand en muchas de las tribus papúo melanesias de Nueva Guinea. El profesor Seligman dice que los Koita: «Aseguran que un solo acto sexual no es suficiente para producir el embarazo y que para asegurar éste es preciso continuar la cohabitación de manera ininterrumpida por espacio de un mes» . Yo hallé un estado de cosas análogo entre los Mailu de la costa meridional de Nueva Guinea: «La relación entre el coito y la concepción parece ser conocida por los Mailu, pero a las preguntas directas referidas a la causa del embarazo no obtuve ninguna respuesta enérgica y positiva. Los nativos ―de esto estoy seguro― no entienden claramente la idea de la conexión entre los hechos. Como el profesor Seligman entre los Koita, me encontré con la creencia de que es sólo una relación sexual continua por el transcurso de un mes o más la que conduce al embarazo y que un solo acto no basta para producir tal efecto» .

Ninguna de estas dos afirmaciones resulta muy enfática y no parecen implicar, de hecho, una ignorancia total de la paternidad física. Sin embargo, como ninguno de esos investigadores parece haber entrado en detalles, puede sospecharse a priori que tales afirmaciones son susceptibles de restricciones ulteriores. De hecho, me fue posible investigar tal asunto durante mi segunda visita a Nueva Guinea y sé ahora que mi constatación por lo que se refiere a los Mailu era incompleta. En el tiempo de mi primera visita a los Mailu topé con el mismo problema que en Kiriwina. Aquí tenía conmigo a dos mancebos de un distrito cercano al de los Mailu y los dos me proporcionaron exactamente la misma información que conseguí en Kiriwina, o sea, afirmaron la necesidad de la cópula antes del embarazo, pero ignoraban todo lo referente a la fecundación. Además, al repasar las notas tomadas en el verano de 1914 entre los Mailu y algunas otras tomadas entre los Sinaugholo, una tribu de cerca emparentada con los Koita, veo que las afirmaciones de los nativos, en realidad, sólo implican el conocimiento del hecho de que una mujer ha de experimentar cierta vida sexual antes de poder concebir, y a todas las preguntas directas que formulé sobre si había algo en el coito que causase el embarazo recibí respuestas negativas. Desgraciadamente, en ninguna de las dos localidades investigué yo directamente sí existían creencias sobre «la causa sobrenatural del embarazo». Los muchachos de Gadogado'a (en la región cercana a la de los Mailu) me dijeron que entre ellos no existían creencias tales. Su afirmación, sin embargo, no puede considerarse como decisiva, habida cuenta de que habían pasado mucho tiempo al servicio del blanco y tal vez no tuvieran conocimiento de gran parte del saber tradicional de su tribu. Con todo, no puede haber duda alguna que tanto la afirmación del profesor Seligman y mi propia información recogida de los Mailu producirían, de ser ampliadas con la ayuda de informadores nativos, resultados similares a los datos logrados en Kiriwina con respecto al desconocimiento de la fecundación.

Todos estos indígenas, los Koita, los Massim meridionales de Gadogado'a y los Massim del norte, los de Kiriwina,  son representativos de la raza papúo-melanesia de aborígenes, de la cual los Kiriwineses son una rama muy avanzada; de hecho, en nuestro conocimiento actual, los más avanzados.
La existencia de un desconocimiento completo, del tipo descubierto por Spencer y Gillen entre los más avanzados papúo melanesios, y su probable existencia entre todos los papúo melanesios parece indicar un área de distribución mucho mayor y una permanencia más duradera a través de estadios superiores de la evolución que lo que podía suponerse hasta aquí. Sin embargo, es menester repetir con toda seguridad que, a menos que esta investigación entre en detalles, y principalmente a menos que se observe la dicotomía que formulamos arriba, siempre existirá la posibilidad de un error o de una constatación mal fundamentada.

Pasando ahora al segundo punto en disputa que expusimos antes, a saber, si la ignorancia en cuestión no puede ser el resultado secundario de ciertas ideas animistas superimpuestas y oscurecedoras. El carácter general de la actitud mental de los kiriwineses contestaría a esta pregunta con una enérgica negativa. El examen que hemos detallado arriba, si se lee desde tal punto de vista, resulta quizá suficientemente convincente, pero algunas observaciones ulteriores pueden añadir peso adicional a nuestra afirmación. La mente del aborigen está, por lo que a tal tema se refiere, absolutamente en blanco y la situación no es como si encontrásemos unas ideas muy pronunciadas sobre la reencarnación que existieran paralelas a un conocimiento un tanto oscuro. Las ideas y las creencias sobre la reencarnación, aunque están indudablemente ahí, no son de importancia sociológica eminente y no se encuentran, en absoluto, en el proscenio del utillaje de las ideas dogmáticas del nativo. Además, el proceso fisiológico y el papel desempeñado por el baloma podrían conocerse perfectamente bien y existir lado a lado, exactamente como lo hacen las ideas sobre la necesidad de la dilatación mecánica de la vulva y la acción del espíritu, o como en innumerables asuntos en los que el nativo considera la secuencia natural y racional (en nuestro sentido) de sucesos y conoce su nexo causal, aunque tales sucesos vayan paralelos a un nexo y secuencia mágicos.

El problema del desconocimiento de la fecundación no apunta a la psicología de la creencia, sino a la psicología del conocimiento basado en la observación. Una creencia sólo puede ser desconocida y dominada por otra creencia. En cuanto una observación física se ha realizado, en cuanto el aborigen se ha hecho con el nexo causal, ya no hay creencia o «superstición» que pueda oscurecer tal conocimiento, si bien la tal puede ir paralela a él. La magia hortícola no «oscurece» en modo alguno el conocimiento causal del nativo acerca del nexo que une una escarda apropiada de los yerbajos, un abono eficaz del terreno mediante ceniza, el riego y lo demás. Las dos clases de hechos existen paralelos en su mente, y no es el caso que ninguna de las dos «oscurezca», en ningún sentido, a la otra.

Al hablar del desconocimiento de la paternidad fisiológica no nos referimos a un estado mental positivo, que comportaría un dogma conducente a practicar ritos o costumbres, sino únicamente a un hecho negativo, esto es, a la ausencia de ese conocimiento. Tal ausencia en modo alguno podría ser el resultado de una creencia positiva. Toda laguna epistemológica extendida, toda imperfección universal en la información que hallemos en las razas nativas ha de ser considerada, de no haber evidencia en contra, como primitiva. De la misma suerte podemos argüir que la humanidad tuvo en su día un conocimiento primitivo de los fósforos, pero que tal conocimiento fue más tarde oscurecido por el uso más complejo y pintoresco del parahúso de encender y de otros métodos de fricción.

Además, explicar este desconocimiento suponiendo que los nativos «hacen creer que no lo saben» parece antes un brillante jeu de mots que un serio intento de dar con el fondo de las cosas. Y, sin embargo, éstas son tan simples como lo serían para el que por un momento se parase a pensar en las dificultades absolutamente insuperables con las que habría de verse un «filósofo natural» aborigen si tuviese que llegar a algo que se aproximase a nuestro conocimiento embriológico. Si se advierte cuán complejo es éste y qué tarde lo adquirimos, sería descabellado que supusiésemos siquiera el más ligero vislumbre de él con un nativo. Todo esto podría parecerle plausible, incluso, a quien abordara el tema desde el purito de vista meramente especulativo, arguyendo desde lo que posiblemente había de ser el enfoque de los aborígenes sobre este asunto. Y contamos aquí con estudiosos que, después de que tal estado mental ha sido hallado de una manera positiva, reciben las noticias con escepticismo y tratan de explicar el estado mental del aborigen por el más tortuoso de los modos. El camino desde la ignorancia completa al conocimiento exacto es largo y ha de recorrerse poco a poco. No hay duda de que los kiriwineses ya han dado un paso al reconocer la necesidad del coito como una condición preliminar del embarazo, como de hecho tal reconocimiento también ha sido llevado a efecto por los Arunta de Australia central entre quienes Spencer y Gillen encontraron la noción de que la cópula prepara a la mujer para la recepción del espíritu de un niño.

Hay otra consideración que algunos estudiosos han expuesto anteriormente y que me parece venir muy a propósito aquí, y lo que es más, varios de mis informadores nativos pensaron de igual manera. Me refiero al hecho de que en la mayoría de las razas salvajes la vida del sexo comienza muy pronto y es vivida de manera sumamente intensa, de suerte que la relación sexual no es para ellos un hecho excepcional y raro que los sorprenda por su singularidad y que, por consiguiente, los empujará a buscarle alguna consecuencia; por el contrario, la vida sexual es, en su caso, un estado normal. En Kiriwina se supone que las muchachas solteras, desde los seis años de edad (sic) en adelante, ya tienen goces carnales casi cada noche. Y no importa si ello es así o no, pues lo relevante aquí es que para el nativo de Kiriwina el acto de copular es un hecho tan común como el de comer, beber o dormir. ¿Qué hay en él que guíe la observación del aborigen y concentre su atención en el nexo que hay entre lo que por un lado, es suceso del todo normal y cotidiano y un acontecimiento singular y de excepción por el otro? ¿Cómo puede advertir que el mismo acto que una mujer ejecuta con tanta frecuencia como comer o beber sea la causa de que una, dos o tres ocasiones en su vida, se halle encinta?

Ciertamente, sólo dos sucesos singulares y extraordinarios revelan con facilidad un nexo. Descubrir que algo excepcional resulta de un evento del todo ordinario requiere, a más de una mente y método científicos, el poder de investigar y aislar los hechos, de excluir los que no son esenciales y de experimentar con las circunstancias. Dadas tales condiciones, los aborígenes probablemente ya habrían descubierto la conexión causal, puesto que la mente del nativo funciona de acuerdo con las mismas leyes que la nuestra: sus poderes de observación son agudos cuando se interesa por algo, y los conceptos de causa y efecto no le son desconocidos.  Sin embargo, a pesar de que causa y efecto, en la forma desarrollada de tales nociones, pertenecen a la categoría de lo regular, ordinario y legítimo, en su origen psicológico pertenecen, a no dudarlo, a la categoría de lo fuera de la norma, de lo irregular, de lo singular y de lo extraordinario.

Algunos de mis informadores nativos apuntaron con toda claridad a la incongruencia de mi argumentación, cuando afirmé llanamente que no eran los baloma los que originaban el embarazo, sino que la causa de éste era algo semejante a una semilla que se plantaba en el campo. Recuerdo que casi al punto me desafiaron a explicar la discrepancia que surgía al ser la causa repetida casi a diario, y producir esos efectos tan sólo raramente.

Resumamos: no parece haber duda alguna en cuanto a la cuestión de que, si estamos de algún modo justificados al hablar de ciertas cualidades «primitivas» de la mente, el desconocimiento tratado aquí es una de ellas y que su generalización entre los melanesios de Nueva Guinea parece indicarnos que es una condición de vida que dura hasta estados mucho más evolucionados del desarrollo que lo que hubiera sido posible suponer sólo en base al material australiano. Cierto conocimiento del mecanismo mental del aborigen, y de las circunstancias bajo las que tiene que realizar sus observaciones en este terreno, persuadirá a cualquiera de que sería imposible hallar otro estado de cosas y de que no es menester de teorías o explicaciones rebuscadas para explicar el que hay.

La mayoría de mis informadores estaban igualmente seguros sobre la regla de que ha de ser un baloma del veiola el que traiga al niño. Sin embargo, hallé una o dos opiniones discordes que afirmaban que la madre del padre podía traer la criatura. Un hombre me dijo que si el niño se parece a la madre ello significa que ha sido alguien del veiola de ésta quien lo ha traído; si se parece al padre querrá decir que ha sido la madre de éste. Pero esta opinión podía ser la especulación privada de mi informador.
 

En tal respuesta es preciso hacer notar que, al nombrar el baloma que «dio», el niño, el nativo se refiere, ora al baloma original que se ha hecho niño, ora al baloma que trajo el waiwaia.
La libertad sexual de las muchachas solteras es ilimitada. Comienzan éstas su relación con el sexo opuesto siendo muy jóvenes, a la edad de seis a ocho años. Cambian de amante según es su gusto, hasta que se inclinan al matrimonio. Entonces una muchacha se atendrá a un prolongado y, más o menos, exclusivo amorío con un varón, quien, pasado este tiempo, por lo general la desposa. Los hijos ilegítimos no son en modo alguno raros. Cf. la excelente descripción de la vida sexual y del matrimonio entre los Massim del sur, quienes a este respecto se asemejan mucho a los Kiriwineses, debida a Seligman, op. cit., cap. XXXVIII, p. 499, y el breve pero correcto examen que allí se ofrece del mismo tema entre los Massim del norte (incluyendo a los isleños de las Trobriand) cap. LIII, p. 708.

Un asentamiento blanco del extremo occidental de Nueva Guinea.

Como mi deseo no es tanto criticar opiniones ajenas como añadir datos que se refieren a este asunto, no haré aquí mención de exposición alguna, principalmente debida a aquellos autores cuya posturas me parecen indefendibles. La probabilidad de un «desconocimiento de la relación física entre padre e hijo en los tiempos primitivos» fue sugerida por vez primera en E. S. Hartland, The Legend of Perseus (1894 96), y los descubrimientos de Spencer y Gille confirmaron brillantemente sus opiniones. Hartland ha dedicado más tarde la más exhaustiva investigación existente sobre tal problema, Primitive paternity. Sir J. G. Frazer también ha defendido con su ilustre opinión la teoría de que la ignorancia de la paternidad física era universal entre los primeros hombres, Totemism and Exogamy.
The Melanesians of British New Guinea, p. 84.
Trans of Roy. Soc. South Australia, vol. XXXIX, p. 562 (1915).

Uso la terminología del profesor Seligman, basada en su clasificación de los Papúes, op. cit., pp. 1 8.
Cf. Seligman, op. Cit., passim; también el cap. XLIX.
Las notas que yo mismo tomé de los Mailu y la conclusión que saqué de ellas son típicas de un error de tal índole. Como otros ejemplos podrían citarse la negación. por parte de Strehlow y de von Leonhardi de los descubrimientos de Spencer y Gillen; negación que, de leerse atentamente la argumentación de von Leonhardi y de examinarse con cuidado los datos de Strehlow, se convierte en una baladí discusión basada en premisas inadecuadas y que, de hecho, confirma del todo el descubrimiento original de Spencer y la explicación está, aquí, en la insuficiente práctica mental del observador (Strehlow). No se puede esperar una labor etnográfica completa de un observador inexperimentado más de lo que pueda esperarse una buena constatación geológica por parte de un minero o teoría hidrodinámica por parte de un buzo. No es bastante con tener los hechos enfrente de uno, también la facultad de tratarlos ha de estar ahí. Sin embargo, la falta de práctica y de capacidad mental no es la única causa del fracaso. En su excelente libro sobre los nativos de Nueva Guinea (Bahía de Goodenough, en la costa nororiental), el reverendo H. Newton, hoy obispo de Carpentaria y dotado mejor que nadie para captar la mente del nativo y las costumbres aborígenes, leemos la siguiente afirmación: «Pudieran existir razas tan ignorantes de la relación causal entre el coito y el embarazo como se implica [en la exposición de Spencer y Gillen]; es difícil, empero, imaginar tal cosa cuando la infidelidad matrimonial está tan severamente castigada en todas partes y cuando se reconoce, si bien de manera un tanto parca, la responsabilídad del padre para con el hijo (In Far New Guinea, P. 194). Así, un observador excelente (como a no dudarlo es el presente obispo de Carpentaria), que ha vivido años enteros entre los nativos y que conoce su lengua, ha de imaginar y no ver un estado de cosas que existe plena y completamente en torno suyo. ¡Y su argumento para negar este estado (en todas partes, no sólo en su tribu) es que los celos maritales y el conocimiento de la paternidad exiten juntos (conocimientos que, además, no posee en su aspecto físico la tribu en cuestión)! ¡Como si hubiese el más leve nexo lógico entre los celos (un puro instinto) y las ideas sobre la concepción; o, a su vez, entre las ideas en torno a ésta y los lazos sociales de la familia! He tomado esta afirmación para criticarla precisamente porque se encuentra en uno de los mejores libros etnográficos que tenemos sobre los nativos de los Mares del Sur. Pero es mi deseo añadir aquí que mi crítica es en un sentido injusta, habida cuenta que el reverendo Newton, en cuanto misionero, apenas podía tratar con los nativos de todos los detalles de la cuestión y también porque deja entender llanamente al lector que él no ha investigado el problema directamente y que lo que hace es exponer cándidamente las razones de sus dudas. Con todo, he citado esa afirmación para mostrar las muchas dificultades técnicas que están relacionadas con este tema y las muchas lagunas por las que pueden deslizarse los errores de nuestro conocimiento

Mi práctica sobre el terreno me ha persuadido de la completa futilidad de las teorías que atribuyen al salvaje una mentalidad diferente de la nuestra, así como facultades lógicas también distintas. El nativo no es «prelógico» en sus creencias, sino alógico, porque la fe o el pensamiento dogmático no obedecen a las leyes de la lógica más entre los salvajes que entre nosotros.

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