Ocurrió entonces que en el Jordán en la fuente del Engadí, predicaba un profeta llamado Juan. Era un hombre de Dios, que vivía en una cueva y predicaba la limpieza del cuerpo y el alma. Había sido educado entre los santos esenios del Qumram y vivía en la austeridad total, alimentándose de miel y de langostas.
Juan tenía muchos seguidores, puesto que de su boca salía la suprema sabiduría. Era el Maestro del verbo. Cuando hablaba, la tierra se estremecía, los árboles lloraban y los seres humanos eran seducidos en el espíritu. Otros lo temían, y unos pocos lo odiaban.
Los celotes le tentaban para que liderara la liberación del yugo romano. Pero él era un profeta de Dios y no un caudillo. Esto generaba controversia en torno a su verdadera misión. Incluso Herodes recelaba de sus palabras y de su verdadero papel de profeta.
Myriam supo de la santidad de este hombre y fue a buscarle para que consolara su atormentada alma. Contaba entonces con veintiséis años y permanecía viuda, esperando al esposo que le había anunciado el Ángel.
Cuando Myriam escuchó la voz del profeta, su alma se desgarró por dentro, pues mientras que los corazones de los hombres se rendían ante la vibración de la voz, ella, veía que sobre sus palabras caminaban partículas de luz. Este ser no hablaba por sí mismo, sino que Dios le revelaba las palabras. Nada podía dejar de conmoverse en su presencia.
Myriam alzó la vista y vio sobre la predicación del Bautista un águila inmensa que daba vueltas y vueltas, hipnotizada por la luz invisible que desde una extraña “nube” se proyectaba sobre Juan. Sólo ella con los ojos del espíritu, veía que el profeta no estaba solo, que los ángeles del Señor estaban con él.
Los primeros días ella se ponía en la parte más alejada de la multitud de personas que acudían a escuchar la palabra de Dios. Pero Juan la vio a pesar de su timidez y le dijo:
- Qué haces tú ahí mujer, comportándote como sierva, siendo tu Reina entre las reinas.
Myriam no daba crédito a lo que escuchaba. Se acercó despacio y dijo:
- Bautízame, profeta de Dios, pues yo quiero ser digna del Reino de Dios sobre la Tierra.
- Sólo los pecadores tienen que ser bautizados.
Y Myriam de Magdala no volvió a la casa de sus padres. Pues fue una más entre los discípulos de Juan. Allí conoció a Andrés, y a Juan, el que fuera después el discípulo amado del Cristo.
Juan conocía absolutamente todos los textos sagrados y tenía el don de la profecía, pero Myriam le enseñó a dialogar con los ángeles del agua, del viento, del fuego, de la tierra, de la luz. Myriam le enseñó a entonar el canto de los gnomos, y ante los ojos asombrados del profeta, las plantas se movían, el agua se convertía en hielo y los pájaros se posaban en los pelirrojos cabellos de la Magdalena. Ahora el verbo se había perfeccionado, pues en Juan vivía el verbo macho y en Myriam el lado femenino de este don andrógino que sólo unos pocos poseyeron y aún poseen sobre la Tierra.
Y ocurrió que la fuerza del andrógino les poseyó en muchas ocasiones y fueron arrebatados al deseo carnal, para satisfacer el cálido ardor de sus cuerpos. Y se fundieron en maravillosos abrazos, caminando por la senda de la serpiente, hasta encontrar la iluminación suprema. Y con esta unión se complacía el Señor de la Tierra, que era Juan, y que antes hubiera sido Elías, y se complacían los ángeles del Señor.
Finalmente Myriam podía olvidar a Joel sumergiéndole en las aguas del tierno recuerdo.
Y fueron muchas noches y muchas horas de felicidad. Pero Musaray estaba al acecho y no permitiría que esta felicidad durara mucho.
Juan tenía muchos seguidores, puesto que de su boca salía la suprema sabiduría. Era el Maestro del verbo. Cuando hablaba, la tierra se estremecía, los árboles lloraban y los seres humanos eran seducidos en el espíritu. Otros lo temían, y unos pocos lo odiaban.
Los celotes le tentaban para que liderara la liberación del yugo romano. Pero él era un profeta de Dios y no un caudillo. Esto generaba controversia en torno a su verdadera misión. Incluso Herodes recelaba de sus palabras y de su verdadero papel de profeta.
Myriam supo de la santidad de este hombre y fue a buscarle para que consolara su atormentada alma. Contaba entonces con veintiséis años y permanecía viuda, esperando al esposo que le había anunciado el Ángel.
Cuando Myriam escuchó la voz del profeta, su alma se desgarró por dentro, pues mientras que los corazones de los hombres se rendían ante la vibración de la voz, ella, veía que sobre sus palabras caminaban partículas de luz. Este ser no hablaba por sí mismo, sino que Dios le revelaba las palabras. Nada podía dejar de conmoverse en su presencia.
Myriam alzó la vista y vio sobre la predicación del Bautista un águila inmensa que daba vueltas y vueltas, hipnotizada por la luz invisible que desde una extraña “nube” se proyectaba sobre Juan. Sólo ella con los ojos del espíritu, veía que el profeta no estaba solo, que los ángeles del Señor estaban con él.
Los primeros días ella se ponía en la parte más alejada de la multitud de personas que acudían a escuchar la palabra de Dios. Pero Juan la vio a pesar de su timidez y le dijo:
- Qué haces tú ahí mujer, comportándote como sierva, siendo tu Reina entre las reinas.
Myriam no daba crédito a lo que escuchaba. Se acercó despacio y dijo:
- Bautízame, profeta de Dios, pues yo quiero ser digna del Reino de Dios sobre la Tierra.
- Sólo los pecadores tienen que ser bautizados.
Y Myriam de Magdala no volvió a la casa de sus padres. Pues fue una más entre los discípulos de Juan. Allí conoció a Andrés, y a Juan, el que fuera después el discípulo amado del Cristo.
Juan conocía absolutamente todos los textos sagrados y tenía el don de la profecía, pero Myriam le enseñó a dialogar con los ángeles del agua, del viento, del fuego, de la tierra, de la luz. Myriam le enseñó a entonar el canto de los gnomos, y ante los ojos asombrados del profeta, las plantas se movían, el agua se convertía en hielo y los pájaros se posaban en los pelirrojos cabellos de la Magdalena. Ahora el verbo se había perfeccionado, pues en Juan vivía el verbo macho y en Myriam el lado femenino de este don andrógino que sólo unos pocos poseyeron y aún poseen sobre la Tierra.
Y ocurrió que la fuerza del andrógino les poseyó en muchas ocasiones y fueron arrebatados al deseo carnal, para satisfacer el cálido ardor de sus cuerpos. Y se fundieron en maravillosos abrazos, caminando por la senda de la serpiente, hasta encontrar la iluminación suprema. Y con esta unión se complacía el Señor de la Tierra, que era Juan, y que antes hubiera sido Elías, y se complacían los ángeles del Señor.
Finalmente Myriam podía olvidar a Joel sumergiéndole en las aguas del tierno recuerdo.
Y fueron muchas noches y muchas horas de felicidad. Pero Musaray estaba al acecho y no permitiría que esta felicidad durara mucho.
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