Myriam crecía feliz. Una extraña belleza iba definiendo un cuerpo esbelto de proporciones perfectas. Pelo con tintes rojizos, rizado y abundante, cubrían su cabeza. Su vestido era elegante, como correspondía a una familia de buen nivel económico. Los ojos almendrados. Pestañas largas, espesas y arqueadas. Toda esta figura se rodeaba de una extraña aristocracia, impropia de una hija de pescadores, que propiciaba un atractivo natural, no ajeno a los varones de Magdala y de los pueblos costeros del Tiberíades.
El día en que cumplía los quince años tuvo una experiencia que al igual que la que tuviera a los seis años, marcó su futuro en forma decisiva. Fue al rayar el alba. Estaba desperezándose cuando una figura hermosísima y voluptuosa, envuelta en sedas negras trasparentes apareció ante si. La tela dejaba ver unos senos perfectos y abundantes, unas caderas sensuales y una cara seductora.
- Myriam; yo soy Lylith, la primera mujer de vuestro padre Adán. Fui expulsada por Dios del Paraíso por no haber querido dar hijos a mi esposo. Yo he sido adorada por muchos pueblos como diosa del amor, del placer y de la sensualidad. Yo soy quien más ama al hombre, pues en mi regazo duermen los guerreros más fieros, los más pobres y los más ricos. Todos me desean, me imaginan, me dibujan en sus fantasías. Yo he amado más que ninguna, pero Dios me maldijo por miles de años, sin descendencia. Vengo a ti para entregarte mi calor, mi sabiduría, mis artes. Disponte a recibir a tu esposo. Sé feliz, disfruta de los placeres de la carne, pero preserva tu corazón pues se romperá luego en mil pedazos. Yo haré que todo hombre te desee. Cabalgarán sobre ti los seres más grandes del mundo, pero tendrás que pagar un precio.
Myriam, estaba acostumbrada a hablar con los muertos, con los ángeles, con los gnomos, con los eolos del viento o con las salamandras del fuego, pero aquella mujer despertaba en ella, no sólo el conocimiento del espíritu, sino que todo su cuerpo se erguía con un extraño deseo sensual.
- ¿Qué precio he de pagar?
- Tu vientre será cálido, placentero para tu amante, pero estéril como el desierto. No tendrás hijos.
Para una mujer judía, no tener hijos, era el mayor de los castigos. Myriam, se entristeció a la vez que maldecía su destino. ¿Por qué era maldita? ¿Qué pecado había cometido?
- Antes de nacer, en otras tierras, con otro rostro, en otro tiempo, mataste los frutos de tu vientre. Ahora tu espíritu aprenderá el dolor de la flor con espinas, de la higuera sin fruto, de la tierra estéril. Tal es la ley de vuestro padre Moisés: “ojo por ojo, diente por diente”. Nada ni nadie puede escapar a la Justicia de Dios y de sus ángeles.
Aquella visión se metió en sus entrañas, y cada mes, en que renovaba su condición de mujer, volvía el recuerdo vivo de Lylith, recordándole su negro destino. Y es que para la mujer judía sólo la maternidad la elevaba a un determinado grado de respetabilidad. En aquella sociedad, la mujer contaba poco o nada y la jerarquía social sólo lo establecía el ser madre de una gran prole o de algún personaje significativo del pueblo. Myriam, no podía aceptar tal destino, y cada día de su existencia, se decía a sí misma, que aquellas visiones no eran sino fruto de su imaginación. Y es que para todo clarividente, separar lo real de lo irreal, lo imaginado de lo premonitorio, es un ejercicio de supremo esfuerzo, que termina sometiéndole al miedo, a la inseguridad y a una forzada humildad.
- Señor; ¿porqué me has dado este castigo? Por qué veo donde los otros no ven. Sueño lo que los otros no sueñan y vivo acompañada día y noche de presencias extrañas, que rompen mi intimidad y descubren mis vergüenzas.
Pero Dios le enviaba como respuesta otras visiones, que acentuaban aún más su desesperación. Myriam era un objetivo prioritario para el Maligno y sus cohortes y desde su nacimiento y hasta el día de su muerte, no dejaron de tentarla de asustarla y de buscar su aniquilamiento. Sólo los clarividentes saben la tremenda batalla que se vive en el aparente vacío que ve el ojo humano. Allá donde existe la nada, el que está dotado con los ojos del espíritu ve una legión de entidades, de formas, de universos paralelos. El Señor del Mal, establece siempre su estrategia en función del calibre de su enemigo. Si este u otro ser va a producir luz, conocimiento o ciencia al ser humano, el Mal le ataca con todas sus armas disponibles y con toda una legión de entidades disuasorias, que buscarán aniquilarle. A veces el ataque se dará a través de los seres más queridos o desde la aparente línea del bien o de la virtud. La astucia es una de las armas más eficaces de dichas entidades.
Joel, era un pescador abnegado y fiel servidor de la tradición judía. Contaba con treinta y tres años, cuando pidió a Jerob le concediera como esposa a su hija Myriam. Y fue exactamente cuando ésta contaba con dieciocho años y un mes, cuando ambos unieron sus vidas de mano del rabino que ofició la ceremonia de su matrimonio.
En el cielo; en el Universo invisible para el hombre, el Dios Marte y el Dios Neptuno se juntaron para celebrar dicha ceremonia y ambos se alegraron de ser los padrinos de ambos cónyuges. Ares, apadrinó a Joel, y delegó en éste su fuerza, su coraje y su temeridad. Neptuno apadrinó a Myriam, entregándole la dulzura, la mística y la sensibilidad. Así pues, en el Cielo y en la Tierra se regocijaron los sabios, los místicos y los hombres de bien. Pero en el abismo, donde yace el mal, Musaray comenzaba a establecer una estrategia para romper dicha felicidad.
Fueron tiempos de absoluta felicidad. Myriam vivió apasionadamente esta unión. Joel por su parte, se entregaba con amor a su trabajo. Reinó la prosperidad en sus días. Todo hacía pensar que aquella felicidad duraría eternamente. Myriam, recordaba las visiones de Musaray y de Lylith, pero se negaba a aceptar que de su vientre no naciera fruto alguno, por eso buscaba cada noche a su amante pidiendo al cielo que fuera sembrada con la semilla de la vida.
Fue al año, cuando Myriam descubrió gozosamente que estaba embarazada. Finalmente sus visiones habían sido una obsesión equivocada. Quizás Dios en su infinita misericordia le había perdonado de sus pecados de otras vidas. La felicidad compenetraba cada átomo de su cuerpo y gozosa se apresuró a contar a sus padres y a sus hermanos la feliz noticia. Pronto habría otro pescador en la familia. Joel, presumía ante sus compañeros de la buena nueva. Por un breve tiempo la felicidad reinaba en este hogar.
Pero Musaray no descansaba y noche tras noche buscaba la manera de destruir el fruto del vientre de Myriam.
En el quinto mes de embarazo, Myriam soñó que su dentadura se pudría y que se quedaba sin dientes. Al levantarse comenzó a presagiar que algo malo iba a ocurrir. Pero no le dio tiempo a consultar al oráculo del pueblo, puesto que un reguero de sangre comenzó a empapar su túnica, dejando encharcada la estancia. El fruto de su vientre se había marchitado.
La madre de Myriam acudió presurosa a atender a su hija que en los dos días sucesivos había entrado en un estado febril y delirante próximo a la muerte. Se solicitó los servicios de la partera del pueblo, que acudió presurosa a atender a la enferma.
- Esta mujer se muere. Hay que expulsar el fruto de su vientre pues está sin vida.
Myriam gritaba como una posesa, entre el delirio y la fugaz realidad de su fiebre.
- ¡No!.... ¡Mi hijo vive!..¡Mi hijo vive!.... ¡Dios me lo ha dado!.... ¡Dios me lo ha dado!
Las lágrimas de la madre y los gemidos de Joel, teñían la atmósfera de desesperación.
- ¡Maldito seas Musaray; hijo del Seol y de una ramera!….. ¡Maldito seas Musaray!... ¡Malditooooo…!
Los presentes se preguntaban a quien estaba maldiciendo. Seguramente la fiebre le hacía delirar en una jerga ininteligible. Pero el dolor, la fiebre y la amargura sellaron los labios de Myriam, quedándose sin sentido.
La partera abrió las piernas de la frustrada madre y con un cuchillo romo, parecido al que se usa para podar las viñas, introdujo su mano por la matriz expulsando el feto muerto que durante tantos días había forjado nuestra heroína. Luego introdujo una tintura de hierbas a base de tomillo, romero y otras especias diversas y limpió el útero rayendo con el cuchillo cada rincón de sus entrañas. Pero aquello que le debía salvar la vida, fue no obstante, lo que le causó en igual medida la esterilidad perpetua.
Aquella patética y dolorosa imagen no sólo tenía como espectadores a sus familiares. Por encima de todos ellos sobresalía la cabeza de un ser con apariencia angelical, pero rodeado de culebras sobre su cabeza, del que salía un frío nauseabundo. Era Musaray, Un arcángel del mal, que finalmente había conseguido su macabro propósito.
- ¡Benditos vosotros lectores que no le habéis visto!, que no visite vuestra casa, que no duerma en vuestro lecho, que no coma de vuestra comida, pues si así ocurriera, seréis objeto de desgracia.
Myriam solapaba su tristeza con el velo negro que cubría su magnífica belleza. Fue desde ese instante que comenzó a “vivir sin vida”, a morir poco a poco. Comenzaba a comprender resignada que se puede vencer a una tormenta o enfrentarse al mayor de los ejércitos, pero nadie, absolutamente nadie puede romper la “Ley de los retornos”, la Ley de Moisés: “ojo por ojo, diente por diente”. Ella, no era castigada por Dios, ni siquiera por Musaray, sino por los pecados de otra vida. Es por eso que el Ángel del Mal podía actuar. Comprendía entonces que todo ser vivo está sujeto a la férrea Ley de causa y efecto. Comprendió que nada, absolutamente nada, ni el pensamiento más breve y recóndito del alma, puede pasar desapercibido a esta Ley. Estos pensamientos que comenzaban a forjar una conciencia plena de Myriam, serían luego comprendidos por otro maravilloso ser, que el destino le mostraría en el futuro. Pero no terminaron aquí sus desgracias.
En el mismo tiempo y en el Olimpo, el Dios Saturno, celoso de la dulzura de Myriam, se enfrentó al padrino de Joel; Ares, diciéndole:
- Si yo no puedo tener a esta mujer, ella tampoco tendrá a su marido.
De nada valieron las argucias y la fuerza de Marte, frente a la sibilina sabiduría de Saturno, y fueron cuatro días antes del veintitrés cumpleaños de Myriam cuando de nuevo, el dolor, tiñó de luto el alma de aquella sufrida mujer. Joel, el bravo pescador, el más valiente de los ribereños de Magdala, había muerto ahogado en el lago, después de que su embarcación extrañamente había hecho agua, sin que nadie pudiera entender cómo se había podido producir tal hecho, cuando de un experto pescador se trataba.
Myriam se abnegaba en llanto. Los primeros meses se ocultaba de la gente. Vivía en su triste penumbra en la casa de sus padres. ¿Cómo era posible tanta desgracia? Jerob y su esposa Myriam, comenzaban ahora a rememorar los extraños acontecimientos que vivieran con su hija en su infancia, y retornaron las dudas sobre las causas o las maldiciones que, acaso, pudieran poseer a su pequeña.
Pasaron varios años, sin que la vida de Myriam aportara otra cosa que monotonía, resentimiento y tristeza. Ocupaba su tiempo ayudando a su familia y se consolaba con los hijos de sus hermanos. Una fría losa había caído sobre su corazón. Ella jamás podría amar a otro ser. Pero Dios no pensaba lo mismo y entre las miles de visiones y de percepciones diarias que experimentaba cada jornada, se dio una especialmente significativa.
Era un atardecer. Myriam estaba paseando al borde del lago, cuando vio venir sobre las aguas una brillante luz, que en forma de una enorme rueda, se puso sobre su cabeza. Luego de la rueda salió un rayo luminoso que llegaba hasta el suelo. Poco a poco sobre el suelo se formó un círculo de luz cegadora. Se aproximó más al círculo y sus ojos se maravillaron al ver a un ángel del señor. Ella sabía que era un ángel, puesto que desde niña, le habían visitado y los conocía mejor que a los propios humanos.
- Bendita seas, Myriam. Veneramos en ti a la madre divina que yace en tu corazón. Te preguntarás el porqué de tanto dolor. Pensarás que eres maldita y que Dios te ha abandonado. Pero no es así. No permanecerás viuda por mucho tiempo. Dios te ha probado en el dolor, pero este camino de espinas no ha terminado todavía. El Señor te desposará pronto con el Maestro del dolor Supremo. Es por esto que su novia tiene que estar a su altura.
Myriam, no podía comprender cuanto le decía el Ángel y replicó airada:
- ¿Por qué yo no puedo ser como otras mujeres que envejecen con sus hijos y sus nietos hasta el final de sus días? ¿Qué pecado he cometido yo, o mis padres?
- Imagina que tienes una casa y tus hijos viven despreocupados y felices en ella. Imagina que la casa se ve amenazada por el mal, la enfermedad o la guerra. ¿No darías tu vida para salvar a tus hijos? ¿No te esforzarías por preservar a los seres que tanto amas?
- Si, lo haría con gusto.
- Entiende por tanto Myriam, que Dios se vale de sus seres más queridos, para que con su sacrificio puedan vivir felices los inocentes y los pobres de espíritu. Es por eso que el que más conciencia tiene, más se entrega, más trabaja y se abnega por sus semejantes. Dios se regenera día a día en sí mismo mediante el dolor de los que más ama. Pocos entienden este misterio. Pero benditos serán eternamente los que han dado su vida y han sufrido por sus semejantes. Tú eres la esposa del Sol. Tú eres la sombra del luminoso astro que nos alumbra por la mañana y cuando el Sol se apague, tú brillarás con más luz que nadie lo ha hecho en toda la Historia del hombre. Bendito sea el que comprenda este misterio.
Myriam no podía comprender en ese momento lo que el destino le reservaba, pero aquella visión le reconfortaría después, en los últimos años de su vida, pues del supremo dolor de su corazón, nació la semilla de la vida, que diera sentido a la continuidad de los seres humanos. En ella se daría uno de los misterios más trascendentes de la naturaleza de Dios. Es por eso que todos los hombres somos deudores de su sacrificio.
El día en que cumplía los quince años tuvo una experiencia que al igual que la que tuviera a los seis años, marcó su futuro en forma decisiva. Fue al rayar el alba. Estaba desperezándose cuando una figura hermosísima y voluptuosa, envuelta en sedas negras trasparentes apareció ante si. La tela dejaba ver unos senos perfectos y abundantes, unas caderas sensuales y una cara seductora.
- Myriam; yo soy Lylith, la primera mujer de vuestro padre Adán. Fui expulsada por Dios del Paraíso por no haber querido dar hijos a mi esposo. Yo he sido adorada por muchos pueblos como diosa del amor, del placer y de la sensualidad. Yo soy quien más ama al hombre, pues en mi regazo duermen los guerreros más fieros, los más pobres y los más ricos. Todos me desean, me imaginan, me dibujan en sus fantasías. Yo he amado más que ninguna, pero Dios me maldijo por miles de años, sin descendencia. Vengo a ti para entregarte mi calor, mi sabiduría, mis artes. Disponte a recibir a tu esposo. Sé feliz, disfruta de los placeres de la carne, pero preserva tu corazón pues se romperá luego en mil pedazos. Yo haré que todo hombre te desee. Cabalgarán sobre ti los seres más grandes del mundo, pero tendrás que pagar un precio.
Myriam, estaba acostumbrada a hablar con los muertos, con los ángeles, con los gnomos, con los eolos del viento o con las salamandras del fuego, pero aquella mujer despertaba en ella, no sólo el conocimiento del espíritu, sino que todo su cuerpo se erguía con un extraño deseo sensual.
- ¿Qué precio he de pagar?
- Tu vientre será cálido, placentero para tu amante, pero estéril como el desierto. No tendrás hijos.
Para una mujer judía, no tener hijos, era el mayor de los castigos. Myriam, se entristeció a la vez que maldecía su destino. ¿Por qué era maldita? ¿Qué pecado había cometido?
- Antes de nacer, en otras tierras, con otro rostro, en otro tiempo, mataste los frutos de tu vientre. Ahora tu espíritu aprenderá el dolor de la flor con espinas, de la higuera sin fruto, de la tierra estéril. Tal es la ley de vuestro padre Moisés: “ojo por ojo, diente por diente”. Nada ni nadie puede escapar a la Justicia de Dios y de sus ángeles.
Aquella visión se metió en sus entrañas, y cada mes, en que renovaba su condición de mujer, volvía el recuerdo vivo de Lylith, recordándole su negro destino. Y es que para la mujer judía sólo la maternidad la elevaba a un determinado grado de respetabilidad. En aquella sociedad, la mujer contaba poco o nada y la jerarquía social sólo lo establecía el ser madre de una gran prole o de algún personaje significativo del pueblo. Myriam, no podía aceptar tal destino, y cada día de su existencia, se decía a sí misma, que aquellas visiones no eran sino fruto de su imaginación. Y es que para todo clarividente, separar lo real de lo irreal, lo imaginado de lo premonitorio, es un ejercicio de supremo esfuerzo, que termina sometiéndole al miedo, a la inseguridad y a una forzada humildad.
- Señor; ¿porqué me has dado este castigo? Por qué veo donde los otros no ven. Sueño lo que los otros no sueñan y vivo acompañada día y noche de presencias extrañas, que rompen mi intimidad y descubren mis vergüenzas.
Pero Dios le enviaba como respuesta otras visiones, que acentuaban aún más su desesperación. Myriam era un objetivo prioritario para el Maligno y sus cohortes y desde su nacimiento y hasta el día de su muerte, no dejaron de tentarla de asustarla y de buscar su aniquilamiento. Sólo los clarividentes saben la tremenda batalla que se vive en el aparente vacío que ve el ojo humano. Allá donde existe la nada, el que está dotado con los ojos del espíritu ve una legión de entidades, de formas, de universos paralelos. El Señor del Mal, establece siempre su estrategia en función del calibre de su enemigo. Si este u otro ser va a producir luz, conocimiento o ciencia al ser humano, el Mal le ataca con todas sus armas disponibles y con toda una legión de entidades disuasorias, que buscarán aniquilarle. A veces el ataque se dará a través de los seres más queridos o desde la aparente línea del bien o de la virtud. La astucia es una de las armas más eficaces de dichas entidades.
Joel, era un pescador abnegado y fiel servidor de la tradición judía. Contaba con treinta y tres años, cuando pidió a Jerob le concediera como esposa a su hija Myriam. Y fue exactamente cuando ésta contaba con dieciocho años y un mes, cuando ambos unieron sus vidas de mano del rabino que ofició la ceremonia de su matrimonio.
En el cielo; en el Universo invisible para el hombre, el Dios Marte y el Dios Neptuno se juntaron para celebrar dicha ceremonia y ambos se alegraron de ser los padrinos de ambos cónyuges. Ares, apadrinó a Joel, y delegó en éste su fuerza, su coraje y su temeridad. Neptuno apadrinó a Myriam, entregándole la dulzura, la mística y la sensibilidad. Así pues, en el Cielo y en la Tierra se regocijaron los sabios, los místicos y los hombres de bien. Pero en el abismo, donde yace el mal, Musaray comenzaba a establecer una estrategia para romper dicha felicidad.
Fueron tiempos de absoluta felicidad. Myriam vivió apasionadamente esta unión. Joel por su parte, se entregaba con amor a su trabajo. Reinó la prosperidad en sus días. Todo hacía pensar que aquella felicidad duraría eternamente. Myriam, recordaba las visiones de Musaray y de Lylith, pero se negaba a aceptar que de su vientre no naciera fruto alguno, por eso buscaba cada noche a su amante pidiendo al cielo que fuera sembrada con la semilla de la vida.
Fue al año, cuando Myriam descubrió gozosamente que estaba embarazada. Finalmente sus visiones habían sido una obsesión equivocada. Quizás Dios en su infinita misericordia le había perdonado de sus pecados de otras vidas. La felicidad compenetraba cada átomo de su cuerpo y gozosa se apresuró a contar a sus padres y a sus hermanos la feliz noticia. Pronto habría otro pescador en la familia. Joel, presumía ante sus compañeros de la buena nueva. Por un breve tiempo la felicidad reinaba en este hogar.
Pero Musaray no descansaba y noche tras noche buscaba la manera de destruir el fruto del vientre de Myriam.
En el quinto mes de embarazo, Myriam soñó que su dentadura se pudría y que se quedaba sin dientes. Al levantarse comenzó a presagiar que algo malo iba a ocurrir. Pero no le dio tiempo a consultar al oráculo del pueblo, puesto que un reguero de sangre comenzó a empapar su túnica, dejando encharcada la estancia. El fruto de su vientre se había marchitado.
La madre de Myriam acudió presurosa a atender a su hija que en los dos días sucesivos había entrado en un estado febril y delirante próximo a la muerte. Se solicitó los servicios de la partera del pueblo, que acudió presurosa a atender a la enferma.
- Esta mujer se muere. Hay que expulsar el fruto de su vientre pues está sin vida.
Myriam gritaba como una posesa, entre el delirio y la fugaz realidad de su fiebre.
- ¡No!.... ¡Mi hijo vive!..¡Mi hijo vive!.... ¡Dios me lo ha dado!.... ¡Dios me lo ha dado!
Las lágrimas de la madre y los gemidos de Joel, teñían la atmósfera de desesperación.
- ¡Maldito seas Musaray; hijo del Seol y de una ramera!….. ¡Maldito seas Musaray!... ¡Malditooooo…!
Los presentes se preguntaban a quien estaba maldiciendo. Seguramente la fiebre le hacía delirar en una jerga ininteligible. Pero el dolor, la fiebre y la amargura sellaron los labios de Myriam, quedándose sin sentido.
La partera abrió las piernas de la frustrada madre y con un cuchillo romo, parecido al que se usa para podar las viñas, introdujo su mano por la matriz expulsando el feto muerto que durante tantos días había forjado nuestra heroína. Luego introdujo una tintura de hierbas a base de tomillo, romero y otras especias diversas y limpió el útero rayendo con el cuchillo cada rincón de sus entrañas. Pero aquello que le debía salvar la vida, fue no obstante, lo que le causó en igual medida la esterilidad perpetua.
Aquella patética y dolorosa imagen no sólo tenía como espectadores a sus familiares. Por encima de todos ellos sobresalía la cabeza de un ser con apariencia angelical, pero rodeado de culebras sobre su cabeza, del que salía un frío nauseabundo. Era Musaray, Un arcángel del mal, que finalmente había conseguido su macabro propósito.
- ¡Benditos vosotros lectores que no le habéis visto!, que no visite vuestra casa, que no duerma en vuestro lecho, que no coma de vuestra comida, pues si así ocurriera, seréis objeto de desgracia.
Myriam solapaba su tristeza con el velo negro que cubría su magnífica belleza. Fue desde ese instante que comenzó a “vivir sin vida”, a morir poco a poco. Comenzaba a comprender resignada que se puede vencer a una tormenta o enfrentarse al mayor de los ejércitos, pero nadie, absolutamente nadie puede romper la “Ley de los retornos”, la Ley de Moisés: “ojo por ojo, diente por diente”. Ella, no era castigada por Dios, ni siquiera por Musaray, sino por los pecados de otra vida. Es por eso que el Ángel del Mal podía actuar. Comprendía entonces que todo ser vivo está sujeto a la férrea Ley de causa y efecto. Comprendió que nada, absolutamente nada, ni el pensamiento más breve y recóndito del alma, puede pasar desapercibido a esta Ley. Estos pensamientos que comenzaban a forjar una conciencia plena de Myriam, serían luego comprendidos por otro maravilloso ser, que el destino le mostraría en el futuro. Pero no terminaron aquí sus desgracias.
En el mismo tiempo y en el Olimpo, el Dios Saturno, celoso de la dulzura de Myriam, se enfrentó al padrino de Joel; Ares, diciéndole:
- Si yo no puedo tener a esta mujer, ella tampoco tendrá a su marido.
De nada valieron las argucias y la fuerza de Marte, frente a la sibilina sabiduría de Saturno, y fueron cuatro días antes del veintitrés cumpleaños de Myriam cuando de nuevo, el dolor, tiñó de luto el alma de aquella sufrida mujer. Joel, el bravo pescador, el más valiente de los ribereños de Magdala, había muerto ahogado en el lago, después de que su embarcación extrañamente había hecho agua, sin que nadie pudiera entender cómo se había podido producir tal hecho, cuando de un experto pescador se trataba.
Myriam se abnegaba en llanto. Los primeros meses se ocultaba de la gente. Vivía en su triste penumbra en la casa de sus padres. ¿Cómo era posible tanta desgracia? Jerob y su esposa Myriam, comenzaban ahora a rememorar los extraños acontecimientos que vivieran con su hija en su infancia, y retornaron las dudas sobre las causas o las maldiciones que, acaso, pudieran poseer a su pequeña.
Pasaron varios años, sin que la vida de Myriam aportara otra cosa que monotonía, resentimiento y tristeza. Ocupaba su tiempo ayudando a su familia y se consolaba con los hijos de sus hermanos. Una fría losa había caído sobre su corazón. Ella jamás podría amar a otro ser. Pero Dios no pensaba lo mismo y entre las miles de visiones y de percepciones diarias que experimentaba cada jornada, se dio una especialmente significativa.
Era un atardecer. Myriam estaba paseando al borde del lago, cuando vio venir sobre las aguas una brillante luz, que en forma de una enorme rueda, se puso sobre su cabeza. Luego de la rueda salió un rayo luminoso que llegaba hasta el suelo. Poco a poco sobre el suelo se formó un círculo de luz cegadora. Se aproximó más al círculo y sus ojos se maravillaron al ver a un ángel del señor. Ella sabía que era un ángel, puesto que desde niña, le habían visitado y los conocía mejor que a los propios humanos.
- Bendita seas, Myriam. Veneramos en ti a la madre divina que yace en tu corazón. Te preguntarás el porqué de tanto dolor. Pensarás que eres maldita y que Dios te ha abandonado. Pero no es así. No permanecerás viuda por mucho tiempo. Dios te ha probado en el dolor, pero este camino de espinas no ha terminado todavía. El Señor te desposará pronto con el Maestro del dolor Supremo. Es por esto que su novia tiene que estar a su altura.
Myriam, no podía comprender cuanto le decía el Ángel y replicó airada:
- ¿Por qué yo no puedo ser como otras mujeres que envejecen con sus hijos y sus nietos hasta el final de sus días? ¿Qué pecado he cometido yo, o mis padres?
- Imagina que tienes una casa y tus hijos viven despreocupados y felices en ella. Imagina que la casa se ve amenazada por el mal, la enfermedad o la guerra. ¿No darías tu vida para salvar a tus hijos? ¿No te esforzarías por preservar a los seres que tanto amas?
- Si, lo haría con gusto.
- Entiende por tanto Myriam, que Dios se vale de sus seres más queridos, para que con su sacrificio puedan vivir felices los inocentes y los pobres de espíritu. Es por eso que el que más conciencia tiene, más se entrega, más trabaja y se abnega por sus semejantes. Dios se regenera día a día en sí mismo mediante el dolor de los que más ama. Pocos entienden este misterio. Pero benditos serán eternamente los que han dado su vida y han sufrido por sus semejantes. Tú eres la esposa del Sol. Tú eres la sombra del luminoso astro que nos alumbra por la mañana y cuando el Sol se apague, tú brillarás con más luz que nadie lo ha hecho en toda la Historia del hombre. Bendito sea el que comprenda este misterio.
Myriam no podía comprender en ese momento lo que el destino le reservaba, pero aquella visión le reconfortaría después, en los últimos años de su vida, pues del supremo dolor de su corazón, nació la semilla de la vida, que diera sentido a la continuidad de los seres humanos. En ella se daría uno de los misterios más trascendentes de la naturaleza de Dios. Es por eso que todos los hombres somos deudores de su sacrificio.
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